Un apasionado llamamiento a
resucitar los valores colectivos y el compromiso político.
Hay algo profundamente erróneo en
la forma en que vivimos hoy. El estilo egoísta de la vida contemporánea, que
nos resulta «natural», y también la retórica que lo acompaña (una admiración acrítica
hacia los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión
del crecimiento infinito) se remonta tan sólo a la década de los ochenta. En
los últimos treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio
material hasta el punto de que eso es todo lo que queda de nuestro sentido de
un propósito colectivo.
«¿Por qué nos hemos apresurado
tanto en derribar los diques que laboriosamente levantaron nuestros
predecesores? ¿Tan seguros estamos de que no se avecinan inundaciones?», se
pregunta Judt, uno de los más importantes pensadores contemporáneos. Rechazando
tanto el individualismo extremo de la derecha como la desacreditada pose
retórica de la izquierda, Judt nos desafía a oponernos a los males de nuestra
sociedad y a afrontar nuestra responsabilidad sobre el mundo en que vivimos.
`Algo va mal` es un inestimable
obsequio para las futuras generaciones de ciudadanos comprometidos. Expresión
concentrada de las preocupaciones de toda una vida, este libro pasará a formar
parte de los grandes textos políticos de nuestra era.
Algo va mal
Tony Judt
1 PENSAMIENTO
2 El malestar en el economismo
3. La insoportable levedad de la
política
4. ¿Adiós a todo esto?
5 En defensa de la disconformidad
6 ¿QUÉ QUEREMOS?
Traducción de Belén Urrutia
Para Daniel y
Nicholas
Mal le va al país, presa de inminentes males,
cuando la riqueza se
acumula y los hombres decaen.
Oliver
Goldsmith, The Deserted Village (1770)
Debido a las circunstancias poco
habituales en que he escrito este libro, he incurrido en numerosas deudas, que
gustosamente reseño a continuación. Mis antiguas alumnas Zara Burdett y Casey
Selwyn fueron infatigables ayudantes de investigación y transcriptoras, y
durante muchos meses registraron fielmente mis pensamientos, notas y lecturas.
Clémence Boulouque me ayudó a encontrar e incorporar materiales recientes de
los medios de comunicación y siempre respondió a mis preguntas y peticiones.
También fue una extraordinaria editora.
Sin
embargo, la mayor deuda la tengo con Eugene Rusyn, que tecleó todo el
manuscrito en menos de ocho semanas, tomando literalmente mi rápido y en
ocasiones poco claro dictado durante muchas horas seguidas, a veces durante
todo el día. Él fue quien encontró muchas de las citas más oscuras, pero, sobre
todo, hemos colaborado íntimamente en la edición del texto en cuanto a su
contenido, estilo y coherencia. Simplemente no habría podido escribir el libro
sin él y su aportación lo ha mejorado en gran medida.
Estoy
en deuda con mis amigos y personal en el Instituto Remarque —los profesores
Katherine Fleming, Jair Kessler, Jennifer Ren y Maya Jex—, que se han adaptado
sin quejas a los cambios que ha traído consigo el deterioro de mi salud. Sin su
cooperación no habría podido dedicar a este libro el tiempo y los recursos
necesarios. Gracias a mis colegas en la Administración de la Universidad de
Nueva York —al rector (y antiguo decano) Richard Foley y al decano de
administración Joe Juliano sobre todo— he recibido todo el apoyo y ánimo
posibles.
No
es la primera vez que estoy obligado por gratitud con Robert Silvers. Fue
sugerencia suya que la conferencia que di sobre la socialdemocracia en la
Universidad de Nueva York en el otoño de 2009 se transcribiera (gracias al
personal de la New York Review) y se publicara en sus páginas, a raíz de lo
cual, y de forma completamente inesperada, hubo incontables peticiones de que
la ampliara en un breve libro. Sarah Chalfant y Scott Moyers, de la Agencia
Wylie, apoyaron la idea con entusiasmo y la editorial Penguin en Nueva York y
Londres acogió el proyecto. Espero que el resultado satisfaga a todos.
Al
escribir este libro también me ha sido de gran ayuda la amabilidad de los
desconocidos, que me han aportado sugerencias y críticas a lo que he escrito
sobre estos temas a lo largo de los años. No puedo dar las gracias a cada uno
personalmente, pero espero que, pese a sus inevitables deficiencias, la propia
obra represente una muestra de gratitud. No obstante, la mayor deuda la tengo
con mi familia. La carga que les he impuesto en el último año me parece
completamente intolerable y sin embargo la han sobrellevado con tan buen ánimo
que he podido dejar de lado mis preocupaciones y dedicarme casi por entero en
los últimos meses a pensar y escribir. El solipsismo es la debilidad
característica del escritor profesional. Pero en mi caso soy especialmente
consciente de toda la atención que recibo: Jennifer Homans, mi esposa, ha
terminado su manuscrito sobre la historia del ballet clásico mientras me
cuidaba. Mi texto se ha beneficiado enormemente de su amor y generosidad, ahora
y en años pasados. Que su libro se vaya a publicar este año es un homenaje a su
extraordinario carácter.
Mis
hijos, Daniel y Nicholas, son adolescentes con vidas ajetreadas. Sin embargo,
han encontrado tiempo para hablar conmigo sobre los muchos temas que se cruzan
en estas páginas. De hecho, gracias a nuestras conversaciones de sobremesa me
di cuenta realmente de lo mucho que a la juventud de hoy le preocupa el mundo
que le hemos legado —y los medios tan inadecuados que les hemos proporcionado
para mejorarlo—. A ellos les dedico este libro.
Nueva
York Febrero de 2010
No
puedo evitar temer que los hombres lleguen a un punto en el que cada teoría les
parezca un peligro, cada innovación un laborioso problema, cada avance social
un primer paso hacia una revolución, y que se nieguen completamente a moverse.
Alexis
de Tocqueville
Hay
algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años
hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho, esta
búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo.
Sabemos qué cuestan las cosas, pero no tenemos idea de lo que valen. Ya no nos
preguntamos sobre un acto legislativo o un pronunciamiento judicial: ¿es
legítimo? ¿Es ecuánime? ¿Es justo? ¿Es correcto? ¿Va a contribuir a mejorar la
sociedad o el mundo? Estos solían ser los interrogantes políticos, incluso si
sus respuestas no eran fáciles. Tenemos que volver a aprender a plantearlos.
El
estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la
condición humana. Gran parte de lo que hoy nos parece «natural» data de la
década de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la
privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y
pobres. Y, sobre todo, la retórica que los acompaña: una admiración acrítica
por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión
del crecimiento infinito.
No
podemos seguir viviendo así. El pequeño crac de 2008 fue un recordatorio de que
él capitalismo no regulado es el peor enemigo de sí mismo: más pronto o más
tarde está abocado a ser presa de sus propios excesos y a volver a acudir al
Estado para que lo rescate. Pero si todo lo que hacemos es recoger los pedazos
y seguir como antes, nos aguardan crisis mayores durante los años venideros.
Sin
embargo, parecemos incapaces de imaginar alternativas. Esto también es algo
nuevo. Hasta hace muy poco, la vida pública en las sociedades liberales se
desarrollaba a la sombra de un debate entre los defensores del «capitalismo» y
sus críticos, normalmente identificados con una u otra forma de «socialismo».
En la década de 1970 este debate había perdido buena parte de su significado
por ambas partes, pero, en cualquier caso, la distinción «izquierda-derecha»
resultaba útil. Constituía un marco en el que situar los comentarios críticos
sobre los asuntos contemporáneos.
En
la izquierda, el marxismo fue atractivo para sucesivas generaciones de jóvenes,
aunque sólo fuera porque ofrecía una forma de distanciarse del statu quo.
Prácticamente lo mismo se puede decir del conservadurismo clásico: una fundada
aversión al cambio precipitado constituyó el punto de encuentro para los
renuentes a abandonar los usos establecidos. Hoy, ni la izquierda ni la derecha
tienen en qué apoyarse.
Llevo
treinta años oyendo decir a los estudiantes: «Para ustedes fue fácil: su
generación tenía ideales e ideas, creía en algo, podía cambiar las cosas».
Nosotros (los hijos de los ochenta, los noventa, del 2000) no tenemos nada. En
muchos sentidos mis alumnos están en lo cierto. Para nosotros fue fácil —lo
mismo que fue fácil, al menos en este sentido, para las generaciones anteriores
a la nuestra—. La última vez que una cohorte de jóvenes expresó una frustración
comparable ante la vaciedad de sus vidas y la desalentadora falta de sentido de
su mundo fue en la década de 1920: no es casual que los historiadores hablen de
la «generación perdida».
Si
los jóvenes de hoy están desorientados no es por falta de objetivos. Una
conversación con estudiantes o escolares produce una asombrosa lista de
ansiedades. De hecho, la nueva generación siente una honda preocupación por el
mundo que va a heredar. Pero esos temores van acompañados de una sensación
general de frustración: nosotros sabemos que algo está mal y hay muchas cosas
que no nos gustan. Pero ¿en qué podemos creer? ¿Qué debemos hacer?
Esta
actitud es el irónico reverso de la de una era anterior. En la época del dogma
radical, los jóvenes estaban lejos de sentir incertidumbre. El tono
característico de los años sesenta era el de una confianza presuntuosa:
nosotros sabíamos cómo arreglar el mundo. Es esta nota de arrogancia gratuita
la que en parte explica la posterior respuesta reaccionaria; si la izquierda
quiere recuperarse, le vendrá bien algo de modestia. En cualquier caso, hay que
poder designar el problema que se quiere resolver.
Escribí
este libro para los jóvenes a ambos lados del Atlántico. A los lectores
estadounidenses quizá les asombren las frecuentes referencias a la
socialdemocracia. Aquí, en Estados Unidos, estas referencias no son habituales.
Cuando los periodistas y comentaristas defienden el gasto público en fines
sociales, suelen describirse —y ser descritos por sus críticos— como
«liberales». Liberal es una etiqueta venerable y respetable, y todos deberíamos
estar orgullosos de ella. Pero, al igual que un abrigo bien diseñado, oculta
más de lo que deja ver.
Un
liberal es alguien que se opone a la intromisión en los asuntos ajenos: es
tolerante con la disconformidad y el comportamiento no convencional.
Históricamente los liberales han sostenido que lo mejor es mantener a los demás
fuera de nuestras vidas, lo que deja a cada individuo el máximo espacio para
vivir y desarrollarse como prefiera. En su forma extrema, estas actitudes hoy
están asociadas con los autodenominados «libertarios», pero el término es en
gran medida redundante. La mayoría de los verdaderos libertarios prefieren
dejar en paz a los demás.
Por
otra parte, los socialdemócratas son una suerte de híbridos. Comparten con los
liberales la defensa de la tolerancia religiosa y cultural; pero en la política
pública creen en la posibilidad y en las ventajas de la acción colectiva para
el bien común. Como la mayoría de los liberales, los socialdemócratas propugnan
la tributación progresiva a fin de financiar los servicios públicos y otros
bienes sociales que los individuos no pueden conseguir por sí solos. Sin
embargo, mientras que muchos liberales ven esa tributación o provisión pública
como un mal necesario, una visión socialdemócrata de la buena sociedad entraña
desde el comienzo un papel mayor para el Estado y el sector público.
Es
comprensible que en Estados Unidos resulte difícil vender la socialdemocracia.
Uno de mis objetivos es sugerir que el gobierno puede desempeñar un papel mayor
en nuestras vidas sin amenazar nuestras libertades —y sostener que, como el
Estado va a permanecer con nosotros durante un tiempo previsible, haríamos bien
en pensar qué tipo de Estado queremos—. En cualquier caso, gran parte de lo
mejor en la legislación y la política social estadounidenses del siglo xx —y
que ahora se nos pide que desmantelemos en nombre de la eficiencia y del «menos
gobierno»— se corresponde en la práctica con lo que los europeos han denominado
«socialdemocracia». Nuestro problema no es qué hacer, sino cómo hablar acerca
de ello.
El
dilema europeo es un tanto diferente. Numerosos países europeos practican desde
hace mucho algo parecido a la socialdemocracia, pero han olvidado cómo
defenderla. Hoy los socialdemócratas están a la defensiva y tratan de
excusarse. No se ha dado respuesta a los críticos que sostienen que el modelo
europeo es demasiado caro o ineficiente desde el punto de vista económico. Y,
sin embargo, el Estado del bienestar no ha perdido ni un ápice de popularidad
entre sus beneficiarios: en ningún país de Europa ha votado el electorado a
favor de acabar con la salud pública y la educación gratuita o subvencionada, o
de reducir la provisión pública de transporte y otros servicios esenciales.
Me
propongo poner en tela de juicio las ideas convencionales a ambos lados del
Atlántico. Desde luego, este objetivo se ha simplificado considerablemente.
Durante los primeros años de este siglo, el «consenso de Washington» había
ganado la batalla. En todas partes había un economista o «experto» que exponía
las virtudes de la desregulación, el Estado mínimo y la baja tributación. Parecía
que los individuos privados podían hacer mejor todo lo que hacía el sector
público.
La
doctrina de Washington era recibida en todas partes por un coro de animadores
ideológicos: desde los beneficiarios del «milagro irlandés» (el boom de la
burbuja inmobiliaria del «tigre celta») hasta los ultra-capitalistas
doctrinarios de la antigua Europa comunista. Incluso los «viejos europeos» se
vieron arrastrados por la marea. El proyecto de mercado de la Unión Europea —la
llamada «agenda de Lisboa» —, los entusiastas planes de privatización de los
gobiernos francés y alemán: todos atestiguaban lo que sus críticos franceses
han denominado el nuevo «pensamiento único».
Pero
al menos en parte ya se ha producido un despertar. Para evitar las bancarrotas
nacionales y el derrumbamiento del sistema bancario, los gobiernos y los bancos
centrales han dado giros considerables a sus políticas, diseminando
generosamente dinero público en pro de la estabilidad económica y poniendo las
compañías arruinadas bajo control público sin pensarlo dos veces. Un asombroso
número de economistas partidarios del libre mercado, de los que se prosternaban
a los pies de Milton Friedman y sus colegas de Chicago, hacen acto de
contrición y juran lealtad a la memoria de John Maynard Keynes.
Todo
esto es muy gratificante. Pero no se puede decir que constituya una revolución
intelectual. Por el contrario: como sugiere la respuesta de la administración
Obama, la vuelta a la economía keynesiana no es más que una retirada táctica.
Prácticamente lo mismo se puede decir del Nuevo Laborismo, tan leal como
siempre al sector privado en general y a los mercados financieros londinenses
en particular. Desde luego, un efecto de la crisis ha sido amortiguar el ardor
de los europeos continentales por el «modelo angloestadounidense»; pero los
principales beneficiarios han sido esos mismos partidos de centroderecha que
antes ponían tanto empeño en emular a Washington.
En
suma, la necesidad práctica de Estados fuertes y gobiernos intervencionistas
está fuera de discusión. Pero nadie está «repensando» el Estado. Sigue habiendo
una marcada renuencia a defender el sector público en nombre del interés
colectivo o por principio. Es asombroso que en una serie de elecciones que se
han celebrado en Europa después de la crisis financiera, los partidos
socialdemócratas hayan obtenido malos resultados; a pesar del derrumbamiento
del mercado, han sido a todas luces incapaces de estar a la altura de las
circunstancias.
Para
que se le vuelva a tomar en serio, la izquierda debe hallar su propia voz. Hay
mucho sobre lo que indignarse: las crecientes desigualdades en riqueza y
oportunidades; las injusticias de clase y casta; la explotación económica
dentro y fuera de cada país; la corrupción, el dinero y los privilegios que ocluyen
las arterias de la democracia. Pero ya no basta con identificar las
deficiencias del «sistema» y lavarse las manos como Pilatos: indiferente a las
consecuencias. La irresponsable pose retórica de las décadas pasadas no ayudó
en nada a la izquierda.
Hemos
entrado en una era de inseguridad: económica, física, política. El hecho de que
apenas seamos conscientes de ello no es un consuelo: en 1914 pocos predijeron
el completo colapso de su mundo y las catástrofes económicas y políticas que lo
siguieron. La inseguridad engendra miedo. Y el miedo —miedo al cambio, a la
decadencia, a los extraños y a un mundo ajeno— está corroyendo la confianza y
la interdependencia en que se basan las sociedades civiles.
Todo
cambio es convulso. Hemos visto que el espectro del terrorismo basta para crear
conmoción en democracias estables. El cambio climático tendrá consecuencias aún
más dramáticas. Hombres y mujeres se verán obligados a depender de los recursos
del Estado. Recurrirán a sus líderes y representantes políticos para que les
defiendan: de nuevo habrá quienes apremien a las sociedades abiertas a que se
cierren y sacrifiquen la libertad en aras de la «seguridad». La elección ya no
será entre el Estado y el mercado, sino entre dos tipos de Estado. Nos
corresponde a nosotros volver a concebir el papel del gobierno. Si no lo
hacemos, otros lo harán.
Presenté
por primera vez los argumentos de las páginas siguientes en un ensayo publicado
en The New York Review of Books en
diciembre de 2009. Tras su aparición recibí muchos comentarios y sugerencias
interesantes, entre ellos, una reflexiva critica de una joven colega. «Lo más
asombroso —decía— de lo que escribe no es tanto el contenido como la forma:
afirma que le indigna nuestro conformismo político; defiende la necesidad de
disentir de nuestra forma de pensar guiada por la economía, la urgencia de una
vuelta a la conversación pública imbuida de ética. Ya nadie habla así». Esa es
la razón de este libro.
Ver lo que se tiene delante exige una lucha
constante.
George
Orwell
Vemos
a nuestro alrededor un nivel de riqueza individual sin parangón desde los
primeros años del siglo xx. El consumo ostentoso de bienes superfluos —casas,
joyas, coches, ropa, juguetes electrónicos— se ha extendido enormemente en la
última generación. En Estados Unidos, el Reino Unido y un puñado más de países,
las transacciones financieras han desplazado a la producción de bienes o
servicios como fuente de las fortunas privadas, lo que ha distorsionado el
valor que damos a los distintos tipos de actividad económica. Siempre ha habido
ricos, al igual que pobres, pero en relación con los demás, hoy son más ricos y
más ostentosos que en cualquier otro momento que recordémos. Es fácil
comprender y describir los privilegios privados. Lo que resulta más difícil es
transmitir el abismo de miseria pública en que hemos caído.
Riqueza privada, miseria pública
Ninguna
sociedad puede prosperar y ser feliz si la mayoría de sus
miembros
son pobres y desdichados.
Adam
Smith
La
pobreza es una abstracción, incluso para los pobres. Pero los síntomas del
empobrecimiento colectivo están a nuestro alrededor. Autopistas en mal estado,
ciudades arruinadas, puentes que se hunden, escuelas fracasadas, desempleados,
trabajadores mal pagados, personas sin seguro: todo sugiere un fracaso
colectivo de la voluntad. Estos problemas son tan endémicos que ya no sabemos
cómo hablar sobre lo que está mal, y mucho menos intentar solucionarlo. Sin
embargo, algo falla seriamente. Aunque el presupuesto estadounidense dedica
decenas de miles de millones de dólares a una fútil campaña militar en
Afganistán, nos inquietan las implicaciones de cualquier incremento en el gasto
público para servicios sociales o infraestructuras.
Para
comprender el abismo en que hemos caído, primero hemos de apreciar la magnitud
de los cambios que nos han sobrevenido. Desde finales del siglo xix hasta la
década de 1970, las sociedades avanzadas de Occidente se volvieron cada vez
menos desiguales. Gracias a la tributación progresiva, los subsidios del
gobierno para los necesitados, la provisión de servicios sociales y garantías
contra las situaciones de crisis, las democracias modernas se estaban
desprendiendo de sus extremos de riqueza y pobreza.
Desde
luego, seguía habiendo grandes diferencias. Tanto los países esencialmente
igualitarios de Escandinavia como las sociedades, bastante más diversas, del
sur de Europa seguían reconociendo diferencias en su seno, y los países
angloparlantes del mundo atlántico y el Imperio británico continuaban reflejando
tradicionales distinciones de clase. Pero cada uno a su manera se había visto
afectado por la creciente intolerancia a la desigualdad excesiva y había
establecido la provisión pública para compensar las carencias privadas.
En
los últimos treinta años hemos arrojado todo esto por la borda. El «hemos»
varía en cada país, claro está. Los mayores extremos de privilegios privados e
indiferencia pública han vuelto a aflorar en Estados Unidos y en el Reino
Unido, epicentros del entusiasmo por el capitalismo de mercado desregulado.
Aunque países tan lejanos como Nueva Zelanda y Dinamarca, Francia y Brasil, han
expresado un interés periódico, ninguno ha igualado a Gran Bretaña o a Estados
Unidos en la empresa de desmontar, a lo largo de treinta años, décadas de
legislación social y supervisión económica.
En
2005, el 21.2 por ciento de la renta nacional estadounidense estaba en manos de
sólo el 1 por ciento de la población. En 1968, el director ejecutivo de General
Motors se llevaba a casa, en sueldo y beneficios, unas sesenta y seis veces más
que la cantidad pagada a un trabajador típico de GM. Hoy, el director ejecutivo
de Wal-Mart gana un sueldo novecientas veces superior al de su empleado medio.
De hecho, ese año se calculó que la fortuna de la familia fundadora de Wal-Mart
era aproximadamente la misma (90.000 millones de dólares) que la del 40 por
ciento de la población estadounidense con menos ingresos: 120 millones de
personas.
El
Reino Unido también es más desigual —en renta, riqueza, salud, educación y
oportunidades vitales — que en ningún otro momento desde la década de 1920. Hay
más niños pobres en el Reino Unido que en ningún otro país de la Unión Europea.
Desde 1973, la desigualdad en los sueldos se ha incrementado allí más que en
ningún otro país, excepto Estados Unidos. La mayoría de los nuevos empleos
creados entre 1977 y 2007 estaban en el extremo superior o inferior de la
escala salarial.
Las
consecuencias están claras. La movilidad intergeneracional se ha interrumpido:
al contrario que sus padres y abuelos, en Estados Unidos y el Reino Unidos los
niños tienen muy pocas expectativas de mejorar la condición en la que nacieron.
Los pobres siguen siendo pobres. La desventaja económica para la gran mayoría
se traduce en mala salud, oportunidades educacionales perdidas y —cada vez más—
los síntomas habituales de la depresión: alcoholismo, obesidad, juego y delitos
menores. Los desempleados o subempleados pierden las habilidades que hubieran
adquirido y se vuelven superfluos crónicamente para la economía. Las
consecuencias con frecuencia son la angustia y el estrés, por no mencionar las
enfermedades y la muerte prematura.
La
desigualdad económica exacerba los problemas. Así, la incidencia de los
trastornos mentales se corresponde estrechamente con la renta en Estados Unidos
y el Reino Unido, mientras que en todos los países de Europa continental estos
dos índices no están relacionados. Incluso la confianza, la fe que tenemos en
nuestros conciudadanos, se corresponde negativamente con las diferencias en la
renta: entre 1983 y 2001, la desconfianza aumentó marcadamente en Estados
Unidos, el Reino Unido e Irlanda —los tres países en los que el dogma del
interés individual por encima de todo se aplicó con más asiduidad a la política
pública—. En ningún otro país hubo un incremento comparable en la desconfianza
recíproca.
Incluso
dentro de los países la desigualad desempeña un papel crucial en la vida de las
personas. Por ejemplo, en Estados Unidos, las probabilidades de disfrutar de
una vida larga y saludable están estrechamente relacionadas con la renta: los
residentes en distritos acomodados tienen expectativas de vivir más años y
mejor. Las mujeres jóvenes en los estados más pobres tienen más probabilidades
de quedarse embarazadas en la adolescencia —y sus bebés, menos probabilidades
de sobrevivir— que en los estados más ricos. De la misma forma, un niño de un
distrito desfavorecido tiene más probabilidades de abandonar sus estudios en la
enseñanza media que si sus padres tienen una renta media segura y viven en una
región próspera del país. En cuanto a los hijos de los pobres que permanecen en
el colegio, su rendimiento será más bajo, tendrán peores notas y su empleo será
menos gratificante y peor pagado.
Así
pues, la desigualdad no sólo es poco atractiva en sí misma; está claro que se
corresponde con problemas sociales patológicos que no podemos abordar si no
atendemos a su causa subyacente. Hay una razón por la que la mortalidad
infantil, la esperanza de vida, la criminalidad, la población carcelaria, los
trastornos mentales, el desempleo, la obesidad, la malnutrición, el embarazo de
adolescentes, el uso de drogas ilegales, la inseguridad económica, las deudas
personales y la angustia están mucho más marcados en Estados Unidos y en el
Reino Unido que en Europa continental.
Cuanto
mayor es la distancia entre la minoría acomodada y la masa empobrecida, más se
agravan los problemas sociales, lo que parece ser cierto tanto para los países
ricos como para los pobres. No importa lo rico que sea un país, sino lo
desigual que sea. Así, en Suecia o Finlandia, dos de los países más ricos del
mundo en cuanto a su renta per cápita o su pib, la distancia que separa a sus
ciudadanos más ricos de los más pobres es muy pequeña, y siempre están a la
cabeza en los índices de bienestar mensurable. Por el contrario, Estados
Unidos, pese a su gran riqueza agregada, siempre figura abajo en esos índices.
Estados Unidos gasta grandes sumas de dinero en salud, pero su esperanza de
vida sigue estando por debajo de la de Bosnia y sólo es un poco mejor que la de
Albania.
La desigualdad es corrosiva.
Corrompe a las sociedades desde dentro. El impacto de las diferencias
materiales tarda un tiempo en hacerse visible, pero, con el tiempo, aumenta la
competencia por el estatus y los bienes, las personas tienen un creciente
sentido de superioridad (o de inferioridad) basado en sus posesiones, se
consolidan los prejuicios hacia los que están más abajo en la escala social, la
delincuencia aumenta y las patologías debidas a las desventajas sociales se
hacen cada vez más marcadas. El legado de la creación de riqueza no regulada es
en efecto amargo.
Sentimientos corruptos
No
hay condiciones de vida a las que un hombre no pueda acostumbrarse,
especialmente si ve que a su alrededor todos las aceptan. Lev Tolstoi, Anna
Karenina
Durante
las largas décadas de «igualación», la idea de que tales mejoras podrían
mantenerse se convirtió en un lugar común. Las reducciones en la desigualdad se
autoalimentan: cuanto más iguales nos hacemos, más iguales creemos que se puede
ser. Por el contrario, treinta años de desigualdad creciente han convencido a
los ingleses y estadounidenses en particular de que ésta es una condición
natural de la vida sobre la que cabe hacer poco.
En
la medida en que hablamos de aliviar los males sociales, suponemos que el
«crecimiento» económico es suficiente: la difusión de la prosperidad y los
privilegios fluirá naturalmente de un aumento en el pastel. Por desgracia,
todos los indicios sugieren lo contrario. Mientras que en los periodos
difíciles tendemos a aceptar la redistribución como necesaria y posible, en una
era de abundancia el crecimiento económico suele privilegiar a la minoría, al
tiempo que acentúa las desventajas relativas de la mayoría.
Con
frecuencia estamos ciegos a este hecho: un incremento general de la riqueza
agregada oculta disparidades distributivas. Este problema es bien conocido en
el desarrollo de las sociedades atrasadas: el crecimiento económico beneficia a
todos, pero sirve desproporcionadamente a una pequeña minoría bien situada para
explotarlo, como lo ilustran China o la India contemporáneas. Pero que Estados
Unidos, una economía plenamente desarrollada, tenga un «índice de Gini» (la
medida convencional de la distancia que separara a ricos y pobres) casi
idéntico al de China es llamativo.
Una
cosa es convivir con la desigualdad y sus patologías; otra muy distinta es
regodearse en ellas. En todas partes hay una asombrosa tendencia a admirar las
grandes riquezas y a concederles estatus de celebridad («estilos de vida de los
ricos y famosos»). Pero esto no es nada nuevo: en el siglo XVIII Adam Smith —el
padre fundador de la economía clásica— observó la misma disposición entre sus
contemporáneos: «La gran masa de la humanidad está formada por admiradores y
adoradores y, lo que me parece más extraordinario, con mucha frecuencia por
admiradores y adoradores desinteresados de la riqueza y la grandeza».2
Para
Smith la adulación acrítica de la riqueza por sí misma no sólo era
desagradable. También era un rasgo potencialmente destructivo de una economía
comercial moderna, que con el tiempo podría debilitar las mismas cualidades que
el capitalismo, en su opinión, necesitaba alimentar y fomentar: «Esta
disposición a admirar, y casi a idolatrar, a los ricos y poderosos, y a
despreciar o, como mínimo, ignorar a las personas pobres y de condición humilde
[...] [es] la principal y más extendida causa de corrupción de nuestros
sentimientos morales».3
Y,
en efecto, nuestros sentimientos morales se han corrompido. Nos hemos vuelto
insensibles a los costes humanos de políticas sociales en apariencia
racionales, especialmente cuando se nos dice que contribuirán a la prosperidad
general y, de esta forma —implícitamente—, a nuestros intereses individuales.
Consideremos la Ley de Responsabilidad Personal y Oportunidades de Trabajo de 1996
(cuyo título es reveladoramente orwelliano), que en la era de Clinton pretendía
cercenar las provisiones sociales en Estados Unidos. La finalidad declarada de
dicha ley era reducir el número de beneficiarios del bienestar. Esto se iba a
conseguir retirando las prestaciones a todo aquel que no hubiera buscado (y, si
lo había encontrado, aceptado) un empleo retribuido. Como en estas
circunstancias un empresario podía ofrecer casi cualquier sueldo al contratar
trabajadores —que no podían rechazar un empleo, por desagradable que fuera, sin
arriesgarse a quedar excluidos de los beneficios sociales—, no sólo se redujo
considerablemente el número de beneficiarios del bienestar, sino que también
disminuyeron los salarios y los costes de las empresas.
Además,
el bienestar adquirió un estigma explícito. Ser receptor de asistencia pública,
tanto en forma de ayuda para los hijos, cupones para alimentos o seguro de
desempleo, era una marca de Caín: un signo de fracaso personal, la muestra de
que, de alguna forma, esa persona se había escurrido por las grietas de la
sociedad. Así, en los Estados Unidos contemporáneos, en un periodo de desempleo
creciente, una persona sin trabajo queda estigmatizada: ya no es un miembro
pleno de la comunidad. Incluso en la socialdemócrata Noruega, la Ley de
Servicios Sociales de 1991 autorizaba a las autoridades locales a imponer
requisitos laborales comparables a todo el que solicitara prestaciones de
bienestar.
Los
términos de esta legislación deberían recordarnos una ley anterior, aprobada en
Inglaterra casi doscientos años antes: la Nueva Ley de Pobres de 1834. Gracias
a la descripción de Charles Dickens en Oliver Twist estamos familiarizados con
sus disposiciones. Cuando, en su famosa burla, Noah Claypole llama «hospiciano»
al pequeño Oliver, se refiere, en 1838, precisamente a lo que hoy queremos
decir cuando nos referimos despectivamente a los «gorrones del Estado del
bienestar».
La
Nueva Ley de Pobres era un insulto. Obligaba a los indigentes y desempleados a
elegir entre un trabajo al salario que le ofrecieran, por bajo que fuera, y la
humillación del hospicio. Aquí, como en otras formas de ayuda pública del siglo
xix (que aún se consideraban y describían como «caridad»), el nivel de
protección y apoyo estaba calibrado para que fuera menos atractivo que la peor
alternativa posible. La ley se basaba en teorías económicas contemporáneas que
negaban la posibilidad misma del desempleo en un mercado eficiente: si los
salarios bajaban lo suficiente y no había una alternativa atractiva al trabajo,
todo el mundo acabaría encontrando empleo.
Durante
los 150 años siguientes los reformadores se esforzaron por abolir prácticas tan
degradantes. En su momento, la Nueva Ley de Pobres y sus equivalentes
extranjeras fueron sustituidas por la provisión pública de asistencia como un
derecho. A los ciudadanos desempleados ya no se les consideraría menos
merecedores de nada por el hecho de no tener trabajo; no se les penalizaría por
su situación ni se les denigraría implícitamente como miembros de la sociedad.
Sobre todo, los Estados del bienestar de mediados del siglo xx establecieron la
profunda indecencia de definir la condición cívica en función de la buena
fortuna económica.
Por
el contario, la ética del voluntarismo victoriano y los criterios de selección
punitivos fueron sustituidos por la provisión social universal, aunque con
variaciones considerables de un país a otro. La incapacidad para trabajar o
encontrar trabajo, lejos de ser estigmatizada, se empezó a considerar una
situación de dependencia ocasional, pero en absoluto deshonrosa, de los
conciudadanos. Las necesidades y los derechos se trataron con un respeto
especial, y se abandonó la idea de que el desempleo era producto del mal
carácter o de la indolencia.
Hoy
hemos vuelto a las actitudes de nuestros antepasados del comienzo de la era
victoriana. De nuevo creemos exclusivamente en los incentivos, el «esfuerzo» y
la recompensa —y en el castigo para las deficiencias—. Sólo hay que escuchar la
explicación de Bill Clinton o Margaret Thatcher: sería un disparate hacer
universales los beneficios del bienestar para todos los que los necesitan. Si
los trabajadores no están desesperados, ¿por qué van a trabajar? Hemos vuelto
al mundo frío y duro de la racionalidad económica ilustrada, cuyo primer y
mejor exponente fue el ensayo sobre economía política que Bernard Mandeville
escribió en 1732, La fábula de las abejas. Los trabajadores, en opinión de
Mandeville, «no tienen nada que les induzca a ser útiles más que sus
necesidades, que es prudente mitigar, pero absurdo eliminar». Tony Blair no
podría haberlo dicho mejor.
Las
«reformas» del bienestar han resucitado la temida «comprobación de los
ingresos». Como recordarán los lectores de George Orwell, en la Inglaterra de
la Depresión, el indigente sólo podía solicitar asistencia una vez que las
autoridades hubieran establecido —por medio de una investigación que invadía su
intimidad — que había agotado sus propios recursos. En Estados Unidos, en los
años treinta, se llevaba a cabo una comprobación similar. Malcolm X recuerda en
sus memorias cómo los empleados sociales iban a su casa a «examinar» a su
familia: «El cheque mensual de la ayuda era su salvoconducto. Actuaban como si
fueran nuestros dueños. Por mucho que mi madre lo deseara, no podía impedirles
que entraran... Nosotros no entendíamos por qué, si el Estado estaba dispuesto
a darnos paquetes de carne, sacos de patatas, y frutas y latas de toda clase de
cosas, nuestra madre odiaba aceptarlo. Lo que comprendí más tarde es que mi
madre estaba haciendo un esfuerzo desesperado por conservar su orgullo y el
nuestro. El orgullo era todo lo que nos quedaba, pues en 1934 empezamos a
pasarlo verdaderamente mal».
Al
contrario del extendido supuesto que se ha vuelto a introducir en la jerga
política angloestadounidense, a pocas personas les gusta recibir asistencia en
forma de ropa, zapatos, comida, ayuda para pagar el alquiler o para la
manutención de los hijos. Simplemente, es humillante. Devolver el orgullo y la
autoestima a los perdedores de la sociedad fue una plataforma central de las
reformas sociales que marcaron el progreso del siglo xx. Hoy les hemos dado la
espalda de nuevo.
Aunque
en los últimos años se ha generalizado la admiración acrítica por el modelo
anglosajón de «libre empresa», «sector privado», «eficiencia», «beneficios» y
«crecimiento», el modelo en sí mismo sólo se ha aplicado en todo su auto
laudatorio rigor en Irlanda, Reino Unido y Estados Unidos. Hay poco que decir
de Irlanda. El llamado «milagro económico» del «animoso tigrecito celta»
consistió en un régimen no regulado de bajos impuestos que, como era de
esperar, atrajo la inversión y el dinero caliente. La inevitable caída en los
ingresos públicos se compensó con fondos de la denostada Unión Europea,
aportados sobre todo por las presuntamente ineptas «viejas» economías de
Alemania, Francia y Países Bajos. Cuando el grupo de Wall Street se desmoronó,
la burbuja irlandesa estalló. Y va a tardar en hincharse otra vez.
El
caso británico es más interesante: imita las peores características de Estados
Unidos, al mismo tiempo que es incapaz de abrir el Reino Unido a la movilidad
social y educacional que caracterizó el progreso estadounidense en sus mejores
momentos. En conjunto, desde 1979 la economía británica ha seguido la decadencia
de su confrere estadounidense no sólo en su desdeñoso desinterés por sus
víctimas, sino también en su despreocupado entusiasmo por los servicios
financieros en detrimento de la base industrial del país. Mientras que los
activos bancarios como porcentaje del PIB habían permanecido constantes en
torno al 70 por ciento desde la década de 1880 hasta comienzos de la de 1970,
en 2005 superaban el 500 por ciento. A medida que crecía la riqueza nacional
agregada, aumentaba la pobreza de la mayoría de las regiones fuera de Londres y
al norte del río Trent.
Desde
luego, ni siquiera Margaret Thatcher pudo desmantelar por completo el Estado
del bienestar, que era popular entre la misma clase media baja que con tanto
entusiasmo la había llevado al poder. Y así, en contraste con Estados Unidos,
el creciente número de personas que se hallan en la base de la sociedad
británica sigue teniendo acceso a servicios médicos gratuitos o baratos,
pensiones exiguas pero garantizadas, un seguro de desempleo residual y un sistema
vestigial de educación pública. Si Gran Bretaña está «rota», como han sostenido
algunos observadores durante los últimos años, los trozos al menos caen en una
red de seguridad. Para ver una sociedad atrapada en buenas perspectivas y
prosperidad ilusorias, en la que los perdedores son abandonados a su suerte,
debemos mirar —lamentablemente— a Estados Unidos.
Peculiaridades estadounidenses
A
medida que se profundiza en el carácter nacional de los estadounidenses, se ve
que han buscado el valor de todo en este mundo sólo en la respuesta a esta
pregunta: ¿cuánto dinero va a reportar?
Alexis de Tocqueville
Sin
saber nada de los gráficos de la OCDE ni de comparaciones desfavorables con
otros países, muchos estadounidenses son conscientes de que algo va muy mal. Ya
no viven tan bien como en el pasado. A todos les gustaría que su hijo tuviera
posibilidades de progresar en la vida: mejor educación y mejores expectativas
laborales. Preferirían que su esposa o su hija tuvieran las mismas
probabilidades de sobrevivir a la maternidad que las mujeres de los demás
países avanzados. Les gustaría disfrutar de una cobertura médica completa más
barata, una esperanza de vida más larga, mejores servicios públicos y menos
delincuencia. No obstante, cuando se les dice que todo eso existe en Europa
occidental, muchos estadounidenses responden: « ¡Pero allí tienen socialismo!
No queremos que el Estado se inmiscuya en nuestros asuntos. Y, sobre todo, no
queremos pagar más impuestos».
Esta
curiosa disonancia cognitiva ya es antigua. Es sabido que hace un siglo el
sociólogo alemán Werner Sombart preguntó: ¿Por qué no hay socialismo en Estados
Unidos? Hay muchas respuestas a esa pregunta. Algunas se refieren al tamaño del
país: es difícil organizar y mantener metas comunes a escala imperial y, a
todos los efectos prácticos, Estados Unidos es un imperio nacional.
También
están los factores culturales, en particular la notoria desconfianza
estadounidense hacia el gobierno central. Mientras que algunas unidades
territoriales muy vastas y diversas —China, por ejemplo, o Brasil—dependen de
las competencias e iniciativas de un Estado distante, Estados Unidos, que en
este sentido es inconfundiblemente una criatura del pensamiento anglo escocés del
siglo XVIII, se construyó sobre la premisa de que el poder de la autoridad
central debía estar delimitado por todas partes. A lo largo de siglos,
generaciones de colonos e inmigrantes han internalizado el supuesto de la
Declaración de Derechos de Estados Unidos —que lo que no esté explícitamente en
manos del gobierno nacional es prerrogativa de los estados individuales— como
una licencia para mantener a Washington «fuera de nuestras vidas».
Esta
desconfianza hacia las autoridades públicas, que periódicamente elevan a culto
los Know Nothings, los defensores a ultranza de los derechos de los estados,
los antiimpuestos y —más recientemente— los demagogos de las tertulias
radiofónicas de la derecha republicana, es exclusivamente estadounidense.
Convierte una suspicacia distintiva hacia los impuestos (con o sin
representación) en un dogma patriótico. De ahí que en Estados Unidos los
impuestos se suelan considerar una pérdida de renta sin compensación. Rara vez
se considera la idea de que (también) podrían ser una aportación a la provisión
de bienes colectivos que los individuos aislados no podrían permitirse nunca
(carreteras, bomberos, policías, colegios, alumbrado, oficinas de Correos, por
no mencionar soldados, barcos de guerra y armas).
En
la Europa continental, como en gran parte del mundo desarrollado, la idea de
que una persona puede «hacerse a sí misma» enteramente se evaporó con las
ilusiones del individualismo del siglo xix. Todos somos beneficiarios de los
que nos precedieron, así como de aquellos que cuidaran de nosotros en la vejez
o la enfermedad. Todos necesitamos servicios cuyos costes compartimos con
nuestros conciudadanos, por muy egoístas que seamos en nuestra vida económica.
Pero en Estados Unidos el ideal del individuo emprendedor autónomo sigue siendo
tan atractivo como siempre.
No
obstante, Estados Unidos no siempre ha marchado a un paso distinto del resto
del mundo moderno.
Incluso
si fue así en la época de Andrew Jackson o de Ronald Reagan, no hace justicia a
las ambiciosas reformas sociales del New Deal o la Gran Sociedad de Lyndon
Johnson en la década de 1960. Después de visitar Washington en 1934, Maynard
Keynes escribió a Félix Frankfurter: «Aquí, no en Moscú, está el laboratorio
económico del mundo. Los jóvenes que lo dirigen son espléndidos. Me asombra su
competencia, inteligencia y sabiduría. Ocasionalmente te encuentras a algún
economista clásico al que deberían defenestrar, pero la mayoría ya lo ha sido».
Algo
parecido se podría haber dicho de los extraordinarios logros y ambiciones de
los congresos de mayoría demócrata de los años sesenta, en los que se gestaron
los cupones para alimentos, Medicare, la Ley de los Derechos Civiles, el
programa Headstart, el National Endowment for the Arts, el National Endowment
for the Humanities y la Corporation for Public Broadcasting. Si esto era
Estados Unidos, tenía una curiosa semejanza con la «vieja Europa».
De
hecho, en algunos aspectos, el «sector público» en la vida estadounidense está
más articulado y desarrollado, y se le respeta más, que en Europa. El mejor
ejemplo de esto es la financiación pública de excelentes instituciones de
educación superior —algo que Estados Unidos lleva haciendo más tiempo y mejor
que la mayoría de los países europeos—. Los colleges creados por la concesión
de tierras públicas que se convirtieron en la Universidad de California, la
Universidad de Indiana, la Universidad de Michigan y otras instituciones
reconocidas internacionalmente no tienen parangón fuera del país, y el sistema
de universidades técnicas comunitarias, a menudo infravalorado, es igualmente
único.
Además,
pese a su incapacidad para mantener un sistema nacional de ferrocarriles, los
estadounidenses no sólo crearon una red de autopistas financiadas por los
contribuyentes, sino que, actualmente, en algunas de sus grandes ciudades
cuentan con eficaces sistemas de transporte público precisamente cuando a los
ingleses no se les ocurre nada mejor que entregar el suyo al sector privado a
precios de saldo. Desde luego, los ciudadanos de Estados Unidos siguen siendo
incapaces de dotarse incluso de los servicios mínimos de un sistema público de
salud; pero «público» como tal no siempre fue un oprobio en el léxico nacional.
La mejor exposición reciente de este argumento
está en Richard Wilkinson y Kate Pickett, The Spirit Level: Why More Equal
Societies Almost Always Do Better, Londres, Allen Lane, 2009. Les agradezco
gran parte del material que he utilizado en esta sección
El malestar en el economismo
Una
vez que nos permitimos desobedecer la prueba de los beneficios de un contable,
hemos empezado a cambiar nuestra civilización.
John
Maynard Keynes
¿Por
qué nos resulta tan difícil siquiera imaginar otro tipo de sociedad? ¿Qué nos
impide concebir una forma distinta de organizamos que nos beneficie mutuamente?
¿Estamos condenados a dar bandazos eternamente entre un «mercado libre»
disfuncional y los tan publicitados horrores del «socialismo»?
Nuestra
incapacidad es discursiva: simplemente ya no sabemos cómo hablar de todo esto.
Durante los últimos treinta años, cuando nos preguntábamos si debíamos apoyar
una política, una propuesta o una iniciativa, nos hemos limitado a las
cuestiones de beneficio y pérdida — cuestiones económicas en el sentido más
estrecho. Pero ésta no es una condición humana instintiva: es un gusto
adquirido.
Todo
esto no es nuevo. En 1905, el joven William Beveridge —cuyo informe de 1942
sentó las bases del Estado del bienestar británico— pronunció una conferencia
en Oxford en la que preguntó por qué la filosofía política había sido
oscurecida en los debates públicos por la economía clásica. La pregunta de
Beveridge no ha perdido un ápice de vigencia en la actualidad. No obstante,
este eclipse del pensamiento político no guarda relación alguna con los
escritos de los grandes economistas clásicos.
De
hecho, la idea de que las consideraciones sobre las políticas públicas se
podrían restringir a un mero cálculo ya causó inquietud hace dos siglos. El
marqués de Condorcet, uno de los autores más perceptivos sobre el capitalismo
comercial durante sus años tempranos, previó con disgusto la perspectiva de que
«la libertad ya no sea, a los ojos de una nación ávida, más que la condición
necesaria para la seguridad de las operaciones financieras». Las revoluciones
de aquella época corrían el peligro de fomentar la confusión entre la libertad
para hacer dinero... y la propia libertad.
Nosotros
también estamos confusos. El razonamiento económico convencional —que si bien
ha salido ostensiblemente malparado debido a su incapacidad para predecir o
evitar el colapso bancario, no parece derrotado— describe el comportamiento
humano en términos de «elección racional». Todos somos, afirma, criaturas
económicas. Perseguimos nuestros intereses (definidos como la maximización del
beneficio económico) con una referencia mínima a criterios extraños tales como
el altruismo, la abnegación, los gustos, los hábitos culturales o las metas
colectivas. Provistos de la suficiente información correcta sobre los
«mercados» — tanto los reales como las instituciones en las que se compran y
venden acciones y bonos—, tomaremos las mejores decisiones posibles para
nuestro beneficio individual y colectivo.
Lo
que me interesa aquí no es si esas proposiciones tienen algo de verdad. Hoy
nadie puede pretender seriamente que queda algo de la llamada «hipótesis del
mercado eficiente». Una generación anterior de economistas del libre mercado
solía señalar que lo que falla en la planificación socialista es que exige el
tipo de conocimiento perfecto (tanto del presente como del futuro) al que los
mortales nunca pueden aspirar. Tenían razón. Pero sucede que lo mismo es cierto
de los teóricos del mercado: no lo saben todo y, en consecuencia, no saben
verdaderamente nada.
La
«falsa precisión» de la que Maynard Keynes acusó a sus críticos economistas
sigue viva. Peor todavía: hemos introducido subrepticiamente un vocabulario
pretendidamente «ético» para reforzar nuestros argumentos económicos, lo que
aporta un barniz autosatisfecho a unos cálculos descaradamente utilitarios.
Cuando imponen recortes en las prestaciones sociales, por ejemplo, los
legisladores estadounidenses y británicos se enorgullecen de haber sido capaces
de tomar «decisiones difíciles».
Los
pobres votan en mucha menor proporción que los demás sectores sociales, así que
penalizarlos entraña pocos riesgos políticos: ¿eran tan «difíciles» esas
decisiones? Actualmente nos enorgullecemos de ser lo suficientemente duros como
para infligir dolor a otros. Si aún estuviera vigente un uso más antiguo, en
virtud del cual ser duro consistía en soportar el dolor, no en imponérselo a
los demás, quizá lo pensaríamos dos veces antes de valorar tan insensiblemente
la eficacia por encima de la compasión.
En
ese caso, ¿cómo deberíamos hablar sobre la forma en que decidimos organizar
nuestras sociedades? En primer lugar, no podemos seguir evaluando nuestro mundo
y las decisiones que tomamos en un vacío moral. Incluso si pudiéramos estar
seguros de que un individuo racional suficientemente bien informado y consciente
siempre opta por sus mejores intereses, seguiríamos teniendo que preguntamos
cuáles son esos intereses. No pueden inferirse de su comportamiento económico,
pues en ese caso el argumento seria circular. Tenemos que preguntamos qué
quieren las personas y en qué condiciones pueden satisfacerse esas necesidades.
Desde
luego, no podemos prescindir de la confianza. Si verdaderamente no confiáramos
en los demás, no pagaríamos impuestos para ayudarnos mutuamente. Tampoco
podríamos alejarnos mucho de nuestra casa por temor a la violencia o las
argucias de nuestros taimados conciudadanos. Además, la confianza no es una
virtud abstracta. Una de las razones por las que el capitalismo hoy es atacado
por tantos críticos, y no todos de izquierda, es que los mercados y la
competencia libre también requieren confianza y cooperación. Si no podemos
confiar en que los banqueros actúen con honestidad, ni en que los agentes
hipotecarios digan la verdad sobre sus préstamos, ni en que los reguladores
públicos denuncien a los hombres de negocios deshonestos, el propio capitalismo
acabará paralizándose.
Los
mercados no generan automáticamente confianza, cooperación o acción colectiva
para el bien común. Todo lo contrario: la naturaleza de la competencia
económica implica que el participante que rompe las leyes triunfa —al menos a
corto plazo— sobre sus competidores con más sensibilidad ética. Pero el
capitalismo no podría sobrevivir durante mucho tiempo a un comportamiento tan
cínico. Así que, ¿cómo ha podido permanecer este sistema de acuerdos económicos
potencialmente autodestructivos? Probablemente por los hábitos de contención,
honestidad y moderación que acompañaron a su aparición.
Sin
embargo, lejos de ser inherentes a la naturaleza del propio capitalismo, estos
valores provienen de antiguas prácticas religiosas o comunitarias. Sostenida
por los constreñimientos tradicionales y la autoridad de las élites seculares y
eclesiásticas, la «mano invisible» del capitalismo se benefició de la
halagadora ilusión de que infaliblemente corregía las deficiencias morales de
sus practicantes.
Estas
propicias condiciones inaugurales ya no son las que prevalecen en la
actualidad. Una economía de mercado basada en contratos no puede generarlas
desde dentro, y ésa es la razón por la que tanto los críticos socialistas como
algunos comentaristas religiosos (en particular el papa reformador de comienzos
del siglo xx León XIII) llamaron la atención sobre la corrosiva amenaza que
representaban para la sociedad los mercados económicos no regulados y los
extremos excesivos de riqueza y pobreza.
Todavía
en la década de 1970 la idea de que el sentido de la vida era enriquecerse y
que los gobiernos existían para facilitarlo habría sido ridiculizada no sólo
por los críticos tradicionales del capitalismo, sino también por muchos de sus
defensores más firmes. En las décadas de la posguerra predominaba una relativa
indiferencia a la riqueza por sí misma. En un estudio de los escolares ingleses
realizado en 1949 se descubrió que cuanto más inteligente era un muchacho, más
probable era que eligiese una carrera interesante con un sueldo razonable en
vez de un trabajo que sólo estuviese bien retribuido.5 Los escolares y
estudiantes de hoy apenas pueden imaginar algo más que la búsqueda de un empleo
lucrativo.
¿Cómo
podemos enmendar el haber educado a una generación obsesionada con la búsqueda
de riqueza e indiferente a tantas otras cosas? Quizá podríamos empezar
recordándonos a nosotros mismos y a nuestros hijos que no siempre fue así.
Pensar economísticamente, como llevamos haciendo treinta años, no es algo
intrínseco a los seres humanos. Hubo un tiempo en que organizábamos nuestras
vidas de otra forma.
Todos nosotros ya sabemos que desde esta
guerra no hay vuelta atrás a un orden social de laissez-faire, que la guerra
como tal ha llevado a cabo una silenciosa revolución preparando el camino a un
nuevo tipo de orden planificado.
Karl
Mannheim, 1943
El
pasado no fue ni tan bueno ni tan malo como imaginamos: sólo fue diferente. Si
nos contamos historias nostálgicas, nunca abordaremos los problemas que
afrontamos en el presente, y lo mismo es cierto si preferimos creer que nuestro
mundo es mejor en todos los sentidos. Es cierto que el pasado es otro país: no
podemos volver a él. Sin embargo, hay algo peor que idealizar el pasado —o
presentárnoslo a nosotros mismos y a nuestros hijos como una cámara de los
horrores—: olvidarlo.
Entre
las dos guerras mundiales, los estadounidenses, los europeos y gran parte del
resto del mundo afrontaron una serie de desastres sin precedentes que eran obra
del hombre. La I Guerra Mundial, la peor y más intensamente destructiva
registrada en la historia, fue seguida de epidemias, revoluciones, el fracaso y
la quiebra de Estados, el desplome de monedas y el desempleo a una escala nunca
vista por los economistas tradicionales, cuyas políticas seguían de moda.
A su vez, estos acontecimientos
precipitaron la caída de la mayoría de las democracias del mundo en dictaduras
autocráticas o en Estados de partidos totalitarios de distinta índole que
llevaron al globo a una II Guerra Mundial incluso más destructiva que la
primera. En Europa, Oriente Medio y el este y sureste de Asia, hubo entre 1931
y 1945 ocupaciones, destrucción, limpieza étnica, tortura, guerras de exterminio
y genocidios deliberados de una magnitud que habría sido inimaginable incluso
treinta años antes.
Todavía
en 1942 parecía razonable temer por la libertad. Fuera de los países
angloparlantes del Atlántico Norte y de Australasia, la democracia no pisaba terreno
firme. Las únicas democracias que quedaban en el continente europeo eran los
pequeños Estados neutrales de Suecia y Suiza, cuya existencia dependía de la
buena voluntad alemana. Estados Unidos acababa de entrar en la guerra. Todo lo
que hoy damos por sentado no sólo estaba en peligro, sino seriamente
cuestionado incluso por sus defensores.
¿Acaso
no parecía que el futuro era de las dictaduras? Incluso después de que los
aliados triunfaran en 1945, estas preocupaciones no se olvidaron: la Depresión
y el fascismo permanecieron en las mentes de todos. El urgente problema no era
cómo celebrar una magnífica victoria y volver cada uno a sus asuntos, sino cómo
asegurarse de que la experiencia del periodo 1914-1945 no se repitiera nunca
más. Maynard Keynes fue quien más esfuerzos dedicó a afrontar este desafío.
El consenso keynesiano
En
aquellos años cada uno de nosotros sacaba fuerzas de la prosperidad general de
la época y acrecentaba su confianza individual gracias a la confianza
colectiva. Quizá, ingratos como somos los seres humanos, no nos dimos cuenta
entonces de lo firme y segura que nos llevaba la marea. Pero quien vivió esa
época de confianza en el mundo sabe que desde entonces todo ha sido retroceso y
desolación.
Stefan
Zweig
El
gran economista inglés (nacido en 1883) creció en una Gran Bretaña estable,
próspera y poderosa: un mundo seguro a cuyo derrumbamiento tuvo el privilegio
de asistir, primero desde una influyente posición en el Tesoro durante la
guerra y después como participante en las negociaciones del Tratado de
Versalles de 1919. El mundo de ayer se había desmoronado, llevándose consigo no
sólo países, vidas y riqueza material, sino también todas las tranquilizadoras
certezas de la clase y la cultura de Keynes. ¿Cómo había llegado a ocurrir?
¿Por qué no lo había previsto nadie? ¿Por qué no había nadie en el poder que
estuviera haciendo algo eficaz para asegurarse de que no se repitiera?
Comprensiblemente,
Keynes centró sus trabajos económicos en el problema de la incertidumbre; en
contraste con las confía-das panaceas de los economistas clásicos y
neoclásicos, a partir de entonces insistiría en la naturaleza impredecible de
los asuntos humanos. Desde luego, se podían extraer muchas lecciones de la
Depresión económica, la represión fascista y las guerras de exterminio, pero
más que nada, le parecía a Keynes, era la recién descubierta inseguridad en la
que se veían obligados a vivir hombres y mujeres —la incertidumbre elevada a
paroxismos de miedo colectivo— lo que había corroído la confianza y las
instituciones del liberalismo.
Entonces,
¿qué cabía hacer? Como muchos otros, Keynes conocía los atractivos de la
autoridad centralizada y la planificación desde arriba para compensar las
insuficiencias del mercado. El fascismo y el comunismo compartían un entusiasmo
evidente por la intervención del Estado. Lejos de ser un problema, a los ojos
de las masas, quizá fuera éste su mayor incentivo: cuando, mucho después de su
caída, se preguntaba a los extranjeros qué pensaban de Hitler, a veces
respondían que al menos había devuelto el trabajo a los alemanes. Cualesquiera
que fueran sus defectos, Stalin, se decía con frecuencia, mantuvo a la Unión
Soviética al margen de la Gran Depresión. E incluso la broma de que gracias a
Mussolini los trenes italianos eran puntuales no dejaba de ser un tanto
incisiva: ¿qué tenía eso de malo?
Cualquier
intento de volver a poner en pie las democracias —o de llevar la democracia y
la libertad política a países en los que nunca habían existido— debería tener
muy presente lo conseguido por los Estados autoritarios; de lo contrario se
corría el riesgo de que las masas empezasen a sentir nostalgia por sus logros
—reales o imaginarios—. Keynes sabía muy bien que la política económica
fascista nunca podría haber triunfado a largo plazo sin guerra, ocupación y
explotación. No obstante, se daba cuenta no sólo de la necesidad de políticas
económicas contra cíclicas que evitasen futuras depresiones, sino también de
las prudentes virtudes del «Estado de seguridad social».
El
sentido de tal Estado no era revolucionar las relaciones sociales, y mucho
menos inaugurar una era socialista. Como la mayoría de los responsables de la
legislación innovadora de aquellos años —desde Clement Attlee hasta Charles de
Gaulle y el propio Franklin Delano Roosevelt—, Keynes era instintivamente
conservador. Todos los líderes occidentales de la época —caballeros de mediana
edad— habían nacido en el mundo estable que tan bien conocía Keynes. Y todos
ellos habían vivido alguna convulsión traumática. Como el héroe de la novela de
Lampedusa El gatopardo, sabían muy bien que para conservar hay que cambiar.
Keynes
murió en 1946, agotado por su trabajo durante la guerra. Pero ya había
demostrado hacía mucho que ni el capitalismo ni el liberalismo sobrevivirían
durante largo tiempo el uno sin el otro. Y como la experiencia de los años de
entreguerras había revelado con toda claridad la incapacidad de los
capitalistas para proteger sus propios intereses, el Estado liberal tendría que
hacerlo por ellos, tanto si querían como si no.
Es
por tanto una intrigante paradoja que el capitalismo fuera salvado —de hecho,
que prosperara durante las décadas siguientes— gracias a transformaciones que
en su momento (y desde entonces) se identificaron con el socialismo. A su vez,
esto nos recuerda lo desesperadas que eran las circunstancias. Los
conservadores inteligentes—como muchos demócratas cristianos que se hallaron
por primera vez en el poder después de 1945— presentaron pocas objeciones al
control de los «puestos de mando» de la economía por parte del Estado; de
hecho, lo recibieron con entusiasmo, lo mismo que ocurrió con la tributación
fuertemente progresiva.
En
aquellos años de la posguerra los debates políticos adquirieron un tinte moral.
El desempleo (el problema más grave en el Reino Unido, Estados Unidos o
Bélgica), la inflación (el mayor temor en Europa central, donde había hecho
estragos en los ahorros personales durante décadas) y unos precios agrícolas
tan bajos (en Italia y Francia) que los campesinos se veían obligados a
abandonar la tierra, al tiempo que la desesperación les empujaba hacia los
partidos extremistas, no eran sólo cuestiones económicas; desde los sacerdotes
hasta los intelectuales seculares, todo el mundo consideraba que ponían a
prueba la coherencia ética de la comunidad.
El
consenso fue extraordinariamente amplio. Desde los defensores del New Deal
hasta los teóricos del «sistema social de mercado» alemán, desde el Partido
Laborista británico en el gobierno hasta la planificación económica
«indicativa» que conformó la política pública en Francia (y en Checoslovaquia,
hasta el golpe comunista de 1948): todos creían en el Estado. En parte esto era
así porque casi todo el mundo temía las implicaciones de una vuelta al terror
del pasado reciente y estaba dispuesto a limitar la libertad del mercado en
nombre del interés público. Lo mismo que el mundo iba a ser regulado y
protegido por un conjunto de instituciones y acuerdos internacionales, desde
las Naciones Unidas hasta el Banco Mundial, una democracia bien gestionada
también mantendría un consenso en torno a acuerdos internos comparables.
Ya
en 1940 Evan Durbin (un propagandista británico del Partido Laborista) había
escrito que no podía imaginar «la menor alteración» en la tendencia
contemporánea hacia la negociación colectiva, la planificación económica, la
tributación progresiva y la provisión de servicios sociales a cargo del Estado.
Dieciséis años después, el político laborista Anthony Crosland escribía, aún
con mayor confianza, que se había producido una transición permanente desde «la
convicción inexorable de que cada uno debía valerse por sí mismo y la fe en el
individualismo a la creencia en la acción colectiva y la participación».
incluso llegó a sostener que «en cuanto al dogma de la “mano invisible” y a la
idea de que el beneficio privado siempre conduce al bien público, fueron
completamente incapaces de sobrevivir a la Gran Depresión, e incluso los
conservadores y los empresarios ahora suscriben la doctrina del gobierno colectivo
responsable del estado de la economía».
Durbin
y Crosland eran socialdemócratas y, por tanto, partes interesadas, pero no se
equivocaban. A mediados de los años cincuenta se había alcanzado en inglaterra
tal grado de consenso implícito en tomo a las políticas públicas que el
argumento político mayoritario se denominó «butskelismo»: una mezcla de las
ideas de R.A Butler, ministro conservador moderado, y Hugh Gaitskell, el líder
centrista de la oposición laborista por aquellos años. Y el «butskelismo» era
universal. Cualesquiera que fueran sus diferencias, los gaullistas, los
demócratacristianos y los socialistas franceses tenían una fe similar en el
Estado activista, la planificación económica y la inversión pública a gran
escala. Lo mismo se puede decir del consenso que dominó la política en
Escandinavia, los países del Benelux, Austria e incluso Italia, pese a su
profunda división ideológica. En Alemania, donde los socialdemócratas
mantuvieron su retórica marxista (aunque no la política marxista) hasta 1959,
había comparativamente poco que los separara de los democratacristianos del
canciller Konrad Adenauer. De hecho, fue el asfixiante (para ellos) consenso
sobre todos los asuntos, desde la educación hasta la política exterior y la
provisión pública de servicios de ocio —y la interpretación del agitado pasado
de su país— lo que condujo a una generación posterior de radicales alemanes a
la actividad «extraparlamentaria».
Incluso
en Estados Unidos, donde los republicanos se mantuvieron en el poder durante
toda la década de 1950 y los partidarios del New Deal se encontraron aislados
por primera vez en una generación, la transición a los gobiernos conservadores
—aunque tuvo consecuencias significativas para los asuntos exteriores e incluso
para la libertad de expresión— apenas se dejó sentir en la política interior.
La tributación no era un tema contencioso y fue un presidente republicano,
Dwight Eisenhower, quien autorizó el vasto proyecto, controlado a nivel
federal, del sistema de autopistas interestatales. A pesar del consabido elogio
de la competencia y los mercados libres, la economía estadounidense de aquellos
años dependía en gran medida de la protección de la competencia exterior, así
como de la estandarización, la regulación, los subsidios, el apoyo a los
precios y las garantías gubernamentales.
La
seguridad del bienestar que se vivía y la futura prosperidad suavizaron las
injusticias naturales del capitalismo. A mediados de los años sesenta, Lyndon
Johnson sacó adelante una serie de innovadores cambios sociales y culturales;
en parte pudo hacerlo por el consenso residual en tomo a las inversiones al
estilo del New Deal, los programas universales y las iniciativas
gubernamentales. Es significativo que fueran los derechos civiles y la legislación
sobre relaciones raciales lo que dividió el país, no la política social.
El
periodo de 1945-1975 se consideró en general como una suerte de milagro que dio
lugar al «modo de vida americano». Dos generaciones de estadounidenses —los
hombres y mujeres que vivieron la ii Guerra Mundial y sus hijos, que
protagonizarían la década de 1960— experimentaron seguridad en el empleo y
movilidad social ascendente a una escala sin precedentes (y que no volvería a
repetirse). En Alemania, el Wirtschaftswunder («milagro alemán») levantó el
país en una sola generación desde los escombros de la humillante derrota y lo
convirtió en el más rico de Europa. En Francia, esos años se conocerían (no sin
cierta ironía) como les Trente Glorieuses. Por su parte, en Inglaterra, en
plena «era de la abundancia», el primer ministro conservador Harold Macmillan
aseguró a sus compatriotas: «Nunca habéis vivido tan bien». Tenía razón.
En
algunos países (los escandinavos constituyen el caso más conocido), los Estados
del bienestar de la posguerra fueron obra de socialdemócratas; en otros —en
Gran Bretaña, por ejemplo— el «Estado de seguridad social» representaba en la
práctica poco más que una serie de políticas pragmáticas destinadas a aliviar
la condición de los desfavorecidos y a reducir los extremos de riqueza e
indigencia. En cualquier caso, tuvieron un éxito destacable en poner coto a la
desigualdad, si comparamos la brecha que separa a los ricos de los pobres,
tanto si se mide por el patrimonio como por la renta anual, vemos que en cada
país de Europa continental, así como en Gran Bretaña y Estados Unidos, se
redujo espectacularmente después de 1945.
La
mayor igualdad fue acompañada de otros beneficios. Con el tiempo se calmó el
temor a una vuelta de la política extremista. «Occidente» entró en una apacible
era de próspera seguridad: una burbuja, quizá, pero una burbuja reconfortante
en la que la mayoría de las personas vivían mucho mejor de lo que habrían
podido esperar en el pasado, y tenían buenas razones para mirar al futuro con
confianza.
Además,
la socialdemocracia y el Estado del bienestar fueron los que vincularon a las
clases medias profesionales y comerciales a las instituciones liberales tras la
Guerra Mundial. Esta cuestión era de gran trascendencia: fue el temor y la
desafección de la clase media lo que había dado lugar al fascismo. Volver a
atraerla a las democracias fue, con mucho, la tarea más importante de los
políticos de la posguerra, y en absoluto fácil.
En
la mayoría de los casos se logró gracias a la magia del «universalismo». En vez
de hacer depender los beneficios de la renta —en cuyo caso los profesionales
bien retribuidos o los comerciantes prósperos podrían haberse quejado de que
con sus impuestos estaban pagando unos servicios de los que ellos no se beneficiaban—,
a la «clase media» educada se le ofreció la misma asistencia social y servicios
públicos que a la población trabajadora y a los pobres: educación gratuita,
atención médica barata o gratuita, pensiones públicas y seguro de desempleo.
Por consiguiente, con tantas necesidades cubiertas por sus impuestos, al llegar
la década de 1960 la clase media europea tenía mucha más renta disponible que
en ningún otro momento desde 1914.
Es
interesante que aquellas décadas se caracterizaran por una mezcla de innovación
social y conservadurismo cultural que tuvo un éxito extraordinario. El propio
Keynes es un ejemplo de ello. Hombre de gustos y educación elitistas, aunque
excepcionalmente abierto a las nuevas creaciones artísticas, comprendía la
importancia de llevar un arte, una interpretación y unos textos de la máxima
calidad a un público lo más amplio posible, a fin de que la sociedad británica
superase sus divisiones paralizantes. Fueron sus iniciativas las que condujeron
a la creación del Royal Ballet, el Arts Council y muchas otras instituciones:
innovadoras provisiones públicas de alta cultura sin concesiones, en la misma
línea que la BBC de lord Reith, con su autoimpuesto compromiso de elevar el
nivel de los gustos populares en vez de limitarse a satisfacerlos.
Para
Reith o Keynes, o para el ministro de Cultura francés, André Malraux, en este
nuevo enfoque no había ningún paternalismo, como tampoco lo había para los
jóvenes estadounidenses que trabajaron con Lyndon B. Johnson en la fundación de
la Corporation for Public Broadcasting o del National Endowment for the
Humanities. En esto consistía la «meritocracia»: en que, gracias a la
aportación del erario público, pudieran abrirse las instituciones de la élite a
una masa de aspirantes. Comenzó el proceso de sustituir la selección basada en
la herencia o la riqueza por la movilidad ascendente mediante la educación. Y
unos años después produjo una generación para la que todo esto parecía evidente
y lo daba por sentado.
Pero
no había nada inevitable en estos desarrollos. Las guerras solían ir seguidas
de depresiones económicas, y cuanto más destructiva era la guerra, más honda
era la crisis. Los que no temían un resurgimiento del fascismo miraban con
ansiedad hacia el Este, a los centenares de divisiones del Ejército Rojo, y
hacia los poderosos partidos y sindicatos comunistas que se habían hecho tan
populares en Italia, Francia y Bélgica. Cuando el secretario de Estado
estadounidense George Marshall visitó Europa en la primavera de 1947 le
consternó lo que vio: el Plan Marshall nació de la preocupación de que la
posguerra de la II Guerra Mundial acabara incluso peor que la de su
predecesora.
En
cuanto a Estados Unidos, durante aquellos primeros años de la posguerra estaba
profundamente dividido por una desconfianza renovada hacia los extranjeros, los
radicales y, sobre todo, los comunistas. El macarthismo quizá no representara
una amenaza para la república, pero era un recordatorio de lo fácilmente que un
demagogo mediocre podía explotar el temor y exagerar las amenazas. ¿Hasta dónde
habría llegado si la economía hubiera vuelto a su momento peor de veinte años
atrás? En suma, y a pesar del consenso que iba a surgir, todo era bastante
inesperado. ¿Por qué funcionó tan bien?
El mercado regulado
La
idea de una sociedad en ¡a que ¡as únicos vínculos son las relaciones y los
sentimientos que surgen del interés pecuniario es esencialmente repulsiva.
John
Stuart Mill
La
sucinta respuesta es que para 1945 no quedaban muchas personas que creyeran en
la magia del mercado. Esto representaba una revolución intelectual. La economía
clásica asignaba un papel insignificante al Estado en la elaboración de la
política económica y el ethos liberal predominante en la Europa y la
Norteamérica decimonónicas favorecía una legislación social de no intervención,
que en general debía limitarse a regular las injusticias y riesgos más
clamorosos del industrialismo competitivo y la especulación financiera.
Pero
las dos guerras mundiales habían habituado a casi todo el mundo a la
inevitabilidad de la intervención gubernamental en la vida cotidiana. En la I
Guerra Mundial la mayoría de los Estados participantes habían incrementado su
control (hasta el momento insignificante) de la producción: no sólo de material
militar, sino también de ropa, transportes, comunicaciones y casi todo lo
relacionado con la marcha de una guerra cara y desesperada. Después de 1918
esos controles se suprimieron en la mayoría de los sitios, pero en la
regulación de la vida económica quedó un residuo significativo de intervención
gubernamental.
Tras
una breve e ilusoria era de retirada (que es sintomático que estuviera marcada
por la victoria de Calvin Coolidge en Estados Unidos y por elementos igualmente
negligentes en la mayor parte de Europa occidental), la gran devastación de
1929 y la consiguiente Depresión obligó a todos los gobiernos a elegir entre la
ineficaz reticencia y la intervención abierta. Más pronto o más tarde todos
optarían por esta última.
Entonces,
lo que quedaba del Estado del laissez-faire fue barrido por la experiencia de
la guerra total. Sin excepción, tanto vencedores como vencidos pusieron no sólo
al país, a la economía y a cada ciudadano al servicio de la guerra; también
movilizaron al Estado de formas que habrían sido inconcebibles sólo treinta
años antes. Con independencia de su color político, los Estados combatientes
movilizaron, regularon, dirigieron, planificaron y administraron cada aspecto
de la vida.
Incluso
en Estados Unidos el puesto de trabajo que ocupaba una persona, su sueldo, las
cosas que podía comprar y los lugares a los que podía ir estaban limitados de
maneras que habrían horrorizado a los estadounidenses unos años antes. El New
Deal, cuyos organismos e instituciones habían parecido tan escandalosamente
innovadores, ahora podían verse como un mero preludio a la movilización de todo
el país en torno a un proyecto colectivo.
En
suma, la guerra ocupaba todos los pensamientos. Había resultado posible
convertir a un país entero en una máquina de guerra al servicio de una economía
de guerra; entonces, se preguntaba la gente, ¿no podría hacerse algo parecido
para la consecución de la paz? No había una respuesta convincente. Sin que
nadie se lo propusiera del todo, Europa occidental y Estados Unidos entraron en
una nueva era.
El
síntoma más obvio del cambio adoptó la forma de la «planificación». En vez de
dejar que las cosas simplemente ocurrieran, concluyeron economistas y
burócratas, era mejor organizarlas con anticipación. Como cabía esperar, la
planificación era más admirada y defendida en los extremos políticos. La
izquierda pensaba que era la especialidad de los soviéticos; en la derecha se
creía (correctamente) que Hitler, Mussolini y sus acólitos fascistas llevaban a
cabo la planificación de arriba abajo y que esto explicaba su atractivo.
La
defensa intelectual de la planificación nunca fue muy enérgica. Como hemos
visto, Keynes la consideraba de forma muy parecida a la teoría del mercado
puro: para tener éxito ambas exigían datos de una perfección imposible. Sin
embargo, aceptó, al menos en tiempo de guerra, la necesidad de la planificación
y los controles a corto plazo. Para la paz prefería minimizar la intervención
gubernamental directa y manipular la economía a través de incentivos fiscales y
de otra índole. Pero para que esto funcionara los gobiernos tenían que saber
qué querían lograr y, a ojos de sus partidarios, precisamente en esto consistía
la «planificación».
Curiosamente,
el entusiasmo por la planificación era muy marcado en Estados Unidos. La
Tennessee Valley Authority (TVA) no era sino un ejercicio de diseño económico:
no sólo de un recurso vital, sino de la economía de toda una región.
Observadores como Louis Mumford se declararon «con derecho a un poco de pavoneo
colectivo». La TVA y otros proyectos parecidos mostraron que las democracias
podían estar a la altura de las dictaduras cuando se trataba de planes
ambiciosos y de cara a un futuro a largo plazo. Unos años antes, Rexford
Tugwell había llegado a ensalzar la idea: «Ya veo el gran plan / y mía será la
alegría del trabajo [...] / me remangaré y construiré / América de nuevo».
La
diferencia entre una economía planificada y una economía propiedad del Estado
aún no estaba clara para muchas personas. Los liberales como Keynes, William
Beveridge o Jean Monnet, el espíritu fundador de la planificación francesa, no
propugnaban la nacionalización como un objetivo en sí mismo, aunque tenían una
postura flexible sobre sus ventajas en casos concretos. Lo mismo se podía decir
de los socialdemócratas de Escandinava: estaban mucho más interesados en la
tributación progresiva y en la provisión de servicios sociales universales que
en el control estatal de las grandes empresas, como la automovilística, por
ejemplo.
Por
el contrario, a los laboristas británicos les entusiasmaba la idea de la
propiedad pública. Si el Estado representaba a la población trabajadora, ¿no
estarían las fábricas gestionadas por el Estado en manos y a disposición de los
trabajadores? Tanto si esto era cierto como si no, en la práctica —la historia
de British Steel sugiere que el Estado puede ser tan incompetente y tan
ineficaz como el peor empresario privado— desvió la atención de todo tipo de
planificación, lo que tendría consecuencias negativas en décadas venideras. En
el otro extremo, la planificación comunista —que en la práctica significaba
poco más que establecer objetivos ficticios satisfechos por cifras de
producción igualmente ficticias— con el tiempo desacreditaría la experiencia en
su conjunto.
En
la Europa continental las administraciones centralizadas habían desempeñado un
papel más activo en la provisión de servicios sociales y siguieron haciéndolo a
mucha mayor escala. Se pensaba que el mercado no era lo más adecuado para
definir los objetivos colectivos: el Estado tendría que intervenir y llenar el
vacío. Incluso en Estados Unidos, donde el Estado —la «administración»— siempre
era renuente a sobrepasar los límites tradicionales, todo — desde la GI Bill
hasta la educación científica de la siguiente generación— sería promovido y
subvencionado por Washington.
En
Gran Bretaña también se daba por supuesto que había bienes y objetivos públicos
para los que el mercado no era adecuado. En palabras de T. H. Marshall,
destacado comentarista del Estado del bienestar británico, el sentido del
«bienestar» es «sustituir al mercado quitándole algunos bienes y servicios, o
controlando y modificando su funcionamiento de alguna forma a fin de llegar a
una situación que él no habría podido producir».
Incluso
en Alemania Occidental, donde había una comprensible resistencia al
establecimiento de controles centralizados de tipo nazi, los «teóricos del
mercado social» llegaron a un compromiso. Insistían en que el mercado libre era
compatible con metas sociales y legislación del bienestar: de hecho,
funcionaría mejor si operaba teniendo presentes estos objetivos. De ahí que la
legislación, buena parte de la cual aún sigue en vigor, exigiera a los bancos y
las empresas públicas que miraran al futuro a largo plazo, atendieran los
intereses de sus empleados y no olvidaran las consecuencias sociales de sus
negocios, al mismo tiempo que trataban de obtener beneficios.
En
aquellos años no se consideraba muy en serio la posibilidad de que el Estado se
excediera en su intervención y perjudicara al mercado. Desde la institución de
un Fondo Monetario Internacional y un Banco Mundial (y más tarde también de una
Organización Internacional de Comercio), hasta los mecanismos de compensación
internacionales, los controles de divisas, las regulaciones salariales y los
precios límite indicativos, el énfasis se ponía más bien en la necesidad de
neutralizar las evidentes deficiencias de los mercados.
Por
la misma razón, los impuestos altos no se consideraban una afrenta en aquellos
años. Por el contrario, unos tramos impositivos en marcada progresión se veían
como un recurso consensuado para obtener recursos excedentes de los
privilegiados e indolentes y ponerlos a disposición de quienes más los
necesitaban o podían utilizarlos mejor. Tampoco era ésta una idea nueva. El
impuesto sobre la renta había comenzado a aplicarse en la mayoría de los países
europeos bastante antes de la I Guerra Mundial y en muchos de ellos siguió
incrementándose en el periodo de entreguerras. En cualquier caso, todavía en
1925 la mayoría de las familias de clase media aún podían permitirse uno o más
sirvientes, con frecuencia internos.
Sin
embargo, para 1950 sólo la aristocracia y los nuevos ricos podían aspirar a
algo así: entre los impuestos, el gravamen de las herencias y el aumento
continuado de los empleos y los sueldos a que podía acceder la población
trabajadora, las reservas de empleados domésticos empobrecidos y obsequiosos
prácticamente se habían agotado. Gracias a las prestaciones universales del
Estado del bienestar, la única ventaja del servicio doméstico a largo plazo —la
probable generosidad de los señores con su sirviente enfermo, anciano o
indispuesto de alguna forma— ahora era superflua.
La
mayor parte de la población pensaba que una redistribución moderada de la
riqueza, que eliminase los extremos de ricos y pobres, beneficiaría a todos.
Condorcet había observado sabiamente que «al Tesoro siempre le resultará más
barato mejorar la condición de los pobres para que puedan comprar grano que
bajar el precio del grano para ponerlo al alcance de los pobres».
En 1960 esta tesis se había convertido
de facto en la política de gobierno en todos los países occidentales. Una o dos
generaciones después, estas actitudes quizá parezcan extrañas. En las tres
décadas que siguieron a la guerra, economistas, políticos, comentaristas y
ciudadanos coincidían en que un gasto público alto, administrado por las
autoridades nacionales o locales con libertad suficiente para regular la vida
económica a distintos niveles, era una buena política. A quienes no estaban de
acuerdo se les consideraba curiosidades de un pasado olvidado —ideólogos
irracionales que buscaban hacer realidad sus entelequias— o egoístas defensores
del interés privado sobre el bienestar público. El mercado seguía ocupando su
lugar, el Estado desempeñaba un papel central en la vida de los individuos y
los servicios sociales tenían prioridad sobre los demás gastos gubernamentales,
con la parcial excepción de Estados Unidos, donde el desembolso militar siguió
creciendo al mismo ritmo.
¿Cómo
pudo ocurrir todo esto? incluso si estuviéramos dispuestos a admitir que tales
metas y prácticas colectivistas eran admirables en principio, hoy deberíamos
considerarlas ineficaces —pues desvían fondos privados para fines públicos— y,
en cualquier caso, ponen peligrosamente a disposición de «burócratas»,
«políticos» y «grandes gobiernos» recursos económicos y sociales. ¿Por qué les
preocuparon tan poco a nuestros padres y abuelos esas consideraciones? ¿Por qué
se mostraron tan dispuestos a ceder la iniciativa al sector público y poner en
sus manos riqueza para la consecución de fines colectivos?
COMUNIDAD, CONFIANZA
Y FINES COMUNES
Sentir
mucho por los demás y poco por nosotros mismos; reprimir nuestro egoísmo y
practicar nuestras inclinaciones benevolentes; esto constituye la perfección de
la naturaleza humana.
ADAM
SMITH
Toda
empresa colectiva requiere confianza. Desde los juegos infantiles hasta las
instituciones sociales complejas, los seres humanos no podemos trabajar juntos
si no dejamos de lado nuestros recelos mutuos. Una persona agarra la cuerda,
otra salta. Una persona sujeta la escalera, otra sube. ¿Por qué? En parte porque
esperamos reciprocidad, pero en parte claramente también por una tendencia
natural a trabajar en colaboración en beneficio de todos.
La
tributación es un revelador ejemplo de esto. Cuando pagamos impuestos, damos
muchas cosas por supuestas sobre nuestros conciudadanos. En primer lugar,
suponemos que ellos también van a pagar sus impuestos; de lo contrario,
pensaríamos que la nuestra es una carga injusta y acabaríamos dejando de pagar.
Segundo, confiamos en que aquellos a los que hemos dado un poder temporal sobre
nosotros recauden el dinero y lo gasten de forma responsable. Después de todo,
para cuando descubramos que lo han estafado o malgastado, habremos perdido
mucho dinero.
En
tercer lugar, la mayoría de los impuestos se destina a pagar deudas pasadas o
futuros gastos. Por consiguiente, hay una relación implícita de confianza y
reciprocidad entre los pasados contribuyentes y los beneficiarios actuales, los
contribuyentes actuales y los pasados y futuros receptores -y, por supuesto,
los futuros contribuyentes, que cubrirán nuestros desembolsos actuales-. Así,
estamos condenados a confiar no sólo en personas que no conocemos hoy, sino en
personas que nunca pudimos conocer y que nunca conoceremos, con las que
mantenemos una compleja relación de interés mutuo.
Lo
mismo se puede decir del gasto público. Si aumentamos los impuestos o emitimos
un bono para costear un colegio en nuestro distrito, es muy posible que los
principales beneficiarios sean otras personas (y sus hijos). Esto también es
aplicable a la inversión pública en sistemas de tren ligero, proyectos de
investigación y educativos a largo plazo, la ciencia médica, las aportaciones a
la seguridad social y otros gastos colectivos, para cuyos beneficios quizá haya
que esperar unos años. Así que, ¿por qué nos molestamos en aportar el dinero?
Como otros lo aportaron para nosotros en el pasado, normalmente sin pararse
mucho a pensarlo, nos consideramos parte de una comunidad cívica que trasciende
las generaciones.
Pero
¿quiénes somos «nosotros»? ¿En quién depositamos nuestra confianza exactamente?
El filósofo conservador inglés Michael Oakeshott pensaba que la política se
basa en la definición de una comunidad de confianza: «La política es la
actividad de atender a los acuerdos generales de una colectividad de personas
que, por su reconocimiento común de una forma de atender sus acuerdos,
constituye una comunidad individual»10. Pero esta definición es circular; ¿qué
colectividad concreta de personas reconoce una forma común de «atender sus acuerdos»?
¿El mundo entero? Claramente, no. ¿Sería de esperar que un residente en Omaha,
Nebraska, estuviera dispuesto a pagar impuestos para la construcción de puentes
y autopistas en Kuala Lumpur sobre el supuesto implícito de que su equivalente
malayo haría lo mismo por él? No.
Por
lo tanto, ¿qué es lo que define el ámbito viable de una comunidad de confianza?
El cosmopolitismo desarraigado está muy bien para los intelectuales, pero la
mayoría de las personas viven en un lugar definido: definido por el espacio,
definido por el tiempo, por la lengua, quizá por la religión, quizá —aunque sea
lamentable— por el color de la piel, etcétera. Tales lugares son fungibles. La
mayoría de los europeos no se habrían definido como «habitantes de Europa»
hasta muy recientemente: habrían dicho que vivían en Lodz (Polonia) o Liguria
(Italia) o quizá incluso en Putney (un suburbio de Londres)
El
sentido de ser «europeo» como forma de identificación es un hábito reciente. En
consecuencia, donde la idea de la cooperación transnacional o de la ayuda mutua
podría haber despertado intensos recelos locales, hoy pasa desapercibida en
buena medida. Actualmente, los estibadores holandeses subvencionan a los
pescadores portugueses y a los agricultores polacos sin demasiadas quejas; sin
duda, en parte porque los estibadores en cuestión no entran en demasiado
detalle sobre el uso que los políticos están dando a sus impuestos. Pero esto
también es una señal de confianza.
Muchos
datos indican que las personas confían más en otras personas si tienen mucho en
común con ellas: no sólo la religión y la lengua, sino también la renta.
Cuanto
más igualitaria es una sociedad, más confianza reina en ella. Y no sólo es una
cuestión de renta: donde las personas tienen vidas y perspectivas parecidas es
probable que también compartan lo que se podría denominar una «visión moral».
Esto facilita mucho la aplicación de medidas radicales en la política pública.
En las sociedades complejas o divididas lo más probable es que una minoría —o
incluso una mayoría— sea obligada a ceder, con frecuencia en contra de su
voluntad. Esto hace que la elaboración de la política colectiva sea conflictiva
y favorece un enfoque minimalista de las reformas sociales: mejor no hacer nada
que dividir a la gente sobre una cuestión controvertida.
La
falta de confianza es claramente incompatible con el buen funcionamiento de una
sociedad. La gran Jane Jacobs observó lo mismo respecto a un asunto tan
práctico como la vida urbana, y la limpieza y el civismo en la calle. Si no
confiamos unos en otros, nuestras ciudades tendrán un aspecto horrible y serán
lugares desagradables para vivir. Además, señaló, la confianza no se puede
institucionalizar, una vez que se desgasta es prácticamente imposible
restablecerla. Y ha de ser alimentada por la comunidad —la colectividad—, pues
ninguna persona puede imponer a los demás, ni siquiera con las mejores
intenciones, una confianza recíproca.
Las
sociedades en las que la confianza está extendida suelen ser más compactas y
relativamente homogéneas. Los Estados del bienestar más desarrollados y
prósperos de Europa son Finlandia, Suecia, Noruega, Dinamarca, Países Bajos y
Austria, con el interesante caso atípico de Alemania (antes Alemania
Occidental). La mayoría de estos países tienen poblaciones muy pequeñas: de los
países escandinavos, sólo Suecia alcanza los 6 millones de habitantes, y todos
juntos suman menos habitantes que Tokio. Incluso Austria, con 8.2 millones, y
los Países Bajos, con 16.7, son insignificantes comparados con el resto del mundo:
sólo Bombay tiene más habitantes que los Países Bajos y toda la población de
Austria cabría en la ciudad de México dos veces.
Pero
no es sólo una cuestión de tamaño. Como Nueva Zelanda, otro país pequeño (con
una población de 4.2 millones, aún menos que Noruega) que ha logrado mantener
un nivel alto de confianza cívica, los prósperos Estados del bienestar del
norte de Europa eran considerablemente homogéneos. Hasta hace muy poco tiempo
sólo habría sido una pequeña exageración decir que la mayoría de los noruegos
que no eran granjeros o pescadores eran niños. El 94 por ciento de la población
es de origen noruego y el 86 por ciento pertenece a la Iglesia noruega. En
Austria, el 92 por ciento de la población se atribuye un origen «austríaco» (la
cifra estaba más próxima al cien por cien hasta la llegada de refugiados
yugoslavos durante la década de 1990) y el 83 por ciento de los que declararon
una religión en 2001 eran católicos.
Algo
parecido puede decirse de Finlandia, donde el 96 por ciento de los que declaran
una religión son oficialmente luteranos (y casi todos finlandeses, salvo una
pequeña minoría sueca); de Dinamarca, donde el 95 por ciento de la población se
califica de luterana, e incluso de los Países Bajos —claramente divididos entre
el norte mayoritaria-mente protestante y el sur católico, pero donde, a
excepción de una exigua minoría poscolonial de Indonesia, Turquía, Surinam y
Marruecos, casi todos se definen como «holandeses».
Comparémoslos
con Estados Unidos: pronto no habrá ningún grupo étnico mayoritario y la
reducida mayoría protestante entre quienes declaran una religión se ve
contrarrestada por una importante minoría católica (25 por ciento), por no
mencionar las significativas comunidades judía y musulmana. Canadá podría
hallarse en un cruce de situaciones: un país de tamaño medio (33 millones de
habitantes) sin una religión predominante y con un (56 por ciento de la
población que se declara de origen europeo, pero donde la confianza y sus
instituciones sociales concomitantes parecen estar empezando a descomponerse.
Desde
luego, el tamaño y la homogeneidad no son trasferibles. La India o Estados
Unidos no pueden convertirse en Austria o Noruega, y en su forma más pura los
Estados socialdemócratas del bienestar europeos simplemente no son exportables:
tienen un atractivo muy parecido al de Volvo —y algunas de sus limitaciones— y
quizá sea difícil venderlos en países y culturas donde las costosas virtudes de
la solidez y la resistencia importan menos. Además, sabemos que incluso las
ciudades funcionan mejor si son razonablemente homogéneas y abarcables: no
resultó difícil establecer el socialismo municipal en Viena o en Ámsterdam,
pero costaría mucho más trabajo hacerlo en Nápoles o El Cairo, por no mencionar
Calcuta o Sao Paulo.
Por
último, hay indicios claros de que si el tamaño y la homogeneidad son
importantes para generar confianza y cooperación, la heterogeneidad cultural o
económica puede tener el efecto opuesto. El incremento continuado del número de
inmigrantes, particularmente de inmigrantes del «Tercer Mundo», guarda una
estrecha correlación en los Países Bajos y en Dinamarca, y desde luego en el
Reino Unido, con un marcado declive de la cohesión social. Por decirlo sin
ambages: a los holandeses e ingleses no les entusiasma compartir sus Estados
del bienestar con sus antiguos súbditos coloniales de Indonesia, Surinam,
Pakistán o Uganda; entretanto, a los daneses, como a los austríacos, les
agravia «mantener» a los refugiados musulmanes que han llegado a su país en
gran número en los últimos años.
Puede
que haya algo inherentemente egoísta en los Estados de servicios sociales de
mediados del siglo xx, tras disfrutar de unas décadas de homogeneidad étnica y
una población poco numerosa y educada, en la que casi todo el mundo podía
reconocerse en los demás. La mayoría de estos países —Estados-nación autónomos,
expuestos a pocas amenazas externas— tuvieron la fortuna de agruparse bajo el
paraguas de la OTAN después de 1945, por lo que pudieron dedicar sus
presupuestos a las mejoras internas, sin preocuparse de las inmigraciones
masivas del resto de Europa, y mucho menos de otros continentes. Al cambiar
esta situación, parece que la confianza ha desaparecido.
No
obstante, es cierto que la confianza y la cooperación fueron las cruciales
piedras angulares del Estado moderno, y cuanto mayor era la confianza más
próspero era el Estado. William Beveridge podía dar por sentado en la
Inglaterra de su tiempo un alto grado de armonía moral y compromiso cívico.
Como tantos liberales nacidos a finales del siglo XIX, simplemente partía de la
base de que la cohesión social no sólo era un objetivo deseable, sino también
una suerte de condición previa. La solidaridad — con los conciudadanos y con el
propio Estado— antecede a las instituciones del bienestar que le dieron forma
pública.
Incluso
en Estados Unidos el concepto de confianza y la deseabilidad de la empatía
fueron centrales en el debate de las políticas públicas a partir de la década
de 1930. Cabría sostener que el asombroso logro de transformarse de una
economía semi comatosa en los años de paz a la mayor máquina de guerra del
mundo no habría sido posible sin la insistencia de Roosevelt en atender los
intereses, objetivos y necesidades comunes de todos los estadounidenses. Si la
II Guerra Mundial fue una «guerra buena» no fue sólo por el carácter
inequívocamente atroz de los enemigos. También lo fue porque los
estadounidenses se sentían a gusto con su país y con sus compatriotas.
Las grandes sociedades
Nuestra
nación defiende la democracia y unos
buenos
desagües.
John
Betjeman
¿Qué
legaron la confianza, la tributación progresiva y el Estado intervencionista a
las sociedades occidentales en las décadas que siguieron a 1945? La sucinta
repuesta es seguridad, prosperidad, servicios sociales y mayor igualdad en
diversos grados. En los últimos años nos hemos acostumbrado a la afirmación de
que el precio pagado por esos beneficios —en ineficiencia económica,
insuficiente innovación, asfixia del espíritu empresarial, deuda pública y pérdida
de la iniciativa privada— era demasiado alto.
Los
datos muestran la falsedad de la mayoría de esas críticas. Por la cantidad y la
calidad de la legislación social aprobada entre 1932 y 1971, Estados Unidos fue
sin duda una de esas «buenas sociedades»; pero pocos estarían dispuestos a
afirmar que fallaba iniciativa o espíritu empresarial en aquellos prósperos
años del Siglo Americano. No obstante, incluso si fuera cierto que los Estados
europeos socialdemócratas y de servicios sociales de mediados del siglo xx eran
insostenibles desde el punto de vista económico, en sí mismo esto no
invalidaría sus aspiraciones.
La
socialdemocracia siempre fue una política híbrida. En primer lugar, mezcló los
sueños socialistas de una utopía postcapitalista con el reconocimiento práctico
de la necesidad de vivir y trabajar en un mundo capitalista que a todas luces
no estaba en sus últimas fases, como Marx había previsto con entusiasmo en
1848. En segundo lugar, la socialdemocracia se tomaba en serio lo referente a la
«democracia»: en contraste con los socialistas revolucionarios de comienzos del
siglo xx y sus sucesores comunistas, en los países libres los social-demócratas
aceptaban las reglas del juego democrático y desde el principio el precio de
competir por el poder fue llegar a compromisos con sus críticos y oponentes.
Además,
los socialdemócratas no estaban sólo —ni principalmente— interesados en la
economía (en contraste con los comunistas, para quienes siempre fue la medida
de la ortodoxia marxista). Para los socialdemócratas, especialmente en
Escandinavia, el socialismo era un concepto distributivo. Se trataba de
garantizar que la riqueza y los activos no se concentraran de manera
desproporcionada en manos de unos pocos privilegiados. Y esto, como hemos visto,
era en esencia una cuestión moral: a los socialdemócratas, lo mismo que a los
críticos de la «sociedad comercial» del siglo XVIII, les resultaban ofensivas
las consecuencias de la competencia no regulada. Lo que buscaban no era tanto
un futuro radical como una vuelta a los valores de una forma de vida mejor.
Por
lo tanto, no debería sorprendemos que para una de las primeras social
demócratas británicas como Beatrice Webb el «socialismo» que propugnaba pudiera
resumirse en educación pública, provisión pública de servicios sanitarios y
seguro médico, parques y campos de juego públicos, provisión colectiva para los
ancianos, enfermos y desempleados, etcétera. Lo que tenía en mente, por tanto,
era la unidad del mundo premoderno, su «economía moral», como la denominó E. P.
Thompson: las personas deben cooperar, trabajar juntas para el bien común, sin
excluir a nadie.
Los
Estados del bienestar no eran necesariamente socialistas en su origen ni en sus
objetivos. Fueron producto de otro cambio trascendental en los asuntos públicos
que se produjo en Occidente entre los años treinta y los sesenta: un cambio que
llevó a la administración a expertos y a estudiosos, a intelectuales y a
tecnócratas. El resultado fue, en sus mejores ejemplos, el sistema de Seguridad
Social de Estados Unidos o el Servicio Nacional de la Salud británico. Ambos
fueron innovaciones extraordinariamente caras que rompieron con las reformas
graduales del pasado.
La
importancia de estos programas del bienestar no radica en el proyecto mismo —no
se puede decir que fuera original la idea de garantizar a todos los
estadounidenses una vejez segura o de poner a disposición de cada ciudadano
británico atención médica de primera clase sin tique moderador —. Pero la idea
de que el gobierno era quien mejor podía ocuparse de esas cosas y, por lo
tanto, debía ocuparse de ellas no tenía precedentes.
Precisamente,
siempre fue un asunto controvertido cómo debían proporcionarse esos servicios y
recursos. Los universalistas, influidos por Gran Bretaña, defendían una
tributación universal alta para financiarlos y que todas las personas tuvieran
el mismo acceso. Los selectivistas preferían calibrar los costes y beneficios
de acuerdo con las necesidades y capacidades de cada ciudadano. Aunque se
trataba de opciones prácticas, reflejaban teorías sociales y morales
profundamente arraigadas.
El
modelo escandinavo siguió un programa más selectivo, pero también más ambiguo.
Su objetivo, tal y como lo articuló el sociólogo sueco Gunnar Myrdal, era
institucionalizar la responsabilidad del Estado de «proteger a las personas de
sí mismas». Ni los estadounidenses ni los británicos tenían esas ambiciones. La
idea de que competía al Estado saber qué era bueno para los ciudadanos -aunque
la aceptamos sin protestar en los currículos escolares y en las decisiones
médicas- tenía cierto regusto de eugenesia y quizá de eutanasia.
Incluso
en su época de mayor apogeo, los Estados del bienestar escandinavos dejaron la
economía al sector privado, que soportaba una carga tributaria muy alta para
financiar los servicios sociales, culturales, etcétera. Suecos, finlandeses,
daneses y noruegos se dotaron no de la propiedad colectiva, sino de la garantía
de protección colectiva. Con la excepción de Finlandia, todos los escandinavos
tenían planes de pensión privados, algo que habría parecido muy extraño a los
ingleses o incluso a la mayoría de los estadounidenses de aquellos días. Pero
acudían al Estado para casi todo lo demás y aceptaban sin problemas la
considerable intromisión moral que esto entrañaba.
Los
Estados del bienestar de la Europa continental -lo que los franceses denominan
Etat providente o «Estado providencia»- siguieron un tercer modelo. En este
caso el énfasis se puso en proteger al ciudadano empleado de los estragos de la
economía de mercado. Hay que señalar que, en este caso, el término «empleado»
no se ha escogido a la ligera. En Francia, Italia y Alemania Occidental era el
mantenimiento de los empleos y las rentas ante los reveses económicos lo que
preocupaba al Estado del bienestar.
A
los estadounidenses, e incluso a los ingleses actuales, esto les debe parecer
muy peculiar. ¿Por qué proteger a un hombre o una mujer de la pérdida de un
empleo que ya no produce nada que la sociedad quiera? ¿No será mejor reconocer
la «destrucción creativa» del capitalismo y esperar a que surjan trabajos
mejores? Pero, desde la perspectiva continental, las implicaciones políticas de
echar a gran número de personas a la calle en épocas de depresión económica
eran mucho más importantes que una hipotética pérdida de eficiencia por
mantener empleos «innecesarios». Como los gremios del siglo XVIII, los
sindicatos franceses o alemanes aprendieron a proteger a los de «dentro»
-hombres y mujeres que ya tenían un trabajo fijo- de los de «fuera»: jóvenes,
no cualificados y otros en busca de empleo.
El
efecto de este tipo de Estado de protección social era y es poner coto a la
inseguridad, al precio de distorsionar el funcionamiento supuestamente neutral
del mercado de trabajo. La asombrosa estabilidad de las sociedades
continentales, que habían experimentado episodios sangrientos y de guerra civil
apenas unos años antes, arroja una luz favorable sobre el modelo europeo.
Además, mientras que las economías británica y estadounidense han sufrido los
estragos de la crisis financiera de 2008 —más del 16 por ciento de la mano de
obra estadounidense está oficialmente en el paro o ya no busca empleo en el
momento de escribir este libro (febrero de 2010) —, Alemania y Francia han
capeado el temporal con mucho menos sufrimiento humano y exclusión económica.
Proteger
los «buenos» trabajos al precio de no crear más empleos basura ha sido una
opción deliberada de Francia, Alemania y otros Estados del bienestar
continentales. Ya en los años setenta en Estados Unidos y el Reino Unido el
empleo precario y mal pagado empezó a sustituir a los trabajos más estables de
los años de crecimiento. Actualmente, una persona joven puede considerarse
afortunada si encuentra una ocupación, con el sueldo mínimo y sin seguridad
social, en Pizza Hut, Tesco o Wal-Mart. En Francia o Alemania es más difícil
acceder a esas vacantes. Pero quién puede afirmar, y con qué argumentos, que
alguien está mejor trabajando por un sueldo bajo en Wal-Mart que cobrando el
seguro de desempleo de acuerdo con el modelo europeo. La mayoría de las
personas prefieren trabajar, desde luego. Pero ¿a qué precio?
Las
prioridades del Estado tradicional eran la defensa, el orden público, prevenir
las epidemias y evitar el malestar entre las masas. Pero tras la II Guerra
Mundial, el gasto social, que no dejó de aumentar hasta 1980 aproximadamente,
se convirtió en la principal responsabilidad presupuestaria de los Estados
modernos. Para 1988, con la notable excepción de Estados Unidos, los
principales países desarrollados dedicaban más recursos al bienestar, en
sentido amplio, que a ninguna otra cosa.
Es
comprensible que también se produjera un marcado aumento de los impuestos en
aquellos años.
A
los que fueran lo suficientemente mayores como para recordar cómo habían sido
las cosas antes, este crescendo del gasto social y la provisión de bienestar
les debió de haber parecido poco menos que milagroso. El difunto politólogo
angloalemán Ralf Dahrendorf, que estaba bien situado para apreciar la magnitud
de los cambios que había presenciado en su vida, escribió sobre aquellos años
optimistas que «en muchos aspectos, el consenso socialdemócrata significa el
mayor progreso que la historia ha visto hasta el momento. Nunca habían tenido
tantas personas tantas oportunidades vitales».
No
se equivocaba. Los gobiernos socialdemócratas y del bienestar mantuvieron no
sólo el pleno empleo durante casi tres décadas, sino también unas tasas de
crecimiento más que competitivas con las de las economías de mercado no
reguladas del pasado. Y, apoyándose en los éxitos económicos, introdujeron
cambios sociales radicalmente disyuntivos que al cabo de unos pocos años
llegaron a parecer completamente normales. Cuando Lyndon Johnson habló de
construir una «gran sociedad» sobre la base de un fuerte gasto público en una
serie de programas e instituciones financiados por el gobierno, pocos se
opusieron a la propuesta y menos todavía la consideraron extraña.
A
comienzos de la década de 1970 habría sido inconcebible contemplar el desmantelamiento
de los servicios sociales, provisiones de bienestar, recursos culturales y
educacionales financiados por el Estado y muchas otras cosas que para la gente
habían cobrado carta de naturaleza. Desde luego, había quien señalaba la
probabilidad de que se produjera un desequilibrio entre el gasto y los ingresos
públicos a medida que envejecía la generación del baby boom y aumentaba la
factura de las pensiones. Los costes institucionales de legislar la justicia
social en tantas esferas de la actividad humana eran necesariamente
considerables: el acceso a la educación superior, la provisión pública de
asistencia legal a los indigentes y las subvenciones a las artes tenían un
precio. Además, a medida que se ralentizaba el crecimiento de la posguerra y el
desempleo endémico se convertía de nuevo en un serio problema, la base
tributaria de los Estados del bienestar empezó a parecer más frágil.
Todas
estas razones justificaban la inquietud en los años de declive de la «Gran
Sociedad». Pero si bien habían de producir una cierta pérdida de confianza por
parte de la élite administrativa, no explican la transición radical en
actitudes y expectativas que ha marcado nuestra época. Una cosa es temer que un
buen sistema no pueda mantenerse y otra muy distinta perder la fe en el
sistema.
3. La insoportable
levedad de la política
Para
la emancipación de la mente es imprescindible hacer primero un
estudio
de la historia de las opiniones.
John Maynard Keynes
Desde
luego, siempre recordamos el pasado mejor de lo que realmente fue. El consenso
socialdemócrata y las instituciones del bienestar de las décadas de la
posguerra coincidieron con algunos de los peores proyectos de urbanismo y
viviendas públicas de los tiempos modernos. De la Polonia comunista a la socialdemócrata
Suecia y la laborista Gran Bretaña, pasando por la Francia gaullista y el South
Bronx, unos planificadores presuntuosos e insensibles saturaron ciudades y
suburbios de casas feas e invivibles. Algunas todavía siguen en pie. Sarcelles
—un suburbio de París— atestigua la altanera indiferencia de los mandarines
burocráticos ante la vida diaria de sus súbditos. Ronan Point, una torre de
viviendas particularmente espantosa del este de Londres, tuvo el buen gusto de
derrumbarse por sí sola, pero la mayoría de los edificios de esa época siguen
en su sitio.
La
indiferencia de las autoridades nacionales y locales ante el daño causado por
sus decisiones es sintomática de un aspecto preocupante de la planificación y
la renovación de la posguerra. La idea de que quienes están en el poder saben
lo que más conviene —que están empeñados en programas de ingeniería social en
representación de personas que ignoran lo que es bueno para ellas— no nació en
1945, pero floreció en aquellas décadas. Esa fue la era de Le Corbusier: con
demasiada frecuencia les resultaba indiferente qué pensaban las masas de los
nuevos pisos y las nuevas ciudades en los que se les había reubicado, de la
«calidad de vida» que se les había asignado.
A
finales de los años sesenta, la idea de que «sabemos lo que es mejor para ti»
estaba empezando a producir una reacción. Organizaciones voluntarias de clase
media comenzaron a protestar por la demolición abusiva y a gran escala no sólo
de «feas» zonas degradadas, sino también de edificios y paisajes urbanos de
valor: la caprichosa demolición de las estaciones de Pennsylvania en Nueva York
y de Easton en Londres, la construcción de un monstruoso bloque de oficinas en
el corazón del antiguo quartier parisino de Montparnasse, la reorganización de
los distritos de ciudades enteras completamente falta de imaginación. Más que
un ejercicio de modernización socialmente responsable en nombre de la
comunidad, empezaron a parecer síntomas de un poder sin control ni sensibilidad.
Incluso
en Suecia, donde los socialdemócratas mantenían un firme control del poder, la
inexorable uniformidad incluso de los mejores proyectos de viviendas, de los
servicios sociales o de las políticas públicas de sanidad empezó a irritar a la
generación más joven. Si las prácticas de eugenesia de algunos gobiernos
escandinavos de la posguerra, que fomentaron e incluso impusieron la
esterilización selectiva apelando al bien común, hubieran sido conocidas por
más personas, la sensación opresiva de depender de un Estado panóptico podría
haber sido incluso mayor. En Escocia, los altos bloques de viviendas de los
distritos obreros de Glasgow, de propiedad municipal, que alojaban hasta al 90
por ciento de la población de la ciudad, tenían un aire de decadencia que
atestiguaba la indiferencia del ayuntamiento (socialista) a la condición de sus
electores proletarios.
La
sensación, que en la década de 1970 ya se había generalizado, de que el Estado
«responsable» era indiferente a las necesidades y deseos de aquellos a quienes
representaba contribuyó a crear una brecha social cada vez más amplia. De una
parte, estaba la generación mayor de planificadores y teóricos sociales.
Herederos de la confianza eduardiana en las virtudes de la gestión, aquellos hombres
y mujeres estaban orgullosos de lo que habían conseguido. Pertenecientes a la
clase media, estaban especialmente satisfechos de haber logrado vincular las
viejas élites al nuevo orden social.
De
otra, los beneficiarios de ese orden —ya fueran los pequeños propietarios
suecos, los estibadores escoceses, los afroamericanos del centro de las
ciudades o los aburridos habitantes de los suburbios franceses—, a los que cada
vez irritaba más tener que depender de administradores, concejales y
regulaciones burocráticas. Irónicamente, eran precisamente las clases medias
las que estaban más contentas con su suerte, en buena medida porque cuando
entraban en contacto con el Estado del bienestar era más para beneficiarse de
prestaciones populares que para sufrir restricciones a su autonomía e
iniciativa.
No
obstante, la brecha mayor era la intergeneracional. Para los que habían nacido
después de 1945, el Estado del bienestar y sus instituciones no constituían una
solución a los antiguos dilemas: simplemente eran las condiciones de vida
normales —y bastante aburridas—, además. Los jóvenes del baby boom, que
llegaron a la universidad a mediados de los años sesenta, sólo conocían un
mundo de oportunidades cada vez mayores, generosos servicios médicos y
educativos, unas perspectivas optimistas de movilidad social ascendente y —
quizá por encima de todo— una sensación indefinible y ubicua de seguridad. Los
objetivos de la generación anterior de reformadores ya no eran de interés para
sus sucesores. Por el contrario, cada vez más se percibían como restricciones a
la libertad y la expresión del individuo.
El LEGADO IRÓNICO DE
LOS AÑOS SESENTA
Mi
generación, la de los sesenta, pese a sus grandes ideales, destruyó el
liberalismo con sus excesos.
Camille
Paglia
Una
singularidad de la época fue que la división generacional trascendiera la
experiencia de clase, además de la nacional. Desde luego, la expresión retórica
de la revuelta juvenil se limitó a una reducida minoría: incluso en aquellos
días, la mayoría de los jóvenes en Estados Unidos no iban a la universidad y
las protestas estudiantiles no representaban necesariamente a la juventud en su
conjunto. Pero los síntomas más reconocibles de las diferencias generacionales
—la música, la ropa, el lenguaje— se difundieron extraordinariamente gracias a
la televisión, los transistores y la internacionalización de la cultura
popular. A finales de los sesenta, la brecha cultural que separaba a los
jóvenes de sus padres quizá era mayor que en cualquier otro momento desde comienzos
del siglo XIX.
Esta
ruptura de la continuidad reflejaba otro cambio tectónico. Para la generación
anterior de políticos y votantes de izquierda, la relación entre los
«trabajadores» y el socialismo —entre los «pobres» y el Estado del bienestar— había
sido evidente. Desde hacía mucho, la «izquierda» estaba asociada al
proletariado urbano, del que dependía en gran medida. Con independencia del
pragmático atractivo que tuvieran para las clases medias, los reformadores del
New Deal, de las socialdemocracias escandinavas y del Estado del bienestar
británico habían contado con el probable apoyo de una masa de trabajadores de
cuello azul y sus aliados rurales.
Sin
embargo, en el transcurso de la década de 1950 este proletariado de cuello azul
estaba fragmentándose y reduciéndose. El trabajo duro en las fábricas, las
minas y los transportes tradicionales estaba siendo sustituido por la
automatización, el auge de los servicios y una mano de obra cada vez más
feminizada. Ni siquiera en Suecia podían esperar los socialdemócratas ganar las
elecciones simplemente con la mayoría del voto obrero tradicional. La vieja
izquierda, con sus raíces en las comunidades de la clase trabajadora y en las
organizaciones sindicales, podía contar con el colectivismo instintivo y la
disciplina (y la obsequiosidad) de una mano de obra industrial cautiva. Pero
ésta representaba un porcentaje cada vez menor de la población.
La
nueva izquierda, como empezó a llamarse en aquellos años, era muy diferente.
Para la generación más joven, el «cambio» no sería resultado de una acción de
masas disciplinada, definida y dirigida por portavoces autorizados; de hecho,
el propio cambio parecía haber pasado del Occidente industrial a los países en
desarrollo o «Tercer Mundo». Acusaba de estancamiento y «represión» tanto al
comunismo como al capitalismo. La iniciativa de las acciones e innovaciones
radicales estaba ahora en manos de lejanos campesinos o de nuevos sectores
revolucionarios. Los «negros», los «estudiantes», las «mujeres» y, un poco después,
los «homosexuales», eran los candidatos a ocupar el lugar del proletariado
masculino.
Como
ninguno de estos sectores, ni en Estados Unidos ni en los demás países, estaba
representado por separado en las instituciones de las sociedades del bienestar,
la nueva izquierda se presentaba conscientemente como oposición no sólo a las
injusticias del orden capitalista, sino sobre todo a la «tolerancia represiva»
de sus formas más avanzadas: precisamente aquellos benevolentes administradores
que habían sido los responsables de que se liberalizasen los antiguos
constreñimientos y mejorase la condición de todos.
Sobre
todo, la nueva izquierda, y su base mayoritaria-mente joven, rechazaba el
colectivismo heredado de sus predecesores. Para la generación anterior de
reformadores, de Washington a Estocolmo, había sido evidente que «justicia»,
«igualdad de oportunidades» o «seguridad económica» eran objetivos comunes que
sólo podían alcanzarse mediante la acción colectiva. Cualesquiera que fuesen
las deficiencias de la regulación y el control desde arriba, eran el precio de
la justicia social, un precio que sin duda merecía la pena pagar.
La
generación siguiente veía las cosas de otra manera. La justicia social ya no
preocupaba a los radicales. Lo que unió a la generación de la década de 1960 no
fue el interés de todos, sino las necesidades y los derechos de cada uno. El
«individualismo» —la afirmación del derecho de cada persona a la máxima
libertad individual y a expresar sin cortapisas sus deseos autónomos, así como
a que éstos sean respetados e institucionalizados por la sociedad en su
conjunto— se convirtió en la consigna izquierdista del momento. «Prohibido
prohibir», «haz lo que quieras»: no son objetivos faltos de atractivo, pero se
trata de fines esencialmente privados, no de bienes públicos. No es de extrañar
que condujeran a la afirmación general de que «lo privado es político».
Así,
la política de los sesenta desembocó en un agregado de reivindicaciones
individuales a la sociedad y el Estado. La «identidad» empezó a colonizar el
discurso público: la identidad individual, la identidad sexual, la identidad
cultural. Desde ahí sólo mediaba un pequeño paso para la fragmentación de la
política radical y su metamorfosis en multiculturalismo. Curiosamente, la nueva
izquierda siguió siendo exquisitamente sensible a los atributos colectivos de
las personas en países distantes, donde sí se las podía agrupar en categorías
sociales anónimas como «campesino», «poscolonial», «subordinado», etcétera,
mientras que, en casa, el individuo predominaba sobre todo.
Con
independencia de lo legítimas que sean las reivindicaciones de los individuos y
de lo importantes que sean sus derechos, darles prioridad tiene un precio
inevitable: se debilita el sentido de un propósito común. Hubo un tiempo en que
cada uno recibía su vocabulario normativo de la sociedad —o de la clase o de la
comunidad—: lo que era bueno para todos, valía por definición para cada uno.
Pero no lo contrario: lo que es bueno para una persona puede (o no) ser de
valor o interés para otra. Los filósofos conservadores de la época anterior
comprendían bien esto, por lo que recurrieron al lenguaje y la imaginería
religiosos para justificar la autoridad tradicional y su ascendiente sobre cada
individuo.
Pero
el individualismo de la nueva izquierda no respetaba ni los fines colectivos ni
la autoridad tradicional: después de todo, era tanto nueva como izquierda. Lo
que quedaba era el subjetivismo de los intereses y deseos individuales, medidos
individualmente. A su vez, esto desembocó en un relativismo moral y estético:
si algo es bueno para mí, no me atañe a mí averiguar si también lo es para
alguien más, y mucho menos imponérselo («haz lo que quieras»).
Es
cierto que muchos radicales de la década de 1960 eran partidarios entusiastas
de las imposiciones, pero sólo cuando afectaban a pueblos distantes de los que
sabían poco. Retrospectivamente, es asombroso cuántos occidentales en Europa y
Estados Unidos expresaron su entusiasmo por la «revolución cultural» de Mao Zedong,
con su uniformidad dictatorial, mientras que en sus propios países definían la
reforma cultural como la maximización de la iniciativa y la autonomía
individuales.
Retrospectivamente,
puede parecer extraño que tantos jóvenes de los sesenta se identificaran con el
«marxismo» y con proyectos radicales de toda índole, al tiempo que se
distanciaban de las normas conformistas y los fines totalitarios. Pero el
marxismo era un paraguas retórico bajo el que podían tener cabida formas de
contestación muy diferentes —en buena medida porque ofrecía una continuidad
ilusoria con la generación radical anterior—. Bajo ese paraguas y reforzada por
esa ilusión, la izquierda se fragmentó y perdió todo sentido de un propósito
común. Por el contrario, adoptó un aire un tanto egoísta. En aquellos años, ser
de izquierda, ser radical, significaba estar centrado en uno mismo y en sus
preocupaciones y ser curiosamente estrecho de miras en sus intereses. Los
movimientos estudiantiles de izquierda estaban más preocupados por la hora de
cierre de las residencias de estudiantes que por las prácticas de los obreros
industriales; en Italia, universitarios de clase media alta pegaron palizas a
modestos policías en nombre de la justicia revolucionaria; las airadas críticas
proletarias a los explotadores capitalistas fueron desplazadas por consignas
irónicas y despreocupadas sobre la libertad sexual. Esto no quiere decir que la
nueva generación de radicales fuera insensible a la injusticia o a la iniquidad
política: las protestas contra la guerra de Vietnam y los disturbios raciales
de los sesenta no fueron insignificantes. Pero carecían de cualquier sentido de
propósito colectivo y, más bien, se entendían como extensiones de la expresión
y la ira individuales.
Estas
paradojas de la meritocracia —la generación de los sesenta fue sobre todo el
exitoso subproducto de los mismos Estados del bienestar en los que volcaba su
juvenil desprecio— reflejaban una debilidad. Las antiguas clases patricias
habían sido sucedidas por una generación de bienintencionados ingenieros
sociales, pero ninguna de ellas estaba preparada para la radical desafección de
sus hijos. El consenso implícito de las décadas de la posguerra se había roto y
estaba empezando a surgir un nuevo consenso, decididamente antinatural, en
torno a la primacía de los intereses individuales. Los jóvenes radicales nunca
habrían descrito sus fines de esa manera, pero fue la distinción entre las
valiosas libertades individuales y los irritantes constreñimientos públicos lo
que más tocaba sus emociones. Irónicamente, esta misma distinción es lo que
también definía a la nueva derecha que estaba surgiendo.
LA VENGANZA DE LOS
AUSTRIACOS
Hemos
de afrontar el hecho de que el mantenimiento de la libertad individual es
incompatible con la plena satisfacción de nuestra visión de la justicia distributiva.
Friedrich
Hayek
El
conservadurismo —por no mencionar la derecha ideológica— era una preferencia
minoritaria en las décadas que siguieron a la II Guerra Mundial. La antigua
derecha se había desacreditado en dos ocasiones. En el mundo angloparlante, los
conservadores habían sido incapaces de prever, comprender o corregir la
magnitud de los daños que provocó la Gran Depresión. Cuando estalló la guerra,
sólo el núcleo del antiguo Partido Conservador inglés y los inflexibles
republicanos Know Nothing seguían oponiéndose a los administradores semi
keynesianos en Londres y al New Deal en Washington para responder de forma
imaginativa a la crisis.
En
la Europa continental las élites conservadoras pagaron el precio de su
connivencia (y peor) con las potencias ocupantes. Tras la derrota del Eje
desaparecieron del poder y de los cargos políticos. En la Europa del Este, los
antiguos partidos de centro y de derecha fueron brutalmente destruidos por sus
sucesores comunistas, pero tampoco en Europa occidental había espacio para los
reaccionarios tradicionales. Una nueva generación de moderados ocupó su lugar.
Al
conservadurismo intelectual le fue algo mejor. Por cada Michael Oakeshott,
aislado en su riguroso desprecio del moderno bien pensant, había cien
intelectuales progresistas que propugnaban un consenso. Nadie prestaba mucha
atención a los partidarios del mercado libre o del «Estado mínimo», y aunque la
mayoría de los antiguos liberales seguían desconfiando instintivamente de la
ingeniería social, dieron su apoyo, aunque sólo fuera por prudencia, a un nivel
muy alto de activismo gubernamental. De hecho, en los años que siguieron a 1945
el centro de gravedad de la discusión política no se hallaba entre la izquierda
y la derecha, sino más bien dentro de la izquierda: entre los comunistas y sus
simpatizantes y el consenso liberal-socialdemócrata mayoritario.
Lo
más próximo a un conservadurismo teórico serio en aquellos años de consenso fue
obra de hombres como Raymond Aron en Francia, Isaiah Berlin en el Reino Unido y
—aunque en una clave bastante diferente— Sidney Hook en Estados Unidos. A los
tres les habría desagradado la etiqueta de «conservador»: eran liberales
clásicos, anticomunistas por razones éticas, además de políticas, y estaban
imbuidos del recelo decimonónico ante un Estado excesivamente poderoso. Cada
uno a su manera, eran realistas: aceptaban la necesidad de las provisiones del
bienestar y la intervención social, por no mencionar la tributación progresiva
y la consecución colectiva de bienes públicos. Pero por instinto y experiencia
se oponían a todas las formas de poder autoritario.
A
Aron se le conoció en aquellos años especialmente por su firme hostilidad a los
ideólogos marxistas dogmáticos y su lúcido apoyo a Estados Unidos, cuyas
deficiencias nunca negó. Berlin se hizo famoso por su conferencia de 1958 sobre
«Dos conceptos de libertad», en la que distinguió entre libertad positiva —la
consecución de derechos que sólo un Estado puede garantizar—y libertad
negativa: el derecho de cada uno a hacer lo que le parezca sin intromisiones.
Aunque él siempre se vio como un liberal tradicional, favorable a todas las
aspiraciones reformistas de la tradición liberal británica con la que se identificaba,
Berlin se convirtió en una referencia fundadora para una generación posterior
de neoliberales.
A
Hook, como a tantos estadounidenses de su tiempo, le preocupaba la lucha
anticomunista. Así, su liberalismo desembocó en la práctica en una defensa de
las libertades tradicionales de una sociedad abierta. De acuerdo con los
criterios imperantes en Estados Unidos, los hombres como Hook eran
socialdemócratas en todo menos en el nombre: tenían en común con otros
«liberales» estadounidenses como Daniel Bell una afinidad electiva por las
ideas y las prácticas políticas europeas. Pero la intensidad de su antipatía
por el comunismo tendía entre él y los conservadores más convencionales un
puente que en el futuro ambas partes cruzarían cada vez con más facilidad.
La
labor de la derecha renaciente se vio facilitada no sólo por el paso del tiempo
—a medida que la gente iba olvidando los traumas de las décadas de 1930 y 1940,
y estaba más abierta a las voces conservadoras tradicionales—, sino también por
sus oponentes. El narcisismo de los movimientos estudiantiles, los ideólogos de
la nueva izquierda y la cultura popular de la generación de los sesenta
invitaban a una reacción conservadora. Nosotros —podía afirmar ahora la
derecha— defendemos los «valores», la «nación», el «respeto», la «autoridad» y
el patrimonio y la civilización de un país o continente, o incluso de
«Occidente», que «ellos» (la izquierda, los estudiantes, los jóvenes, las
minorías radicales) ni comprenden ni sienten.
Llevamos
viviendo tanto tiempo con esta retórica que parece evidente que la derecha
recurriría a ella. Pero hasta mediados de los sesenta más o menos habría sido
absurdo pretender que la «izquierda» era insensible a la nación o a la cultura
tradicional, y mucho menos a la «autoridad». Por el contrario, la vieja
izquierda era incorregiblemente anticuada en esas cuestiones. Los valores
culturales de un Keynes o un Reith, un Malraux o un De Gaulle eran compartidos
acríticamente por muchos de sus oponentes de izquierda: excepto durante un
breve periodo después de la Revolución Rusa, la izquierda política mayoritaria
era tan convencional en la estética como en casi todo lo demás. Si la derecha
se hubiera visto obligada a enfrentarse exclusivamente a los socialdemócratas y
a los liberales de viejo cuño, nunca habría logrado el monopolio del
conservadurismo cultural y los «valores».
Donde
los conservadores podían señalar un contraste entre ellos y la vieja izquierda
era precisamente en la cuestión del Estado y sus usos. Pero incluso en esto,
hasta mediados de los años setenta no apareció una nueva generación de
conservadores que se atreviera a poner en tela juicio el «estatismo» de sus
predecesores y ofreciera recetas radicales para salir de lo que describía como
la «esclerosis» de unos gobiernos excesivamente ambiciosos y su efecto
asfixiante sobre la iniciativa privada.
Margaret
Thatcher, Ronald Reagan y —mucho más tímidamente— Valéry Giscard d’Estaing en
Francia fueron los primeros políticos de grandes partidos situados a la derecha
del centro que se aventuraron a romper el consenso de la posguerra. Es cierto
que en las elecciones presidenciales de 1964 Barry Goldwater había hecho una
temprana incursión en ese sentido: con desastrosas consecuencias. Seis años
después, Edward Heath —el futuro primer ministro conservador— experimentó con
propuestas para favorecer mercados más libres y un Estado menos
intervencionista, pero fue castigado violenta e injustamente por su aplicación
«anacrónica» de ideas económicas periclitadas y se vio obligado a dar marcha
atrás apresuradamente.
Como
sugiere el tropiezo de Heath, aunque a muchas personas les irritaba el poder
excesivo de los sindicatos o la indiferencia burocrática, no estaban dispuestas
a considerar una retirada en toda la regla. El consenso socialdemócrata y sus
encarnaciones institucionales podían ser tediosos e incluso paternalistas, pero
funcionaban, y la gente lo sabía. Mientras la mayoría creyó que la «revolución
keynesiana» había llevado a cabo cambios irreversibles, los conservadores se
hallaban en un callejón sin salida. Podían ganar batallas culturales sobre los
«valores» y la «moral», pero si no eran capaces de llevar el debate de las
políticas públicas por otros derroteros muy diferentes, estaban condenados a
perder la guerra económica y política.
Por
tanto, la victoria del conservadurismo y la profunda transformación que llevó a
cabo durante las tres décadas siguientes estaban lejos de ser inevitables: fue
necesaria una revolución intelectual. En el transcurso de poco más de una
década, el «paradigma» dominante de la conversación pública pasó del entusiasmo
intervencionista y la consecución de bienes públicos a una visión del mundo que
encuentra su mejor expresión en el notorio lema de Margaret Thatcher: «La
sociedad no existe, sólo hay individuos y familias». En Estados Unidos, casi
exactamente por las mismas fechas, Ronald Reagan alcanzó una popularidad
duradera cuando afirmó que «estaba amaneciendo en América». El gobierno ya no
era la solución, sino el problema.
Si
el gobierno es el problema y la sociedad no existe, el papel del Estado vuelve
a quedar reducido al de facilitador. La labor del político consiste en
averiguar qué es lo mejor para el individuo y después ofrecerle las condiciones
para que trate de conseguirlo con una interferencia mínima. El contraste con el
consenso keynesiano no puede ser mayor: de hecho, el propio Keynes pensaba que
el capitalismo no sobreviviría si se limitaba a proporcionar a los ricos los
medios para hacerse más ricos.
Fue
precisamente esta concepción tan miope del funcionamiento de una economía de
mercado lo que, en su opinión, condujo al abismo. Entonces, ¿por qué en nuestro
tiempo caímos de nuevo en una confusión semejante, reduciendo la conversación
pública a un debate planteado en términos estrechamente económicos? Para que el
consenso keynesiano se abandonara con tanta facilidad y aparente unanimidad,
los contra argumentos debieron de ser muy poderosos. Lo eran, y no se
presentaron por sí solos.
Nosotros
somos los involuntarios herederos de un debate con el que la mayoría de la
gente no está familiarizada. Cuando se nos pregunta qué hay tras el nuevo
(viejo) pensamiento económico, podemos responder que fue ideado por economistas
anglo-estadounidenses que en su mayoría estaban relacionados con la Universidad
de Chicago. Pero si preguntamos de dónde venían las ideas de los Chicago boys,
vemos que la mayor influencia la ejercieron un grupo de extranjeros, todos
ellos inmigrantes de Europa central: Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Joseph
Schumpeter, Karl Popper y Peter Drucker.
Von
Mises y Hayek eran los distinguidos «abuelos» de la Escuela de Chicago de la
economía de libre mercado. A Schumpeter se le conoce más por su entusiasta
descripción de la creatividad destructiva del capitalismo y a Popper por su
defensa de la «sociedad abierta» y sus escritos sobre totalitarismo. En cuanto
a Drucker, sus publicaciones sobre gestión ejercieron una enorme influencia
sobre la teoría y la práctica de las empresas en las prósperas décadas de la posguerra.
Tres de estos hombres habían nacido en Viena, el cuarto (Von Mises) en el
Lemberg austriaco (actualmente Lvov), y el quinto (Schumpeter) en Moravia, unas
docenas de kilómetros al norte de la capital imperial. Los cinco quedaron
profundamente afectados por la catástrofe que sacudió su Austria natal de
entreguerras.
Tras
el cataclismo de la I Guerra Mundial y un breve experimento municipal
socialista en Viena (en cuyos debates sobre la socialización económica
participaron Hayek y Schumpeter), el país sufrió un golpe reaccionario en 1934
y, cuatro años después, la invasión y la ocupación nazis. Como a muchos otros,
estos acontecimientos obligaron a exiliarse a los jóvenes economistas
austríacos, y todos ellos —Hayek en particular— elaborarían sus escritos y
doctrinas a la sombra de lo que se convirtió en el interrogante central de su
época: ¿por qué se había derrumbado la Austria liberal y se había impuesto el
fascismo?
Su respuesta: los fallidos intentos de
la izquierda (marxista) de introducir en Austria después de 1918 la
planificación estatal, los servicios municipales y la colectivización económica
no sólo habían fracasado, sino que habían conducido directamente a la
contrarreacción. Así, Popper, por mencionar el caso más conocido, sostenía que
la indecisión de sus contemporáneos socialistas —paralizados por la fe en las
«leyes históricas»— no podía hacer frente a la energía radical de los
fascistas, que actuaban.12 El problema era que los socialistas tenían demasiada
fe tanto en la lógica de la historia como en la razón de los hombres. Los
fascistas, a quienes ambas cosas resultaban indiferentes, estaban
extraordinariamente bien situados para imponerse.
Por
tanto, en opinión de Hayek y sus contemporáneos, la tragedia europea la habían
provocado las deficiencias de la izquierda: primero por su incapacidad para
alcanzar sus objetivos y, después, por no haber podido hacer frente al desafío
de la derecha. Por caminos independientes, todos ellos llegaron a la misma
conclusión: la mejor —en realidad, la única— manera de defender el liberalismo
y una sociedad abierta era mantener al Estado alejado de la vida económica. Si
se mantenía a la autoridad a una distancia prudencial, si se impedía a los
políticos —por bienintencionados que fueran— planificar, manipular o dirigir
los asuntos de sus conciudadanos, sería posible mantener a distancia a los
extremistas de derecha y de izquierda.
Como
hemos visto, ese mismo dilema —cómo entender lo que había ocurrido en el
periodo de entre guerras e impedir que volviera a ocurrir— fue al que se
enfrentó Keynes. De hecho, el economista inglés se planteaba esencialmente los
mismos problemas que Hayek y sus colegas austríacos. No obstante, para Keynes
se había hecho evidente que la mejor defensa contra el extremismo político y el
colapso económico era incrementar el papel del Estado, lo que significaba,
entre otras cosas, la intervención económica contra cíclica.
Hayek
proponía lo contrario. En su clásico Camino de servidumbre, escrito en 1944,
sostenía: Ninguna descripción en términos generales puede dar una idea
suficiente de la semejanza de gran parte de la literatura política inglesa
actual con las obras que destruyeron la fe en la civilización occidental en
Alemania y crearon el estado de ánimo en el que pudo triunfar el nazismo.
En
otras palabras, Hayek —que ahora vivía en Inglaterra y enseñaba en la London
School of Economics— estaba proyectando explícitamente (sobre la base del
precedente austríaco) un futuro fascista si el laborismo llegaba al poder en Gran
Bretaña con el programa de bienestar y servicios sociales que constituía el eje
de su campaña. Como sabemos, los laboristas ganaron. Pero lejos de preparar el
terreno a un renacimiento del fascismo, su victoria contribuyó a estabilizar el
país en la posguerra.
Durante
los años que siguieron a 1945, a la mayoría de los observadores inteligentes
les parecía que los austríacos habían cometido un simple error de categorías.
Como muchos otros refugiados, habían supuesto que las condiciones que
condujeron a la quiebra del capitalismo liberal en la Europa de entreguerras
serían reproducibles de forma permanente e infinita. Por tanto, a ojos de
Hayek, Suecia era otro país condenado a seguir la senda alemana hacia el abismo
gracias al éxito político de su mayoría socialdemócrata en el gobierno y a su
ambiguo programa legislativo.
Al
malinterpretar las lecciones del nazismo —o aplicar asiduamente un reducido
número de ellas de forma muy selectiva—, los intelectuales refugiados de Europa
central se marginaron a sí mismos en el próspero entorno occidental de la
posguerra. En palabras de Anthony Crosland, que escribía en 1956, en el apogeo
de la confianza socialdemócrata de la posguerra, «nadie que tenga cierta
reputación cree ya la otrora popular tesis de Hayek de que cualquier
interferencia en el mecanismo del mercado nos abocaría al descenso por la
resbaladiza pendiente que conduce al totalitarismo».15
Los
intelectuales refugiados —y en especial los economistas— experimentaban un
resentimiento endémico hacia sus refractarios anfitriones. Todo pensamiento
social no individualista —cualquier argumento que descansase sobre categorías
colectivas, objetivos comunes o las nociones de bienes sociales, justicia,
etcétera— despertaba en ellos inquietantes recuerdos de convulsiones pasadas.
Pero incluso en Austria y Alemania las condiciones habían cambiado
radicalmente: sus recuerdos tenían poca o ninguna aplicación práctica. Los
hombres como Hayek o Von Mises parecían condenados a ser marginales cultural y
profesionalmente. Sólo cuando los Estados del bienestar, cuyo fracaso habían
predicho con tanta diligencia, empezaron a sufrir dificultades, volvieron a
encontrar una audiencia para sus opiniones: la tributación alta inhibe el
crecimiento y la eficacia, la regulación gubernamental ahoga la iniciativa y el
espíritu empresarial, cuanto más pequeño es el Estado, más saludable es la
sociedad, y así sucesivamente.
Por
tanto, cuando recapitulamos los tópicos convencionales sobre los mercados
libres y las libertades occidentales, en realidad estamos reflejando —como la
luz de una estrella que se apaga— un debate inspirado y mantenido hace setenta
años por hombres que, en su mayor parte, habían nacido a finales del siglo XIX.
Desde luego, los términos económicos que se están imponiendo en el pensamiento
actual no suelen estar asociados con aquellas desavenencias y experiencias
políticas. La mayoría de los estudiantes de las escuelas de negocios nunca han
oído hablar de algunos de esos exóticos pensadores extranjeros y tampoco se
fomenta su lectura. Sin embargo, si no comprendemos los orígenes austríacos de
su (y nuestro) pensamiento, es como si habláramos una lengua que no acabamos de
entender.
Quizá
merezca la pena señalar aquí que ni siquiera a Hayek se le puede considerar responsable
de las simplificaciones ideológicas de sus acólitos. Como Keynes, consideraba
la economía una ciencia interpretativa que no se presta a la predicción y la
precisión. Si la planificación era errónea para Hayek es porque
obligatoriamente se basaba en cálculos y predicciones que, en lo esencial, eran
absurdos y por tanto irracionales. La planificación no era un tropiezo moral, y
mucho menos criticable de acuerdo con algún principio general. Simplemente no
era factible, y, si hubiera sido coherente, Hayek habría reconocido que
prácticamente lo mismo puede decirse de las teorías «científicas» del mecanismo
de mercado.
Desde
luego, la diferencia es que la planificación debía imponerse para que
funcionara como se pretendía y por tanto conducía directamente a la dictadura:
éste era el verdadero enemigo de Hayek. El mercado eficiente quizá fuera un
mito, pero al menos no entrañaba coerción desde arriba. En cualquier caso, su
dogmático rechazo de todo control central propició la acusación de...
dogmatismo. Fue Michael Oakeshott quien observó que el «hayekismo» era a su vez
una doctrina: «Un plan para oponerse a toda planificación puede ser mejor que
su opuesto, pero pertenece al mismo estilo de política».16
En
Estados Unidos, entre la nueva generación de ufanos económetras (una
subdisciplina sobre cuyo pretendido cientifismo tanto Hayek como Keynes habrían
tenido mucho que decir), la idea de que el socialismo democrático es
inalcanzable y tiene consecuencias perversas ha cobrado un carácter casi
teológico. Este credo se ha vinculado a la condena popular de todo esfuerzo por
acrecentar el papel del Estado —o del sector público— en la vida diaria de los
ciudadanos estadounidenses.
En
el Reino Unido esta extensión concreta de la lección austríaca no ha adquirido
un atractivo similar. Las razones son evidentes: la popularidad de la atención
sanitaria gratuita o de la educación superior subvencionada, por mencionar los
ejemplos más conocidos. Pero en el transcurso de la era Thatcher-Blair-Brown la
santificación de los banqueros, corredores de bolsa, inversores, nuevos ricos y
cualquiera que tenga acceso a grandes sumas de dinero ha conducido a una gran
admiración por una «industria de los servicios financieros» con una regulación
mínima, y la consiguiente fe en el funcionamiento, benevolente por naturaleza,
del mercado global de productos financieros.
Exactamente
qué habrían pensado Hayek o incluso Schumpeter, el profeta de la destrucción
capitalista, de este grosero culto al dinero y a quienes lo poseen es otra
cuestión. Pero no puede haber ninguna duda de que lo que se toma por
justificación de la vasta y creciente brecha de riqueza en la Gran Bretaña de
hoy proviene de la apología de una regulación mínima, la menor interferencia
posible y las virtudes del sector privado a las que los escritos económicos de
los austríacos contribuyeron tan directamente.
El
caso británico, incluso más que el estadounidense, apunta a las consecuencias
prácticas de esta retro transformación del lenguaje económico moderno, aunque la
triste historia del entusiasmo islandés por las indómitas rutas del pillaje
bancario es aún más ilustrativa. Comenzamos con un puñado de destacados
intelectuales exiliados en la Europa de entreguerras, pasamos por dos
generaciones de economistas académicos empeñados en reconfigurar su
disciplina... y llegamos a los escándalos de las bancarrotas, las hipotecas
basura, las finanzas privadas y los fondos de inversión de años recientes.
Detrás
de cada cínico (o simplemente incompetente) ejecutivo bancario o inversor hay
un economista que le asegura (y a nosotros), desde una posición de autoridad
intelectual indiscutida, que sus actos son útiles socialmente y que, en todo
caso, no deben ser sometidos al escrutinio público. Detrás de ese economista y
de sus crédulos lectores están los participantes en debates periclitados. Así,
la desvaída condición de nuestro actual lenguaje público —nuestra incapacidad
para pensar más allá de las categorías y los tópicos que conforman y
distorsionan la política tanto en Washington como en Londres— es un homenaje a
una de las grandes intuiciones de Keynes:
Los
hombres prácticos, que se consideran exentos de toda influencia intelectual,
suelen ser esclavos de algún economista ya caduco. Los orates en el poder, que
oyen voces en el aire, extraen su frenesí de algún escritorzuelo académico de
hace años. Estoy seguro de que el poder de los intereses creados se ha
exagerado enormemente en comparación con la restricción gradual de las ideas.
El CULTO DE LO
PRIVADO
Sugerir
la acción social por el bien público a la ciudad de Londres es como discutir El
origen de las especies con un obispo de hace sesenta años.
John
Maynard Keynes
Entonces,
¿qué han hecho los «orates en el poder» de los que hablaba Keynes con las ideas
que heredaron de economistas caducos? Han empezado a desmantelar las
competencias e iniciativas propiamente económicas del Estado. Es importante que
quede claro: esto no ha significado ninguna reducción del Estado per se.
Margaret Thatcher—como George W. Bush y Tony Blair después de ella— nunca dudó
en reforzar los instrumentos represivos y de recogida de información del
gobierno central. Gracias a las cámaras de circuito cerrado, las escuchas
telefónicas, Homeland Security, Independent Safeguarding Authority y otros
mecanismos, ha seguido ampliándose el control panóptico que el Estado moderno
ejerce sobre sus súbditos. Mientras que Noruega, Finlandia, Francia, Alemania y
Austria —todos ellos Estados niñera, «de la cuna a la tumba»— nunca han
recurrido a ese tipo de medidas excepto en tiempos de guerra, son las
sociedades de mercado anglosajonas, que tanto se vanaglorian de sus libertades,
las que han ido más lejos en estas direcciones orwellianas.
Por
de pronto, si tuviéramos que identificar una sola consecuencia general de la
transformación intelectual que caracterizó el último tercio del siglo xx,
probablemente sería el culto al sector privado y, en particular, el culto a la
privatización. Algunos dirían que el entusiasmo por desprenderse de los bienes
públicos sólo era pragmático. ¿Por qué privatizar? Porque en una época de
restricciones presupuestarias la privatización parece que ahorra dinero. Si el
Estado posee una fábrica ineficaz o un servicio caro —el suministro de agua,
por ejemplo, o los ferrocarriles—, se desprende de él mediante la transferencia
a compradores privados.
La
venta aporta dinero a las arcas del Estado. Mientras, al entrar en el sector
privado, la empresa en cuestión se hace más eficiente gracias al afán de lucro.
Todo el mundo sale ganando: el servicio mejora, el Estado se libra de una
responsabilidad que en realidad no le corresponde, los inversores obtienen
beneficios y el sector público obtiene unos ingresos únicos por la venta. Por
lo tanto, aparentemente la privatización representa una retirada de las
preferencias dogmáticas centradas en el Estado y la vuelta al cálculo
estrictamente económico.
Después
de todo, «no se ha podido demostrar prácticamente en ningún país que el
rendimiento de las industrias nacionalizadas fuera mejor que el de las empresas
privadas o mixtas».18 Y las desventajas de la propiedad pública son indudables.
En el Reino Unido en especial, el Tesoro se limitaba a exprimir compañías que
eran potencialmente rentables. Se invertía lo mínimo y la mayor parte de los
beneficios iban a engrosar las arcas públicas. Así, se esperaba que el
ferrocarril y las minas mantuvieran los precios bajos por razones sociales y
políticas, pero, al mismo tiempo, se les exigía que dieran beneficios.
A
la larga, esto hizo que las empresas no fueran rentables. En otros lugares, en
Suecia, por ejemplo, el Estado intervenía menos en la economía, pero con
frecuencia regulaba sueldos, condiciones, precios y productos, lo que tenía un
efecto amortiguador. De esta forma, a los beneficios económicos a corto plazo
de la privatización había que sumar un hipotético incremento en la iniciativa y
la eficacia. Se suponía razonablemente que, como mínimo, una empresa de
propiedad pública que pasaba a manos privadas se beneficiaría de inversiones a largo
plazo y precios eficientes.
Esto
en cuanto a la teoría. La práctica ha sido muy diferente. Con la llegada del
Estado moderno (en especial durante el transcurso del siglo pasado),
transportes, hospitales, escuelas, servicios postales, ejércitos, prisiones,
fuerzas de policía y el acceso económico a la cultura — servicios esenciales en
los que el afán de lucro no tiene un efecto beneficioso— pasaron a depender de
la regulación o del control público. Ahora se les está devolviendo a los
empresarios privados.
Hemos
presenciado un traspaso continuado de la responsabilidad pública al sector
privado sin que ello haya representado ninguna ventaja colectiva evidente. Al
contrario de lo que pretenden el mito popular y la teoría económica, la
privatización es ineficiente. La mayoría de las cosas que a los gobiernos les
ha parecido oportuno traspasar al sector privado estaba dando pérdidas: tanto
si se trataba de ferrocarriles, minas, servicios postales, o suministro de
energía, costaban más proporcionarlos y mantenerlos que los ingresos que
pudieran generar.
Precisamente
por esta razón dichos bienes públicos carecían intrínsecamente de atractivo
para los compradores privados a no ser que se ofrecieran con grandes
descuentos. Pero cuando el Estado vende barato, el público pierde. Se ha
calculado que, en el transcurso de la era Thatcher de privatizaciones en el
Reino Unido, el precio deliberadamente bajo al que se pusieron a la venta
antiguos activos públicos resultó en una transferencia neta de 14.000 millones
de libras de los contribuyentes a los accionistas e inversores.
A
esta pérdida habría que sumar 3.000 millones de libras en comisiones a los
banqueros que realizaron las transacciones en las privatizaciones. Por lo
tanto, el Estado desembolsó al sector privado en torno a 17.000 millones de
libras (30.000 millones de dólares) para facilitar la venta de activos para los
cuales no habría habido comprador en otro caso. Son sumas importantes de dinero
—aproximadamente la dotación de la Universidad de Harvard, por ejemplo, o el
PIB de Paraguay o el de Bosnia-Herzegovina-—. Difícilmente puede interpretarse
esto como un uso eficiente de los recursos públicos.
Una
razón de que la privatización en el Reino Unido parezca engañosamente
beneficiosa es que coincide con el final de décadas de decadencia británica en
comparación con sus competidores europeos. Pero esto se debió casi
exclusivamente al descenso de las tasas de crecimiento en los demás países: no
hubo un repentino cambio de tendencia en el comportamiento económico británico.
El mejor estudio que se ha realizado sobre este tema concluye que la
privatización en sí tuvo un impacto decididamente modesto sobre el crecimiento
económico a largo plazo, mientras que propició una redistribución regresiva de
la riqueza de los contribuyentes y consumidores a los accionistas de las
compañías recién privatizadas.
La
única razón para que los inversores privados estén dispuestos a adquirir bienes
públicos que en apariencia son ineficientes es que el Estado elimina o reduce
su exposición al riesgo. En el caso del Metro de Londres, por ejemplo, se creó
un «Consorcio Público-Privado» [Public-Private Partnership o PPP] para invitar
a los inversores interesados a participar. Se aseguró a las compañías
compradoras que pasara lo que pasara estarían protegidas contra pérdidas graves
—lo que debilita el argumento a favor de la privatización: el afán de lucro—.
En esas condiciones privilegiadas el sector privado resulta al menos tan
ineficaz como el público: se embolsa los beneficios y deja que el Estado cargue
con las pérdidas.
El
resultado ha sido el peor tipo de «economía mixta»: una empresa privada apoyada
indefinidamente por fondos públicos. En Gran Bretaña, los recién privatizados
Grupos de Hospitales del Servicio Nacional de la Salud quiebran periódicamente:
casi siempre porque se les insta a que generen todos los beneficios posibles,
pero se les prohíbe cobrar lo que piensan que el mercado puede soportar.
Entonces, los trusts de hospitales (como el Metro de Londres, cuyo PPP se
hundió en 2007) acuden al gobierno para que se haga cargo de la factura. Guando
esto ocurre en serie — como pasó con los ferrocarriles privatizados—, el efecto
es una paulatina renacionalización de facto, pero sin ninguna de las ventajas
del control público.
El
resultado es un albur moral. El popular tópico de que los bancos que pusieron
de rodillas a las finanzas internacionales en 2008 eran «demasiado grandes para
dejar que se hundieran» se puede extender infinitamente. Ningún gobierno puede
permitir que su sistema de ferrocarriles «se hunda». No se puede dejar que las
compañías eléctricas o de gas privatizadas, o las redes de control del tráfico
aéreo, acaben paralizándose por la mala gestión o por incompetencia financiera.
Y, claro está, sus nuevos gestores y propietarios lo saben.
Es
curioso que este aspecto escapara a la aguda vista de Friederich Hayek. Con
todo lo que insistió en que las industrias monopolísticas (incluidos el
ferrocarril y los servicios públicos) debían dejarse en manos privadas, no se
preocupó de prever las implicaciones: como nunca podría permitirse que esos
servicios nacionales vitales quebraran, los nuevos dueños podrían correr
riesgos, malgastar o hacer un uso indebido de los fondos, sabedores de que el
gobierno acudiría al rescate.
El
albur moral se produce incluso en el caso de instituciones y negocios que en
principio son beneficiosos para la colectividad. Recordemos lo que ocurrió con
Fannie Mae y Freddie Mac, las agencias privadas responsables de facilitar
hipotecas a los estadounidenses de clase media: un servicio vital para el
bienestar de una economía de consumo basada en la propiedad de la vivienda y
los créditos baratos. Antes de la quiebra de 2008, Fannie Mae llevaba varios
años recibiendo préstamos del gobierno (a unas tasas de interés artificialmente
bajas) y prestándolo comercialmente con beneficios muy sustanciales.
Como
se trataba de una empresa privada (aunque con acceso privilegiado a los fondos
públicos), esos beneficios representaban dinero público reciclado para los
accionistas y ejecutivos de la compañía. El hecho de que a consecuencia de esas
transacciones interesadas se concedieran millones de hipotecas sólo constituye
un agravante: cuando Fannie Mae se vio obligada a resolver los préstamos, causó
un gran sufrimiento a una amplia franja de la clase media estadounidense.
Los
estadounidenses han privatizado menos que sus admiradores británicos. Pero la
dotación deliberadamente insuficiente de servicios públicos, como Amtrak, que
no cuentan con el favor gubernamental ha desembocado en un servicio inadecuado,
condenado a ser ofrecido más pronto o más tarde a precio de saldo a un
comprador privado. En Nueva Zelanda, donde el gobierno privatizó los servicios
de ferrocarril y de transbordadores en la década de 1990, sus nuevos
propietarios les despojaron implacablemente de todos los activos vendibles. En
julio de 2008 el gobierno de Wellington no tuvo más remedio que volver a poner
bajo control público un transporte eviscerado y que seguía dando pérdidas, pero
con un coste mucho mayor del que habría sido necesario si se hubiera invertido
debidamente en él desde el principio.
En
la historia de la privatización hay ganadores además de perdedores. En Suecia,
tras una crisis bancaria que dejó al Estado con una grave falta de ingresos, el
gobierno (conservador) de comienzos de los años noventa reasignó el 14 por
ciento de las aportaciones para la jubilación, hasta entonces monopolizadas por
el Estado, a planes de pensiones privados. Como cabía esperar, los principales
beneficiarios de la operación fueron las compañías de seguros. De la misma
forma, entre las condiciones en que los servicios públicos británicos se
vendieron al mejor postor estaba la «prejubilación» de decenas de miles de
trabajadores. Éstos perdieron sus empleos y el Estado tuvo que cargar con unas
pensiones para las que no había suficientes fondos, pero a los accionistas de
las nuevas compañías privatizadas se les eximió de toda responsabilidad.
Entregar
la propiedad a los empresarios permite al Estado desentenderse de sus
obligaciones morales. Esto fue deliberado: en el Reino Unido, entre 1979 y 1996
(es decir, durante los años de Thatcher y de Major), la proporción del sector
privado de servicios personales subcontratada por el gobierno ascendió del 11
al 34 por ciento, correspondiendo el incremento mayor al cuidado residencial de
personas mayores, niños y enfermos mentales. Los recién privatizados hogares y
centros de atención lógicamente redujeron la calidad del servicio para aumentar
los beneficios y los dividendos. De esta forma, el Estado del bienestar se fue
desmontando a hurtadillas para beneficio de un puñado de empresarios y
accionistas.
La
subcontratación nos lleva al tercer argumento, quizá el más revelador, contra
la privatización. Muchos de los bienes y servicios de los que los Estados
tratan de desprenderse han sido mal gestionados: por incompetencia, inversiones
insuficientes, etcétera. No obstante, por mala que sea la gestión, los
servicios postales, las redes ferroviarias, las residencias para jubilados, las
cárceles y otras provisiones objeto de la privatización no pueden dejarse por
completo a los caprichos del mercado. En la gran mayoría de los casos son
intrínsecamente el tipo de actividad que alguien debe regular: por eso acabaron
en las manos públicas en su momento.
La
disposición semiprívada-semipública de responsabilidades que en lo esencial son
colectivas nos lleva de nuevo a una historia que ya es muy vieja. Si su
declaración de impuestos es investigada actualmente en Estados Unidos es porque
el gobierno ha decido investigarle, pero lo más probable es que la
investigación en sí la realice una compañía privada. El gobierno ha
subcontratado el servicio para que alguien lo lleve a cabo en nombre del
Estado, de la misma forma que Washington contrata a agentes privados para que
se encarguen (con beneficios) de la seguridad, el transporte y el know-how
técnico en Irak y Afganistán.
En
suma, los gobiernos ceden cada vez más sus responsabilidades a empresas
privadas, que ofrecen administrarlas mejor que el Estado y con menores costes.
En el siglo XVIII esto se llamaba tax farming: la venta de los derechos de
recaudación. Los primeros gobiernos modernos con frecuencia carecían de medios
para recaudar impuestos y por tanto invitaban a individuos privados a que
presentaran ofertas para encargarse de esa tarea. Quien hacía la oferta más
alta obtenía el empleo y —una vez que había pagado la suma estipulada— podía
recaudar lo que le pareciese y quedárselo. El gobierno aceptaba un descuento en
sus ingresos impositivos previstos a cambio de un anticipo en efectivo.
Después
de la caída de la monarquía en Francia hubo un consenso general en que ese
sistema era absurdo e ineficiente. En primer lugar, desacredita al Estado,
que en la mentalidad popular estaba representado por un avaro recaudador
privado. En segundo lugar, genera bastantes menos ingresos que un sistema de
recaudación gubernamental bien administrado, aunque sólo sea por el margen de
beneficio del recaudador privado. Y, en tercer lugar, despierta hostilidad
entre los contribuyentes.
Actualmente,
en Estados Unidos y en el Reino Unido tenemos un Estado desacreditado y una
plétora de avaros recaudadores privados. Lo interesante es que (todavía) no
tengamos contribuyentes hostiles —o, en todo caso, lo suelen ser por las
razones equivocadas—. No obstante, el problema que nos hemos creado es
comparable en lo esencial al del Ancien Régime.
Hoy
ocurre como en el siglo XVIII: al eviscerar las competencias y
responsabilidades del Estado, hemos debilitado su posición pública. Hay pocas
personas en Inglaterra, y menos aún en Estados Unidos, que sigan creyendo en lo
que una vez se consideró la «misión del servicio público»: la obligación de
proporcionar ciertos tipos de bienes y servicios por el simple hecho de que son
de interés público. No está claro que un gobierno que reconoce su renuencia a
asumir esas responsabilidades y que prefiere trasladarlas al sector privado y
dejarlas a los caprichos del mercado esté haciendo algo para aumentar su
eficiencia, pero desde luego está renunciando a atributos fundamentales del
Estado moderno.
En
efecto, la privatización invierte el proceso secular en virtud del cual el
Estado se fue haciendo cargo de cosas que las personas no podían o no querían
asumir individualmente. Las corrosivas consecuencias de esto para la vida
pública se ponen inadvertidamente de manifiesto, como en tantos casos, en el
nuevo «lenguaje político». En los círculos universitarios británicos el mercado
como metáfora domina la conversación. se pide a decanos y jefes de departamento
que evalúen la «producción» y el «impacto» económico al juzgar la calidad de un
trabajo. Cuando los políticos y los funcionarios ingleses se dignan a
justificar el abandono de los monopolios de servicios públicos tradicionales,
hablan de «diversificar a los proveedores». Cuando en junio de 2008 el
secretario británico de Trabajo y pensiones anunció los planes para priva-tizar
los servicios sociales —incluidos los programas paliativos de lucha contra el
desempleo a corto plazo que permitían a Whitehall publicar unas cifras de paro
engañosamente bajas— afirmó que estaba «optimizando la provisión del
bienestar».
¿Qué
significa para quienes están en el otro extremo cuando todo, desde el autobús
local al funcionario de la libertad condicional, son parte de alguna empresa
privada que mide su rendimiento exclusivamente de acuerdo con un criterio de
rentabilidad a corto plazo? En primer lugar, hay un impacto negativo sobre el
bienestar (por utilizar la misma jerga). La principal deficiencia de los
antiguos servicios públicos era la naturaleza restrictiva de sus recursos y
regulaciones —la talla única: los puntos de venta de alcohol suecos, los cafés
de los ferrocarriles británicos, los centros de asistencia sindicalizados en
Francia, etcétera—. Pero al menos la provisión era universal y para bien o para
mal se les consideraba responsabilidad pública.
El
auge de la cultura empresarial ha destruido todo esto. Una compañía telefónica
privatizada puede crear centros de atención al cliente automatizados y corteses
(mientras que en las antiguas empresas nacionalizadas, nadie se hacía ilusiones
de que sus quejas fueran escuchadas); pero no ha cambiado nada sustancial.
Además, un servicio social proporcionado por una empresa privada no se presenta
como un bien colectivo al que pueden acceder todos los ciudadanos. No es de
extrañar que se haya producido un marcado descenso en el número de personas que
solicitan prestaciones y servicios a los que tienen derecho.
El
resultado es una sociedad eviscerada. El ciudadano de a pie —que necesita
subsidio de desempleo, atención médica, prestaciones sociales u otros servicios
instituidos oficialmente— ya no acude de manera instintiva al Estado, la
administración o el gobierno. La prestación o el servicio en cuestión ahora lo
«suministra» con frecuencia un intermediario privado. Por lo tanto, la densa
trama de interacciones sociales y bienes públicos ha quedado reducida al
mínimo, y lo único que vincula al ciudadano con el Estado es la autoridad y la
obediencia.
Esta
reducción de la «sociedad» a una tenue membrana de interacciones entre
individuos privados se presenta hoy como la ambición de los liberales y de los
partidarios del mercado libre. Pero nunca deberíamos olvidar que primero, y
sobre todo, fue el sueño de los jacobinos, los bolcheviques y los nazis: si no
hay nada que nos una como comunidad o como sociedad, entonces dependemos
enteramente del Estado. Los gobiernos que son demasiado débiles o están
demasiado desacreditados como para actuar a través de sus ciudadanos es más
probable que traten de alcanzar sus fines por otros medios: exhortando,
persuadiendo, amenazando y, en última instancia, forzando a las personas a
obedecerlos. La pérdida de un propósito social articulado a través de los
servicios públicos en realidad aumenta los poderes de un Estado todopoderoso.
Este
proceso no tiene nada de misterioso: Edmund Burke lo describió acertadamente en
su crítica de la Revolución Francesa. Toda sociedad —sostiene en sus Reflexiones
sobre la Revolución Francesa— que destruye el tejido de su Estado no tarda en
«desintegrarse en el polvo y las cenizas de la individualidad». Al eviscerar
los servicios públicos y reducirlos a una red de proveedores privados
subcontratados hemos empezado a desmantelar el tejido del Estado. En cuanto al
polvo y las cenizas de la individualidad, a lo que más se parece es a la guerra
de todos contra todos de la que hablaba Hobbes, en la que, para muchas
personas, la vida se ha vuelto de nuevo solitaria, pobre y más que un poco
desagradable.
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