ALGO VA MAL. TONY JUDT

 

Un apasionado llamamiento a resucitar los valores colectivos y el compromiso político.

Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. El estilo egoísta de la vida contemporánea, que nos resulta «natural», y también la retórica que lo acompaña (una admiración acrítica hacia los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito) se remonta tan sólo a la década de los ochenta. En los últimos treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material hasta el punto de que eso es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo.

«¿Por qué nos hemos apresurado tanto en derribar los diques que laboriosamente levantaron nuestros predecesores? ¿Tan seguros estamos de que no se avecinan inundaciones?», se pregunta Judt, uno de los más importantes pensadores contemporáneos. Rechazando tanto el individualismo extremo de la derecha como la desacreditada pose retórica de la izquierda, Judt nos desafía a oponernos a los males de nuestra sociedad y a afrontar nuestra responsabilidad sobre el mundo en que vivimos.

`Algo va mal` es un inestimable obsequio para las futuras generaciones de ciudadanos comprometidos. Expresión concentrada de las preocupaciones de toda una vida, este libro pasará a formar parte de los grandes textos políticos de nuestra era.








 

 

 

Algo va mal

Tony Judt

 

               

 

1 PENSAMIENTO

2 El malestar en el economismo

3. La insoportable levedad de la política

4. ¿Adiós a todo esto?

5 En defensa de la disconformidad

6 ¿QUÉ QUEREMOS?

 

 

 

Traducción de Belén Urrutia

 

 Para Daniel y Nicholas

 

 

                Mal le va al país, presa de inminentes males,

cuando la riqueza se acumula y los hombres decaen.

                Oliver Goldsmith, The Deserted Village (1770)

               

 

 

              Debido a las circunstancias poco habituales en que he escrito este libro, he incurrido en numerosas deudas, que gustosamente reseño a continuación. Mis antiguas alumnas Zara Burdett y Casey Selwyn fueron infatigables ayudantes de investigación y transcriptoras, y durante muchos meses registraron fielmente mis pensamientos, notas y lecturas. Clémence Boulouque me ayudó a encontrar e incorporar materiales recientes de los medios de comunicación y siempre respondió a mis preguntas y peticiones. También fue una extraordinaria editora.

                Sin embargo, la mayor deuda la tengo con Eugene Rusyn, que tecleó todo el manuscrito en menos de ocho semanas, tomando literalmente mi rápido y en ocasiones poco claro dictado durante muchas horas seguidas, a veces durante todo el día. Él fue quien encontró muchas de las citas más oscuras, pero, sobre todo, hemos colaborado íntimamente en la edición del texto en cuanto a su contenido, estilo y coherencia. Simplemente no habría podido escribir el libro sin él y su aportación lo ha mejorado en gran medida.

                Estoy en deuda con mis amigos y personal en el Instituto Remarque —los profesores Katherine Fleming, Jair Kessler, Jennifer Ren y Maya Jex—, que se han adaptado sin quejas a los cambios que ha traído consigo el deterioro de mi salud. Sin su cooperación no habría podido dedicar a este libro el tiempo y los recursos necesarios. Gracias a mis colegas en la Administración de la Universidad de Nueva York —al rector (y antiguo decano) Richard Foley y al decano de administración Joe Juliano sobre todo— he recibido todo el apoyo y ánimo posibles.

                No es la primera vez que estoy obligado por gratitud con Robert Silvers. Fue sugerencia suya que la conferencia que di sobre la socialdemocracia en la Universidad de Nueva York en el otoño de 2009 se transcribiera (gracias al personal de la New York Review) y se publicara en sus páginas, a raíz de lo cual, y de forma completamente inesperada, hubo incontables peticiones de que la ampliara en un breve libro. Sarah Chalfant y Scott Moyers, de la Agencia Wylie, apoyaron la idea con entusiasmo y la editorial Penguin en Nueva York y Londres acogió el proyecto. Espero que el resultado satisfaga a todos.

                Al escribir este libro también me ha sido de gran ayuda la amabilidad de los desconocidos, que me han aportado sugerencias y críticas a lo que he escrito sobre estos temas a lo largo de los años. No puedo dar las gracias a cada uno personalmente, pero espero que, pese a sus inevitables deficiencias, la propia obra represente una muestra de gratitud. No obstante, la mayor deuda la tengo con mi familia. La carga que les he impuesto en el último año me parece completamente intolerable y sin embargo la han sobrellevado con tan buen ánimo que he podido dejar de lado mis preocupaciones y dedicarme casi por entero en los últimos meses a pensar y escribir. El solipsismo es la debilidad característica del escritor profesional. Pero en mi caso soy especialmente consciente de toda la atención que recibo: Jennifer Homans, mi esposa, ha terminado su manuscrito sobre la historia del ballet clásico mientras me cuidaba. Mi texto se ha beneficiado enormemente de su amor y generosidad, ahora y en años pasados. Que su libro se vaya a publicar este año es un homenaje a su extraordinario carácter.

                Mis hijos, Daniel y Nicholas, son adolescentes con vidas ajetreadas. Sin embargo, han encontrado tiempo para hablar conmigo sobre los muchos temas que se cruzan en estas páginas. De hecho, gracias a nuestras conversaciones de sobremesa me di cuenta realmente de lo mucho que a la juventud de hoy le preocupa el mundo que le hemos legado —y los medios tan inadecuados que les hemos proporcionado para mejorarlo—. A ellos les dedico este libro.

                Nueva York Febrero de 2010

 

 

                No puedo evitar temer que los hombres lleguen a un punto en el que cada teoría les parezca un peligro, cada innovación un laborioso problema, cada avance social un primer paso hacia una revolución, y que se nieguen completamente a moverse.

                Alexis de Tocqueville

 

 

 

                Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho, esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo. Sabemos qué cuestan las cosas, pero no tenemos idea de lo que valen. Ya no nos preguntamos sobre un acto legislativo o un pronunciamiento judicial: ¿es legítimo? ¿Es ecuánime? ¿Es justo? ¿Es correcto? ¿Va a contribuir a mejorar la sociedad o el mundo? Estos solían ser los interrogantes políticos, incluso si sus respuestas no eran fáciles. Tenemos que volver a aprender a plantearlos.

                El estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana. Gran parte de lo que hoy nos parece «natural» data de la década de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y pobres. Y, sobre todo, la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito.

                No podemos seguir viviendo así. El pequeño crac de 2008 fue un recordatorio de que él capitalismo no regulado es el peor enemigo de sí mismo: más pronto o más tarde está abocado a ser presa de sus propios excesos y a volver a acudir al Estado para que lo rescate. Pero si todo lo que hacemos es recoger los pedazos y seguir como antes, nos aguardan crisis mayores durante los años venideros.

                Sin embargo, parecemos incapaces de imaginar alternativas. Esto también es algo nuevo. Hasta hace muy poco, la vida pública en las sociedades liberales se desarrollaba a la sombra de un debate entre los defensores del «capitalismo» y sus críticos, normalmente identificados con una u otra forma de «socialismo». En la década de 1970 este debate había perdido buena parte de su significado por ambas partes, pero, en cualquier caso, la distinción «izquierda-derecha» resultaba útil. Constituía un marco en el que situar los comentarios críticos sobre los asuntos contemporáneos.

                En la izquierda, el marxismo fue atractivo para sucesivas generaciones de jóvenes, aunque sólo fuera porque ofrecía una forma de distanciarse del statu quo. Prácticamente lo mismo se puede decir del conservadurismo clásico: una fundada aversión al cambio precipitado constituyó el punto de encuentro para los renuentes a abandonar los usos establecidos. Hoy, ni la izquierda ni la derecha tienen en qué apoyarse.

                Llevo treinta años oyendo decir a los estudiantes: «Para ustedes fue fácil: su generación tenía ideales e ideas, creía en algo, podía cambiar las cosas». Nosotros (los hijos de los ochenta, los noventa, del 2000) no tenemos nada. En muchos sentidos mis alumnos están en lo cierto. Para nosotros fue fácil —lo mismo que fue fácil, al menos en este sentido, para las generaciones anteriores a la nuestra—. La última vez que una cohorte de jóvenes expresó una frustración comparable ante la vaciedad de sus vidas y la desalentadora falta de sentido de su mundo fue en la década de 1920: no es casual que los historiadores hablen de la «generación perdida».

                Si los jóvenes de hoy están desorientados no es por falta de objetivos. Una conversación con estudiantes o escolares produce una asombrosa lista de ansiedades. De hecho, la nueva generación siente una honda preocupación por el mundo que va a heredar. Pero esos temores van acompañados de una sensación general de frustración: nosotros sabemos que algo está mal y hay muchas cosas que no nos gustan. Pero ¿en qué podemos creer? ¿Qué debemos hacer?

                Esta actitud es el irónico reverso de la de una era anterior. En la época del dogma radical, los jóvenes estaban lejos de sentir incertidumbre. El tono característico de los años sesenta era el de una confianza presuntuosa: nosotros sabíamos cómo arreglar el mundo. Es esta nota de arrogancia gratuita la que en parte explica la posterior respuesta reaccionaria; si la izquierda quiere recuperarse, le vendrá bien algo de modestia. En cualquier caso, hay que poder designar el problema que se quiere resolver.

                Escribí este libro para los jóvenes a ambos lados del Atlántico. A los lectores estadounidenses quizá les asombren las frecuentes referencias a la socialdemocracia. Aquí, en Estados Unidos, estas referencias no son habituales. Cuando los periodistas y comentaristas defienden el gasto público en fines sociales, suelen describirse —y ser descritos por sus críticos— como «liberales». Liberal es una etiqueta venerable y respetable, y todos deberíamos estar orgullosos de ella. Pero, al igual que un abrigo bien diseñado, oculta más de lo que deja ver.

                Un liberal es alguien que se opone a la intromisión en los asuntos ajenos: es tolerante con la disconformidad y el comportamiento no convencional. Históricamente los liberales han sostenido que lo mejor es mantener a los demás fuera de nuestras vidas, lo que deja a cada individuo el máximo espacio para vivir y desarrollarse como prefiera. En su forma extrema, estas actitudes hoy están asociadas con los autodenominados «libertarios», pero el término es en gran medida redundante. La mayoría de los verdaderos libertarios prefieren dejar en paz a los demás.

                Por otra parte, los socialdemócratas son una suerte de híbridos. Comparten con los liberales la defensa de la tolerancia religiosa y cultural; pero en la política pública creen en la posibilidad y en las ventajas de la acción colectiva para el bien común. Como la mayoría de los liberales, los socialdemócratas propugnan la tributación progresiva a fin de financiar los servicios públicos y otros bienes sociales que los individuos no pueden conseguir por sí solos. Sin embargo, mientras que muchos liberales ven esa tributación o provisión pública como un mal necesario, una visión socialdemócrata de la buena sociedad entraña desde el comienzo un papel mayor para el Estado y el sector público.

                Es comprensible que en Estados Unidos resulte difícil vender la socialdemocracia. Uno de mis objetivos es sugerir que el gobierno puede desempeñar un papel mayor en nuestras vidas sin amenazar nuestras libertades —y sostener que, como el Estado va a permanecer con nosotros durante un tiempo previsible, haríamos bien en pensar qué tipo de Estado queremos—. En cualquier caso, gran parte de lo mejor en la legislación y la política social estadounidenses del siglo xx —y que ahora se nos pide que desmantelemos en nombre de la eficiencia y del «menos gobierno»— se corresponde en la práctica con lo que los europeos han denominado «socialdemocracia». Nuestro problema no es qué hacer, sino cómo hablar acerca de ello.

                El dilema europeo es un tanto diferente. Numerosos países europeos practican desde hace mucho algo parecido a la socialdemocracia, pero han olvidado cómo defenderla. Hoy los socialdemócratas están a la defensiva y tratan de excusarse. No se ha dado respuesta a los críticos que sostienen que el modelo europeo es demasiado caro o ineficiente desde el punto de vista económico. Y, sin embargo, el Estado del bienestar no ha perdido ni un ápice de popularidad entre sus beneficiarios: en ningún país de Europa ha votado el electorado a favor de acabar con la salud pública y la educación gratuita o subvencionada, o de reducir la provisión pública de transporte y otros servicios esenciales.

                Me propongo poner en tela de juicio las ideas convencionales a ambos lados del Atlántico. Desde luego, este objetivo se ha simplificado considerablemente. Durante los primeros años de este siglo, el «consenso de Washington» había ganado la batalla. En todas partes había un economista o «experto» que exponía las virtudes de la desregulación, el Estado mínimo y la baja tributación. Parecía que los individuos privados podían hacer mejor todo lo que hacía el sector público.

                La doctrina de Washington era recibida en todas partes por un coro de animadores ideológicos: desde los beneficiarios del «milagro irlandés» (el boom de la burbuja inmobiliaria del «tigre celta») hasta los ultra-capitalistas doctrinarios de la antigua Europa comunista. Incluso los «viejos europeos» se vieron arrastrados por la marea. El proyecto de mercado de la Unión Europea —la llamada «agenda de Lisboa» —, los entusiastas planes de privatización de los gobiernos francés y alemán: todos atestiguaban lo que sus críticos franceses han denominado el nuevo «pensamiento único».

                Pero al menos en parte ya se ha producido un despertar. Para evitar las bancarrotas nacionales y el derrumbamiento del sistema bancario, los gobiernos y los bancos centrales han dado giros considerables a sus políticas, diseminando generosamente dinero público en pro de la estabilidad económica y poniendo las compañías arruinadas bajo control público sin pensarlo dos veces. Un asombroso número de economistas partidarios del libre mercado, de los que se prosternaban a los pies de Milton Friedman y sus colegas de Chicago, hacen acto de contrición y juran lealtad a la memoria de John Maynard Keynes.

                Todo esto es muy gratificante. Pero no se puede decir que constituya una revolución intelectual. Por el contrario: como sugiere la respuesta de la administración Obama, la vuelta a la economía keynesiana no es más que una retirada táctica. Prácticamente lo mismo se puede decir del Nuevo Laborismo, tan leal como siempre al sector privado en general y a los mercados financieros londinenses en particular. Desde luego, un efecto de la crisis ha sido amortiguar el ardor de los europeos continentales por el «modelo angloestadounidense»; pero los principales beneficiarios han sido esos mismos partidos de centroderecha que antes ponían tanto empeño en emular a Washington.

                En suma, la necesidad práctica de Estados fuertes y gobiernos intervencionistas está fuera de discusión. Pero nadie está «repensando» el Estado. Sigue habiendo una marcada renuencia a defender el sector público en nombre del interés colectivo o por principio. Es asombroso que en una serie de elecciones que se han celebrado en Europa después de la crisis financiera, los partidos socialdemócratas hayan obtenido malos resultados; a pesar del derrumbamiento del mercado, han sido a todas luces incapaces de estar a la altura de las circunstancias.

                Para que se le vuelva a tomar en serio, la izquierda debe hallar su propia voz. Hay mucho sobre lo que indignarse: las crecientes desigualdades en riqueza y oportunidades; las injusticias de clase y casta; la explotación económica dentro y fuera de cada país; la corrupción, el dinero y los privilegios que ocluyen las arterias de la democracia. Pero ya no basta con identificar las deficiencias del «sistema» y lavarse las manos como Pilatos: indiferente a las consecuencias. La irresponsable pose retórica de las décadas pasadas no ayudó en nada a la izquierda.

                Hemos entrado en una era de inseguridad: económica, física, política. El hecho de que apenas seamos conscientes de ello no es un consuelo: en 1914 pocos predijeron el completo colapso de su mundo y las catástrofes económicas y políticas que lo siguieron. La inseguridad engendra miedo. Y el miedo —miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños y a un mundo ajeno— está corroyendo la confianza y la interdependencia en que se basan las sociedades civiles.

                Todo cambio es convulso. Hemos visto que el espectro del terrorismo basta para crear conmoción en democracias estables. El cambio climático tendrá consecuencias aún más dramáticas. Hombres y mujeres se verán obligados a depender de los recursos del Estado. Recurrirán a sus líderes y representantes políticos para que les defiendan: de nuevo habrá quienes apremien a las sociedades abiertas a que se cierren y sacrifiquen la libertad en aras de la «seguridad». La elección ya no será entre el Estado y el mercado, sino entre dos tipos de Estado. Nos corresponde a nosotros volver a concebir el papel del gobierno. Si no lo hacemos, otros lo harán.

                Presenté por primera vez los argumentos de las páginas siguientes en un ensayo publicado en The New York Review of  Books en diciembre de 2009. Tras su aparición recibí muchos comentarios y sugerencias interesantes, entre ellos, una reflexiva critica de una joven colega. «Lo más asombroso —decía— de lo que escribe no es tanto el contenido como la forma: afirma que le indigna nuestro conformismo político; defiende la necesidad de disentir de nuestra forma de pensar guiada por la economía, la urgencia de una vuelta a la conversación pública imbuida de ética. Ya nadie habla así». Esa es la razón de este libro.

 

 Ver lo que se tiene delante exige una lucha constante.

                George Orwell

 

                Vemos a nuestro alrededor un nivel de riqueza individual sin parangón desde los primeros años del siglo xx. El consumo ostentoso de bienes superfluos —casas, joyas, coches, ropa, juguetes electrónicos— se ha extendido enormemente en la última generación. En Estados Unidos, el Reino Unido y un puñado más de países, las transacciones financieras han desplazado a la producción de bienes o servicios como fuente de las fortunas privadas, lo que ha distorsionado el valor que damos a los distintos tipos de actividad económica. Siempre ha habido ricos, al igual que pobres, pero en relación con los demás, hoy son más ricos y más ostentosos que en cualquier otro momento que recordémos. Es fácil comprender y describir los privilegios privados. Lo que resulta más difícil es transmitir el abismo de miseria pública en que hemos caído.

 

 

Riqueza privada, miseria pública

 

                Ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si la mayoría de sus

                miembros son pobres y desdichados.

                Adam Smith

                La pobreza es una abstracción, incluso para los pobres. Pero los síntomas del empobrecimiento colectivo están a nuestro alrededor. Autopistas en mal estado, ciudades arruinadas, puentes que se hunden, escuelas fracasadas, desempleados, trabajadores mal pagados, personas sin seguro: todo sugiere un fracaso colectivo de la voluntad. Estos problemas son tan endémicos que ya no sabemos cómo hablar sobre lo que está mal, y mucho menos intentar solucionarlo. Sin embargo, algo falla seriamente. Aunque el presupuesto estadounidense dedica decenas de miles de millones de dólares a una fútil campaña militar en Afganistán, nos inquietan las implicaciones de cualquier incremento en el gasto público para servicios sociales o infraestructuras.

                Para comprender el abismo en que hemos caído, primero hemos de apreciar la magnitud de los cambios que nos han sobrevenido. Desde finales del siglo xix hasta la década de 1970, las sociedades avanzadas de Occidente se volvieron cada vez menos desiguales. Gracias a la tributación progresiva, los subsidios del gobierno para los necesitados, la provisión de servicios sociales y garantías contra las situaciones de crisis, las democracias modernas se estaban desprendiendo de sus extremos de riqueza y pobreza.

                Desde luego, seguía habiendo grandes diferencias. Tanto los países esencialmente igualitarios de Escandinavia como las sociedades, bastante más diversas, del sur de Europa seguían reconociendo diferencias en su seno, y los países angloparlantes del mundo atlántico y el Imperio británico continuaban reflejando tradicionales distinciones de clase. Pero cada uno a su manera se había visto afectado por la creciente intolerancia a la desigualdad excesiva y había establecido la provisión pública para compensar las carencias privadas.

                En los últimos treinta años hemos arrojado todo esto por la borda. El «hemos» varía en cada país, claro está. Los mayores extremos de privilegios privados e indiferencia pública han vuelto a aflorar en Estados Unidos y en el Reino Unido, epicentros del entusiasmo por el capitalismo de mercado desregulado. Aunque países tan lejanos como Nueva Zelanda y Dinamarca, Francia y Brasil, han expresado un interés periódico, ninguno ha igualado a Gran Bretaña o a Estados Unidos en la empresa de desmontar, a lo largo de treinta años, décadas de legislación social y supervisión económica.

                En 2005, el 21.2 por ciento de la renta nacional estadounidense estaba en manos de sólo el 1 por ciento de la población. En 1968, el director ejecutivo de General Motors se llevaba a casa, en sueldo y beneficios, unas sesenta y seis veces más que la cantidad pagada a un trabajador típico de GM. Hoy, el director ejecutivo de Wal-Mart gana un sueldo novecientas veces superior al de su empleado medio. De hecho, ese año se calculó que la fortuna de la familia fundadora de Wal-Mart era aproximadamente la misma (90.000 millones de dólares) que la del 40 por ciento de la población estadounidense con menos ingresos: 120 millones de personas.

                El Reino Unido también es más desigual —en renta, riqueza, salud, educación y oportunidades vitales — que en ningún otro momento desde la década de 1920. Hay más niños pobres en el Reino Unido que en ningún otro país de la Unión Europea. Desde 1973, la desigualdad en los sueldos se ha incrementado allí más que en ningún otro país, excepto Estados Unidos. La mayoría de los nuevos empleos creados entre 1977 y 2007 estaban en el extremo superior o inferior de la escala salarial.

                Las consecuencias están claras. La movilidad intergeneracional se ha interrumpido: al contrario que sus padres y abuelos, en Estados Unidos y el Reino Unidos los niños tienen muy pocas expectativas de mejorar la condición en la que nacieron. Los pobres siguen siendo pobres. La desventaja económica para la gran mayoría se traduce en mala salud, oportunidades educacionales perdidas y —cada vez más— los síntomas habituales de la depresión: alcoholismo, obesidad, juego y delitos menores. Los desempleados o subempleados pierden las habilidades que hubieran adquirido y se vuelven superfluos crónicamente para la economía. Las consecuencias con frecuencia son la angustia y el estrés, por no mencionar las enfermedades y la muerte prematura.

                La desigualdad económica exacerba los problemas. Así, la incidencia de los trastornos mentales se corresponde estrechamente con la renta en Estados Unidos y el Reino Unido, mientras que en todos los países de Europa continental estos dos índices no están relacionados. Incluso la confianza, la fe que tenemos en nuestros conciudadanos, se corresponde negativamente con las diferencias en la renta: entre 1983 y 2001, la desconfianza aumentó marcadamente en Estados Unidos, el Reino Unido e Irlanda —los tres países en los que el dogma del interés individual por encima de todo se aplicó con más asiduidad a la política pública—. En ningún otro país hubo un incremento comparable en la desconfianza recíproca.                

                Incluso dentro de los países la desigualad desempeña un papel crucial en la vida de las personas. Por ejemplo, en Estados Unidos, las probabilidades de disfrutar de una vida larga y saludable están estrechamente relacionadas con la renta: los residentes en distritos acomodados tienen expectativas de vivir más años y mejor. Las mujeres jóvenes en los estados más pobres tienen más probabilidades de quedarse embarazadas en la adolescencia —y sus bebés, menos probabilidades de sobrevivir— que en los estados más ricos. De la misma forma, un niño de un distrito desfavorecido tiene más probabilidades de abandonar sus estudios en la enseñanza media que si sus padres tienen una renta media segura y viven en una región próspera del país. En cuanto a los hijos de los pobres que permanecen en el colegio, su rendimiento será más bajo, tendrán peores notas y su empleo será menos gratificante y peor pagado.

                Así pues, la desigualdad no sólo es poco atractiva en sí misma; está claro que se corresponde con problemas sociales patológicos que no podemos abordar si no atendemos a su causa subyacente. Hay una razón por la que la mortalidad infantil, la esperanza de vida, la criminalidad, la población carcelaria, los trastornos mentales, el desempleo, la obesidad, la malnutrición, el embarazo de adolescentes, el uso de drogas ilegales, la inseguridad económica, las deudas personales y la angustia están mucho más marcados en Estados Unidos y en el Reino Unido que en Europa continental.

                Cuanto mayor es la distancia entre la minoría acomodada y la masa empobrecida, más se agravan los problemas sociales, lo que parece ser cierto tanto para los países ricos como para los pobres. No importa lo rico que sea un país, sino lo desigual que sea. Así, en Suecia o Finlandia, dos de los países más ricos del mundo en cuanto a su renta per cápita o su pib, la distancia que separa a sus ciudadanos más ricos de los más pobres es muy pequeña, y siempre están a la cabeza en los índices de bienestar mensurable. Por el contrario, Estados Unidos, pese a su gran riqueza agregada, siempre figura abajo en esos índices. Estados Unidos gasta grandes sumas de dinero en salud, pero su esperanza de vida sigue estando por debajo de la de Bosnia y sólo es un poco mejor que la de Albania.

              La desigualdad es corrosiva. Corrompe a las sociedades desde dentro. El impacto de las diferencias materiales tarda un tiempo en hacerse visible, pero, con el tiempo, aumenta la competencia por el estatus y los bienes, las personas tienen un creciente sentido de superioridad (o de inferioridad) basado en sus posesiones, se consolidan los prejuicios hacia los que están más abajo en la escala social, la delincuencia aumenta y las patologías debidas a las desventajas sociales se hacen cada vez más marcadas. El legado de la creación de riqueza no regulada es en efecto amargo.

 

Sentimientos corruptos

 

                No hay condiciones de vida a las que un hombre no pueda acostumbrarse, especialmente si ve que a su alrededor todos las aceptan. Lev Tolstoi, Anna Karenina

 

 

                Durante las largas décadas de «igualación», la idea de que tales mejoras podrían mantenerse se convirtió en un lugar común. Las reducciones en la desigualdad se autoalimentan: cuanto más iguales nos hacemos, más iguales creemos que se puede ser. Por el contrario, treinta años de desigualdad creciente han convencido a los ingleses y estadounidenses en particular de que ésta es una condición natural de la vida sobre la que cabe hacer poco.

                En la medida en que hablamos de aliviar los males sociales, suponemos que el «crecimiento» económico es suficiente: la difusión de la prosperidad y los privilegios fluirá naturalmente de un aumento en el pastel. Por desgracia, todos los indicios sugieren lo contrario. Mientras que en los periodos difíciles tendemos a aceptar la redistribución como necesaria y posible, en una era de abundancia el crecimiento económico suele privilegiar a la minoría, al tiempo que acentúa las desventajas relativas de la mayoría.

                Con frecuencia estamos ciegos a este hecho: un incremento general de la riqueza agregada oculta disparidades distributivas. Este problema es bien conocido en el desarrollo de las sociedades atrasadas: el crecimiento económico beneficia a todos, pero sirve desproporcionadamente a una pequeña minoría bien situada para explotarlo, como lo ilustran China o la India contemporáneas. Pero que Estados Unidos, una economía plenamente desarrollada, tenga un «índice de Gini» (la medida convencional de la distancia que separara a ricos y pobres) casi idéntico al de China es llamativo.

                Una cosa es convivir con la desigualdad y sus patologías; otra muy distinta es regodearse en ellas. En todas partes hay una asombrosa tendencia a admirar las grandes riquezas y a concederles estatus de celebridad («estilos de vida de los ricos y famosos»). Pero esto no es nada nuevo: en el siglo XVIII Adam Smith —el padre fundador de la economía clásica— observó la misma disposición entre sus contemporáneos: «La gran masa de la humanidad está formada por admiradores y adoradores y, lo que me parece más extraordinario, con mucha frecuencia por admiradores y adoradores desinteresados de la riqueza y la grandeza».2

                Para Smith la adulación acrítica de la riqueza por sí misma no sólo era desagradable. También era un rasgo potencialmente destructivo de una economía comercial moderna, que con el tiempo podría debilitar las mismas cualidades que el capitalismo, en su opinión, necesitaba alimentar y fomentar: «Esta disposición a admirar, y casi a idolatrar, a los ricos y poderosos, y a despreciar o, como mínimo, ignorar a las personas pobres y de condición humilde [...] [es] la principal y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales».3

                Y, en efecto, nuestros sentimientos morales se han corrompido. Nos hemos vuelto insensibles a los costes humanos de políticas sociales en apariencia racionales, especialmente cuando se nos dice que contribuirán a la prosperidad general y, de esta forma —implícitamente—, a nuestros intereses individuales. Consideremos la Ley de Responsabilidad Personal y Oportunidades de Trabajo de 1996 (cuyo título es reveladoramente orwelliano), que en la era de Clinton pretendía cercenar las provisiones sociales en Estados Unidos. La finalidad declarada de dicha ley era reducir el número de beneficiarios del bienestar. Esto se iba a conseguir retirando las prestaciones a todo aquel que no hubiera buscado (y, si lo había encontrado, aceptado) un empleo retribuido. Como en estas circunstancias un empresario podía ofrecer casi cualquier sueldo al contratar trabajadores —que no podían rechazar un empleo, por desagradable que fuera, sin arriesgarse a quedar excluidos de los beneficios sociales—, no sólo se redujo considerablemente el número de beneficiarios del bienestar, sino que también disminuyeron los salarios y los costes de las empresas.

                Además, el bienestar adquirió un estigma explícito. Ser receptor de asistencia pública, tanto en forma de ayuda para los hijos, cupones para alimentos o seguro de desempleo, era una marca de Caín: un signo de fracaso personal, la muestra de que, de alguna forma, esa persona se había escurrido por las grietas de la sociedad. Así, en los Estados Unidos contemporáneos, en un periodo de desempleo creciente, una persona sin trabajo queda estigmatizada: ya no es un miembro pleno de la comunidad. Incluso en la socialdemócrata Noruega, la Ley de Servicios Sociales de 1991 autorizaba a las autoridades locales a imponer requisitos laborales comparables a todo el que solicitara prestaciones de bienestar.

                Los términos de esta legislación deberían recordarnos una ley anterior, aprobada en Inglaterra casi doscientos años antes: la Nueva Ley de Pobres de 1834. Gracias a la descripción de Charles Dickens en Oliver Twist estamos familiarizados con sus disposiciones. Cuando, en su famosa burla, Noah Claypole llama «hospiciano» al pequeño Oliver, se refiere, en 1838, precisamente a lo que hoy queremos decir cuando nos referimos despectivamente a los «gorrones del Estado del bienestar».

                La Nueva Ley de Pobres era un insulto. Obligaba a los indigentes y desempleados a elegir entre un trabajo al salario que le ofrecieran, por bajo que fuera, y la humillación del hospicio. Aquí, como en otras formas de ayuda pública del siglo xix (que aún se consideraban y describían como «caridad»), el nivel de protección y apoyo estaba calibrado para que fuera menos atractivo que la peor alternativa posible. La ley se basaba en teorías económicas contemporáneas que negaban la posibilidad misma del desempleo en un mercado eficiente: si los salarios bajaban lo suficiente y no había una alternativa atractiva al trabajo, todo el mundo acabaría encontrando empleo.

                Durante los 150 años siguientes los reformadores se esforzaron por abolir prácticas tan degradantes. En su momento, la Nueva Ley de Pobres y sus equivalentes extranjeras fueron sustituidas por la provisión pública de asistencia como un derecho. A los ciudadanos desempleados ya no se les consideraría menos merecedores de nada por el hecho de no tener trabajo; no se les penalizaría por su situación ni se les denigraría implícitamente como miembros de la sociedad. Sobre todo, los Estados del bienestar de mediados del siglo xx establecieron la profunda indecencia de definir la condición cívica en función de la buena fortuna económica.

                Por el contario, la ética del voluntarismo victoriano y los criterios de selección punitivos fueron sustituidos por la provisión social universal, aunque con variaciones considerables de un país a otro. La incapacidad para trabajar o encontrar trabajo, lejos de ser estigmatizada, se empezó a considerar una situación de dependencia ocasional, pero en absoluto deshonrosa, de los conciudadanos. Las necesidades y los derechos se trataron con un respeto especial, y se abandonó la idea de que el desempleo era producto del mal carácter o de la indolencia.

                Hoy hemos vuelto a las actitudes de nuestros antepasados del comienzo de la era victoriana. De nuevo creemos exclusivamente en los incentivos, el «esfuerzo» y la recompensa —y en el castigo para las deficiencias—. Sólo hay que escuchar la explicación de Bill Clinton o Margaret Thatcher: sería un disparate hacer universales los beneficios del bienestar para todos los que los necesitan. Si los trabajadores no están desesperados, ¿por qué van a trabajar? Hemos vuelto al mundo frío y duro de la racionalidad económica ilustrada, cuyo primer y mejor exponente fue el ensayo sobre economía política que Bernard Mandeville escribió en 1732, La fábula de las abejas. Los trabajadores, en opinión de Mandeville, «no tienen nada que les induzca a ser útiles más que sus necesidades, que es prudente mitigar, pero absurdo eliminar». Tony Blair no podría haberlo dicho mejor.

                Las «reformas» del bienestar han resucitado la temida «comprobación de los ingresos». Como recordarán los lectores de George Orwell, en la Inglaterra de la Depresión, el indigente sólo podía solicitar asistencia una vez que las autoridades hubieran establecido —por medio de una investigación que invadía su intimidad — que había agotado sus propios recursos. En Estados Unidos, en los años treinta, se llevaba a cabo una comprobación similar. Malcolm X recuerda en sus memorias cómo los empleados sociales iban a su casa a «examinar» a su familia: «El cheque mensual de la ayuda era su salvoconducto. Actuaban como si fueran nuestros dueños. Por mucho que mi madre lo deseara, no podía impedirles que entraran... Nosotros no entendíamos por qué, si el Estado estaba dispuesto a darnos paquetes de carne, sacos de patatas, y frutas y latas de toda clase de cosas, nuestra madre odiaba aceptarlo. Lo que comprendí más tarde es que mi madre estaba haciendo un esfuerzo desesperado por conservar su orgullo y el nuestro. El orgullo era todo lo que nos quedaba, pues en 1934 empezamos a pasarlo verdaderamente mal».

                Al contrario del extendido supuesto que se ha vuelto a introducir en la jerga política angloestadounidense, a pocas personas les gusta recibir asistencia en forma de ropa, zapatos, comida, ayuda para pagar el alquiler o para la manutención de los hijos. Simplemente, es humillante. Devolver el orgullo y la autoestima a los perdedores de la sociedad fue una plataforma central de las reformas sociales que marcaron el progreso del siglo xx. Hoy les hemos dado la espalda de nuevo.

                Aunque en los últimos años se ha generalizado la admiración acrítica por el modelo anglosajón de «libre empresa», «sector privado», «eficiencia», «beneficios» y «crecimiento», el modelo en sí mismo sólo se ha aplicado en todo su auto laudatorio rigor en Irlanda, Reino Unido y Estados Unidos. Hay poco que decir de Irlanda. El llamado «milagro económico» del «animoso tigrecito celta» consistió en un régimen no regulado de bajos impuestos que, como era de esperar, atrajo la inversión y el dinero caliente. La inevitable caída en los ingresos públicos se compensó con fondos de la denostada Unión Europea, aportados sobre todo por las presuntamente ineptas «viejas» economías de Alemania, Francia y Países Bajos. Cuando el grupo de Wall Street se desmoronó, la burbuja irlandesa estalló. Y va a tardar en hincharse otra vez.

                El caso británico es más interesante: imita las peores características de Estados Unidos, al mismo tiempo que es incapaz de abrir el Reino Unido a la movilidad social y educacional que caracterizó el progreso estadounidense en sus mejores momentos. En conjunto, desde 1979 la economía británica ha seguido la decadencia de su confrere estadounidense no sólo en su desdeñoso desinterés por sus víctimas, sino también en su despreocupado entusiasmo por los servicios financieros en detrimento de la base industrial del país. Mientras que los activos bancarios como porcentaje del PIB habían permanecido constantes en torno al 70 por ciento desde la década de 1880 hasta comienzos de la de 1970, en 2005 superaban el 500 por ciento. A medida que crecía la riqueza nacional agregada, aumentaba la pobreza de la mayoría de las regiones fuera de Londres y al norte del río Trent.

                Desde luego, ni siquiera Margaret Thatcher pudo desmantelar por completo el Estado del bienestar, que era popular entre la misma clase media baja que con tanto entusiasmo la había llevado al poder. Y así, en contraste con Estados Unidos, el creciente número de personas que se hallan en la base de la sociedad británica sigue teniendo acceso a servicios médicos gratuitos o baratos, pensiones exiguas pero garantizadas, un seguro de desempleo residual y un sistema vestigial de educación pública. Si Gran Bretaña está «rota», como han sostenido algunos observadores durante los últimos años, los trozos al menos caen en una red de seguridad. Para ver una sociedad atrapada en buenas perspectivas y prosperidad ilusorias, en la que los perdedores son abandonados a su suerte, debemos mirar —lamentablemente— a Estados Unidos.

 

 

Peculiaridades estadounidenses

 

                A medida que se profundiza en el carácter nacional de los estadounidenses, se ve que han buscado el valor de todo en este mundo sólo en la respuesta a esta pregunta: ¿cuánto dinero va a reportar?

Alexis de Tocqueville

 

 

                Sin saber nada de los gráficos de la OCDE ni de comparaciones desfavorables con otros países, muchos estadounidenses son conscientes de que algo va muy mal. Ya no viven tan bien como en el pasado. A todos les gustaría que su hijo tuviera posibilidades de progresar en la vida: mejor educación y mejores expectativas laborales. Preferirían que su esposa o su hija tuvieran las mismas probabilidades de sobrevivir a la maternidad que las mujeres de los demás países avanzados. Les gustaría disfrutar de una cobertura médica completa más barata, una esperanza de vida más larga, mejores servicios públicos y menos delincuencia. No obstante, cuando se les dice que todo eso existe en Europa occidental, muchos estadounidenses responden: « ¡Pero allí tienen socialismo! No queremos que el Estado se inmiscuya en nuestros asuntos. Y, sobre todo, no queremos pagar más impuestos».

                Esta curiosa disonancia cognitiva ya es antigua. Es sabido que hace un siglo el sociólogo alemán Werner Sombart preguntó: ¿Por qué no hay socialismo en Estados Unidos? Hay muchas respuestas a esa pregunta. Algunas se refieren al tamaño del país: es difícil organizar y mantener metas comunes a escala imperial y, a todos los efectos prácticos, Estados Unidos es un imperio nacional.

                También están los factores culturales, en particular la notoria desconfianza estadounidense hacia el gobierno central. Mientras que algunas unidades territoriales muy vastas y diversas —China, por ejemplo, o Brasil—dependen de las competencias e iniciativas de un Estado distante, Estados Unidos, que en este sentido es inconfundiblemente una criatura del pensamiento anglo escocés del siglo XVIII, se construyó sobre la premisa de que el poder de la autoridad central debía estar delimitado por todas partes. A lo largo de siglos, generaciones de colonos e inmigrantes han internalizado el supuesto de la Declaración de Derechos de Estados Unidos —que lo que no esté explícitamente en manos del gobierno nacional es prerrogativa de los estados individuales— como una licencia para mantener a Washington «fuera de nuestras vidas».

                Esta desconfianza hacia las autoridades públicas, que periódicamente elevan a culto los Know Nothings, los defensores a ultranza de los derechos de los estados, los antiimpuestos y —más recientemente— los demagogos de las tertulias radiofónicas de la derecha republicana, es exclusivamente estadounidense. Convierte una suspicacia distintiva hacia los impuestos (con o sin representación) en un dogma patriótico. De ahí que en Estados Unidos los impuestos se suelan considerar una pérdida de renta sin compensación. Rara vez se considera la idea de que (también) podrían ser una aportación a la provisión de bienes colectivos que los individuos aislados no podrían permitirse nunca (carreteras, bomberos, policías, colegios, alumbrado, oficinas de Correos, por no mencionar soldados, barcos de guerra y armas).

                En la Europa continental, como en gran parte del mundo desarrollado, la idea de que una persona puede «hacerse a sí misma» enteramente se evaporó con las ilusiones del individualismo del siglo xix. Todos somos beneficiarios de los que nos precedieron, así como de aquellos que cuidaran de nosotros en la vejez o la enfermedad. Todos necesitamos servicios cuyos costes compartimos con nuestros conciudadanos, por muy egoístas que seamos en nuestra vida económica. Pero en Estados Unidos el ideal del individuo emprendedor autónomo sigue siendo tan atractivo como siempre.

                No obstante, Estados Unidos no siempre ha marchado a un paso distinto del resto del mundo moderno.

                Incluso si fue así en la época de Andrew Jackson o de Ronald Reagan, no hace justicia a las ambiciosas reformas sociales del New Deal o la Gran Sociedad de Lyndon Johnson en la década de 1960. Después de visitar Washington en 1934, Maynard Keynes escribió a Félix Frankfurter: «Aquí, no en Moscú, está el laboratorio económico del mundo. Los jóvenes que lo dirigen son espléndidos. Me asombra su competencia, inteligencia y sabiduría. Ocasionalmente te encuentras a algún economista clásico al que deberían defenestrar, pero la mayoría ya lo ha sido».

                Algo parecido se podría haber dicho de los extraordinarios logros y ambiciones de los congresos de mayoría demócrata de los años sesenta, en los que se gestaron los cupones para alimentos, Medicare, la Ley de los Derechos Civiles, el programa Headstart, el National Endowment for the Arts, el National Endowment for the Humanities y la Corporation for Public Broadcasting. Si esto era Estados Unidos, tenía una curiosa semejanza con la «vieja Europa».

                De hecho, en algunos aspectos, el «sector público» en la vida estadounidense está más articulado y desarrollado, y se le respeta más, que en Europa. El mejor ejemplo de esto es la financiación pública de excelentes instituciones de educación superior —algo que Estados Unidos lleva haciendo más tiempo y mejor que la mayoría de los países europeos—. Los colleges creados por la concesión de tierras públicas que se convirtieron en la Universidad de California, la Universidad de Indiana, la Universidad de Michigan y otras instituciones reconocidas internacionalmente no tienen parangón fuera del país, y el sistema de universidades técnicas comunitarias, a menudo infravalorado, es igualmente único.

                Además, pese a su incapacidad para mantener un sistema nacional de ferrocarriles, los estadounidenses no sólo crearon una red de autopistas financiadas por los contribuyentes, sino que, actualmente, en algunas de sus grandes ciudades cuentan con eficaces sistemas de transporte público precisamente cuando a los ingleses no se les ocurre nada mejor que entregar el suyo al sector privado a precios de saldo. Desde luego, los ciudadanos de Estados Unidos siguen siendo incapaces de dotarse incluso de los servicios mínimos de un sistema público de salud; pero «público» como tal no siempre fue un oprobio en el léxico nacional.

                 La mejor exposición reciente de este argumento está en Richard Wilkinson y Kate Pickett, The Spirit Level: Why More Equal Societies Almost Always Do Better, Londres, Allen Lane, 2009. Les agradezco gran parte del material que he utilizado en esta sección

 

 

El malestar en el economismo

 

 

                Una vez que nos permitimos desobedecer la prueba de los beneficios de un contable, hemos empezado a cambiar nuestra civilización.

                John Maynard Keynes

 

 

                ¿Por qué nos resulta tan difícil siquiera imaginar otro tipo de sociedad? ¿Qué nos impide concebir una forma distinta de organizamos que nos beneficie mutuamente? ¿Estamos condenados a dar bandazos eternamente entre un «mercado libre» disfuncional y los tan publicitados horrores del «socialismo»?

                Nuestra incapacidad es discursiva: simplemente ya no sabemos cómo hablar de todo esto. Durante los últimos treinta años, cuando nos preguntábamos si debíamos apoyar una política, una propuesta o una iniciativa, nos hemos limitado a las cuestiones de beneficio y pérdida — cuestiones económicas en el sentido más estrecho. Pero ésta no es una condición humana instintiva: es un gusto adquirido.

                Todo esto no es nuevo. En 1905, el joven William Beveridge —cuyo informe de 1942 sentó las bases del Estado del bienestar británico— pronunció una conferencia en Oxford en la que preguntó por qué la filosofía política había sido oscurecida en los debates públicos por la economía clásica. La pregunta de Beveridge no ha perdido un ápice de vigencia en la actualidad. No obstante, este eclipse del pensamiento político no guarda relación alguna con los escritos de los grandes economistas clásicos.

                De hecho, la idea de que las consideraciones sobre las políticas públicas se podrían restringir a un mero cálculo ya causó inquietud hace dos siglos. El marqués de Condorcet, uno de los autores más perceptivos sobre el capitalismo comercial durante sus años tempranos, previó con disgusto la perspectiva de que «la libertad ya no sea, a los ojos de una nación ávida, más que la condición necesaria para la seguridad de las operaciones financieras». Las revoluciones de aquella época corrían el peligro de fomentar la confusión entre la libertad para hacer dinero... y la propia libertad.

                Nosotros también estamos confusos. El razonamiento económico convencional —que si bien ha salido ostensiblemente malparado debido a su incapacidad para predecir o evitar el colapso bancario, no parece derrotado— describe el comportamiento humano en términos de «elección racional». Todos somos, afirma, criaturas económicas. Perseguimos nuestros intereses (definidos como la maximización del beneficio económico) con una referencia mínima a criterios extraños tales como el altruismo, la abnegación, los gustos, los hábitos culturales o las metas colectivas. Provistos de la suficiente información correcta sobre los «mercados» — tanto los reales como las instituciones en las que se compran y venden acciones y bonos—, tomaremos las mejores decisiones posibles para nuestro beneficio individual y colectivo.

                Lo que me interesa aquí no es si esas proposiciones tienen algo de verdad. Hoy nadie puede pretender seriamente que queda algo de la llamada «hipótesis del mercado eficiente». Una generación anterior de economistas del libre mercado solía señalar que lo que falla en la planificación socialista es que exige el tipo de conocimiento perfecto (tanto del presente como del futuro) al que los mortales nunca pueden aspirar. Tenían razón. Pero sucede que lo mismo es cierto de los teóricos del mercado: no lo saben todo y, en consecuencia, no saben verdaderamente nada.

                La «falsa precisión» de la que Maynard Keynes acusó a sus críticos economistas sigue viva. Peor todavía: hemos introducido subrepticiamente un vocabulario pretendidamente «ético» para reforzar nuestros argumentos económicos, lo que aporta un barniz autosatisfecho a unos cálculos descaradamente utilitarios. Cuando imponen recortes en las prestaciones sociales, por ejemplo, los legisladores estadounidenses y británicos se enorgullecen de haber sido capaces de tomar «decisiones difíciles».

                Los pobres votan en mucha menor proporción que los demás sectores sociales, así que penalizarlos entraña pocos riesgos políticos: ¿eran tan «difíciles» esas decisiones? Actualmente nos enorgullecemos de ser lo suficientemente duros como para infligir dolor a otros. Si aún estuviera vigente un uso más antiguo, en virtud del cual ser duro consistía en soportar el dolor, no en imponérselo a los demás, quizá lo pensaríamos dos veces antes de valorar tan insensiblemente la eficacia por encima de la compasión.

                En ese caso, ¿cómo deberíamos hablar sobre la forma en que decidimos organizar nuestras sociedades? En primer lugar, no podemos seguir evaluando nuestro mundo y las decisiones que tomamos en un vacío moral. Incluso si pudiéramos estar seguros de que un individuo racional suficientemente bien informado y consciente siempre opta por sus mejores intereses, seguiríamos teniendo que preguntamos cuáles son esos intereses. No pueden inferirse de su comportamiento económico, pues en ese caso el argumento seria circular. Tenemos que preguntamos qué quieren las personas y en qué condiciones pueden satisfacerse esas necesidades.

                Desde luego, no podemos prescindir de la confianza. Si verdaderamente no confiáramos en los demás, no pagaríamos impuestos para ayudarnos mutuamente. Tampoco podríamos alejarnos mucho de nuestra casa por temor a la violencia o las argucias de nuestros taimados conciudadanos. Además, la confianza no es una virtud abstracta. Una de las razones por las que el capitalismo hoy es atacado por tantos críticos, y no todos de izquierda, es que los mercados y la competencia libre también requieren confianza y cooperación. Si no podemos confiar en que los banqueros actúen con honestidad, ni en que los agentes hipotecarios digan la verdad sobre sus préstamos, ni en que los reguladores públicos denuncien a los hombres de negocios deshonestos, el propio capitalismo acabará paralizándose.

                Los mercados no generan automáticamente confianza, cooperación o acción colectiva para el bien común. Todo lo contrario: la naturaleza de la competencia económica implica que el participante que rompe las leyes triunfa —al menos a corto plazo— sobre sus competidores con más sensibilidad ética. Pero el capitalismo no podría sobrevivir durante mucho tiempo a un comportamiento tan cínico. Así que, ¿cómo ha podido permanecer este sistema de acuerdos económicos potencialmente autodestructivos? Probablemente por los hábitos de contención, honestidad y moderación que acompañaron a su aparición.

                Sin embargo, lejos de ser inherentes a la naturaleza del propio capitalismo, estos valores provienen de antiguas prácticas religiosas o comunitarias. Sostenida por los constreñimientos tradicionales y la autoridad de las élites seculares y eclesiásticas, la «mano invisible» del capitalismo se benefició de la halagadora ilusión de que infaliblemente corregía las deficiencias morales de sus practicantes.

                Estas propicias condiciones inaugurales ya no son las que prevalecen en la actualidad. Una economía de mercado basada en contratos no puede generarlas desde dentro, y ésa es la razón por la que tanto los críticos socialistas como algunos comentaristas religiosos (en particular el papa reformador de comienzos del siglo xx León XIII) llamaron la atención sobre la corrosiva amenaza que representaban para la sociedad los mercados económicos no regulados y los extremos excesivos de riqueza y pobreza.

                Todavía en la década de 1970 la idea de que el sentido de la vida era enriquecerse y que los gobiernos existían para facilitarlo habría sido ridiculizada no sólo por los críticos tradicionales del capitalismo, sino también por muchos de sus defensores más firmes. En las décadas de la posguerra predominaba una relativa indiferencia a la riqueza por sí misma. En un estudio de los escolares ingleses realizado en 1949 se descubrió que cuanto más inteligente era un muchacho, más probable era que eligiese una carrera interesante con un sueldo razonable en vez de un trabajo que sólo estuviese bien retribuido.5 Los escolares y estudiantes de hoy apenas pueden imaginar algo más que la búsqueda de un empleo lucrativo.

                ¿Cómo podemos enmendar el haber educado a una generación obsesionada con la búsqueda de riqueza e indiferente a tantas otras cosas? Quizá podríamos empezar recordándonos a nosotros mismos y a nuestros hijos que no siempre fue así. Pensar economísticamente, como llevamos haciendo treinta años, no es algo intrínseco a los seres humanos. Hubo un tiempo en que organizábamos nuestras vidas de otra forma.

 

 

 

 Todos nosotros ya sabemos que desde esta guerra no hay vuelta atrás a un orden social de laissez-faire, que la guerra como tal ha llevado a cabo una silenciosa revolución preparando el camino a un nuevo tipo de orden planificado.

                Karl Mannheim, 1943

 

                El pasado no fue ni tan bueno ni tan malo como imaginamos: sólo fue diferente. Si nos contamos historias nostálgicas, nunca abordaremos los problemas que afrontamos en el presente, y lo mismo es cierto si preferimos creer que nuestro mundo es mejor en todos los sentidos. Es cierto que el pasado es otro país: no podemos volver a él. Sin embargo, hay algo peor que idealizar el pasado —o presentárnoslo a nosotros mismos y a nuestros hijos como una cámara de los horrores—: olvidarlo.

                Entre las dos guerras mundiales, los estadounidenses, los europeos y gran parte del resto del mundo afrontaron una serie de desastres sin precedentes que eran obra del hombre. La I Guerra Mundial, la peor y más intensamente destructiva registrada en la historia, fue seguida de epidemias, revoluciones, el fracaso y la quiebra de Estados, el desplome de monedas y el desempleo a una escala nunca vista por los economistas tradicionales, cuyas políticas seguían de moda.

        A su vez, estos acontecimientos precipitaron la caída de la mayoría de las democracias del mundo en dictaduras autocráticas o en Estados de partidos totalitarios de distinta índole que llevaron al globo a una II Guerra Mundial incluso más destructiva que la primera. En Europa, Oriente Medio y el este y sureste de Asia, hubo entre 1931 y 1945 ocupaciones, destrucción, limpieza étnica, tortura, guerras de exterminio y genocidios deliberados de una magnitud que habría sido inimaginable incluso treinta años antes.

                Todavía en 1942 parecía razonable temer por la libertad. Fuera de los países angloparlantes del Atlántico Norte y de Australasia, la democracia no pisaba terreno firme. Las únicas democracias que quedaban en el continente europeo eran los pequeños Estados neutrales de Suecia y Suiza, cuya existencia dependía de la buena voluntad alemana. Estados Unidos acababa de entrar en la guerra. Todo lo que hoy damos por sentado no sólo estaba en peligro, sino seriamente cuestionado incluso por sus defensores.

                ¿Acaso no parecía que el futuro era de las dictaduras? Incluso después de que los aliados triunfaran en 1945, estas preocupaciones no se olvidaron: la Depresión y el fascismo permanecieron en las mentes de todos. El urgente problema no era cómo celebrar una magnífica victoria y volver cada uno a sus asuntos, sino cómo asegurarse de que la experiencia del periodo 1914-1945 no se repitiera nunca más. Maynard Keynes fue quien más esfuerzos dedicó a afrontar este desafío.

 

El consenso keynesiano

 

                En aquellos años cada uno de nosotros sacaba fuerzas de la prosperidad general de la época y acrecentaba su confianza individual gracias a la confianza colectiva. Quizá, ingratos como somos los seres humanos, no nos dimos cuenta entonces de lo firme y segura que nos llevaba la marea. Pero quien vivió esa época de confianza en el mundo sabe que desde entonces todo ha sido retroceso y desolación.

                Stefan Zweig

 

                El gran economista inglés (nacido en 1883) creció en una Gran Bretaña estable, próspera y poderosa: un mundo seguro a cuyo derrumbamiento tuvo el privilegio de asistir, primero desde una influyente posición en el Tesoro durante la guerra y después como participante en las negociaciones del Tratado de Versalles de 1919. El mundo de ayer se había desmoronado, llevándose consigo no sólo países, vidas y riqueza material, sino también todas las tranquilizadoras certezas de la clase y la cultura de Keynes. ¿Cómo había llegado a ocurrir? ¿Por qué no lo había previsto nadie? ¿Por qué no había nadie en el poder que estuviera haciendo algo eficaz para asegurarse de que no se repitiera?

                Comprensiblemente, Keynes centró sus trabajos económicos en el problema de la incertidumbre; en contraste con las confía-das panaceas de los economistas clásicos y neoclásicos, a partir de entonces insistiría en la naturaleza impredecible de los asuntos humanos. Desde luego, se podían extraer muchas lecciones de la Depresión económica, la represión fascista y las guerras de exterminio, pero más que nada, le parecía a Keynes, era la recién descubierta inseguridad en la que se veían obligados a vivir hombres y mujeres —la incertidumbre elevada a paroxismos de miedo colectivo— lo que había corroído la confianza y las instituciones del liberalismo.

                Entonces, ¿qué cabía hacer? Como muchos otros, Keynes conocía los atractivos de la autoridad centralizada y la planificación desde arriba para compensar las insuficiencias del mercado. El fascismo y el comunismo compartían un entusiasmo evidente por la intervención del Estado. Lejos de ser un problema, a los ojos de las masas, quizá fuera éste su mayor incentivo: cuando, mucho después de su caída, se preguntaba a los extranjeros qué pensaban de Hitler, a veces respondían que al menos había devuelto el trabajo a los alemanes. Cualesquiera que fueran sus defectos, Stalin, se decía con frecuencia, mantuvo a la Unión Soviética al margen de la Gran Depresión. E incluso la broma de que gracias a Mussolini los trenes italianos eran puntuales no dejaba de ser un tanto incisiva: ¿qué tenía eso de malo?

                Cualquier intento de volver a poner en pie las democracias —o de llevar la democracia y la libertad política a países en los que nunca habían existido— debería tener muy presente lo conseguido por los Estados autoritarios; de lo contrario se corría el riesgo de que las masas empezasen a sentir nostalgia por sus logros —reales o imaginarios—. Keynes sabía muy bien que la política económica fascista nunca podría haber triunfado a largo plazo sin guerra, ocupación y explotación. No obstante, se daba cuenta no sólo de la necesidad de políticas económicas contra cíclicas que evitasen futuras depresiones, sino también de las prudentes virtudes del «Estado de seguridad social».

                El sentido de tal Estado no era revolucionar las relaciones sociales, y mucho menos inaugurar una era socialista. Como la mayoría de los responsables de la legislación innovadora de aquellos años —desde Clement Attlee hasta Charles de Gaulle y el propio Franklin Delano Roosevelt—, Keynes era instintivamente conservador. Todos los líderes occidentales de la época —caballeros de mediana edad— habían nacido en el mundo estable que tan bien conocía Keynes. Y todos ellos habían vivido alguna convulsión traumática. Como el héroe de la novela de Lampedusa El gatopardo, sabían muy bien que para conservar hay que cambiar.

                Keynes murió en 1946, agotado por su trabajo durante la guerra. Pero ya había demostrado hacía mucho que ni el capitalismo ni el liberalismo sobrevivirían durante largo tiempo el uno sin el otro. Y como la experiencia de los años de entreguerras había revelado con toda claridad la incapacidad de los capitalistas para proteger sus propios intereses, el Estado liberal tendría que hacerlo por ellos, tanto si querían como si no.

                Es por tanto una intrigante paradoja que el capitalismo fuera salvado —de hecho, que prosperara durante las décadas siguientes— gracias a transformaciones que en su momento (y desde entonces) se identificaron con el socialismo. A su vez, esto nos recuerda lo desesperadas que eran las circunstancias. Los conservadores inteligentes—como muchos demócratas cristianos que se hallaron por primera vez en el poder después de 1945— presentaron pocas objeciones al control de los «puestos de mando» de la economía por parte del Estado; de hecho, lo recibieron con entusiasmo, lo mismo que ocurrió con la tributación fuertemente progresiva.

                En aquellos años de la posguerra los debates políticos adquirieron un tinte moral. El desempleo (el problema más grave en el Reino Unido, Estados Unidos o Bélgica), la inflación (el mayor temor en Europa central, donde había hecho estragos en los ahorros personales durante décadas) y unos precios agrícolas tan bajos (en Italia y Francia) que los campesinos se veían obligados a abandonar la tierra, al tiempo que la desesperación les empujaba hacia los partidos extremistas, no eran sólo cuestiones económicas; desde los sacerdotes hasta los intelectuales seculares, todo el mundo consideraba que ponían a prueba la coherencia ética de la comunidad.

                El consenso fue extraordinariamente amplio. Desde los defensores del New Deal hasta los teóricos del «sistema social de mercado» alemán, desde el Partido Laborista británico en el gobierno hasta la planificación económica «indicativa» que conformó la política pública en Francia (y en Checoslovaquia, hasta el golpe comunista de 1948): todos creían en el Estado. En parte esto era así porque casi todo el mundo temía las implicaciones de una vuelta al terror del pasado reciente y estaba dispuesto a limitar la libertad del mercado en nombre del interés público. Lo mismo que el mundo iba a ser regulado y protegido por un conjunto de instituciones y acuerdos internacionales, desde las Naciones Unidas hasta el Banco Mundial, una democracia bien gestionada también mantendría un consenso en torno a acuerdos internos comparables.

                Ya en 1940 Evan Durbin (un propagandista británico del Partido Laborista) había escrito que no podía imaginar «la menor alteración» en la tendencia contemporánea hacia la negociación colectiva, la planificación económica, la tributación progresiva y la provisión de servicios sociales a cargo del Estado. Dieciséis años después, el político laborista Anthony Crosland escribía, aún con mayor confianza, que se había producido una transición permanente desde «la convicción inexorable de que cada uno debía valerse por sí mismo y la fe en el individualismo a la creencia en la acción colectiva y la participación». incluso llegó a sostener que «en cuanto al dogma de la “mano invisible” y a la idea de que el beneficio privado siempre conduce al bien público, fueron completamente incapaces de sobrevivir a la Gran Depresión, e incluso los conservadores y los empresarios ahora suscriben la doctrina del gobierno colectivo responsable del estado de la economía».

                Durbin y Crosland eran socialdemócratas y, por tanto, partes interesadas, pero no se equivocaban. A mediados de los años cincuenta se había alcanzado en inglaterra tal grado de consenso implícito en tomo a las políticas públicas que el argumento político mayoritario se denominó «butskelismo»: una mezcla de las ideas de R.A Butler, ministro conservador moderado, y Hugh Gaitskell, el líder centrista de la oposición laborista por aquellos años. Y el «butskelismo» era universal. Cualesquiera que fueran sus diferencias, los gaullistas, los demócratacristianos y los socialistas franceses tenían una fe similar en el Estado activista, la planificación económica y la inversión pública a gran escala. Lo mismo se puede decir del consenso que dominó la política en Escandinavia, los países del Benelux, Austria e incluso Italia, pese a su profunda división ideológica. En Alemania, donde los socialdemócratas mantuvieron su retórica marxista (aunque no la política marxista) hasta 1959, había comparativamente poco que los separara de los democratacristianos del canciller Konrad Adenauer. De hecho, fue el asfixiante (para ellos) consenso sobre todos los asuntos, desde la educación hasta la política exterior y la provisión pública de servicios de ocio —y la interpretación del agitado pasado de su país— lo que condujo a una generación posterior de radicales alemanes a la actividad «extraparlamentaria».

                Incluso en Estados Unidos, donde los republicanos se mantuvieron en el poder durante toda la década de 1950 y los partidarios del New Deal se encontraron aislados por primera vez en una generación, la transición a los gobiernos conservadores —aunque tuvo consecuencias significativas para los asuntos exteriores e incluso para la libertad de expresión— apenas se dejó sentir en la política interior. La tributación no era un tema contencioso y fue un presidente republicano, Dwight Eisenhower, quien autorizó el vasto proyecto, controlado a nivel federal, del sistema de autopistas interestatales. A pesar del consabido elogio de la competencia y los mercados libres, la economía estadounidense de aquellos años dependía en gran medida de la protección de la competencia exterior, así como de la estandarización, la regulación, los subsidios, el apoyo a los precios y las garantías gubernamentales.

                La seguridad del bienestar que se vivía y la futura prosperidad suavizaron las injusticias naturales del capitalismo. A mediados de los años sesenta, Lyndon Johnson sacó adelante una serie de innovadores cambios sociales y culturales; en parte pudo hacerlo por el consenso residual en tomo a las inversiones al estilo del New Deal, los programas universales y las iniciativas gubernamentales. Es significativo que fueran los derechos civiles y la legislación sobre relaciones raciales lo que dividió el país, no la política social.

                El periodo de 1945-1975 se consideró en general como una suerte de milagro que dio lugar al «modo de vida americano». Dos generaciones de estadounidenses —los hombres y mujeres que vivieron la ii Guerra Mundial y sus hijos, que protagonizarían la década de 1960— experimentaron seguridad en el empleo y movilidad social ascendente a una escala sin precedentes (y que no volvería a repetirse). En Alemania, el Wirtschaftswunder («milagro alemán») levantó el país en una sola generación desde los escombros de la humillante derrota y lo convirtió en el más rico de Europa. En Francia, esos años se conocerían (no sin cierta ironía) como les Trente Glorieuses. Por su parte, en Inglaterra, en plena «era de la abundancia», el primer ministro conservador Harold Macmillan aseguró a sus compatriotas: «Nunca habéis vivido tan bien». Tenía razón.

                En algunos países (los escandinavos constituyen el caso más conocido), los Estados del bienestar de la posguerra fueron obra de socialdemócratas; en otros —en Gran Bretaña, por ejemplo— el «Estado de seguridad social» representaba en la práctica poco más que una serie de políticas pragmáticas destinadas a aliviar la condición de los desfavorecidos y a reducir los extremos de riqueza e indigencia. En cualquier caso, tuvieron un éxito destacable en poner coto a la desigualdad, si comparamos la brecha que separa a los ricos de los pobres, tanto si se mide por el patrimonio como por la renta anual, vemos que en cada país de Europa continental, así como en Gran Bretaña y Estados Unidos, se redujo espectacularmente después de 1945.

                La mayor igualdad fue acompañada de otros beneficios. Con el tiempo se calmó el temor a una vuelta de la política extremista. «Occidente» entró en una apacible era de próspera seguridad: una burbuja, quizá, pero una burbuja reconfortante en la que la mayoría de las personas vivían mucho mejor de lo que habrían podido esperar en el pasado, y tenían buenas razones para mirar al futuro con confianza.

                Además, la socialdemocracia y el Estado del bienestar fueron los que vincularon a las clases medias profesionales y comerciales a las instituciones liberales tras la Guerra Mundial. Esta cuestión era de gran trascendencia: fue el temor y la desafección de la clase media lo que había dado lugar al fascismo. Volver a atraerla a las democracias fue, con mucho, la tarea más importante de los políticos de la posguerra, y en absoluto fácil.

                En la mayoría de los casos se logró gracias a la magia del «universalismo». En vez de hacer depender los beneficios de la renta —en cuyo caso los profesionales bien retribuidos o los comerciantes prósperos podrían haberse quejado de que con sus impuestos estaban pagando unos servicios de los que ellos no se beneficiaban—, a la «clase media» educada se le ofreció la misma asistencia social y servicios públicos que a la población trabajadora y a los pobres: educación gratuita, atención médica barata o gratuita, pensiones públicas y seguro de desempleo. Por consiguiente, con tantas necesidades cubiertas por sus impuestos, al llegar la década de 1960 la clase media europea tenía mucha más renta disponible que en ningún otro momento desde 1914.

                Es interesante que aquellas décadas se caracterizaran por una mezcla de innovación social y conservadurismo cultural que tuvo un éxito extraordinario. El propio Keynes es un ejemplo de ello. Hombre de gustos y educación elitistas, aunque excepcionalmente abierto a las nuevas creaciones artísticas, comprendía la importancia de llevar un arte, una interpretación y unos textos de la máxima calidad a un público lo más amplio posible, a fin de que la sociedad británica superase sus divisiones paralizantes. Fueron sus iniciativas las que condujeron a la creación del Royal Ballet, el Arts Council y muchas otras instituciones: innovadoras provisiones públicas de alta cultura sin concesiones, en la misma línea que la BBC de lord Reith, con su autoimpuesto compromiso de elevar el nivel de los gustos populares en vez de limitarse a satisfacerlos.

                Para Reith o Keynes, o para el ministro de Cultura francés, André Malraux, en este nuevo enfoque no había ningún paternalismo, como tampoco lo había para los jóvenes estadounidenses que trabajaron con Lyndon B. Johnson en la fundación de la Corporation for Public Broadcasting o del National Endowment for the Humanities. En esto consistía la «meritocracia»: en que, gracias a la aportación del erario público, pudieran abrirse las instituciones de la élite a una masa de aspirantes. Comenzó el proceso de sustituir la selección basada en la herencia o la riqueza por la movilidad ascendente mediante la educación. Y unos años después produjo una generación para la que todo esto parecía evidente y lo daba por sentado.

                Pero no había nada inevitable en estos desarrollos. Las guerras solían ir seguidas de depresiones económicas, y cuanto más destructiva era la guerra, más honda era la crisis. Los que no temían un resurgimiento del fascismo miraban con ansiedad hacia el Este, a los centenares de divisiones del Ejército Rojo, y hacia los poderosos partidos y sindicatos comunistas que se habían hecho tan populares en Italia, Francia y Bélgica. Cuando el secretario de Estado estadounidense George Marshall visitó Europa en la primavera de 1947 le consternó lo que vio: el Plan Marshall nació de la preocupación de que la posguerra de la II Guerra Mundial acabara incluso peor que la de su predecesora.

                En cuanto a Estados Unidos, durante aquellos primeros años de la posguerra estaba profundamente dividido por una desconfianza renovada hacia los extranjeros, los radicales y, sobre todo, los comunistas. El macarthismo quizá no representara una amenaza para la república, pero era un recordatorio de lo fácilmente que un demagogo mediocre podía explotar el temor y exagerar las amenazas. ¿Hasta dónde habría llegado si la economía hubiera vuelto a su momento peor de veinte años atrás? En suma, y a pesar del consenso que iba a surgir, todo era bastante inesperado. ¿Por qué funcionó tan bien?

 

El mercado regulado

 

                La idea de una sociedad en ¡a que ¡as únicos vínculos son las relaciones y los sentimientos que surgen del interés pecuniario es esencialmente repulsiva.

                John Stuart Mill

 

                La sucinta respuesta es que para 1945 no quedaban muchas personas que creyeran en la magia del mercado. Esto representaba una revolución intelectual. La economía clásica asignaba un papel insignificante al Estado en la elaboración de la política económica y el ethos liberal predominante en la Europa y la Norteamérica decimonónicas favorecía una legislación social de no intervención, que en general debía limitarse a regular las injusticias y riesgos más clamorosos del industrialismo competitivo y la especulación financiera.

                Pero las dos guerras mundiales habían habituado a casi todo el mundo a la inevitabilidad de la intervención gubernamental en la vida cotidiana. En la I Guerra Mundial la mayoría de los Estados participantes habían incrementado su control (hasta el momento insignificante) de la producción: no sólo de material militar, sino también de ropa, transportes, comunicaciones y casi todo lo relacionado con la marcha de una guerra cara y desesperada. Después de 1918 esos controles se suprimieron en la mayoría de los sitios, pero en la regulación de la vida económica quedó un residuo significativo de intervención gubernamental.

                Tras una breve e ilusoria era de retirada (que es sintomático que estuviera marcada por la victoria de Calvin Coolidge en Estados Unidos y por elementos igualmente negligentes en la mayor parte de Europa occidental), la gran devastación de 1929 y la consiguiente Depresión obligó a todos los gobiernos a elegir entre la ineficaz reticencia y la intervención abierta. Más pronto o más tarde todos optarían por esta última.

                Entonces, lo que quedaba del Estado del laissez-faire fue barrido por la experiencia de la guerra total. Sin excepción, tanto vencedores como vencidos pusieron no sólo al país, a la economía y a cada ciudadano al servicio de la guerra; también movilizaron al Estado de formas que habrían sido inconcebibles sólo treinta años antes. Con independencia de su color político, los Estados combatientes movilizaron, regularon, dirigieron, planificaron y administraron cada aspecto de la vida.

                Incluso en Estados Unidos el puesto de trabajo que ocupaba una persona, su sueldo, las cosas que podía comprar y los lugares a los que podía ir estaban limitados de maneras que habrían horrorizado a los estadounidenses unos años antes. El New Deal, cuyos organismos e instituciones habían parecido tan escandalosamente innovadores, ahora podían verse como un mero preludio a la movilización de todo el país en torno a un proyecto colectivo.

                En suma, la guerra ocupaba todos los pensamientos. Había resultado posible convertir a un país entero en una máquina de guerra al servicio de una economía de guerra; entonces, se preguntaba la gente, ¿no podría hacerse algo parecido para la consecución de la paz? No había una respuesta convincente. Sin que nadie se lo propusiera del todo, Europa occidental y Estados Unidos entraron en una nueva era.

                El síntoma más obvio del cambio adoptó la forma de la «planificación». En vez de dejar que las cosas simplemente ocurrieran, concluyeron economistas y burócratas, era mejor organizarlas con anticipación. Como cabía esperar, la planificación era más admirada y defendida en los extremos políticos. La izquierda pensaba que era la especialidad de los soviéticos; en la derecha se creía (correctamente) que Hitler, Mussolini y sus acólitos fascistas llevaban a cabo la planificación de arriba abajo y que esto explicaba su atractivo.

                La defensa intelectual de la planificación nunca fue muy enérgica. Como hemos visto, Keynes la consideraba de forma muy parecida a la teoría del mercado puro: para tener éxito ambas exigían datos de una perfección imposible. Sin embargo, aceptó, al menos en tiempo de guerra, la necesidad de la planificación y los controles a corto plazo. Para la paz prefería minimizar la intervención gubernamental directa y manipular la economía a través de incentivos fiscales y de otra índole. Pero para que esto funcionara los gobiernos tenían que saber qué querían lograr y, a ojos de sus partidarios, precisamente en esto consistía la «planificación».

                Curiosamente, el entusiasmo por la planificación era muy marcado en Estados Unidos. La Tennessee Valley Authority (TVA) no era sino un ejercicio de diseño económico: no sólo de un recurso vital, sino de la economía de toda una región. Observadores como Louis Mumford se declararon «con derecho a un poco de pavoneo colectivo». La TVA y otros proyectos parecidos mostraron que las democracias podían estar a la altura de las dictaduras cuando se trataba de planes ambiciosos y de cara a un futuro a largo plazo. Unos años antes, Rexford Tugwell había llegado a ensalzar la idea: «Ya veo el gran plan / y mía será la alegría del trabajo [...] / me remangaré y construiré / América de nuevo».

                La diferencia entre una economía planificada y una economía propiedad del Estado aún no estaba clara para muchas personas. Los liberales como Keynes, William Beveridge o Jean Monnet, el espíritu fundador de la planificación francesa, no propugnaban la nacionalización como un objetivo en sí mismo, aunque tenían una postura flexible sobre sus ventajas en casos concretos. Lo mismo se podía decir de los socialdemócratas de Escandinava: estaban mucho más interesados en la tributación progresiva y en la provisión de servicios sociales universales que en el control estatal de las grandes empresas, como la automovilística, por ejemplo.

                Por el contrario, a los laboristas británicos les entusiasmaba la idea de la propiedad pública. Si el Estado representaba a la población trabajadora, ¿no estarían las fábricas gestionadas por el Estado en manos y a disposición de los trabajadores? Tanto si esto era cierto como si no, en la práctica —la historia de British Steel sugiere que el Estado puede ser tan incompetente y tan ineficaz como el peor empresario privado— desvió la atención de todo tipo de planificación, lo que tendría consecuencias negativas en décadas venideras. En el otro extremo, la planificación comunista —que en la práctica significaba poco más que establecer objetivos ficticios satisfechos por cifras de producción igualmente ficticias— con el tiempo desacreditaría la experiencia en su conjunto.

                En la Europa continental las administraciones centralizadas habían desempeñado un papel más activo en la provisión de servicios sociales y siguieron haciéndolo a mucha mayor escala. Se pensaba que el mercado no era lo más adecuado para definir los objetivos colectivos: el Estado tendría que intervenir y llenar el vacío. Incluso en Estados Unidos, donde el Estado —la «administración»— siempre era renuente a sobrepasar los límites tradicionales, todo — desde la GI Bill hasta la educación científica de la siguiente generación— sería promovido y subvencionado por Washington.

                En Gran Bretaña también se daba por supuesto que había bienes y objetivos públicos para los que el mercado no era adecuado. En palabras de T. H. Marshall, destacado comentarista del Estado del bienestar británico, el sentido del «bienestar» es «sustituir al mercado quitándole algunos bienes y servicios, o controlando y modificando su funcionamiento de alguna forma a fin de llegar a una situación que él no habría podido producir».

                Incluso en Alemania Occidental, donde había una comprensible resistencia al establecimiento de controles centralizados de tipo nazi, los «teóricos del mercado social» llegaron a un compromiso. Insistían en que el mercado libre era compatible con metas sociales y legislación del bienestar: de hecho, funcionaría mejor si operaba teniendo presentes estos objetivos. De ahí que la legislación, buena parte de la cual aún sigue en vigor, exigiera a los bancos y las empresas públicas que miraran al futuro a largo plazo, atendieran los intereses de sus empleados y no olvidaran las consecuencias sociales de sus negocios, al mismo tiempo que trataban de obtener beneficios.

                En aquellos años no se consideraba muy en serio la posibilidad de que el Estado se excediera en su intervención y perjudicara al mercado. Desde la institución de un Fondo Monetario Internacional y un Banco Mundial (y más tarde también de una Organización Internacional de Comercio), hasta los mecanismos de compensación internacionales, los controles de divisas, las regulaciones salariales y los precios límite indicativos, el énfasis se ponía más bien en la necesidad de neutralizar las evidentes deficiencias de los mercados.

                Por la misma razón, los impuestos altos no se consideraban una afrenta en aquellos años. Por el contrario, unos tramos impositivos en marcada progresión se veían como un recurso consensuado para obtener recursos excedentes de los privilegiados e indolentes y ponerlos a disposición de quienes más los necesitaban o podían utilizarlos mejor. Tampoco era ésta una idea nueva. El impuesto sobre la renta había comenzado a aplicarse en la mayoría de los países europeos bastante antes de la I Guerra Mundial y en muchos de ellos siguió incrementándose en el periodo de entreguerras. En cualquier caso, todavía en 1925 la mayoría de las familias de clase media aún podían permitirse uno o más sirvientes, con frecuencia internos.

                Sin embargo, para 1950 sólo la aristocracia y los nuevos ricos podían aspirar a algo así: entre los impuestos, el gravamen de las herencias y el aumento continuado de los empleos y los sueldos a que podía acceder la población trabajadora, las reservas de empleados domésticos empobrecidos y obsequiosos prácticamente se habían agotado. Gracias a las prestaciones universales del Estado del bienestar, la única ventaja del servicio doméstico a largo plazo —la probable generosidad de los señores con su sirviente enfermo, anciano o indispuesto de alguna forma— ahora era superflua.

                La mayor parte de la población pensaba que una redistribución moderada de la riqueza, que eliminase los extremos de ricos y pobres, beneficiaría a todos. Condorcet había observado sabiamente que «al Tesoro siempre le resultará más barato mejorar la condición de los pobres para que puedan comprar grano que bajar el precio del grano para ponerlo al alcance de los pobres».

         En 1960 esta tesis se había convertido de facto en la política de gobierno en todos los países occidentales. Una o dos generaciones después, estas actitudes quizá parezcan extrañas. En las tres décadas que siguieron a la guerra, economistas, políticos, comentaristas y ciudadanos coincidían en que un gasto público alto, administrado por las autoridades nacionales o locales con libertad suficiente para regular la vida económica a distintos niveles, era una buena política. A quienes no estaban de acuerdo se les consideraba curiosidades de un pasado olvidado —ideólogos irracionales que buscaban hacer realidad sus entelequias— o egoístas defensores del interés privado sobre el bienestar público. El mercado seguía ocupando su lugar, el Estado desempeñaba un papel central en la vida de los individuos y los servicios sociales tenían prioridad sobre los demás gastos gubernamentales, con la parcial excepción de Estados Unidos, donde el desembolso militar siguió creciendo al mismo ritmo.

                ¿Cómo pudo ocurrir todo esto? incluso si estuviéramos dispuestos a admitir que tales metas y prácticas colectivistas eran admirables en principio, hoy deberíamos considerarlas ineficaces —pues desvían fondos privados para fines públicos— y, en cualquier caso, ponen peligrosamente a disposición de «burócratas», «políticos» y «grandes gobiernos» recursos económicos y sociales. ¿Por qué les preocuparon tan poco a nuestros padres y abuelos esas consideraciones? ¿Por qué se mostraron tan dispuestos a ceder la iniciativa al sector público y poner en sus manos riqueza para la consecución de fines colectivos?

 

 

COMUNIDAD, CONFIANZA Y FINES COMUNES

 

                Sentir mucho por los demás y poco por nosotros mismos; reprimir nuestro egoísmo y practicar nuestras inclinaciones benevolentes; esto constituye la perfección de la naturaleza humana.

                ADAM SMITH

 

 

                Toda empresa colectiva requiere confianza. Desde los juegos infantiles hasta las instituciones sociales complejas, los seres humanos no podemos trabajar juntos si no dejamos de lado nuestros recelos mutuos. Una persona agarra la cuerda, otra salta. Una persona sujeta la escalera, otra sube. ¿Por qué? En parte porque esperamos reciprocidad, pero en parte claramente también por una tendencia natural a trabajar en colaboración en beneficio de todos.

                La tributación es un revelador ejemplo de esto. Cuando pagamos impuestos, damos muchas cosas por supuestas sobre nuestros conciudadanos. En primer lugar, suponemos que ellos también van a pagar sus impuestos; de lo contrario, pensaríamos que la nuestra es una carga injusta y acabaríamos dejando de pagar. Segundo, confiamos en que aquellos a los que hemos dado un poder temporal sobre nosotros recauden el dinero y lo gasten de forma responsable. Después de todo, para cuando descubramos que lo han estafado o malgastado, habremos perdido mucho dinero.

                En tercer lugar, la mayoría de los impuestos se destina a pagar deudas pasadas o futuros gastos. Por consiguiente, hay una relación implícita de confianza y reciprocidad entre los pasados contribuyentes y los beneficiarios actuales, los contribuyentes actuales y los pasados y futuros receptores -y, por supuesto, los futuros contribuyentes, que cubrirán nuestros desembolsos actuales-. Así, estamos condenados a confiar no sólo en personas que no conocemos hoy, sino en personas que nunca pudimos conocer y que nunca conoceremos, con las que mantenemos una compleja relación de interés mutuo.

                Lo mismo se puede decir del gasto público. Si aumentamos los impuestos o emitimos un bono para costear un colegio en nuestro distrito, es muy posible que los principales beneficiarios sean otras personas (y sus hijos). Esto también es aplicable a la inversión pública en sistemas de tren ligero, proyectos de investigación y educativos a largo plazo, la ciencia médica, las aportaciones a la seguridad social y otros gastos colectivos, para cuyos beneficios quizá haya que esperar unos años. Así que, ¿por qué nos molestamos en aportar el dinero? Como otros lo aportaron para nosotros en el pasado, normalmente sin pararse mucho a pensarlo, nos consideramos parte de una comunidad cívica que trasciende las generaciones.

                Pero ¿quiénes somos «nosotros»? ¿En quién depositamos nuestra confianza exactamente? El filósofo conservador inglés Michael Oakeshott pensaba que la política se basa en la definición de una comunidad de confianza: «La política es la actividad de atender a los acuerdos generales de una colectividad de personas que, por su reconocimiento común de una forma de atender sus acuerdos, constituye una comunidad individual»10. Pero esta definición es circular; ¿qué colectividad concreta de personas reconoce una forma común de «atender sus acuerdos»? ¿El mundo entero? Claramente, no. ¿Sería de esperar que un residente en Omaha, Nebraska, estuviera dispuesto a pagar impuestos para la construcción de puentes y autopistas en Kuala Lumpur sobre el supuesto implícito de que su equivalente malayo haría lo mismo por él? No.

                Por lo tanto, ¿qué es lo que define el ámbito viable de una comunidad de confianza? El cosmopolitismo desarraigado está muy bien para los intelectuales, pero la mayoría de las personas viven en un lugar definido: definido por el espacio, definido por el tiempo, por la lengua, quizá por la religión, quizá —aunque sea lamentable— por el color de la piel, etcétera. Tales lugares son fungibles. La mayoría de los europeos no se habrían definido como «habitantes de Europa» hasta muy recientemente: habrían dicho que vivían en Lodz (Polonia) o Liguria (Italia) o quizá incluso en Putney (un suburbio de Londres)

                El sentido de ser «europeo» como forma de identificación es un hábito reciente. En consecuencia, donde la idea de la cooperación transnacional o de la ayuda mutua podría haber despertado intensos recelos locales, hoy pasa desapercibida en buena medida. Actualmente, los estibadores holandeses subvencionan a los pescadores portugueses y a los agricultores polacos sin demasiadas quejas; sin duda, en parte porque los estibadores en cuestión no entran en demasiado detalle sobre el uso que los políticos están dando a sus impuestos. Pero esto también es una señal de confianza.

                Muchos datos indican que las personas confían más en otras personas si tienen mucho en común con ellas: no sólo la religión y la lengua, sino también la renta.

                Cuanto más igualitaria es una sociedad, más confianza reina en ella. Y no sólo es una cuestión de renta: donde las personas tienen vidas y perspectivas parecidas es probable que también compartan lo que se podría denominar una «visión moral». Esto facilita mucho la aplicación de medidas radicales en la política pública. En las sociedades complejas o divididas lo más probable es que una minoría —o incluso una mayoría— sea obligada a ceder, con frecuencia en contra de su voluntad. Esto hace que la elaboración de la política colectiva sea conflictiva y favorece un enfoque minimalista de las reformas sociales: mejor no hacer nada que dividir a la gente sobre una cuestión controvertida.

                La falta de confianza es claramente incompatible con el buen funcionamiento de una sociedad. La gran Jane Jacobs observó lo mismo respecto a un asunto tan práctico como la vida urbana, y la limpieza y el civismo en la calle. Si no confiamos unos en otros, nuestras ciudades tendrán un aspecto horrible y serán lugares desagradables para vivir. Además, señaló, la confianza no se puede institucionalizar, una vez que se desgasta es prácticamente imposible restablecerla. Y ha de ser alimentada por la comunidad —la colectividad—, pues ninguna persona puede imponer a los demás, ni siquiera con las mejores intenciones, una confianza recíproca.

                Las sociedades en las que la confianza está extendida suelen ser más compactas y relativamente homogéneas. Los Estados del bienestar más desarrollados y prósperos de Europa son Finlandia, Suecia, Noruega, Dinamarca, Países Bajos y Austria, con el interesante caso atípico de Alemania (antes Alemania Occidental). La mayoría de estos países tienen poblaciones muy pequeñas: de los países escandinavos, sólo Suecia alcanza los 6 millones de habitantes, y todos juntos suman menos habitantes que Tokio. Incluso Austria, con 8.2 millones, y los Países Bajos, con 16.7, son insignificantes comparados con el resto del mundo: sólo Bombay tiene más habitantes que los Países Bajos y toda la población de Austria cabría en la ciudad de México dos veces.

                Pero no es sólo una cuestión de tamaño. Como Nueva Zelanda, otro país pequeño (con una población de 4.2 millones, aún menos que Noruega) que ha logrado mantener un nivel alto de confianza cívica, los prósperos Estados del bienestar del norte de Europa eran considerablemente homogéneos. Hasta hace muy poco tiempo sólo habría sido una pequeña exageración decir que la mayoría de los noruegos que no eran granjeros o pescadores eran niños. El 94 por ciento de la población es de origen noruego y el 86 por ciento pertenece a la Iglesia noruega. En Austria, el 92 por ciento de la población se atribuye un origen «austríaco» (la cifra estaba más próxima al cien por cien hasta la llegada de refugiados yugoslavos durante la década de 1990) y el 83 por ciento de los que declararon una religión en 2001 eran católicos.

                Algo parecido puede decirse de Finlandia, donde el 96 por ciento de los que declaran una religión son oficialmente luteranos (y casi todos finlandeses, salvo una pequeña minoría sueca); de Dinamarca, donde el 95 por ciento de la población se califica de luterana, e incluso de los Países Bajos —claramente divididos entre el norte mayoritaria-mente protestante y el sur católico, pero donde, a excepción de una exigua minoría poscolonial de Indonesia, Turquía, Surinam y Marruecos, casi todos se definen como «holandeses».

                Comparémoslos con Estados Unidos: pronto no habrá ningún grupo étnico mayoritario y la reducida mayoría protestante entre quienes declaran una religión se ve contrarrestada por una importante minoría católica (25 por ciento), por no mencionar las significativas comunidades judía y musulmana. Canadá podría hallarse en un cruce de situaciones: un país de tamaño medio (33 millones de habitantes) sin una religión predominante y con un (56 por ciento de la población que se declara de origen europeo, pero donde la confianza y sus instituciones sociales concomitantes parecen estar empezando a descomponerse.

                Desde luego, el tamaño y la homogeneidad no son trasferibles. La India o Estados Unidos no pueden convertirse en Austria o Noruega, y en su forma más pura los Estados socialdemócratas del bienestar europeos simplemente no son exportables: tienen un atractivo muy parecido al de Volvo —y algunas de sus limitaciones— y quizá sea difícil venderlos en países y culturas donde las costosas virtudes de la solidez y la resistencia importan menos. Además, sabemos que incluso las ciudades funcionan mejor si son razonablemente homogéneas y abarcables: no resultó difícil establecer el socialismo municipal en Viena o en Ámsterdam, pero costaría mucho más trabajo hacerlo en Nápoles o El Cairo, por no mencionar Calcuta o Sao Paulo.

                Por último, hay indicios claros de que si el tamaño y la homogeneidad son importantes para generar confianza y cooperación, la heterogeneidad cultural o económica puede tener el efecto opuesto. El incremento continuado del número de inmigrantes, particularmente de inmigrantes del «Tercer Mundo», guarda una estrecha correlación en los Países Bajos y en Dinamarca, y desde luego en el Reino Unido, con un marcado declive de la cohesión social. Por decirlo sin ambages: a los holandeses e ingleses no les entusiasma compartir sus Estados del bienestar con sus antiguos súbditos coloniales de Indonesia, Surinam, Pakistán o Uganda; entretanto, a los daneses, como a los austríacos, les agravia «mantener» a los refugiados musulmanes que han llegado a su país en gran número en los últimos años.

                Puede que haya algo inherentemente egoísta en los Estados de servicios sociales de mediados del siglo xx, tras disfrutar de unas décadas de homogeneidad étnica y una población poco numerosa y educada, en la que casi todo el mundo podía reconocerse en los demás. La mayoría de estos países —Estados-nación autónomos, expuestos a pocas amenazas externas— tuvieron la fortuna de agruparse bajo el paraguas de la OTAN después de 1945, por lo que pudieron dedicar sus presupuestos a las mejoras internas, sin preocuparse de las inmigraciones masivas del resto de Europa, y mucho menos de otros continentes. Al cambiar esta situación, parece que la confianza ha desaparecido.

                No obstante, es cierto que la confianza y la cooperación fueron las cruciales piedras angulares del Estado moderno, y cuanto mayor era la confianza más próspero era el Estado. William Beveridge podía dar por sentado en la Inglaterra de su tiempo un alto grado de armonía moral y compromiso cívico. Como tantos liberales nacidos a finales del siglo XIX, simplemente partía de la base de que la cohesión social no sólo era un objetivo deseable, sino también una suerte de condición previa. La solidaridad — con los conciudadanos y con el propio Estado— antecede a las instituciones del bienestar que le dieron forma pública.

                Incluso en Estados Unidos el concepto de confianza y la deseabilidad de la empatía fueron centrales en el debate de las políticas públicas a partir de la década de 1930. Cabría sostener que el asombroso logro de transformarse de una economía semi comatosa en los años de paz a la mayor máquina de guerra del mundo no habría sido posible sin la insistencia de Roosevelt en atender los intereses, objetivos y necesidades comunes de todos los estadounidenses. Si la II Guerra Mundial fue una «guerra buena» no fue sólo por el carácter inequívocamente atroz de los enemigos. También lo fue porque los estadounidenses se sentían a gusto con su país y con sus compatriotas.

 

 

Las grandes sociedades

 

                Nuestra nación defiende la democracia y unos

                buenos desagües.

                John Betjeman

 

                ¿Qué legaron la confianza, la tributación progresiva y el Estado intervencionista a las sociedades occidentales en las décadas que siguieron a 1945? La sucinta repuesta es seguridad, prosperidad, servicios sociales y mayor igualdad en diversos grados. En los últimos años nos hemos acostumbrado a la afirmación de que el precio pagado por esos beneficios —en ineficiencia económica, insuficiente innovación, asfixia del espíritu empresarial, deuda pública y pérdida de la iniciativa privada— era demasiado alto.

                Los datos muestran la falsedad de la mayoría de esas críticas. Por la cantidad y la calidad de la legislación social aprobada entre 1932 y 1971, Estados Unidos fue sin duda una de esas «buenas sociedades»; pero pocos estarían dispuestos a afirmar que fallaba iniciativa o espíritu empresarial en aquellos prósperos años del Siglo Americano. No obstante, incluso si fuera cierto que los Estados europeos socialdemócratas y de servicios sociales de mediados del siglo xx eran insostenibles desde el punto de vista económico, en sí mismo esto no invalidaría sus aspiraciones.

                La socialdemocracia siempre fue una política híbrida. En primer lugar, mezcló los sueños socialistas de una utopía postcapitalista con el reconocimiento práctico de la necesidad de vivir y trabajar en un mundo capitalista que a todas luces no estaba en sus últimas fases, como Marx había previsto con entusiasmo en 1848. En segundo lugar, la socialdemocracia se tomaba en serio lo referente a la «democracia»: en contraste con los socialistas revolucionarios de comienzos del siglo xx y sus sucesores comunistas, en los países libres los social-demócratas aceptaban las reglas del juego democrático y desde el principio el precio de competir por el poder fue llegar a compromisos con sus críticos y oponentes.

                Además, los socialdemócratas no estaban sólo —ni principalmente— interesados en la economía (en contraste con los comunistas, para quienes siempre fue la medida de la ortodoxia marxista). Para los socialdemócratas, especialmente en Escandinavia, el socialismo era un concepto distributivo. Se trataba de garantizar que la riqueza y los activos no se concentraran de manera desproporcionada en manos de unos pocos privilegiados. Y esto, como hemos visto, era en esencia una cuestión moral: a los socialdemócratas, lo mismo que a los críticos de la «sociedad comercial» del siglo XVIII, les resultaban ofensivas las consecuencias de la competencia no regulada. Lo que buscaban no era tanto un futuro radical como una vuelta a los valores de una forma de vida mejor.

                Por lo tanto, no debería sorprendemos que para una de las primeras social demócratas británicas como Beatrice Webb el «socialismo» que propugnaba pudiera resumirse en educación pública, provisión pública de servicios sanitarios y seguro médico, parques y campos de juego públicos, provisión colectiva para los ancianos, enfermos y desempleados, etcétera. Lo que tenía en mente, por tanto, era la unidad del mundo premoderno, su «economía moral», como la denominó E. P. Thompson: las personas deben cooperar, trabajar juntas para el bien común, sin excluir a nadie.

                Los Estados del bienestar no eran necesariamente socialistas en su origen ni en sus objetivos. Fueron producto de otro cambio trascendental en los asuntos públicos que se produjo en Occidente entre los años treinta y los sesenta: un cambio que llevó a la administración a expertos y a estudiosos, a intelectuales y a tecnócratas. El resultado fue, en sus mejores ejemplos, el sistema de Seguridad Social de Estados Unidos o el Servicio Nacional de la Salud británico. Ambos fueron innovaciones extraordinariamente caras que rompieron con las reformas graduales del pasado.

                La importancia de estos programas del bienestar no radica en el proyecto mismo —no se puede decir que fuera original la idea de garantizar a todos los estadounidenses una vejez segura o de poner a disposición de cada ciudadano británico atención médica de primera clase sin tique moderador —. Pero la idea de que el gobierno era quien mejor podía ocuparse de esas cosas y, por lo tanto, debía ocuparse de ellas no tenía precedentes.

                Precisamente, siempre fue un asunto controvertido cómo debían proporcionarse esos servicios y recursos. Los universalistas, influidos por Gran Bretaña, defendían una tributación universal alta para financiarlos y que todas las personas tuvieran el mismo acceso. Los selectivistas preferían calibrar los costes y beneficios de acuerdo con las necesidades y capacidades de cada ciudadano. Aunque se trataba de opciones prácticas, reflejaban teorías sociales y morales profundamente arraigadas.

                El modelo escandinavo siguió un programa más selectivo, pero también más ambiguo. Su objetivo, tal y como lo articuló el sociólogo sueco Gunnar Myrdal, era institucionalizar la responsabilidad del Estado de «proteger a las personas de sí mismas». Ni los estadounidenses ni los británicos tenían esas ambiciones. La idea de que competía al Estado saber qué era bueno para los ciudadanos -aunque la aceptamos sin protestar en los currículos escolares y en las decisiones médicas- tenía cierto regusto de eugenesia y quizá de eutanasia.

                Incluso en su época de mayor apogeo, los Estados del bienestar escandinavos dejaron la economía al sector privado, que soportaba una carga tributaria muy alta para financiar los servicios sociales, culturales, etcétera. Suecos, finlandeses, daneses y noruegos se dotaron no de la propiedad colectiva, sino de la garantía de protección colectiva. Con la excepción de Finlandia, todos los escandinavos tenían planes de pensión privados, algo que habría parecido muy extraño a los ingleses o incluso a la mayoría de los estadounidenses de aquellos días. Pero acudían al Estado para casi todo lo demás y aceptaban sin problemas la considerable intromisión moral que esto entrañaba.

                Los Estados del bienestar de la Europa continental -lo que los franceses denominan Etat providente o «Estado providencia»- siguieron un tercer modelo. En este caso el énfasis se puso en proteger al ciudadano empleado de los estragos de la economía de mercado. Hay que señalar que, en este caso, el término «empleado» no se ha escogido a la ligera. En Francia, Italia y Alemania Occidental era el mantenimiento de los empleos y las rentas ante los reveses económicos lo que preocupaba al Estado del bienestar.

                A los estadounidenses, e incluso a los ingleses actuales, esto les debe parecer muy peculiar. ¿Por qué proteger a un hombre o una mujer de la pérdida de un empleo que ya no produce nada que la sociedad quiera? ¿No será mejor reconocer la «destrucción creativa» del capitalismo y esperar a que surjan trabajos mejores? Pero, desde la perspectiva continental, las implicaciones políticas de echar a gran número de personas a la calle en épocas de depresión económica eran mucho más importantes que una hipotética pérdida de eficiencia por mantener empleos «innecesarios». Como los gremios del siglo XVIII, los sindicatos franceses o alemanes aprendieron a proteger a los de «dentro» -hombres y mujeres que ya tenían un trabajo fijo- de los de «fuera»: jóvenes, no cualificados y otros en busca de empleo.

                El efecto de este tipo de Estado de protección social era y es poner coto a la inseguridad, al precio de distorsionar el funcionamiento supuestamente neutral del mercado de trabajo. La asombrosa estabilidad de las sociedades continentales, que habían experimentado episodios sangrientos y de guerra civil apenas unos años antes, arroja una luz favorable sobre el modelo europeo. Además, mientras que las economías británica y estadounidense han sufrido los estragos de la crisis financiera de 2008 —más del 16 por ciento de la mano de obra estadounidense está oficialmente en el paro o ya no busca empleo en el momento de escribir este libro (febrero de 2010) —, Alemania y Francia han capeado el temporal con mucho menos sufrimiento humano y exclusión económica.

                Proteger los «buenos» trabajos al precio de no crear más empleos basura ha sido una opción deliberada de Francia, Alemania y otros Estados del bienestar continentales. Ya en los años setenta en Estados Unidos y el Reino Unido el empleo precario y mal pagado empezó a sustituir a los trabajos más estables de los años de crecimiento. Actualmente, una persona joven puede considerarse afortunada si encuentra una ocupación, con el sueldo mínimo y sin seguridad social, en Pizza Hut, Tesco o Wal-Mart. En Francia o Alemania es más difícil acceder a esas vacantes. Pero quién puede afirmar, y con qué argumentos, que alguien está mejor trabajando por un sueldo bajo en Wal-Mart que cobrando el seguro de desempleo de acuerdo con el modelo europeo. La mayoría de las personas prefieren trabajar, desde luego. Pero ¿a qué precio?

                Las prioridades del Estado tradicional eran la defensa, el orden público, prevenir las epidemias y evitar el malestar entre las masas. Pero tras la II Guerra Mundial, el gasto social, que no dejó de aumentar hasta 1980 aproximadamente, se convirtió en la principal responsabilidad presupuestaria de los Estados modernos. Para 1988, con la notable excepción de Estados Unidos, los principales países desarrollados dedicaban más recursos al bienestar, en sentido amplio, que a ninguna otra cosa.

                Es comprensible que también se produjera un marcado aumento de los impuestos en aquellos años.

                A los que fueran lo suficientemente mayores como para recordar cómo habían sido las cosas antes, este crescendo del gasto social y la provisión de bienestar les debió de haber parecido poco menos que milagroso. El difunto politólogo angloalemán Ralf Dahrendorf, que estaba bien situado para apreciar la magnitud de los cambios que había presenciado en su vida, escribió sobre aquellos años optimistas que «en muchos aspectos, el consenso socialdemócrata significa el mayor progreso que la historia ha visto hasta el momento. Nunca habían tenido tantas personas tantas oportunidades vitales».

                No se equivocaba. Los gobiernos socialdemócratas y del bienestar mantuvieron no sólo el pleno empleo durante casi tres décadas, sino también unas tasas de crecimiento más que competitivas con las de las economías de mercado no reguladas del pasado. Y, apoyándose en los éxitos económicos, introdujeron cambios sociales radicalmente disyuntivos que al cabo de unos pocos años llegaron a parecer completamente normales. Cuando Lyndon Johnson habló de construir una «gran sociedad» sobre la base de un fuerte gasto público en una serie de programas e instituciones financiados por el gobierno, pocos se opusieron a la propuesta y menos todavía la consideraron extraña.

                A comienzos de la década de 1970 habría sido inconcebible contemplar el desmantelamiento de los servicios sociales, provisiones de bienestar, recursos culturales y educacionales financiados por el Estado y muchas otras cosas que para la gente habían cobrado carta de naturaleza. Desde luego, había quien señalaba la probabilidad de que se produjera un desequilibrio entre el gasto y los ingresos públicos a medida que envejecía la generación del baby boom y aumentaba la factura de las pensiones. Los costes institucionales de legislar la justicia social en tantas esferas de la actividad humana eran necesariamente considerables: el acceso a la educación superior, la provisión pública de asistencia legal a los indigentes y las subvenciones a las artes tenían un precio. Además, a medida que se ralentizaba el crecimiento de la posguerra y el desempleo endémico se convertía de nuevo en un serio problema, la base tributaria de los Estados del bienestar empezó a parecer más frágil.

                Todas estas razones justificaban la inquietud en los años de declive de la «Gran Sociedad». Pero si bien habían de producir una cierta pérdida de confianza por parte de la élite administrativa, no explican la transición radical en actitudes y expectativas que ha marcado nuestra época. Una cosa es temer que un buen sistema no pueda mantenerse y otra muy distinta perder la fe en el sistema.

                 

3. La insoportable levedad de la política

 

                Para la emancipación de la mente es imprescindible hacer primero un

                estudio de la historia de las opiniones.

John Maynard Keynes

 

 

                Desde luego, siempre recordamos el pasado mejor de lo que realmente fue. El consenso socialdemócrata y las instituciones del bienestar de las décadas de la posguerra coincidieron con algunos de los peores proyectos de urbanismo y viviendas públicas de los tiempos modernos. De la Polonia comunista a la socialdemócrata Suecia y la laborista Gran Bretaña, pasando por la Francia gaullista y el South Bronx, unos planificadores presuntuosos e insensibles saturaron ciudades y suburbios de casas feas e invivibles. Algunas todavía siguen en pie. Sarcelles —un suburbio de París— atestigua la altanera indiferencia de los mandarines burocráticos ante la vida diaria de sus súbditos. Ronan Point, una torre de viviendas particularmente espantosa del este de Londres, tuvo el buen gusto de derrumbarse por sí sola, pero la mayoría de los edificios de esa época siguen en su sitio.

                La indiferencia de las autoridades nacionales y locales ante el daño causado por sus decisiones es sintomática de un aspecto preocupante de la planificación y la renovación de la posguerra. La idea de que quienes están en el poder saben lo que más conviene —que están empeñados en programas de ingeniería social en representación de personas que ignoran lo que es bueno para ellas— no nació en 1945, pero floreció en aquellas décadas. Esa fue la era de Le Corbusier: con demasiada frecuencia les resultaba indiferente qué pensaban las masas de los nuevos pisos y las nuevas ciudades en los que se les había reubicado, de la «calidad de vida» que se les había asignado.

                A finales de los años sesenta, la idea de que «sabemos lo que es mejor para ti» estaba empezando a producir una reacción. Organizaciones voluntarias de clase media comenzaron a protestar por la demolición abusiva y a gran escala no sólo de «feas» zonas degradadas, sino también de edificios y paisajes urbanos de valor: la caprichosa demolición de las estaciones de Pennsylvania en Nueva York y de Easton en Londres, la construcción de un monstruoso bloque de oficinas en el corazón del antiguo quartier parisino de Montparnasse, la reorganización de los distritos de ciudades enteras completamente falta de imaginación. Más que un ejercicio de modernización socialmente responsable en nombre de la comunidad, empezaron a parecer síntomas de un poder sin control ni sensibilidad.

                Incluso en Suecia, donde los socialdemócratas mantenían un firme control del poder, la inexorable uniformidad incluso de los mejores proyectos de viviendas, de los servicios sociales o de las políticas públicas de sanidad empezó a irritar a la generación más joven. Si las prácticas de eugenesia de algunos gobiernos escandinavos de la posguerra, que fomentaron e incluso impusieron la esterilización selectiva apelando al bien común, hubieran sido conocidas por más personas, la sensación opresiva de depender de un Estado panóptico podría haber sido incluso mayor. En Escocia, los altos bloques de viviendas de los distritos obreros de Glasgow, de propiedad municipal, que alojaban hasta al 90 por ciento de la población de la ciudad, tenían un aire de decadencia que atestiguaba la indiferencia del ayuntamiento (socialista) a la condición de sus electores proletarios.

                La sensación, que en la década de 1970 ya se había generalizado, de que el Estado «responsable» era indiferente a las necesidades y deseos de aquellos a quienes representaba contribuyó a crear una brecha social cada vez más amplia. De una parte, estaba la generación mayor de planificadores y teóricos sociales. Herederos de la confianza eduardiana en las virtudes de la gestión, aquellos hombres y mujeres estaban orgullosos de lo que habían conseguido. Pertenecientes a la clase media, estaban especialmente satisfechos de haber logrado vincular las viejas élites al nuevo orden social.

                De otra, los beneficiarios de ese orden —ya fueran los pequeños propietarios suecos, los estibadores escoceses, los afroamericanos del centro de las ciudades o los aburridos habitantes de los suburbios franceses—, a los que cada vez irritaba más tener que depender de administradores, concejales y regulaciones burocráticas. Irónicamente, eran precisamente las clases medias las que estaban más contentas con su suerte, en buena medida porque cuando entraban en contacto con el Estado del bienestar era más para beneficiarse de prestaciones populares que para sufrir restricciones a su autonomía e iniciativa.

                No obstante, la brecha mayor era la intergeneracional. Para los que habían nacido después de 1945, el Estado del bienestar y sus instituciones no constituían una solución a los antiguos dilemas: simplemente eran las condiciones de vida normales —y bastante aburridas—, además. Los jóvenes del baby boom, que llegaron a la universidad a mediados de los años sesenta, sólo conocían un mundo de oportunidades cada vez mayores, generosos servicios médicos y educativos, unas perspectivas optimistas de movilidad social ascendente y — quizá por encima de todo— una sensación indefinible y ubicua de seguridad. Los objetivos de la generación anterior de reformadores ya no eran de interés para sus sucesores. Por el contrario, cada vez más se percibían como restricciones a la libertad y la expresión del individuo.

 

 

El LEGADO IRÓNICO DE LOS AÑOS SESENTA

 

 

                Mi generación, la de los sesenta, pese a sus grandes ideales, destruyó el liberalismo con sus excesos.

                Camille Paglia

 

 

                Una singularidad de la época fue que la división generacional trascendiera la experiencia de clase, además de la nacional. Desde luego, la expresión retórica de la revuelta juvenil se limitó a una reducida minoría: incluso en aquellos días, la mayoría de los jóvenes en Estados Unidos no iban a la universidad y las protestas estudiantiles no representaban necesariamente a la juventud en su conjunto. Pero los síntomas más reconocibles de las diferencias generacionales —la música, la ropa, el lenguaje— se difundieron extraordinariamente gracias a la televisión, los transistores y la internacionalización de la cultura popular. A finales de los sesenta, la brecha cultural que separaba a los jóvenes de sus padres quizá era mayor que en cualquier otro momento desde comienzos del siglo XIX.

                Esta ruptura de la continuidad reflejaba otro cambio tectónico. Para la generación anterior de políticos y votantes de izquierda, la relación entre los «trabajadores» y el socialismo —entre los «pobres» y el Estado del bienestar— había sido evidente. Desde hacía mucho, la «izquierda» estaba asociada al proletariado urbano, del que dependía en gran medida. Con independencia del pragmático atractivo que tuvieran para las clases medias, los reformadores del New Deal, de las socialdemocracias escandinavas y del Estado del bienestar británico habían contado con el probable apoyo de una masa de trabajadores de cuello azul y sus aliados rurales.

                Sin embargo, en el transcurso de la década de 1950 este proletariado de cuello azul estaba fragmentándose y reduciéndose. El trabajo duro en las fábricas, las minas y los transportes tradicionales estaba siendo sustituido por la automatización, el auge de los servicios y una mano de obra cada vez más feminizada. Ni siquiera en Suecia podían esperar los socialdemócratas ganar las elecciones simplemente con la mayoría del voto obrero tradicional. La vieja izquierda, con sus raíces en las comunidades de la clase trabajadora y en las organizaciones sindicales, podía contar con el colectivismo instintivo y la disciplina (y la obsequiosidad) de una mano de obra industrial cautiva. Pero ésta representaba un porcentaje cada vez menor de la población.

                La nueva izquierda, como empezó a llamarse en aquellos años, era muy diferente. Para la generación más joven, el «cambio» no sería resultado de una acción de masas disciplinada, definida y dirigida por portavoces autorizados; de hecho, el propio cambio parecía haber pasado del Occidente industrial a los países en desarrollo o «Tercer Mundo». Acusaba de estancamiento y «represión» tanto al comunismo como al capitalismo. La iniciativa de las acciones e innovaciones radicales estaba ahora en manos de lejanos campesinos o de nuevos sectores revolucionarios. Los «negros», los «estudiantes», las «mujeres» y, un poco después, los «homosexuales», eran los candidatos a ocupar el lugar del proletariado masculino.

                Como ninguno de estos sectores, ni en Estados Unidos ni en los demás países, estaba representado por separado en las instituciones de las sociedades del bienestar, la nueva izquierda se presentaba conscientemente como oposición no sólo a las injusticias del orden capitalista, sino sobre todo a la «tolerancia represiva» de sus formas más avanzadas: precisamente aquellos benevolentes administradores que habían sido los responsables de que se liberalizasen los antiguos constreñimientos y mejorase la condición de todos.

                Sobre todo, la nueva izquierda, y su base mayoritaria-mente joven, rechazaba el colectivismo heredado de sus predecesores. Para la generación anterior de reformadores, de Washington a Estocolmo, había sido evidente que «justicia», «igualdad de oportunidades» o «seguridad económica» eran objetivos comunes que sólo podían alcanzarse mediante la acción colectiva. Cualesquiera que fuesen las deficiencias de la regulación y el control desde arriba, eran el precio de la justicia social, un precio que sin duda merecía la pena pagar.

                La generación siguiente veía las cosas de otra manera. La justicia social ya no preocupaba a los radicales. Lo que unió a la generación de la década de 1960 no fue el interés de todos, sino las necesidades y los derechos de cada uno. El «individualismo» —la afirmación del derecho de cada persona a la máxima libertad individual y a expresar sin cortapisas sus deseos autónomos, así como a que éstos sean respetados e institucionalizados por la sociedad en su conjunto— se convirtió en la consigna izquierdista del momento. «Prohibido prohibir», «haz lo que quieras»: no son objetivos faltos de atractivo, pero se trata de fines esencialmente privados, no de bienes públicos. No es de extrañar que condujeran a la afirmación general de que «lo privado es político».

                Así, la política de los sesenta desembocó en un agregado de reivindicaciones individuales a la sociedad y el Estado. La «identidad» empezó a colonizar el discurso público: la identidad individual, la identidad sexual, la identidad cultural. Desde ahí sólo mediaba un pequeño paso para la fragmentación de la política radical y su metamorfosis en multiculturalismo. Curiosamente, la nueva izquierda siguió siendo exquisitamente sensible a los atributos colectivos de las personas en países distantes, donde sí se las podía agrupar en categorías sociales anónimas como «campesino», «poscolonial», «subordinado», etcétera, mientras que, en casa, el individuo predominaba sobre todo.

                Con independencia de lo legítimas que sean las reivindicaciones de los individuos y de lo importantes que sean sus derechos, darles prioridad tiene un precio inevitable: se debilita el sentido de un propósito común. Hubo un tiempo en que cada uno recibía su vocabulario normativo de la sociedad —o de la clase o de la comunidad—: lo que era bueno para todos, valía por definición para cada uno. Pero no lo contrario: lo que es bueno para una persona puede (o no) ser de valor o interés para otra. Los filósofos conservadores de la época anterior comprendían bien esto, por lo que recurrieron al lenguaje y la imaginería religiosos para justificar la autoridad tradicional y su ascendiente sobre cada individuo.

                Pero el individualismo de la nueva izquierda no respetaba ni los fines colectivos ni la autoridad tradicional: después de todo, era tanto nueva como izquierda. Lo que quedaba era el subjetivismo de los intereses y deseos individuales, medidos individualmente. A su vez, esto desembocó en un relativismo moral y estético: si algo es bueno para mí, no me atañe a mí averiguar si también lo es para alguien más, y mucho menos imponérselo («haz lo que quieras»).

                Es cierto que muchos radicales de la década de 1960 eran partidarios entusiastas de las imposiciones, pero sólo cuando afectaban a pueblos distantes de los que sabían poco. Retrospectivamente, es asombroso cuántos occidentales en Europa y Estados Unidos expresaron su entusiasmo por la «revolución cultural» de Mao Zedong, con su uniformidad dictatorial, mientras que en sus propios países definían la reforma cultural como la maximización de la iniciativa y la autonomía individuales.

                Retrospectivamente, puede parecer extraño que tantos jóvenes de los sesenta se identificaran con el «marxismo» y con proyectos radicales de toda índole, al tiempo que se distanciaban de las normas conformistas y los fines totalitarios. Pero el marxismo era un paraguas retórico bajo el que podían tener cabida formas de contestación muy diferentes —en buena medida porque ofrecía una continuidad ilusoria con la generación radical anterior—. Bajo ese paraguas y reforzada por esa ilusión, la izquierda se fragmentó y perdió todo sentido de un propósito común. Por el contrario, adoptó un aire un tanto egoísta. En aquellos años, ser de izquierda, ser radical, significaba estar centrado en uno mismo y en sus preocupaciones y ser curiosamente estrecho de miras en sus intereses. Los movimientos estudiantiles de izquierda estaban más preocupados por la hora de cierre de las residencias de estudiantes que por las prácticas de los obreros industriales; en Italia, universitarios de clase media alta pegaron palizas a modestos policías en nombre de la justicia revolucionaria; las airadas críticas proletarias a los explotadores capitalistas fueron desplazadas por consignas irónicas y despreocupadas sobre la libertad sexual. Esto no quiere decir que la nueva generación de radicales fuera insensible a la injusticia o a la iniquidad política: las protestas contra la guerra de Vietnam y los disturbios raciales de los sesenta no fueron insignificantes. Pero carecían de cualquier sentido de propósito colectivo y, más bien, se entendían como extensiones de la expresión y la ira individuales.

                Estas paradojas de la meritocracia —la generación de los sesenta fue sobre todo el exitoso subproducto de los mismos Estados del bienestar en los que volcaba su juvenil desprecio— reflejaban una debilidad. Las antiguas clases patricias habían sido sucedidas por una generación de bienintencionados ingenieros sociales, pero ninguna de ellas estaba preparada para la radical desafección de sus hijos. El consenso implícito de las décadas de la posguerra se había roto y estaba empezando a surgir un nuevo consenso, decididamente antinatural, en torno a la primacía de los intereses individuales. Los jóvenes radicales nunca habrían descrito sus fines de esa manera, pero fue la distinción entre las valiosas libertades individuales y los irritantes constreñimientos públicos lo que más tocaba sus emociones. Irónicamente, esta misma distinción es lo que también definía a la nueva derecha que estaba surgiendo.

 

 

LA VENGANZA DE LOS AUSTRIACOS

 

                Hemos de afrontar el hecho de que el mantenimiento de la libertad individual es incompatible con la plena satisfacción de nuestra visión de la justicia distributiva.

                Friedrich Hayek

 

                El conservadurismo —por no mencionar la derecha ideológica— era una preferencia minoritaria en las décadas que siguieron a la II Guerra Mundial. La antigua derecha se había desacreditado en dos ocasiones. En el mundo angloparlante, los conservadores habían sido incapaces de prever, comprender o corregir la magnitud de los daños que provocó la Gran Depresión. Cuando estalló la guerra, sólo el núcleo del antiguo Partido Conservador inglés y los inflexibles republicanos Know Nothing seguían oponiéndose a los administradores semi keynesianos en Londres y al New Deal en Washington para responder de forma imaginativa a la crisis.

                En la Europa continental las élites conservadoras pagaron el precio de su connivencia (y peor) con las potencias ocupantes. Tras la derrota del Eje desaparecieron del poder y de los cargos políticos. En la Europa del Este, los antiguos partidos de centro y de derecha fueron brutalmente destruidos por sus sucesores comunistas, pero tampoco en Europa occidental había espacio para los reaccionarios tradicionales. Una nueva generación de moderados ocupó su lugar.

                Al conservadurismo intelectual le fue algo mejor. Por cada Michael Oakeshott, aislado en su riguroso desprecio del moderno bien pensant, había cien intelectuales progresistas que propugnaban un consenso. Nadie prestaba mucha atención a los partidarios del mercado libre o del «Estado mínimo», y aunque la mayoría de los antiguos liberales seguían desconfiando instintivamente de la ingeniería social, dieron su apoyo, aunque sólo fuera por prudencia, a un nivel muy alto de activismo gubernamental. De hecho, en los años que siguieron a 1945 el centro de gravedad de la discusión política no se hallaba entre la izquierda y la derecha, sino más bien dentro de la izquierda: entre los comunistas y sus simpatizantes y el consenso liberal-socialdemócrata mayoritario.

                Lo más próximo a un conservadurismo teórico serio en aquellos años de consenso fue obra de hombres como Raymond Aron en Francia, Isaiah Berlin en el Reino Unido y —aunque en una clave bastante diferente— Sidney Hook en Estados Unidos. A los tres les habría desagradado la etiqueta de «conservador»: eran liberales clásicos, anticomunistas por razones éticas, además de políticas, y estaban imbuidos del recelo decimonónico ante un Estado excesivamente poderoso. Cada uno a su manera, eran realistas: aceptaban la necesidad de las provisiones del bienestar y la intervención social, por no mencionar la tributación progresiva y la consecución colectiva de bienes públicos. Pero por instinto y experiencia se oponían a todas las formas de poder autoritario.

                A Aron se le conoció en aquellos años especialmente por su firme hostilidad a los ideólogos marxistas dogmáticos y su lúcido apoyo a Estados Unidos, cuyas deficiencias nunca negó. Berlin se hizo famoso por su conferencia de 1958 sobre «Dos conceptos de libertad», en la que distinguió entre libertad positiva —la consecución de derechos que sólo un Estado puede garantizar—y libertad negativa: el derecho de cada uno a hacer lo que le parezca sin intromisiones. Aunque él siempre se vio como un liberal tradicional, favorable a todas las aspiraciones reformistas de la tradición liberal británica con la que se identificaba, Berlin se convirtió en una referencia fundadora para una generación posterior de neoliberales.

                A Hook, como a tantos estadounidenses de su tiempo, le preocupaba la lucha anticomunista. Así, su liberalismo desembocó en la práctica en una defensa de las libertades tradicionales de una sociedad abierta. De acuerdo con los criterios imperantes en Estados Unidos, los hombres como Hook eran socialdemócratas en todo menos en el nombre: tenían en común con otros «liberales» estadounidenses como Daniel Bell una afinidad electiva por las ideas y las prácticas políticas europeas. Pero la intensidad de su antipatía por el comunismo tendía entre él y los conservadores más convencionales un puente que en el futuro ambas partes cruzarían cada vez con más facilidad.

                La labor de la derecha renaciente se vio facilitada no sólo por el paso del tiempo —a medida que la gente iba olvidando los traumas de las décadas de 1930 y 1940, y estaba más abierta a las voces conservadoras tradicionales—, sino también por sus oponentes. El narcisismo de los movimientos estudiantiles, los ideólogos de la nueva izquierda y la cultura popular de la generación de los sesenta invitaban a una reacción conservadora. Nosotros —podía afirmar ahora la derecha— defendemos los «valores», la «nación», el «respeto», la «autoridad» y el patrimonio y la civilización de un país o continente, o incluso de «Occidente», que «ellos» (la izquierda, los estudiantes, los jóvenes, las minorías radicales) ni comprenden ni sienten.

                Llevamos viviendo tanto tiempo con esta retórica que parece evidente que la derecha recurriría a ella. Pero hasta mediados de los sesenta más o menos habría sido absurdo pretender que la «izquierda» era insensible a la nación o a la cultura tradicional, y mucho menos a la «autoridad». Por el contrario, la vieja izquierda era incorregiblemente anticuada en esas cuestiones. Los valores culturales de un Keynes o un Reith, un Malraux o un De Gaulle eran compartidos acríticamente por muchos de sus oponentes de izquierda: excepto durante un breve periodo después de la Revolución Rusa, la izquierda política mayoritaria era tan convencional en la estética como en casi todo lo demás. Si la derecha se hubiera visto obligada a enfrentarse exclusivamente a los socialdemócratas y a los liberales de viejo cuño, nunca habría logrado el monopolio del conservadurismo cultural y los «valores».

                Donde los conservadores podían señalar un contraste entre ellos y la vieja izquierda era precisamente en la cuestión del Estado y sus usos. Pero incluso en esto, hasta mediados de los años setenta no apareció una nueva generación de conservadores que se atreviera a poner en tela juicio el «estatismo» de sus predecesores y ofreciera recetas radicales para salir de lo que describía como la «esclerosis» de unos gobiernos excesivamente ambiciosos y su efecto asfixiante sobre la iniciativa privada.

                Margaret Thatcher, Ronald Reagan y —mucho más tímidamente— Valéry Giscard d’Estaing en Francia fueron los primeros políticos de grandes partidos situados a la derecha del centro que se aventuraron a romper el consenso de la posguerra. Es cierto que en las elecciones presidenciales de 1964 Barry Goldwater había hecho una temprana incursión en ese sentido: con desastrosas consecuencias. Seis años después, Edward Heath —el futuro primer ministro conservador— experimentó con propuestas para favorecer mercados más libres y un Estado menos intervencionista, pero fue castigado violenta e injustamente por su aplicación «anacrónica» de ideas económicas periclitadas y se vio obligado a dar marcha atrás apresuradamente.

                Como sugiere el tropiezo de Heath, aunque a muchas personas les irritaba el poder excesivo de los sindicatos o la indiferencia burocrática, no estaban dispuestas a considerar una retirada en toda la regla. El consenso socialdemócrata y sus encarnaciones institucionales podían ser tediosos e incluso paternalistas, pero funcionaban, y la gente lo sabía. Mientras la mayoría creyó que la «revolución keynesiana» había llevado a cabo cambios irreversibles, los conservadores se hallaban en un callejón sin salida. Podían ganar batallas culturales sobre los «valores» y la «moral», pero si no eran capaces de llevar el debate de las políticas públicas por otros derroteros muy diferentes, estaban condenados a perder la guerra económica y política.

                Por tanto, la victoria del conservadurismo y la profunda transformación que llevó a cabo durante las tres décadas siguientes estaban lejos de ser inevitables: fue necesaria una revolución intelectual. En el transcurso de poco más de una década, el «paradigma» dominante de la conversación pública pasó del entusiasmo intervencionista y la consecución de bienes públicos a una visión del mundo que encuentra su mejor expresión en el notorio lema de Margaret Thatcher: «La sociedad no existe, sólo hay individuos y familias». En Estados Unidos, casi exactamente por las mismas fechas, Ronald Reagan alcanzó una popularidad duradera cuando afirmó que «estaba amaneciendo en América». El gobierno ya no era la solución, sino el problema.

                Si el gobierno es el problema y la sociedad no existe, el papel del Estado vuelve a quedar reducido al de facilitador. La labor del político consiste en averiguar qué es lo mejor para el individuo y después ofrecerle las condiciones para que trate de conseguirlo con una interferencia mínima. El contraste con el consenso keynesiano no puede ser mayor: de hecho, el propio Keynes pensaba que el capitalismo no sobreviviría si se limitaba a proporcionar a los ricos los medios para hacerse más ricos.

                Fue precisamente esta concepción tan miope del funcionamiento de una economía de mercado lo que, en su opinión, condujo al abismo. Entonces, ¿por qué en nuestro tiempo caímos de nuevo en una confusión semejante, reduciendo la conversación pública a un debate planteado en términos estrechamente económicos? Para que el consenso keynesiano se abandonara con tanta facilidad y aparente unanimidad, los contra argumentos debieron de ser muy poderosos. Lo eran, y no se presentaron por sí solos.

                Nosotros somos los involuntarios herederos de un debate con el que la mayoría de la gente no está familiarizada. Cuando se nos pregunta qué hay tras el nuevo (viejo) pensamiento económico, podemos responder que fue ideado por economistas anglo-estadounidenses que en su mayoría estaban relacionados con la Universidad de Chicago. Pero si preguntamos de dónde venían las ideas de los Chicago boys, vemos que la mayor influencia la ejercieron un grupo de extranjeros, todos ellos inmigrantes de Europa central: Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Joseph Schumpeter, Karl Popper y Peter Drucker.

                Von Mises y Hayek eran los distinguidos «abuelos» de la Escuela de Chicago de la economía de libre mercado. A Schumpeter se le conoce más por su entusiasta descripción de la creatividad destructiva del capitalismo y a Popper por su defensa de la «sociedad abierta» y sus escritos sobre totalitarismo. En cuanto a Drucker, sus publicaciones sobre gestión ejercieron una enorme influencia sobre la teoría y la práctica de las empresas en las prósperas décadas de la posguerra. Tres de estos hombres habían nacido en Viena, el cuarto (Von Mises) en el Lemberg austriaco (actualmente Lvov), y el quinto (Schumpeter) en Moravia, unas docenas de kilómetros al norte de la capital imperial. Los cinco quedaron profundamente afectados por la catástrofe que sacudió su Austria natal de entreguerras.

                Tras el cataclismo de la I Guerra Mundial y un breve experimento municipal socialista en Viena (en cuyos debates sobre la socialización económica participaron Hayek y Schumpeter), el país sufrió un golpe reaccionario en 1934 y, cuatro años después, la invasión y la ocupación nazis. Como a muchos otros, estos acontecimientos obligaron a exiliarse a los jóvenes economistas austríacos, y todos ellos —Hayek en particular— elaborarían sus escritos y doctrinas a la sombra de lo que se convirtió en el interrogante central de su época: ¿por qué se había derrumbado la Austria liberal y se había impuesto el fascismo?

         Su respuesta: los fallidos intentos de la izquierda (marxista) de introducir en Austria después de 1918 la planificación estatal, los servicios municipales y la colectivización económica no sólo habían fracasado, sino que habían conducido directamente a la contrarreacción. Así, Popper, por mencionar el caso más conocido, sostenía que la indecisión de sus contemporáneos socialistas —paralizados por la fe en las «leyes históricas»— no podía hacer frente a la energía radical de los fascistas, que actuaban.12 El problema era que los socialistas tenían demasiada fe tanto en la lógica de la historia como en la razón de los hombres. Los fascistas, a quienes ambas cosas resultaban indiferentes, estaban extraordinariamente bien situados para imponerse.

                Por tanto, en opinión de Hayek y sus contemporáneos, la tragedia europea la habían provocado las deficiencias de la izquierda: primero por su incapacidad para alcanzar sus objetivos y, después, por no haber podido hacer frente al desafío de la derecha. Por caminos independientes, todos ellos llegaron a la misma conclusión: la mejor —en realidad, la única— manera de defender el liberalismo y una sociedad abierta era mantener al Estado alejado de la vida económica. Si se mantenía a la autoridad a una distancia prudencial, si se impedía a los políticos —por bienintencionados que fueran— planificar, manipular o dirigir los asuntos de sus conciudadanos, sería posible mantener a distancia a los extremistas de derecha y de izquierda.

                Como hemos visto, ese mismo dilema —cómo entender lo que había ocurrido en el periodo de entre guerras e impedir que volviera a ocurrir— fue al que se enfrentó Keynes. De hecho, el economista inglés se planteaba esencialmente los mismos problemas que Hayek y sus colegas austríacos. No obstante, para Keynes se había hecho evidente que la mejor defensa contra el extremismo político y el colapso económico era incrementar el papel del Estado, lo que significaba, entre otras cosas, la intervención económica contra cíclica.

                Hayek proponía lo contrario. En su clásico Camino de servidumbre, escrito en 1944, sostenía: Ninguna descripción en términos generales puede dar una idea suficiente de la semejanza de gran parte de la literatura política inglesa actual con las obras que destruyeron la fe en la civilización occidental en Alemania y crearon el estado de ánimo en el que pudo triunfar el nazismo.

                En otras palabras, Hayek —que ahora vivía en Inglaterra y enseñaba en la London School of Economics— estaba proyectando explícitamente (sobre la base del precedente austríaco) un futuro fascista si el laborismo llegaba al poder en Gran Bretaña con el programa de bienestar y servicios sociales que constituía el eje de su campaña. Como sabemos, los laboristas ganaron. Pero lejos de preparar el terreno a un renacimiento del fascismo, su victoria contribuyó a estabilizar el país en la posguerra.

                Durante los años que siguieron a 1945, a la mayoría de los observadores inteligentes les parecía que los austríacos habían cometido un simple error de categorías. Como muchos otros refugiados, habían supuesto que las condiciones que condujeron a la quiebra del capitalismo liberal en la Europa de entreguerras serían reproducibles de forma permanente e infinita. Por tanto, a ojos de Hayek, Suecia era otro país condenado a seguir la senda alemana hacia el abismo gracias al éxito político de su mayoría socialdemócrata en el gobierno y a su ambiguo programa legislativo.

                Al malinterpretar las lecciones del nazismo —o aplicar asiduamente un reducido número de ellas de forma muy selectiva—, los intelectuales refugiados de Europa central se marginaron a sí mismos en el próspero entorno occidental de la posguerra. En palabras de Anthony Crosland, que escribía en 1956, en el apogeo de la confianza socialdemócrata de la posguerra, «nadie que tenga cierta reputación cree ya la otrora popular tesis de Hayek de que cualquier interferencia en el mecanismo del mercado nos abocaría al descenso por la resbaladiza pendiente que conduce al totalitarismo».15

                Los intelectuales refugiados —y en especial los economistas— experimentaban un resentimiento endémico hacia sus refractarios anfitriones. Todo pensamiento social no individualista —cualquier argumento que descansase sobre categorías colectivas, objetivos comunes o las nociones de bienes sociales, justicia, etcétera— despertaba en ellos inquietantes recuerdos de convulsiones pasadas. Pero incluso en Austria y Alemania las condiciones habían cambiado radicalmente: sus recuerdos tenían poca o ninguna aplicación práctica. Los hombres como Hayek o Von Mises parecían condenados a ser marginales cultural y profesionalmente. Sólo cuando los Estados del bienestar, cuyo fracaso habían predicho con tanta diligencia, empezaron a sufrir dificultades, volvieron a encontrar una audiencia para sus opiniones: la tributación alta inhibe el crecimiento y la eficacia, la regulación gubernamental ahoga la iniciativa y el espíritu empresarial, cuanto más pequeño es el Estado, más saludable es la sociedad, y así sucesivamente.

                Por tanto, cuando recapitulamos los tópicos convencionales sobre los mercados libres y las libertades occidentales, en realidad estamos reflejando —como la luz de una estrella que se apaga— un debate inspirado y mantenido hace setenta años por hombres que, en su mayor parte, habían nacido a finales del siglo XIX. Desde luego, los términos económicos que se están imponiendo en el pensamiento actual no suelen estar asociados con aquellas desavenencias y experiencias políticas. La mayoría de los estudiantes de las escuelas de negocios nunca han oído hablar de algunos de esos exóticos pensadores extranjeros y tampoco se fomenta su lectura. Sin embargo, si no comprendemos los orígenes austríacos de su (y nuestro) pensamiento, es como si habláramos una lengua que no acabamos de entender.

                Quizá merezca la pena señalar aquí que ni siquiera a Hayek se le puede considerar responsable de las simplificaciones ideológicas de sus acólitos. Como Keynes, consideraba la economía una ciencia interpretativa que no se presta a la predicción y la precisión. Si la planificación era errónea para Hayek es porque obligatoriamente se basaba en cálculos y predicciones que, en lo esencial, eran absurdos y por tanto irracionales. La planificación no era un tropiezo moral, y mucho menos criticable de acuerdo con algún principio general. Simplemente no era factible, y, si hubiera sido coherente, Hayek habría reconocido que prácticamente lo mismo puede decirse de las teorías «científicas» del mecanismo de mercado.

                Desde luego, la diferencia es que la planificación debía imponerse para que funcionara como se pretendía y por tanto conducía directamente a la dictadura: éste era el verdadero enemigo de Hayek. El mercado eficiente quizá fuera un mito, pero al menos no entrañaba coerción desde arriba. En cualquier caso, su dogmático rechazo de todo control central propició la acusación de... dogmatismo. Fue Michael Oakeshott quien observó que el «hayekismo» era a su vez una doctrina: «Un plan para oponerse a toda planificación puede ser mejor que su opuesto, pero pertenece al mismo estilo de política».16

                En Estados Unidos, entre la nueva generación de ufanos económetras (una subdisciplina sobre cuyo pretendido cientifismo tanto Hayek como Keynes habrían tenido mucho que decir), la idea de que el socialismo democrático es inalcanzable y tiene consecuencias perversas ha cobrado un carácter casi teológico. Este credo se ha vinculado a la condena popular de todo esfuerzo por acrecentar el papel del Estado —o del sector público— en la vida diaria de los ciudadanos estadounidenses.

                En el Reino Unido esta extensión concreta de la lección austríaca no ha adquirido un atractivo similar. Las razones son evidentes: la popularidad de la atención sanitaria gratuita o de la educación superior subvencionada, por mencionar los ejemplos más conocidos. Pero en el transcurso de la era Thatcher-Blair-Brown la santificación de los banqueros, corredores de bolsa, inversores, nuevos ricos y cualquiera que tenga acceso a grandes sumas de dinero ha conducido a una gran admiración por una «industria de los servicios financieros» con una regulación mínima, y la consiguiente fe en el funcionamiento, benevolente por naturaleza, del mercado global de productos financieros.

                Exactamente qué habrían pensado Hayek o incluso Schumpeter, el profeta de la destrucción capitalista, de este grosero culto al dinero y a quienes lo poseen es otra cuestión. Pero no puede haber ninguna duda de que lo que se toma por justificación de la vasta y creciente brecha de riqueza en la Gran Bretaña de hoy proviene de la apología de una regulación mínima, la menor interferencia posible y las virtudes del sector privado a las que los escritos económicos de los austríacos contribuyeron tan directamente.

                El caso británico, incluso más que el estadounidense, apunta a las consecuencias prácticas de esta retro transformación del lenguaje económico moderno, aunque la triste historia del entusiasmo islandés por las indómitas rutas del pillaje bancario es aún más ilustrativa. Comenzamos con un puñado de destacados intelectuales exiliados en la Europa de entreguerras, pasamos por dos generaciones de economistas académicos empeñados en reconfigurar su disciplina... y llegamos a los escándalos de las bancarrotas, las hipotecas basura, las finanzas privadas y los fondos de inversión de años recientes.

                Detrás de cada cínico (o simplemente incompetente) ejecutivo bancario o inversor hay un economista que le asegura (y a nosotros), desde una posición de autoridad intelectual indiscutida, que sus actos son útiles socialmente y que, en todo caso, no deben ser sometidos al escrutinio público. Detrás de ese economista y de sus crédulos lectores están los participantes en debates periclitados. Así, la desvaída condición de nuestro actual lenguaje público —nuestra incapacidad para pensar más allá de las categorías y los tópicos que conforman y distorsionan la política tanto en Washington como en Londres— es un homenaje a una de las grandes intuiciones de Keynes:

                Los hombres prácticos, que se consideran exentos de toda influencia intelectual, suelen ser esclavos de algún economista ya caduco. Los orates en el poder, que oyen voces en el aire, extraen su frenesí de algún escritorzuelo académico de hace años. Estoy seguro de que el poder de los intereses creados se ha exagerado enormemente en comparación con la restricción gradual de las ideas.

 

 

El CULTO DE LO PRIVADO

 

 

                Sugerir la acción social por el bien público a la ciudad de Londres es como discutir El origen de las especies con un obispo de hace sesenta años.

                John Maynard Keynes

 

 

                Entonces, ¿qué han hecho los «orates en el poder» de los que hablaba Keynes con las ideas que heredaron de economistas caducos? Han empezado a desmantelar las competencias e iniciativas propiamente económicas del Estado. Es importante que quede claro: esto no ha significado ninguna reducción del Estado per se. Margaret Thatcher—como George W. Bush y Tony Blair después de ella— nunca dudó en reforzar los instrumentos represivos y de recogida de información del gobierno central. Gracias a las cámaras de circuito cerrado, las escuchas telefónicas, Homeland Security, Independent Safeguarding Authority y otros mecanismos, ha seguido ampliándose el control panóptico que el Estado moderno ejerce sobre sus súbditos. Mientras que Noruega, Finlandia, Francia, Alemania y Austria —todos ellos Estados niñera, «de la cuna a la tumba»— nunca han recurrido a ese tipo de medidas excepto en tiempos de guerra, son las sociedades de mercado anglosajonas, que tanto se vanaglorian de sus libertades, las que han ido más lejos en estas direcciones orwellianas.

                Por de pronto, si tuviéramos que identificar una sola consecuencia general de la transformación intelectual que caracterizó el último tercio del siglo xx, probablemente sería el culto al sector privado y, en particular, el culto a la privatización. Algunos dirían que el entusiasmo por desprenderse de los bienes públicos sólo era pragmático. ¿Por qué privatizar? Porque en una época de restricciones presupuestarias la privatización parece que ahorra dinero. Si el Estado posee una fábrica ineficaz o un servicio caro —el suministro de agua, por ejemplo, o los ferrocarriles—, se desprende de él mediante la transferencia a compradores privados.

                La venta aporta dinero a las arcas del Estado. Mientras, al entrar en el sector privado, la empresa en cuestión se hace más eficiente gracias al afán de lucro. Todo el mundo sale ganando: el servicio mejora, el Estado se libra de una responsabilidad que en realidad no le corresponde, los inversores obtienen beneficios y el sector público obtiene unos ingresos únicos por la venta. Por lo tanto, aparentemente la privatización representa una retirada de las preferencias dogmáticas centradas en el Estado y la vuelta al cálculo estrictamente económico.

                Después de todo, «no se ha podido demostrar prácticamente en ningún país que el rendimiento de las industrias nacionalizadas fuera mejor que el de las empresas privadas o mixtas».18 Y las desventajas de la propiedad pública son indudables. En el Reino Unido en especial, el Tesoro se limitaba a exprimir compañías que eran potencialmente rentables. Se invertía lo mínimo y la mayor parte de los beneficios iban a engrosar las arcas públicas. Así, se esperaba que el ferrocarril y las minas mantuvieran los precios bajos por razones sociales y políticas, pero, al mismo tiempo, se les exigía que dieran beneficios.

                A la larga, esto hizo que las empresas no fueran rentables. En otros lugares, en Suecia, por ejemplo, el Estado intervenía menos en la economía, pero con frecuencia regulaba sueldos, condiciones, precios y productos, lo que tenía un efecto amortiguador. De esta forma, a los beneficios económicos a corto plazo de la privatización había que sumar un hipotético incremento en la iniciativa y la eficacia. Se suponía razonablemente que, como mínimo, una empresa de propiedad pública que pasaba a manos privadas se beneficiaría de inversiones a largo plazo y precios eficientes.

                Esto en cuanto a la teoría. La práctica ha sido muy diferente. Con la llegada del Estado moderno (en especial durante el transcurso del siglo pasado), transportes, hospitales, escuelas, servicios postales, ejércitos, prisiones, fuerzas de policía y el acceso económico a la cultura — servicios esenciales en los que el afán de lucro no tiene un efecto beneficioso— pasaron a depender de la regulación o del control público. Ahora se les está devolviendo a los empresarios privados.

                Hemos presenciado un traspaso continuado de la responsabilidad pública al sector privado sin que ello haya representado ninguna ventaja colectiva evidente. Al contrario de lo que pretenden el mito popular y la teoría económica, la privatización es ineficiente. La mayoría de las cosas que a los gobiernos les ha parecido oportuno traspasar al sector privado estaba dando pérdidas: tanto si se trataba de ferrocarriles, minas, servicios postales, o suministro de energía, costaban más proporcionarlos y mantenerlos que los ingresos que pudieran generar.

                Precisamente por esta razón dichos bienes públicos carecían intrínsecamente de atractivo para los compradores privados a no ser que se ofrecieran con grandes descuentos. Pero cuando el Estado vende barato, el público pierde. Se ha calculado que, en el transcurso de la era Thatcher de privatizaciones en el Reino Unido, el precio deliberadamente bajo al que se pusieron a la venta antiguos activos públicos resultó en una transferencia neta de 14.000 millones de libras de los contribuyentes a los accionistas e inversores.

                A esta pérdida habría que sumar 3.000 millones de libras en comisiones a los banqueros que realizaron las transacciones en las privatizaciones. Por lo tanto, el Estado desembolsó al sector privado en torno a 17.000 millones de libras (30.000 millones de dólares) para facilitar la venta de activos para los cuales no habría habido comprador en otro caso. Son sumas importantes de dinero —aproximadamente la dotación de la Universidad de Harvard, por ejemplo, o el PIB de Paraguay o el de Bosnia-Herzegovina-—. Difícilmente puede interpretarse esto como un uso eficiente de los recursos públicos.

                Una razón de que la privatización en el Reino Unido parezca engañosamente beneficiosa es que coincide con el final de décadas de decadencia británica en comparación con sus competidores europeos. Pero esto se debió casi exclusivamente al descenso de las tasas de crecimiento en los demás países: no hubo un repentino cambio de tendencia en el comportamiento económico británico. El mejor estudio que se ha realizado sobre este tema concluye que la privatización en sí tuvo un impacto decididamente modesto sobre el crecimiento económico a largo plazo, mientras que propició una redistribución regresiva de la riqueza de los contribuyentes y consumidores a los accionistas de las compañías recién privatizadas.

                La única razón para que los inversores privados estén dispuestos a adquirir bienes públicos que en apariencia son ineficientes es que el Estado elimina o reduce su exposición al riesgo. En el caso del Metro de Londres, por ejemplo, se creó un «Consorcio Público-Privado» [Public-Private Partnership o PPP] para invitar a los inversores interesados a participar. Se aseguró a las compañías compradoras que pasara lo que pasara estarían protegidas contra pérdidas graves —lo que debilita el argumento a favor de la privatización: el afán de lucro—. En esas condiciones privilegiadas el sector privado resulta al menos tan ineficaz como el público: se embolsa los beneficios y deja que el Estado cargue con las pérdidas.

                El resultado ha sido el peor tipo de «economía mixta»: una empresa privada apoyada indefinidamente por fondos públicos. En Gran Bretaña, los recién privatizados Grupos de Hospitales del Servicio Nacional de la Salud quiebran periódicamente: casi siempre porque se les insta a que generen todos los beneficios posibles, pero se les prohíbe cobrar lo que piensan que el mercado puede soportar. Entonces, los trusts de hospitales (como el Metro de Londres, cuyo PPP se hundió en 2007) acuden al gobierno para que se haga cargo de la factura. Guando esto ocurre en serie — como pasó con los ferrocarriles privatizados—, el efecto es una paulatina renacionalización de facto, pero sin ninguna de las ventajas del control público.

                El resultado es un albur moral. El popular tópico de que los bancos que pusieron de rodillas a las finanzas internacionales en 2008 eran «demasiado grandes para dejar que se hundieran» se puede extender infinitamente. Ningún gobierno puede permitir que su sistema de ferrocarriles «se hunda». No se puede dejar que las compañías eléctricas o de gas privatizadas, o las redes de control del tráfico aéreo, acaben paralizándose por la mala gestión o por incompetencia financiera. Y, claro está, sus nuevos gestores y propietarios lo saben.

                Es curioso que este aspecto escapara a la aguda vista de Friederich Hayek. Con todo lo que insistió en que las industrias monopolísticas (incluidos el ferrocarril y los servicios públicos) debían dejarse en manos privadas, no se preocupó de prever las implicaciones: como nunca podría permitirse que esos servicios nacionales vitales quebraran, los nuevos dueños podrían correr riesgos, malgastar o hacer un uso indebido de los fondos, sabedores de que el gobierno acudiría al rescate.

                El albur moral se produce incluso en el caso de instituciones y negocios que en principio son beneficiosos para la colectividad. Recordemos lo que ocurrió con Fannie Mae y Freddie Mac, las agencias privadas responsables de facilitar hipotecas a los estadounidenses de clase media: un servicio vital para el bienestar de una economía de consumo basada en la propiedad de la vivienda y los créditos baratos. Antes de la quiebra de 2008, Fannie Mae llevaba varios años recibiendo préstamos del gobierno (a unas tasas de interés artificialmente bajas) y prestándolo comercialmente con beneficios muy sustanciales.

                Como se trataba de una empresa privada (aunque con acceso privilegiado a los fondos públicos), esos beneficios representaban dinero público reciclado para los accionistas y ejecutivos de la compañía. El hecho de que a consecuencia de esas transacciones interesadas se concedieran millones de hipotecas sólo constituye un agravante: cuando Fannie Mae se vio obligada a resolver los préstamos, causó un gran sufrimiento a una amplia franja de la clase media estadounidense.

                Los estadounidenses han privatizado menos que sus admiradores británicos. Pero la dotación deliberadamente insuficiente de servicios públicos, como Amtrak, que no cuentan con el favor gubernamental ha desembocado en un servicio inadecuado, condenado a ser ofrecido más pronto o más tarde a precio de saldo a un comprador privado. En Nueva Zelanda, donde el gobierno privatizó los servicios de ferrocarril y de transbordadores en la década de 1990, sus nuevos propietarios les despojaron implacablemente de todos los activos vendibles. En julio de 2008 el gobierno de Wellington no tuvo más remedio que volver a poner bajo control público un transporte eviscerado y que seguía dando pérdidas, pero con un coste mucho mayor del que habría sido necesario si se hubiera invertido debidamente en él desde el principio.

                En la historia de la privatización hay ganadores además de perdedores. En Suecia, tras una crisis bancaria que dejó al Estado con una grave falta de ingresos, el gobierno (conservador) de comienzos de los años noventa reasignó el 14 por ciento de las aportaciones para la jubilación, hasta entonces monopolizadas por el Estado, a planes de pensiones privados. Como cabía esperar, los principales beneficiarios de la operación fueron las compañías de seguros. De la misma forma, entre las condiciones en que los servicios públicos británicos se vendieron al mejor postor estaba la «prejubilación» de decenas de miles de trabajadores. Éstos perdieron sus empleos y el Estado tuvo que cargar con unas pensiones para las que no había suficientes fondos, pero a los accionistas de las nuevas compañías privatizadas se les eximió de toda responsabilidad.

                Entregar la propiedad a los empresarios permite al Estado desentenderse de sus obligaciones morales. Esto fue deliberado: en el Reino Unido, entre 1979 y 1996 (es decir, durante los años de Thatcher y de Major), la proporción del sector privado de servicios personales subcontratada por el gobierno ascendió del 11 al 34 por ciento, correspondiendo el incremento mayor al cuidado residencial de personas mayores, niños y enfermos mentales. Los recién privatizados hogares y centros de atención lógicamente redujeron la calidad del servicio para aumentar los beneficios y los dividendos. De esta forma, el Estado del bienestar se fue desmontando a hurtadillas para beneficio de un puñado de empresarios y accionistas.

                La subcontratación nos lleva al tercer argumento, quizá el más revelador, contra la privatización. Muchos de los bienes y servicios de los que los Estados tratan de desprenderse han sido mal gestionados: por incompetencia, inversiones insuficientes, etcétera. No obstante, por mala que sea la gestión, los servicios postales, las redes ferroviarias, las residencias para jubilados, las cárceles y otras provisiones objeto de la privatización no pueden dejarse por completo a los caprichos del mercado. En la gran mayoría de los casos son intrínsecamente el tipo de actividad que alguien debe regular: por eso acabaron en las manos públicas en su momento.

                La disposición semiprívada-semipública de responsabilidades que en lo esencial son colectivas nos lleva de nuevo a una historia que ya es muy vieja. Si su declaración de impuestos es investigada actualmente en Estados Unidos es porque el gobierno ha decido investigarle, pero lo más probable es que la investigación en sí la realice una compañía privada. El gobierno ha subcontratado el servicio para que alguien lo lleve a cabo en nombre del Estado, de la misma forma que Washington contrata a agentes privados para que se encarguen (con beneficios) de la seguridad, el transporte y el know-how técnico en Irak y Afganistán.

                En suma, los gobiernos ceden cada vez más sus responsabilidades a empresas privadas, que ofrecen administrarlas mejor que el Estado y con menores costes. En el siglo XVIII esto se llamaba tax farming: la venta de los derechos de recaudación. Los primeros gobiernos modernos con frecuencia carecían de medios para recaudar impuestos y por tanto invitaban a individuos privados a que presentaran ofertas para encargarse de esa tarea. Quien hacía la oferta más alta obtenía el empleo y —una vez que había pagado la suma estipulada— podía recaudar lo que le pareciese y quedárselo. El gobierno aceptaba un descuento en sus ingresos impositivos previstos a cambio de un anticipo en efectivo.

                Después de la caída de la monarquía en Francia hubo un consenso general en que ese sistema era absurdo e ineficiente. En primer lugar, desacredita al Estado, que en la mentalidad popular estaba representado por un avaro recaudador privado. En segundo lugar, genera bastantes menos ingresos que un sistema de recaudación gubernamental bien administrado, aunque sólo sea por el margen de beneficio del recaudador privado. Y, en tercer lugar, despierta hostilidad entre los contribuyentes.

                Actualmente, en Estados Unidos y en el Reino Unido tenemos un Estado desacreditado y una plétora de avaros recaudadores privados. Lo interesante es que (todavía) no tengamos contribuyentes hostiles —o, en todo caso, lo suelen ser por las razones equivocadas—. No obstante, el problema que nos hemos creado es comparable en lo esencial al del Ancien Régime.

                Hoy ocurre como en el siglo XVIII: al eviscerar las competencias y responsabilidades del Estado, hemos debilitado su posición pública. Hay pocas personas en Inglaterra, y menos aún en Estados Unidos, que sigan creyendo en lo que una vez se consideró la «misión del servicio público»: la obligación de proporcionar ciertos tipos de bienes y servicios por el simple hecho de que son de interés público. No está claro que un gobierno que reconoce su renuencia a asumir esas responsabilidades y que prefiere trasladarlas al sector privado y dejarlas a los caprichos del mercado esté haciendo algo para aumentar su eficiencia, pero desde luego está renunciando a atributos fundamentales del Estado moderno.

                En efecto, la privatización invierte el proceso secular en virtud del cual el Estado se fue haciendo cargo de cosas que las personas no podían o no querían asumir individualmente. Las corrosivas consecuencias de esto para la vida pública se ponen inadvertidamente de manifiesto, como en tantos casos, en el nuevo «lenguaje político». En los círculos universitarios británicos el mercado como metáfora domina la conversación. se pide a decanos y jefes de departamento que evalúen la «producción» y el «impacto» económico al juzgar la calidad de un trabajo. Cuando los políticos y los funcionarios ingleses se dignan a justificar el abandono de los monopolios de servicios públicos tradicionales, hablan de «diversificar a los proveedores». Cuando en junio de 2008 el secretario británico de Trabajo y pensiones anunció los planes para priva-tizar los servicios sociales —incluidos los programas paliativos de lucha contra el desempleo a corto plazo que permitían a Whitehall publicar unas cifras de paro engañosamente bajas— afirmó que estaba «optimizando la provisión del bienestar».

                ¿Qué significa para quienes están en el otro extremo cuando todo, desde el autobús local al funcionario de la libertad condicional, son parte de alguna empresa privada que mide su rendimiento exclusivamente de acuerdo con un criterio de rentabilidad a corto plazo? En primer lugar, hay un impacto negativo sobre el bienestar (por utilizar la misma jerga). La principal deficiencia de los antiguos servicios públicos era la naturaleza restrictiva de sus recursos y regulaciones —la talla única: los puntos de venta de alcohol suecos, los cafés de los ferrocarriles británicos, los centros de asistencia sindicalizados en Francia, etcétera—. Pero al menos la provisión era universal y para bien o para mal se les consideraba responsabilidad pública.

                El auge de la cultura empresarial ha destruido todo esto. Una compañía telefónica privatizada puede crear centros de atención al cliente automatizados y corteses (mientras que en las antiguas empresas nacionalizadas, nadie se hacía ilusiones de que sus quejas fueran escuchadas); pero no ha cambiado nada sustancial. Además, un servicio social proporcionado por una empresa privada no se presenta como un bien colectivo al que pueden acceder todos los ciudadanos. No es de extrañar que se haya producido un marcado descenso en el número de personas que solicitan prestaciones y servicios a los que tienen derecho.

                El resultado es una sociedad eviscerada. El ciudadano de a pie —que necesita subsidio de desempleo, atención médica, prestaciones sociales u otros servicios instituidos oficialmente— ya no acude de manera instintiva al Estado, la administración o el gobierno. La prestación o el servicio en cuestión ahora lo «suministra» con frecuencia un intermediario privado. Por lo tanto, la densa trama de interacciones sociales y bienes públicos ha quedado reducida al mínimo, y lo único que vincula al ciudadano con el Estado es la autoridad y la obediencia.

                Esta reducción de la «sociedad» a una tenue membrana de interacciones entre individuos privados se presenta hoy como la ambición de los liberales y de los partidarios del mercado libre. Pero nunca deberíamos olvidar que primero, y sobre todo, fue el sueño de los jacobinos, los bolcheviques y los nazis: si no hay nada que nos una como comunidad o como sociedad, entonces dependemos enteramente del Estado. Los gobiernos que son demasiado débiles o están demasiado desacreditados como para actuar a través de sus ciudadanos es más probable que traten de alcanzar sus fines por otros medios: exhortando, persuadiendo, amenazando y, en última instancia, forzando a las personas a obedecerlos. La pérdida de un propósito social articulado a través de los servicios públicos en realidad aumenta los poderes de un Estado todopoderoso.

                Este proceso no tiene nada de misterioso: Edmund Burke lo describió acertadamente en su crítica de la Revolución Francesa. Toda sociedad —sostiene en sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa— que destruye el tejido de su Estado no tarda en «desintegrarse en el polvo y las cenizas de la individualidad». Al eviscerar los servicios públicos y reducirlos a una red de proveedores privados subcontratados hemos empezado a desmantelar el tejido del Estado. En cuanto al polvo y las cenizas de la individualidad, a lo que más se parece es a la guerra de todos contra todos de la que hablaba Hobbes, en la que, para muchas personas, la vida se ha vuelto de nuevo solitaria, pobre y más que un poco desagradable.





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