NAOMI KLEIN
LA DOCTRINA DEL SHOCK
El auge del capitalismo del desastre.
PRIMERA PARTE
LOS
DOS INGENIEROS DEL “SHOCK” INVESTIGACIÓN Y
DESARROLLO
Capítulo 1
EL
LABORATORIO DE LA TORTURA
Ewen Cameron, la CIA y la maníaca obsesión por erradicar y recrear
la mente humana
Capítulo 2
EL
OTRO DOCTOR SHOCK
Milton Friedman y la búsqueda de un laboratorio de laissez-faire
SEGUNDA PARTE
LA
PRIMERA PRUEBA
DOLORES DE PARTO
Capítulo 3
ESTADOS DE SHOCK
El sangriento nacimiento de la
contrarrevolución
Capítulo 4
TABLA
RASA
El terror cumple su función
Capítulo 5
«NINGUNA
RELACIÓN»
Cómo una ideología fue absuelta de sus crímenes
INTRODUCCIÓN
LA NADA ES
BELLA
Tres décadas borrando y
rehaciendo el mundo
La
Tierra estaba toda corrompida
ante Dios y llena
toda de violencia. Viendo, pues, Dios que
todo en la
Tierra era corrupción, pues toda carne
había
corrompido su camino sobre la Tierra, dijo Dios a
Noé: «El fin de toda carne ha llegado a mi
presencia, pues está llena la Tierra de violencia a
causa de los hombres, y voy a
exterminarlos de la
Tierra».
Génesis 6,11
Del shock y de !a conmoción surgen miedos,
peligros
y
destrucciones inaprensibles para la mayor parte de
la gente, para elementos y sectores específicos
de la
sociedad de la amenaza, o para los dirigentes.
La naturaleza, bajo la forma de tornados,
huracanes,
terremotos, inundaciones, incendios
descontrolados,
hambrunas y epidemias también puede
generar estados
de shock y de conmoción.
Shock and Awe: Achieving Rapid Dominance,
extraído de la doctrina militar de la guerra
contra
Irak 1
Conocí a Jamar
Perry en septiembre de 2005, en el gran refugio que la Cruz Roja había
organizado en Baton Rouge, Luisiana. Un grupo de jóvenes miembros de la
cienciología repartían, sonrientes, la cena entre la gente que esperaba en
fila, y él era uno de ellos. Me acababan de llamar la atención por hablar con
los evacuados sin un periodista a mi lado y me estaba esforzando por disimular
y mezclarme con el gentío, una canadiense blanca en medio de un mar de
afroamericanos sureños. Me escabullí hasta la fila, detrás de Perry, y le pedí
que hablara conmigo como si fuéramos amigos de toda la vida, y se avino
amablemente.
Nacido y criado
en Nueva Orleans, había pasado una semana fuera de la ciudad inundada.
Aparentaba unos diecisiete años, pero me dijo que tenía veintitrés. Él y su familia
habían esperado a los autobuses de rescate hasta el último momento. A falta de
una evacuación organizada, se habían lanzado al exterior, bajo un sol abrasador.
Finalmente habían terminado allí, en un inmenso centro de congresos, en donde
habitualmente se celebraban las ferias de la industria farmacéutica y
espectáculos de lucha libre como Capital City Carnage: The
Ultímate in Steel Cage Fighting* Ahora, en
el centro se apretujaban más de dos mil camillas y una muchedumbre de gente
exhausta y enfadada bajo la vigilancia de los soldados de la Guardia Nacional,
tensos y con los nervios a flor de piel, recién llegados de Irak.
* «Carnicería de la
capital: lo último en combates entre rejas». (N. de la T.)
Ese día corría la
voz en el refugio de que Richard Baker, un destacado congresista republicano de
Nueva Orleans, le había dicho a un grupo de presión: «Por fin hemos limpiado Nueva
Orleans de los pisos de protección oficial. Nosotros no podíamos hacerlo, pero
Dios sí».2 Joseph Canizaro, uno de los constructores más ricos de Nueva
Orleans, también había expresado una opinión parecida: «Creo que podemos
empezar de nuevo, pasando página. Y en esa página blanca tenemos grandes
oportunidades».3 Durante toda la semana, por el parlamento estatal de Luisiana
en Baton Rouge habían desfilado grupos de presión, y gente de toda ralea con
influencias y ganas de aprovechar esas grandes oportunidades: menos impuestos,
menos regulaciones, trabajadores con salarios más bajos y «una ciudad más
pequeña y más segura», lo que en la práctica equivalía a eliminar los proyectos
de pisos a precios asequibles y sustituirlos por promociones urbanísticas. Al escuchar
frases y expresiones como «empezar de nuevo» y «pasar página», casi se le
olvidaba a uno el hedor nocivo de
los escombros, las mareas químicas y los restos humanos que
se amontonaban a unos pocos kilómetros, en la autopista.
En el refugio,
Jamar no podía pensar en otra cosa: «Para mí no tiene nada que ver con limpiar
la ciudad. Lo que yo veo es un montón de gente del centro que ha muerto. Personas
que no deberían estar muertas». Hablaba en voz baja, pero un hombre mayor que
estaba en la cola, delante de nosotros, le oyó y se dio la vuelta como si le
hubieran dado un latigazo: «¿Qué les pasa a esos tipejos de Baton Rouge? Esto
no es una oportunidad. Es una maldita tragedia. ¿Están ciegos o qué?».
Una madre con dos
niños intervino: «No, no están ciegos. Son malvados. Tienen la vista
perfectamente sana». Milton Friedman fue uno de los que vio oportunidades en las
aguas que inundaban Nueva Orleans. Gran gurú del movimiento en favor del
capitalismo de libre mercado fue el responsable de crear la hoja de ruta de la
economía global, contemporánea e hipermóvil en la que hoy vivimos. A sus noventa
y tres años, y a pesar de su delicado estado de salud, el «tío Miltie», como le
llamaban sus seguidores, tuvo fuerzas para escribir un artículo de opinión en The Wall Street Journal tres meses
después de que los diques se rompieran: «La mayor parte de las escuelas de
Nueva Orleans están en ruinas —observó Friedman—, al igual que los hogares de
los alumnos que asistían a clase. Los niños se ven obligados a ir a escuelas de
otras zonas, y esto es una tragedia. También es una oportunidad para emprender una
reforma radical del sistema educativo».4
La idea radical
de Friedman consistía en que, en lugar de gastar una parte de los miles de
millones de dólares destinados a la reconstrucción y la mejora del sistema de educación
pública de Nueva Orleans, el gobierno entregase cheques escolares a las
familias, para que éstas pudieran dirigirse a las escuelas privadas, muchas de
las cuales ya obtenían beneficios, y dichas instituciones recibieran subsidios
estatales a cambio de aceptar a los niños en su alumnado. Era esencial, según
indicaba Friedman en su artículo, que este cambio fundamental no fuera un mero parche
sino una «reforma permanente».5
Una red de think tanks y grupos estratégicos de derechas se
abalanzaron sobre la propuesta de Friedman y cayeron sobre la ciudad después de
la tormenta. La administración de George W. Bush apoyó sus planes con decenas
de millones de dólares con el propósito de convertir las escuelas de Nueva
Orleans en «escuelas chárter», es decir, escuelas originalmente creadas y
construidas por el Estado que pasarían a ser gestionadas por instituciones
privadas según sus propias reglas. Hay un gran debate en torno a las escuelas
chárter en Estados Unidos, pues muchos padres y madres afroamericanos opinan
que son un paso atrás en el camino de los derechos civiles, que garantizaba una
educación igual para todos los niños. Sin embargo, para Milton Friedman el
mismo concepto de sistema de educación pública apestaba a socialismo. Desde su
punto de vista, las únicas funciones del Estado consistían en la «protección de
nuestras libertades, contra los enemigos del exterior y los del interior:
defender la ley y el orden, garantizar los contratos privados y crear el marco
para mercados competitivos».6 En otras palabras, policía y soldados; cualquier
cosa más allá, incluyendo una educación gratuita e igualitaria, era una
interferencia injusta en las leyes del mercado.
En brutal
contraste con el ritmo glacial al que se repararon los diques y la red
eléctrica de Nueva Orleans, la subasta del sistema educativo de la ciudad se
realizó con precisión y velocidad dignas de un operativo militar. En menos de diecinueve
meses, con la mayoría de los ciudadanos pobres aún exiliados de sus hogares,
las escuelas públicas de Nueva Orleans fueron sustituidas casi en su totalidad
por una red de escuelas chárter de gestión privada. Antes del huracán Katrina,
la junta estatal se ocupaba de 123 escuelas públicas; después, sólo quedaban 4.
Antes de la tormenta, Nueva Orleans contaba con 7 escuelas chárter, y después,
31.7 Los maestros de la ciudad solían enorgullecerse de pertenecer a un
sindicato fuerte. Tras el desastre, los contratos de los trabajadores quedaron
hechos pedazos, y los 4.700 miembros del sindicato fueron despedidos.8 Algunos
de los profesores más jóvenes volvieron a trabajar para las escuelas chárter,
con salarios reducidos. La mayoría no recuperaron sus empleos.
Nueva Orleans era, según The New York
Times, «el principal laboratorio de pruebas de la nación para el incremento
de las escuelas chárter», mientras el American Enterprise Institute, un think tank de inspiración friedmaniana, declaraba entusiasmado que
«el Katrina logró en un día [...] lo que los reformadores escolares de Luisiana
no pudieron lograr tras varios años intentándolo».9 Mientras, los maestros de
escuela, que eran testigos de cómo el dinero destinado a las víctimas de las
inundaciones era desviado de su objetivo original y se utilizaba para eliminar un
sistema público y sustituirlo por otro privado, tildaban el plan de Friedman de
«atraco a la educación».10
Estos ataques
organizados contra las instituciones y bienes públicos, siempre después de
acontecimientos de carácter catastrófico, declarándolos al mismo tiempo
atractivas oportunidades de mercado, reciben un nombre en este libro:
«capitalismo del desastre».
La columna de
opinión de Friedman sobre Nueva Orleáns terminó siendo su última recomendación
sobre políticas públicas: murió menos de un año después, el 16 de noviembre de 2006, a los noventa y
cuatro años. Puede parecer que la privatización del sistema de educación
pública de una ciudad norteamericana de tamaño medio fue una preocupación
modesta para el hombre considerado el economista más influyente del pasado
medio siglo, entre cuyos discípulos se cuentan varios presidentes estadounidenses,
primeros ministros británicos, oligarcas rusos, ministros de Finanzas polacos,
dictadores del Tercer Mundo, secretarios generales del Partido Comunista chino,
directores del Fondo Monetario Internacional y los últimos tres jefes de la Reserva Federal.
No obstante, su decidida voluntad de aprovechar la crisis de Nueva Orleáns para
instaurar una versión fundamentalista del capitalismo también fue un adiós
extrañamente adecuado para el profesor de metro cincuenta y ocho y energía sin
límites que, en el apogeo de sus facultades, se describió como «un predicador a
la antigua pronunciando el sermón de los domingos».11
Durante más de
tres décadas, Friedman y sus poderosos seguidores habían perfeccionado
precisamente la misma estrategia: esperar a que se produjera una crisis de
primer orden o estado de shock, y luego
vender al mejor postor los pedazos de la red estatal a los agentes privados
mientras los ciudadanos aún se recuperaban del trauma, para rápidamente lograr
que las «reformas» fueran permanentes.
En uno de sus
ensayos más influyentes, Friedman articuló el núcleo de la panacea táctica del
capitalismo contemporáneo, lo que yo denomino doctrina del shock. Observó que «sólo una crisis —real o percibida— da lugar
a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se
llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que ésa ha
de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes,
para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve
políticamente inevitable».12 Algunas personas almacenan latas y agua en caso de
desastres o terremotos; los discípulos de Friedman almacenan un montón de ideas
de libre mercado. Y una vez desatada la crisis, el profesor de la Universidad de Chicago
estaba convencido de que era de la mayor importancia actuar con rapidez, para
imponer los cambios rápida e irreversiblemente, antes de que la sociedad
afectada volviera a instalarse en la «tiranía del statu quo». Estimaba que «una nueva
administración disfruta de seis a nueve meses para poner en marcha cambios
legislativos importantes; si no aprovecha la oportunidad de actuar durante ese
período concreto, no volverá a disfrutar de ocasión igual».13 Es una variación
del consejo de Maquiavelo según el cual vale más comunicar de una sola vez «las
malas noticias», y supuso uno de los legados estratégicos más duraderos de
Friedman.
Milton Friedman
aprendió lo importante que era aprovechar una crisis* o estado de shock a gran escala durante la década de los setenta, cuando fue
asesor del dictador general Augusto Pinochet. Los ciudadanos chilenos no sólo estaban
conmocionados después del violento golpe de Estado de Pinochet, sino que el
país también vivía traumatizado por un proceso de hiperinflación muy agudo. Friedman
le aconsejó a Pinochet que impusiera un paquete de medidas rápidas para la
transformación económica del país: reducciones de impuestos, libre mercado,
privatización de los servicios, recortes en el gasto social y una liberalización
y desregulación generales. Poco a poco, los chilenos vieron cómo sus escuelas
públicas desaparecían para ser reemplazadas por escuelas financiadas mediante
el sistema de cheques escolares. Se trataba de la transformación capitalista
más extrema que jamás se había llevado a cabo en ningún lugar, y pronto fue
conocida como la revolución de la
Escuela de Chicago, pues diversos integrantes del equipo
económico de Pinochet habían estudiado con Friedman en la Universidad de
Chicago. Friedman predijo que la velocidad, la inmediatez y el alcance de los
cambios económicos provocarían una serie de reacciones psicológicas en la gente
que «facilitarían el proceso de ajuste».14 Acuñó una fórmula para esta dolorosa
táctica: el «tratamiento de choque» económico. Desde hace varias décadas,
siempre que los gobiernos han impuesto programas de libre mercado de amplio
alcance han optado por el tratamiento de choque que incluía todas las medidas
de golpe, también conocido como «terapia de shock».
Pinochet también
facilitó el proceso de ajuste con sus propios tratamientos de choque, llevados
a cabo por las múltiples unidades de tortura del régimen, y demás técnicas de
control infligidas en los cuerpos estremecidos de los que se creía iban a
obstaculizar el camino de la transformación capitalista. Muchos observadores en
Latinoamérica se dieron cuenta de que existía una conexión directa entre los shocks económicos que empobrecían a millones de personas y la
epidemia de torturas que castigaban a cientos de miles que creían en una
sociedad distinta. Como el escritor uruguayo Eduardo Galeano se preguntaba, «¿cómo
se mantiene esa desigualdad, si no es mediante descargas de shocks eléctricos?».15
Exactamente
treinta años después de que estas tres distintas metodologías de shock cayeran sobre el pueblo de Chile, la fórmula resurgió con
mayor violencia en Irak. Primero fue la guerra, diseñada, según los autores del
documento de doctrina militar Shock and Awe, para
«controlar la voluntad del adversario, sus percepciones y su comprensión, y
literalmente lograr que quede impotente para cualquier acción o reacción».16
Luego vino la terapia de shock económica,
radical e impuesta por el delegado de la administración estadounidense, cuando
el país aún se encontraba devorado por las llamas. Paul Bremer decretó las
medidas de rigor: privatizaciones masivas, liberalización absoluta del mercado,
un impuesto de tramo fijo del 15 % y un Estado cuyo papel se vio brutalmente
reducido. El ministro de Finanzas provisional de Irak, Alí Abdul-Amir Allawi,
declaró entonces que sus conciudadanos estaban «hartos de ser conejillos de
Indias. El sistema ha sufrido bastantes golpes por el momento, así que no nos
hace ninguna falta una nueva terapia de shock económica».17
Cuando los iraquíes se resistieron, los pusieron contra la pared: terminaron en
cárceles, donde sus cuerpos y mentes se enfrentaron a más traumas y shocks, algunos mucho menos metafóricos.
Empecé a investigar
la dependencia entre el libre mercado y el poder del shock hace cuatro años, al principio de la ocupación de Irak.
Después de informar desde Bagdad acerca de los fallidos intentos de Washington
de seguir con sus planes de terapia de shock, viajé a Sri
Lanka, meses después del catastrófico tsunami del año
2004. Allí presencié otra versión distinta de las mismas maniobras: los inversores
extranjeros y los donantes internacionales se habían coordinado para aprovechar
la atmósfera de pánico, y habían conseguido que les entregaran toda la costa
tropical. Los promotores urbanísticos estaban construyendo grandes centros
turísticos a toda velocidad, impidiendo a miles de pescadores autóctonos que reconstruyeran
sus pueblos, antaño situados frente al mar. «En una cruel broma del destino, la
naturaleza ha ofrecido a Sri Lanka una oportunidad única: de esta terrible
tragedia nacerá un destino turístico de primera clase», anunció el gobierno.18
Cuando el Katrina destruyó Nueva Orleans, la red de políticos republicanos, think tanks y constructores empezaron a hablar de
«un nuevo principio» y atractivas oportunidades; estaba claro que se trataba
del nuevo método de las multinacionales para lograr sus objetivos: aprovechar
momentos de trauma colectivo para dar el pistoletazo de salida a reformas
económicas y sociales de corte radical.
La mayoría de las
personas que sobreviven a una catástrofe de esas características desean
precisamente lo contrario de «un nuevo principio». Quieren salvar todo lo que
sea posible y empezar a reconstruir lo que no ha perecido, lo que aún se tiene
en pie. Desean reafirmar sus lazos con la tierra y los lugares en los que se
han formado. «Cuando ayudo a reconstruir la ciudad, siento que también yo estoy
reconstruyéndome», afirmaba Cassandra Andrews, residente en la zona de Lower
Ninth Ward, terriblemente asolada durante las inundaciones, mientras seguía limpiando
las ruinas después de la tormenta.19 Pero a los capitalistas del desastre no
les interesa en absoluto reconstruir el pasado. En Irak, Sri Lanka y Nueva
Orleans, los procesos engañosamente llamados «de reconstrucción» se limitaron a
terminar la labor del desastre original, tirando abajo los restos de las obras,
comunidades y edificios públicos que aún quedaban en pie para luego reemplazarlos
rápidamente con Una especie de Nueva Jerusalén empresarial; todo antes de que
las víctimas del conflicto o del desastre natural fueran capaces de reagruparse
y reclamar lo que les pertenecía.
Mike Battles supo
expresarlo mejor: «Para nosotros, el miedo y el desorden representaban una
verdadera promesa».20 El ex agente de la
CIA de treinta y cuatro años se refería al caos posterior a
la invasión de Irak, y cómo gracias a eso su empresa de seguridad privada,
Custer Battles, desconocida y sin experiencia en el campo, pudo obtener
contratos de servicios otorgados por el gobierno federal por valor de unos 100
millones de dólares.21 Sus palabras podrían constituir el eslogan del
capitalismo contemporáneo: el miedo y el desorden como catalizadores de un nuevo salto hacia delante.
Cuando me puse a
investigar sobre la relación entre los enormes beneficios de las empresas y las
grandes catástrofes, pensé que me hallaba frente a un cambio radical en la
forma en que la «liberalización» de mercados se desarrollaba en todo el mundo.
Durante mi implicación en el movimiento contra el poder de las empresas que
hizo su primera aparición global en Seattle en 1999, ya había sido testigo de
políticas parecidas, que favorecían a las grandes multinacionales y se imponían
en las cumbres de la
Organización Mundial de Comercio, a menudo contra la voluntad
de los países desfavorecidos, bajo amenaza de negarles los préstamos del Fondo
Monetario Internacional si se oponían a ellas. Las tres grandes medidas
habituales —privatización, desregulación gubernamental y recortes en el gasto
social— solían ser muy impopulares entre la gente, pero con el establecimiento
de acuerdos firmados y una parafernalia oficial, al menos se sostenía el
pretexto del consentimiento mutuo entre los gobiernos que negociaban, así como
una ilusión de consenso entre los supuestos expertos. Ahora, el mismo programa
ideológico se imponía mediante las peores condiciones coercitivas posibles: la ocupación
militar de una potencia extranjera después de una invasión, o inmediatamente
después de una catástrofe natural de gran magnitud. Al parecer, los atentados
del 11 de septiembre le habían otorgado luz verde a Washington, y ya no tenían
ni que preguntar al resto del mundo si deseaban la versión estadounidense del
«libre mercado y la democracia»: ya podían imponerla mediante el poder militar
y su doctrina de shock y conmoción.
Sin embargo, a
medida que avanzaba en la investigación de cómo este modelo de mercado se había
impuesto en todo el mundo, descubrí que la idea de aprovechar las crisis y los
desastres naturales había sido en realidad el modus operandi clásico de los seguidores de Milton Friedman desde el
principio. Esta forma fundamentalista del capitalismo siempre ha necesitado de
catástrofes para avanzar. Sin duda las crisis y las situaciones de desastre
eran cada vez mayores y más traumáticas, pero lo que sucedía en Irak y Nueva
Orleans no era una invención nueva, derivada de lo sucedido el 11 de
septiembre. En verdad, estos audaces experimentos en el campo de la gestión y
aprovechamiento de las situaciones de crisis eran el punto culminante de tres décadas
de firme seguimiento de la doctrina del shock.
A la luz de esta
doctrina, los últimos treinta y cinco años adquieren un aspecto singular y muy
distinto del que nos han contado. Algunas de las violaciones de derechos humanos
más despreciables de este siglo, que hasta ahora se consideraban actos de
sadismo fruto de regímenes antidemocráticos, fueron de hecho un intento
deliberado de aterrorizar al pueblo, y se articularon activamente para preparar
el terreno e introducir las «reformas» radicales que habrían de traer ese
ansiado libre mercado. En la
Argentina de los años setenta, la sistemática política de «desapariciones»
que la Junta
llevó a cabo, eliminando a más de treinta mil personas, la mayor parte de los
cuales activistas de izquierdas, fue parte esencial de la reforma de la
economía que sufrió el país, con la imposición de las recetas de la Escuela de Chicago; lo
mismo sucedió en Chile, donde el terror fue el cómplice del mismo tipo de metamorfosis
económica. En la China
de 1989, la masacre de la plaza de Tiananmen fue el shock que desató oleadas de detenciones, más de decenas de
miles, las cuales permitieron al Partido Comunista convertir el país en una zona
de exportación al por mayor, bien surtida de trabajadores demasiado
aterrorizados como para exigir ningún derecho laboral. En la Rusia de 1993, Boris Yeltsin
decidió enviar los tanques al parlamento, y maniobrar para impedir que los líderes
de la oposición fueran un obstáculo para la privatización fulminante que dio
lugar a la nueva clase dirigente del país: los famosos oligarcas.
La guerra de las
Malvinas, en 1982, permitió a Margaret Thatcher superar la crisis de las
huelgas de los mineros. Gracias a la excitación patriótica que recorrió el país
como un relámpago, pudo aplastar la revuelta de los mineros y lanzar la primera
gran marea privatizadora de una democracia occidental. En 1999, el ataque de la OTAN contra Belgrado permitió
que más tarde la antigua Yugoslavia fuera pasto de rápidas privatizaciones, un objetivo
anterior a la propia guerra. La economía no fue en absoluto la única motivación
que desató estos conflictos, pero en todos y cada uno de los casos, un estado
de shock colectivo de primer orden fue el marco y la antesala para
la terapia de shock económica.
Los traumáticos
episodios que «prepararon el terreno» no siempre han sido de carácter
abiertamente violento. En los años ochenta, en Latinoamérica y África, las crisis
a causa de las deudas forzaban a los países a «privatizarse o morir», como dijo
un ex funcionario del FMI.22 Devorados por la hiperinflación, y demasiado
endeudados como para negarse a las exigencias que venían de la mano de los préstamos
extranjeros, los gobiernos aceptaban los «tratamientos de choque» creyendo en
la promesa de que les salvarían de mayores desastres. En Asia, la crisis financiera
de 1997 y 1998 —de consecuencias comparables a la Depresión de 1929— bajó
los humos de los denominados Tigres de Asia, abriendo sus mercados en lo que el
New York Times describió como «la mayor liquidación por
cierre del mundo».23 Muchos de estos países eran democrácticos, pero las
transformaciones radicales que crearon el «libre mercado» no se instauraron democráticamente.
Más bien al contrario: tal y como lo entendía Friedman, la atmósfera de crisis
a gran escala ofrecía los pretextos necesarios para desestimar los deseos expresados
por los votantes y entregar las riendas del país a los «tecnócratas» económicos.
Por supuesto, ha
habido casos en los que la adopción de las políticas económicas de libre
mercado se ha producido de forma democrática. Los políticos han presentado propuestas
de línea dura, y han ganado las elecciones, siendo la presidencia de Ronald
Reagan en Estados Unidos el mejor ejemplo, y la elección en Francia de Nicolás Sarkozy
uno más reciente. En estos casos, no obstante, los cruzados del capitalismo se
enfrentaron a la presión del público, y tuvieron que suavizar y modificar sus
planes radicales, viéndose obligados a aceptar cambios graduales en lugar de
una conversión total. En resumen, el modelo económico de Friedman puede
imponerse parcialmente en democracia, pero para llevar a cabo su verdadera
visión necesita condiciones políticas autoritarias. La doctrina de shock económica necesita, para aplicarse sin ningún tipo de
restricción —como en el Chile de los años setenta, China a finales de los
ochenta, Rusia en los noventa y Estados Unidos tras el 11 de septiembre—, algún
tipo de trauma colectivo adicional, que suspenda temporal o permanentemente las
reglas del juego democrático. Esta cruzada ideológica nació al calor de los
regímenes dictatoriales de América del Sur, y en los nuevos territorios que ha conquistado
recientemente, como Rusia y China, coexiste con comodidad, y hasta con
provecho, con un liderazgo de puño de hierro.
LA TERAPIA DE SHOCK EN CASA
La Escuela de Chicago de
Friedman se ha impuesto en todo el mundo desde los años setenta, pero hasta
hace poco su visión jamás se había aplicado totalmente en su país de origen.
Ciertamente, Reagan fue un pionero, pero Estados Unidos aún cuenta con una red
de asistencia y seguridad social, y escuelas públicas a las que los padres se aferran,
según las palabras de Friedman, con «un irracional apego a un sistema
socialista».24
Cuando los
republicanos se hicieron con el Congreso en 1995, David Frum, canadiense
residente en Estados Unidos y futuro redactor de discursos para George W. Bush,
era uno de los neoconservadores que pedía una revolución económica de terapia
de shock para el país. «Así es como creo que debería hacerse: en
lugar de recortes residuales, un poco por aquí, otro poco por allá, yo
eliminaría trescientos programas en un día, este verano, todos los cuales
cuestan cada uno mil millones de dólares o menos. Quizá no sean reducciones muy
sustanciales, pero vaya si queda claro que las cosas van a cambiar. Y esto se
puede hacer ya».25
Frum no pudo
llevar a cabo sus planes domésticos para la terapia de shock en ese entonces, sobre todo porque no hubo ninguna crisis
que preparara el terreno. Pero eso cambió en 2001. Cuando se produjeron los
atentados del 11 de septiembre, en la Casa Blanca pululaban un buen número de
discípulos de Friedman, incluyendo su gran amigo Donald Rumsfeld. El equipo de
Bush aprovechó la ocasión, el momento de vértigo colectivo con ávida rapidez. Al
contrario de lo que algunos han afirmado, no fue porque la administración
hubiera maquinado lo sucedido, sino porque las figuras clave del gobierno, veteranos
de los anteriores experimentos del capitalismo del desastre de Latinoamérica y
Europa del Este, formaban parte de un movimiento que reza para que se produzcan
las crisis igual que los granjeros sedientos rezan para que llueva, como los
cristianos apocalípticos rezan para que llegue el Rapto que ha de llevarse a
los fieles a la vera de Jesús. Cuando por fin se desata la tragedia, saben
inmediatamente que ha llegado su momento.
Durante tres
décadas, Friedman y sus discípulos sacaron partido metódicamente de las crisis
y los shocks que los demás países sufrían, los
equivalentes extranjeros del 11 de septiembre: el golpe de Pinochet otro 11 de
septiembre, en 1973. Lo que sucedió en el año 2001 fue que una ideología nacida
a la sombra de las universidades norteamericanas y fortalecida en las
instituciones políticas de Washington por fin podía regresar a casa.
Rápidamente, la
administración Bush aprovechó la oportunidad generada por el miedo a los
ataques para lanzar la guerra contra el terror, pero también para garantizar el
desarrollo de una industria exclusivamente dedicada a los beneficios, un nuevo
sector en crecimiento que insufló renovadas fuerzas en la debilitada economía estadounidense.
El término «complejo del capitalismo del desastre» la describe con más
precisión; tiene tentáculos más poderosos y llega más lejos que el complejo
industrialmilitar contra el que Dwight Eisenhower lanzó sus advertencias al
final de su mandato. Estamos ante una guerra global cuyos combates se libran en
todos los niveles de las empresas privadas cuya participación se subvenciona
con dinero público, y cuya misión sin fin es la protección del territorio
estadounidense a perpetuidad, al tiempo que debe eliminar todo «mal» exterior.
En apenas unos años, el complejo ha extendido su presencia en el mercado bajo distintas
y cambiantes formas: desde la lucha contra el terrorismo hasta las misiones de
paz internacionales, desde la seguridad municipal hasta la reacción con motivo
de los desastres naturales. El objetivo último de las corporaciones que animan
el centro de este complejo es implantar un modelo de gobierno exclusivamente
orientado a los beneficios (que tan fácilmente avanza en circunstancias extraordinarias)
también en el día a día cotidiano del funcionamiento del Estado; esto es,
privatizar el gobierno.
La administración
Bush empezó por subcontratar, sin ningún tipo de debate público, varias de las
funciones más delicadas e intrínsecas del Estado: desde la sanidad para los
presos hasta las sesiones de interrogación de los detenidos, pasando por la
«cosecha» y recopilación de información sobre los ciudadanos. El papel del
gobierno en esta guerra sin fin ya no es el de un gestor que se ocupa de una
red de contratistas, sino el de un inversor capitalista de recursos financieros
sin límite que proporciona el capital inicial para la creación del complejo empresarial
y después se convierte en el principal cliente de sus nuevos servicios. Basta
citar tres datos que demuestran el alcance de la transformación: en 2003, el gobierno
estadounidense otorgó 3.512 contratos a empresas privadas en concepto de
servicios de seguridad. Durante un período de veintidós meses hasta agosto de 2006,
el Departamento de Seguridad Nacional había emitido más de 115.000 contratos
similares.26 La «industria de la seguridad interior» —hasta el año 2001 económicamente
insignificante— se había convertido en un sector que facturaba más de 200.000
millones de dólares.27 En 2006, el gasto del gobierno de Estados Unidos en seguridad
interior ascendía a una media de 545 dólares por cada familia.28
Y eso si hablamos
únicamente del frente nacional de la guerra contra el terror; las fortunas se
ganan luchando en el extranjero. Sin contar los fabricantes de armas, cuyos beneficios
se han disparado gracias a la guerra en Irak, el mantenimiento del ejército
estadounidense es uno de los sectores de servicios que más ha crecido en el
mundo entero.29 «Jamás se ha librado una guerra entre dos países que tengan un
McDonald's en su territorio», afirmó sin rubor el columnista Thomas Friedman en
el New Cork Times en
diciembre de 1996.30 No solamente se puso de manifiesto su error dos años más
tarde, sino que gracias al modelo de beneficios militares, ahora el ejército norteamericano
va a la guerra con Burger King y Pizza Hut, puesto que los contrata para
hacerse cargo de las franquicias que han de alimentar a los soldados en sus bases
militares desde Irak hasta la «miniciudad» de la bahía de Guantánamo.
Luego, el sector
de las ayudas humanitarias y la reconstrucción de las zonas declaradas
catastróficas. Irak también constituyó una experiencia piloto, y la reconstrucción
orientada a los beneficios ya se ha convertido en el nuevo paradigma global,
sin importar si la destrucción original procedía de los tanques de una guerra preventiva,
como sucedió con los ataques de Israel contra el Líbano en 2006, o de la furia
de un huracán. La escasez de recursos y el cambio climático han abierto la
puerta a una avalancha de nuevos desastres naturales, un desfilar permanente de
apetitosas oportunidades de negocio: la ayuda humanitaria es un mercado
emergente demasiado tentador como para dejarlo en manos de las organizaciones
no gubernamentales. ¿Por qué debe ser UNICEF la encargada de la reconstrucción
de las escuelas cuando puede hacerlo Bechtel, una de las empresas constructoras
más grandes de Estados Unidos? ¿Por qué recolocar a la gente sin hogar del
Misisipi en apartamentos vacíos subvencionados por el Estado cuando los pueden alojar
en cruceros de las líneas Carnival? ¿Para qué enviar tropas de pacificación de la ONU a Darfur cuando empresas
privadas como Blackwater andan a la caza y captura de nuevos clientes? Y ahí
radica la diferencia tras el 11 de septiembre: antes, las guerras y los
desastres ofrecían oportunidades para una pequeña parte de la economía, como
los fabricantes de aviones de combate, por ejemplo, o las empresas
constructoras que reparaban los puentes bombardeados. El principal papel
económico de las guerras consistía en abrir nuevos mercados que permanecían
cerrados y en generar largas épocas de crecimiento durante la posguerra. Ahora,
la respuesta y las medidas de reacción frente a guerras y desastres han alcanzado
tan alto grado de privatización que constituyen un nuevo mercado en sí mismas:
no es necesario esperar a que termine la guerra para que empiece el desarrollo económico.
El medio es el mensaje.
Una de las
ventajas más claras de este enfoque posmoderno es que, en términos de mercado,
no puede fallar. Como decía un analista de mercado acerca de un trimestre con unos
resultados financieros excepcionalmente buenos para la empresa de servicios
energéticos Halliburton: «Irak fue mejor de lo que esperábamos».31 Eso fue en
octubre de 2006, en aquel entonces el mes más cruento de la guerra, con más de
3.709 bajas de civiles iraquíes.32 Pero pocos accionistas podían quejarse de
una guerra que había generado más de 20.000 millones de dólares de ingresos para
una única empresa.33
Entre el tráfico
de armas, la privatización de los ejércitos, la industria de la reconstrucción
humanitaria y la seguridad interior, el resultado de la terapia de shock tutelada por la administración Bush después de los
atentados es, en realidad, una nueva economía plenamente articulada. Nació en
la era Bush, pero existe independientemente de una administración concreta y
seguirá funcionando entre los intersticios del sistema hasta que la ideología
supremacista y empresarial que la propulsa quede en evidencia, aislada y en
entredicho. El complejo empresarial está en manos de multinacionales
estadounidenses, pero su naturaleza es global: las compañías británicas aportan
su experiencia con una red de ubicuas cámaras de seguridad, las empresas israelíes
su pericia en la construcción de vallas y muros de última tecnología, la industria
maderera canadiense vende casas prefabricadas que son diez veces más caras que
las del mercado local, y así podríamos seguir indefinidamente. «No creo que
nadie se haya planteado la industria de la reconstrucción tras los desastres
naturales como un mercado inmobiliario hasta ahora», afirmó Ken Baker, presidente
de un grupo de industriales madereros de Canadá. «Es una estrategia que nos
permitirá diversificarnos a largo plazo».34
En cuanto a su
escala, el complejo empresarial surgido del capitalismo del desastre está en
pie de igualdad con los «mercados emergentes» y el auge de las tecnologías de
la información que tuvieron lugar en los años noventa. De hecho, las fuentes
consultadas afirman que las cifras barajadas son mucho más altas que entonces,
y que la «burbuja de la seguridad» inyectó vida en el mercado cuando el negocio
de Internet empezó a flaquear. Junto con los grandes beneficios de la industria
de los seguros (se cree que alcanzaron un récord de 60.000 millones de dólares
en el año 2006, sólo en Estados Unidos), así como los excelentes resultados de
las compañías petrolíferas (que crecen con cada nueva crisis), la economía del desastre
quizá haya salvado al mercado mundial de la tremenda recesión que amenazaba con
desatarse en la víspera de los atentados de 2001.35
Un problema
recurrente se presenta cuando tratamos de relatar la historia de la cruzada
ideológica que ha desembocado en la privatización radical de la guerra y del desastre:
la ideología cambia continuamente de forma, de nombres y de identidades.
Friedman se consideraba un «liberal», pero sus discípulos estadounidenses, que relacionaban
el liberalismo con elevados impuestos y hippies, tendieron
a identificarse como «conservadores», «economistas clásicos», «defensores del
libre mercado», y más tarde, seguidores de las «reaganomics»* o del «laissez-faire». En la mayor parte del mundo, son conocidos
como neoliberales, pero a menudo se utilizan los términos «libre mercado» o,
sencillamente, «globalización». Únicamente desde mediados de los años noventa,
este movimiento intelectual dirigido por los think tanks de extrema
derecha con los que Friedman trabajó durante varios años —como Heritage
Foundation, Cato Institute o American Enterprise Institute— empezó a
autodenominarse «neoconservador», un enfoque que ha enrolado toda la potencia
del ejército y de la maquinaria militar al servicio de los propósitos del
conglomerado empresarial.
* Reaganomics: término que combina economics (economía) y el nombre del presidente Ronald Reagan. Describe la política
económica que éste llevó a cabo durante su mandato. (N. de la T.)
Todas estas
reencarnaciones comparten un compromiso para con una trinidad política: la
eliminación del rol público del Estado, la absoluta libertad de movimientos de las
empresas y un gasto social prácticamente nulo. Pero ninguna de las múltiples
nomenclaturas que esta ideología ha recibido parece suficientemente adecuada.
Friedman declaró que su propuesta era un intento de liberar al mercado de la
tenaza estatal, pero el historial de los distintos experimentos económicos que
se han llevado a cabo nos muestra una realización muy distinta de su visión de
purista. En todos los países en que se han aplicado las recetas económicas de la Escuela de Chicago durante
las tres últimas décadas, se detecta la emergencia de una alianza entre unas
pocas multinacionales y una clase política compuesta por miembros enriquecidos;
una combinación que acumula un inmenso poder, con líneas divisorias confusas
entre ambos grupos. En Rusia, los empresarios multimillonarios que forman parte
del juego de alianzas reciben el nombre de «oligarcas»; en China, los
«príncipes»; en Chile, «los pirañas»; y en Estados Unidos, los «pioneros» de la
campaña Bush-Cheney. En lugar de liberar al mercado del Estado, estas élites
políticas y empresariales sencillamente se han fusionado, intercambiando
favores para garantizar su derecho a apropiarse de los preciados recursos que
anteriormente eran públicos, desde los campos petrolíferos de Rusia, pasando
por las tierras colectivas chinas, hasta los contratos de reconstrucción
otorgados para Irak.
El término más
preciso para definir un sistema que elimina los límites en el gobierno y el
sector empresarial no es liberal, conservador o capitalista sino corporativista.
Sus principales características consisten en una gran transferencia de riqueza
pública hacia la propiedad privada —a menudo acompañada de un creciente
endeudamiento—, el incremento de las distancias entre los inmensamente ricos y
los pobres descartables, y un nacionalismo agresivo que justifica un cheque en
blanco en gastos de defensa y seguridad. Para los que permanecen dentro de la
burbuja de extrema riqueza que este sistema crea, no existe una forma de
organizar la sociedad que dé más beneficios. Pero dadas las obvias desventajas
que se derivan para la gran mayoría de la población que está excluida de los
beneficios de la burbuja, una de las características del Estado corporativista es
que suele incluir un sistema de vigilancia agresiva (de nuevo, organizado
mediante acuerdos y contratos entre el gobierno y las grandes empresas),
encarcelamientos en masa, reducción de las libertades civiles y a menudo, 21 aunque no siempre, tortura.
LA TORTURA COMO METÁFORA
De Chile a Irak,
la tortura ha sido el socio silencioso de la cruzada por la libertad de mercado
global. Pero la tortura es más que una herramienta empleada para imponer reglas
no deseadas a una población rebelde. También es una metáfora de la lógica
subyacente en la doctrina del shock.
La tortura, o por
utilizar el lenguaje de la CIA,
los «interrogatorios coercitivos», es un conjunto de técnicas diseñado para
colocar al prisionero en un estado de profunda desorientación y shock, con el fin de obligarle a hacer concesiones contra su
voluntad. La lógica que anima el método se describe en dos manuales de la CIA que fueron desclasificados
a finales de los años noventa. En ellos se explica que la forma adecuada para
quebrar «las fuentes que se resisten a cooperar» consiste en crear una ruptura
violenta entre los prisioneros y su capacidad para explicarse y entender el
mundo que les rodea.36 Primero, se priva de cualquier alimentación de los
sentidos (con capuchas, tapones para los oídos, cadenas y aislamiento total),
luego el cuerpo es bombardeado con una estimulación arrolladora (luces
estroboscópicas, música a toda potencia, palizas y descargas eléctricas). En
esta etapa, se «prepara el terreno» y el objetivo es provocar una especie de
huracán mental: los prisioneros caen en un estado de regresión y de terror tal
que no pueden pensar racionalmente ni proteger sus intereses. En ese estado de shock, la mayoría de los prisioneros entregan a sus interrogadores
todo lo que éstos desean: información, confesiones de culpabilidad, la renuncia
a sus anteriores creencias. Uno de los manuales de la CIA ofrece una explicación
particularmente sucinta: «Se produce un intervalo, que puede ser extremadamente
breve, de animación suspendida, una especie de shock o parálisis psicológica. Esto se debe a una experiencia
traumática o subtraumática que hace estallar, por así decirlo, el mundo que al
individuo le es familiar, así como su propia imagen dentro de ese mundo. Los
interrogadores experimentados saben reconocer ese momento de ruptura y saben también
que en ese intervalo la fuente se mostrará más abierta a las sugerencias, y es
más probable que coopere, que durante la etapa anterior al shock».37
La doctrina del shock reproduce este proceso paso a paso, en su intento de
lograr a escala masiva lo que la tortura obtiene de un individuo en la sala de
interrogatorios. El ejemplo más claro fue el shock del 11 de
septiembre, día en el cual para millones de personas el «mundo que les era familiar»
estalló en mil pedazos, y dio paso a un período de profunda desorientación y
regresión que la administración Bush supo explotar con pericia. De repente, nos
encontramos viviendo en una especie de Año Cero, en el cual todo lo que
sabíamos podía desecharse despectivamente con la etiqueta de «antes del 11-S». Aunque
la historia jamás había sido nuestro fuerte, Norteamérica se había convertido
en una tabla rasa, una verdadera «página en blanco» sobre la cual se podían «escribir
las palabras más nuevas y más hermosas», como Mao le decía a su pueblo.38 Un
nuevo ejército de especialistas se materializó rápidamente para escribir nuevas
y hermosas palabras sobre el tapiz receptivo de nuestra conciencia
postraumática: «choque de civilizaciones», grabaron. «Eje del mal», «fascismo
islámico», «seguridad nacional». Con el mundo preocupado y absorto por las
nuevas y mortíferas guerras culturales, la administración Bush pudo lograr lo
que antes del 11 de septiembre apenas había soñado: librar guerras privadas en el
extranjero y construir un conglomerado empresarial de seguridad en territorio
estadounidense.
Así funciona la
doctrina del shock: el desastre original — llámese golpe,
ataque terrorista, colapso del mercado, guerra, tsunami o huracán— lleva a la población de un país a un estado de shock colectivo. Las bombas, los estallidos de terror, los
vientos ululantes preparan el terreno para quebrar la voluntad de las
sociedades tanto como la música a toda potencia y las lluvias de golpes someten
a los prisioneros en sus celdas. Como el aterrorizado preso que confiesa los
nombres de sus camaradas y reniega de su fe, las sociedades en estado de shock a menudo renuncian a valores que de otro modo defenderían
con entereza. Jamar Perry y sus compañeros de evacuación en el refugio de Baton
Rouge tuvieron que sacrificar los pisos de protección oficial y las escuelas
públicas. Después del tsunami, los pescadores
de Sri Lanka tenían que abandonar su valiosa tierra frente al mar y cederla a
los constructores de hoteles. Los iraquíes, si todo iba según lo planeado,
tenían que caer en tal estado de shock que
cederían el control de sus reservas petrolíferas, sus compañías estatales, y
toda su soberanía nacional al ejército estadounidense y sus bases militares y
zonas verdes.
LA GRAN MENTIRA
En el torrente de
artículos escritos en el panegírico de Milton Friedman, apenas se mencionó el
papel de los shocks y las crisis que tanto habían
contribuido a difundir su modelo económico. En vez de eso, el fallecimiento del
economista se convirtió en una ocasión perfecta para reescribir la historia
oficial: de cómo su propuesta de capitalismo radical se había convertido en la
ortodoxia del gobierno en prácticamente todos los rincones del globo. Es un
cuento de hadas, libre de toda violencia e imposición que tan íntimamente
ligadas van en esta cruzada, y representa el golpe propagandístico más exitoso
de las últimas tres décadas. El cuento empieza así.
Friedman dedicó
su vida a una pacífica lucha de ideas contra los que creían que los gobiernos
tienen la responsabilidad de intervenir en el mercado para suavizar su dureza.
El estaba convencido de que la historia se había «equivocado de vía» cuando los
políticos empezaron a prestar atención a John Maynard Keynes, el arquitecto intelectual
del New Deal y del moderno Estado del bienestar.39 El hundimiento del mercado
en 1929 había establecido un consenso general: el laissez-faire había fallado y los gobiernos debían
intervenir en la economía para redistribuir la riqueza y fijar un marco de
regulación empresarial. Durante esa etapa oscura para el libre mercado, cuando
el comunismo conquistaba el Este, y mientras Occidente se entregaba al Estado
del bienestar y el nacionalismo económico arraigaba en el Sur poscolonial,
Friedman y su mentor, Friedrich Hayek, protegían con suma paciencia la llama
del capitalismo en estado puro, sin empañarse por los intentos keynesianos para
crear riquezas colectivas que fueran la base de una sociedad más justa.
«En mi opinión,
el mayor error —escribió Friedman a Pinochet en 1975— consiste en creer que es
posible hacer el bien con el dinero de los demás.»40 Pocos escuchaban; la
mayoría de la gente insistía en que sus gobiernos podían y debían hacer el
bien. Friedman fue descrito por la revista Time en 1969 en
términos despectivos: «un duende o un pesado», y era reverenciado como profeta
de una selecta minoría.41
Por fin, tras
décadas exiliado en la jungla intelectual, llegaron los años ochenta y los
gobiernos de Margaret Thatcher (que llamó a Friedman un «luchador por la libertad
intelectual») y de Ronald Reagan (que fue visto con un ejemplar de Capitalismo y libertad, el manifiesto de Friedman, durante su
campaña presidencial).42 Aquellos líderes políticos sí tuvieron el valor de
implementar una absoluta liberalización del mercado en el mundo real. Según la
historia oficial, después de que Reagan y Thatcher liberaran democrática y
pacíficamente sus respectivos mercados, la libertad y la prosperidad subsiguientes
fueron tan obviamente deseables que cuando las dictaduras cayeron una tras
otra, desde Manila a Berlín, las masas voceaban para que las reaganomics se instalaran en sus puertas, junto
con sus Big Macs.
Cuando la Unión Soviética
por fin se derrumbó, la gente del «imperio del mal» también estaba ansiosa por
unirse a la revolución friedmanita, al igual que los comunistas reconvertidos
en capitalistas de China. Eso quería decir que no existía ningún obstáculo para
construir un verdadero libre mercado global, en el cual las empresas no sólo
gozaran de libertad absoluta en sus países de origen, sino que también pudieran
cruzar las fronteras sin burocracias ni impedimentos, desatando la prosperidad
allá donde fueran. Existían dos grandes reglas acerca de cómo debían ser las
sociedades: había que celebrar elecciones para votar a nuestros políticos, y
las economías debían aplicar el modelo de Friedman. Fue, como Francis Fukuyama
lo bautizó, «el fin de la historia», «el punto final de la evolución ideológica
de la humanidad».43 La revista Fortune, en su
tributo a Friedman, escribió que «navegó con la marea de la historia»; se aprobó
una resolución en el Congreso alabándolo como «uno de los defensores más
destacados de la libertad en todo el mundo, no sólo en el campo de la economía
sino en todos los aspectos»; el gobernador de California, Arnold Schwarzenegger,
declaró que el 29 de enero de 2007 sería el Día de Milton Friedman en todo el
estado, y varias ciudades y pueblos imitaron su gesto. Un titular en The Wall Street Journal ofrecía
una cápsula de ordenada información: «El hombre de la libertad».44
Este libro es un
desafío contra la afirmación más apreciada y esencial de la historia oficial:
que el triunfo del capitalismo nace de la libertad, que el libre mercado desregulado
va de la mano de la democracia. En lugar de eso, demostraré que esta forma
fundamentalista del capitalismo ha surgido en un brutal parto cuyas comadronas
han sido la violencia y la coerción, infligidas en el cuerpo político colectivo
así como en innumerables cuerpos individuales. La historia del libre mercado
contemporáneo —el auge del corporativismo, en realidad— ha sido escrita con
letras de shock.
Hay mucho en
juego. La alianza corporativista está cerca de conquistar su última frontera:
los mercados y las economías del petróleo del mundo árabe, hasta ahora cerrados,
y sectores de las economías occidentales que llevan tiempo protegidos de la
regla de los beneficios, incluyendo la respuesta ante los desastres naturales y
los ejércitos. Puesto que ni siquiera se pretende buscar el consenso público
para privatizar funciones tan esenciales, ni en el frente doméstico ni en el
extranjero, es necesario convocar a los jinetes de la violencia creciente y de catástrofes
aún mayores para alcanzar dichos objetivos. Paradójicamente, como el papel
decisivo de los shocks y las crisis ha sido expurgado tan
eficientemente del historial del auge del libre mercado, las tácticas extremas
desplegadas en Irak y Nueva Orleans a menudo se tachan de prácticas incompetentes
o de amiguismo por parte de la
Casa Blanca de Bush. En realidad, las hazañas de Bush son una
mera punta del icerberg creado, una diminuta porción de una campaña
monstruosamente violenta que lleva en pie de guerra cincuenta años para lograr
la absoluta liberalización del mercado.
Cualquier intento
de responsabilizar a determinadas ideologías por los crímenes cometidos por sus
seguidores debe plantearse con absoluta prudencia. Es demasiado fácil afirmar
que la gente con la que no estamos de acuerdo no sólo se equivoca, sino que
también son tiranos, fascistas y genocidas. Pero también es cierto que algunas
ideologías constituyen un peligro para la sociedad, y que deben ser
identificadas como tales. Me refiero a las doctrinas fundamentalistas y
reconcentradas, incapaces de coexistir con otros sistemas de creencias. Sus
seguidores deploran la diversidad y exigen mano libre para poner en marcha su
sistema perfecto. El mundo tal y como es debe ser destruido, para que su pura
visión pueda crecer y desarrollarse debidamente. Arraigada en las fantasías
bíblicas de grandes inundaciones y fuegos místicos, esta lógica lleva ineludiblemente
a la violencia. Las ideologías peligrosas son las que ansían esa tabla rasa imposible,
que sólo puede alcanzarse mediante algún tipo de cataclismo.
Generalmente, los
sistemas que claman por la eliminación de pueblos y culturas enteros con el fin
de satisfacer una visión pura del mundo son aquellos que profesan una extrema
religiosidad y que propugnan la segregación racial. Pero desde el colapso de la Unión Soviética,
se ha producido un reconocimiento histórico de los grandes crímenes cometidos en
nombre del comunismo. Los sótanos de las agencias de información soviéticas han
abierto sus puertas a investigadores que se han apresurado a contar el número
de muertos en hambrunas, campamentos de trabajos forzados y asesinatos. El
proceso ha generado un fuerte debate en todo el mundo respecto al papel de la
ideología que había detrás de estas atrocidades, y hasta qué punto ésta es responsable
de aquéllas, o bien si la distorsión del sistema se debe a que tuvo líderes
como Stalin, Ceaucescu, Mao o Pol Pot.
«Fue el comunismo
de carne y hueso el que impuso la represión en masa, que terminó creando un
reinado del terror estatal», escribe Stéphane Courtois, coautor del polémico El libro negro del comunismo. «¿Podemos decir que la
ideología no tiene la culpa?»45 Por supuesto que no. Pero tampoco se puede
deducir que todas las formas de comunismo sean intrínsecamente genocidas, corno
se ha dicho con total desparpajo. Ciertamente fueron interpretaciones
doctrinales y dictatoriales de la teoría comunista que despreciaban la
pluralidad las que llevaron a las ejecuciones masivas de Stalin y a los campos
de reeducación de Mao. La dictadura comunista está, como debe ser, por siempre
empañada por esos experimentos en sociedades reales.
¿Y qué hay de la
cruzada contemporánea en pro de la libertad de los mercados mundiales? Los
golpes de Estado, las guerras y las matanzas que han instaurado y apoyado regímenes
afines a las empresas jamás han sido tachados de crímenes capitalistas, sino
que en lugar de eso se han considerado frutos del excesivo celo de los
dictadores, como sucedió con los frentes abiertos durante la Guerra Fría y la
actual guerra contra el terror. Si los adversarios más comprometidos contra el
modelo económico corporativista desaparecen sistemáticamente, ya sea en la Argentina de los años
setenta o en el Irak de hoy en día, esa labor de supresión se achaca a la
guerra sucia contra el comunismo o el terrorismo. Prácticamente jamás se alude
a la lucha para la instauración del capitalismo en
estado puro.
No estoy
afirmando que todas las formas de la economía de mercado son violentas de por
sí. Es perfectamente posible poseer una economía de mercado que no exija tamaña
brutalidad ni pida un nivel tan prístino de ideología pura. Un mercado libre,
con una oferta de productos determinada, puede coexistir con un sistema de
sanidad pública, escolarización para todos y una gran porción de la economía
—como por ejemplo una compañía petrolífera nacionalizada— en manos del Estado.
También es posible pedirles a las empresas que paguen sueldos decentes, que respeten
el derecho de los trabajadores a formar sindicatos, y solicitar a los gobiernos
que actúen como agentes de redistribución de la riqueza mediante los impuestos
y las subvenciones, con el fin de reducir al máximo las agudas desigualdades
que caracterizan al Estado corporativista. Los mercados no tienen por qué ser
fundamentalistas. Keynes propuso exactamente esta combinación de economía
regulada y mixta después de la Gran Depresión, una revolución en las políticas
públicas que dio lugar al New Deal y a transformaciones parecidas en todo el
mundo. Era exactamente el sistema de compromisos, equilibrios y controles que
la contrarrevolución de Friedman se dispuso a desmantelar metódicamente en todo
el mundo. Bajo este prisma, la
Escuela de Chicago y su modelo de capitalismo tienen algo en
común con otras ideologías peligrosas: el deseo básico por alcanzar una pureza
ideal, una tabla rasa sobre la que construir una sociedad modélica y recreada para
la ocasión.
Esta ansia por los poderes casi divinos de
una creación total explica precisamente la razón por la que los ideólogos del libre
mercado se sienten tan atraídos por las crisis y las catástrofes. La realidad
no apocalíptica no es muy hospitalaria para con sus ambiciones, sencillamente. Durante
más de treinta y cinco años, el motor de la contrarrevolución de Friedman ha
sido la singular atracción hacia un tipo de libertad de maniobra y
posibilidades que sólo se da en situaciones de cambio cataclísmico. Cuando las
personas, con sus tozudas costumbres e insistentes demandas, estallan en mil
pedazos; momentos en los que la democracia parece una imposibilidad práctica.
Los creyentes de
la doctrina del shock están convencidos de que solamente
una gran ruptura —como una inundación, una guerra o un ataque terrorista— puede
generar el tipo de tapiz en blanco, limpio y amplio que ansían. En esos
períodos maleables, cuando no tenemos un norte psicológico y estamos
físicamente exiliados de nuestros hogares, los artistas de lo real sumergen sus
manos en la materia dócil y dan principio a su labor de remodelación del mundo.
PRIMERA PARTE
LOS DOS INGENIEROS DEL SHOCK
INVESTIGACIÓN Y DESARROLLO
Os exprimiremos hasta la saciedad, y luego
os
llenaremos con nuestra propia esencia.
GEORGE ORWELL, 1984
La Revolución Industrial
sólo fue el principio de la
revolución más extrema y radical que jamás
inflamó la mente de los sectarios, pero
los
problemas se podían solucionar, con una
cantidad
ilimitada de bienes materiales.
KARL POLANYI, La gran
transformación
Capítulo 1
EL LABORATORIO DE LA TORTURA
Ewen Cameron, la CIA y la maníaca obsesión
por erradicar y recrear la
mente humana
Sus mentes son como tablas rasas sobre las
que
nosotros podemos escribir.
DR. CYRIL J. C. KENNEDY y DR. DAVID ANCHEL
sobre los beneficios de la terapia de electroshocks,
19481
Fui al matadero para observar lo que
llamaban
«matanza eléctrica» y vi que fijaban
grandes tenazas
metálicas en las sienes de los cerdos, cuyos
extremos
estaban conectados a una corriente eléctrica
de 125 voltios.
En cuanto los cerdos tocaban las tenazas,
caían inconscientes,
se ponían rígidos y al cabo de unos
segundos empezaban a
convulsionarse como hacían nuestros perros
cobayas. Durante
este período de inconsciencia (coma
epiléptico) el carnicero
mataba y sangraba a los animales sin
dificultad alguna.
UGO CERLETTI, psiquiatra, acerca de su
«invención»
de la terapia de electroshock,
en 19542
«Ya no hablo con
periodistas», dijo la voz tensa que se oía al otro lado del hilo telefónico. Y
luego una diminuta ventana de esperanza: «¿Qué quiere?».
Me doy cuenta de
que tengo unos veinte segundos para convencerla, y no será fácil. ¿Cómo puedo
explicarle a Gail Kastner lo que quiero de ella, el viaje que me ha llevado a
llamar a su puerta?
La verdad suena
tan extraña: «Estoy escribiendo un libro sobre el shock. Y sobre los países que sufren shocks: guerras, atentados terroristas, golpes de Estado y
desastres naturales. Luego, de cómo vuelven a ser víctimas del shock a manos de las empresas y los políticos que explotan el
miedo y la desorientación frutos del primer shock para
implantar una terapia de shock económica.
Después, cuando la gente se atreve a resistirse a estas medidas políticas se
les aplica un tercer shock si es
necesario, mediante acciones policiales, intervenciones militares e
interrogatorios en prisión. Quiero hablar con usted porque creo que es una de
las personas que ha sobrevivido al mayor número de shocks. Usted fue víctima de los experimentos clandestinos de la CIA con electroshocks y otras “técnicas especiales de
interrogatorio”. Y por cierto, creo que los frutos de las investigaciones para
las cuales usted fue una cobaya humana se están utilizando con los prisioneros
de Guantánamo y Abu Ghraib».
No, desde luego
que no puedo decirle eso. Así que me limito a contestar: «Hace poco estuve en
Irak, y trato de entender el papel que juega allí la tortura. Nos dicen que se
trata de obtener información, pero creo que es más que eso. Estoy convencida de
que están intentando construir un Estado modélico, borrando las mentes y los
cuerpos de las personas y volviéndolos a crear desde cero».
Hay una larga
pausa, y luego el tono de voz de la respuesta es distinto. Tenso aún, pero ¿ligeramente
aliviado? «Lo que acaba de decir es exactamente lo mismo que la CIA y Ewen Cameron me hicieron
a mí. Trataron de borrarme y volver a crearme. Pero no funcionó».
En menos de
veinticuatro horas, estoy frente a la puerta del apartamento de Gail Kastner,
en un edificio gris y antiguo en Montreal. «Está abierto», dice con una voz
apenas audible. Gail me había advertido que quitaría el cerrojo de la puerta
porque le cuesta levantarse. Son las pequeñas fracturas de su espina dorsal,
que se vuelven más dolorosas a medida que la artritis se extiende por su
cuerpo. El dolor de espalda es sólo uno de los recuerdos de las sesenta y tres
veces que descargaron entre 150 y 200 voltios de electricidad en los lóbulos
frontales de su cerebro,mientras su cuerpo se convulsionaba violentamente
encima de la camilla, causándole diminutas fracturas, roturas de ligamentos,
mordeduras en los labios y dientes rotos.
Gail me saluda
desde un sillón acolchado de color azul. Tiene más de veinte posiciones, me
dice más tarde, y las ajusta continuamente, como un fotógrafo que trata de
enfocar la imagen. Pasa los días echada en ese sillón reclinable, buscando la
imposible comodidad, esforzándose por no dormirse y caer en lo que ella llama
«sus sueños eléctricos». Entonces es cuando vuelve a verle: «él», doctor Ewen
Cameron, el psiquiatra fallecido ya que le administraba las descargas, así como
otras torturas, hace tantos años. «El Monstruo Eminente me visitó dos veces la
noche pasada», anuncia en cuanto entro en el salón. «No quiero que se sienta
mal, pero es a causa de su repentina llamada, de sopetón, y todas esas
preguntas.»
Me doy cuenta de
que mi presencia posiblemente es muy injusta para ella. Esa sensación se
afianza en mi interior cuando echo un vistazo al apartamento y me doy cuenta de
que físicamente apenas hay lugar para mí. Toda superficie disponible está
repleta de torres y montones de papeles y libros, todos marcados con pequeños
pedacitos de papel amarillentos. Gail me indica el único espacio libre de la
habitación, una silla de madera que había pasado por alto, pero se pone un poco
nerviosa cuando le pregunto dónde puedo depositar la grabadora, un objeto que
sólo ocupa unos centímetros. Ni pensar en la mesita al lado de su sillón:
veinte paquetes vacíos de cigarrillos, Matinée Regular, están colocados
formando una pirámide perfecta. (Gail me había advertido por teléfono acerca de
su condición de fumadora empedernida: «Lo siento, pero fumo. Y como fatal.
Estoy gorda y fumo. Espero que no le importe».) Parece que Gail ha pintado el
interior de las cajetillas de negro, pero al acercarme más me doy cuenta de que
se trata de una diminuta y apretada letra manuscrita: nombres, números, miles
de palabras.
Durante el día
que pasamos juntas, Gail a menudo se inclina hacia delante para garrabatear
algo en un trozo de papel o en un paquete de cigarrillos: «Una nota mental
— explica—, o jamás me acordaré». Para
ella, los montoncitos
de papel y cajetillas son algo más que un sistema poco
convencional de archivos. Son toda su memoria.
Durante toda su
vida adulta, la mente de Gail le ha fallado. Los hechos se evaporan
inmediatamente de su cabeza, y los recuerdos, si es que permanecen (muchos no
lo hacen), son como instantáneas esparcidas por el suelo. A veces es capaz de recordar
un incidente a la perfección —lo llama «fragmento de memoria»— pero cuando le
preguntan por una fecha, puede llegar a equivocarse por dos décadas de
diferencia. «En 1968», empieza. «No, en 1983.» De modo que hace listas de todo
y lo apunta todo. Pruebas de que su vida realmente ha ocurrido. Al principio se
disculpa por el desorden. Pero más tarde exclama: «¡El me hizo esto! Este
apartamento es parte de su tortura».
Durante varios
años, a Gail la desconcertaban mucho sus lagunas memorísticas, así como otros
detalles. Por ejemplo, no sabía la razón por la cual un pequeño destello
eléctrico de la puerta del garaje le provocaba un ataque de pánico
incontrolable. O por qué le temblaban las manos cuando enchufaba el secador de
pelo. Sobre todo, no entendía por qué recordaba la mayor parte de su vida
adulta pero casi nada antes de los veinte años. Cuando se encontraba con gente
que decía haberla conocido en su niñez, decía: «Sé quién eres pero no sé de qué
te conozco». «Mentía», dice.
Gail creía que
formaba parte de su cuadro médico: una frágil salud mental. Durante su
juventud, había sufrido depresiones y adicción a los medicamentos, y a veces
tenía crisis nerviosas tan violentas que terminaba hospitalizada y en coma.
Estos episodios la alejaron de su familia, y se quedó sola y desesperada.
Terminó rebuscando comida en la basura de las tiendas de alimentación.
Había señales de
que Gail había sido víctima de algo aún más traumático en el pasado. Antes de
que su familia la abandonara, Gail y su hermana gemela solían discutir sobre la
época en que Gail había estado gravemente enferma y Zella la había cuidado. «No
tienes ni idea de lo que pasé», se quejaba Zella. «Te orinabas encima, en medio
del salón, te chupabas el dedo y parloteabas como una cría. ¡Querías el biberón
de mi bebé! Eso es lo que tuve que pasar». Gail no sabía qué contestar a las
recriminaciones de su gemela. ¿Orinar en el salón? ¿Pedir el biberón de su
sobrino? No recordaba ni por asomo haber hecho esas cosas tan extrañas.
Cuando tenía unos
cuarenta años, Gail empezó una relación con un hombre llamado Jacob, al que
describe como su alma gemela. Jacob era un superviviente del Holocausto, y
también le interesaban las cuestiones de memoria y pérdida de identidad. A
Jacob, que murió hace más de una década, le preocupaban mucho los años perdidos
de Gail. «Tiene que haber una razón», solía decir acerca de los períodos vacíos
de su vida. «Tiene que haber una razón.»
En 1992, Gail y
Jacob se detuvieron frente a un quiosco que exhibía un titular sensacionalista:
«Lavado de cerebro: las víctimas recibirán compensaciones». Kastner empezó a
leer el artículo por encima, y varias expresiones le llamaron inmediatamente la
atención: «parloteo de bebé», «pérdida de memoria», «incontinencia urinaria».
«Vamos a comprar el periódico», dijo Jacob. En un café cercano, la pareja leyó
la increíble historia de cómo, en la década de los cincuenta, la CIA había financiado a un
médico en Montreal para que realizara extraños experimentos en los pacientes
psiquiátricos. Les privaba de sueño y los aislaba durante semanas, y luego les
administraba altas dosis de electroshocks, así como
cócteles de drogas experimentales como el psicodélico LSD y el alucinógeno PCP
(fenciclidina), conocido más comúnmente como polvo de ángel. Los experimentos
transportaban a los pacientes a estados preverbales e infantiles, y se habían
realizado en el Alian Memorial Institute de la Universidad McGill,
bajo la supervisión de su director, el doctor Ewen Cameron. La financiación de la CIA se descubrió a finales de
los años setenta gracias a una solicitud amparada por la Freedom of Information
Act, que dio lugar a varias sesiones en el Senado de los Estados Unidos. Nueve
antiguos pacientes de Cameron se unieron y demandaron a la CIA y al gobierno canadiense,
que también había aportado dinero para las investigaciones de Cameron. Durante
varios juicios, los abogados de los pacientes argumentaron que los experimentos
violaban todos los estándares profesionales de ética médica. Los enfermos iban
a Cameron en busca de alivio a causa de ligeros trastornos mentales de poca
importancia (depresión posparto, ansiedad, incluso terapia de parejas) y fueron
utilizados, sin su conocimiento o consentimiento, como cobayas humanas para
satisfacer la sed de información de la
CIA acerca de las técnicas de control mental. En 1988, la CIA se avino a pagar daños y
perjuicios, por la suma de 750.000 dólares para los nueve demandantes. Fue la
cifra más alta jamás pagada por la agencia hasta la fecha. Cuatro años después,
el gobierno de Canadá se avino a pagar otros 100.000 dólares a cada demandante
que fue objeto de los experimentos ilegales.3
Cameron desempeñó
un papel clave en el desarrollo de las técnicas de tortura contemporáneas de
los Estados Unidos. Sus experimentos también nos ofrecen un claro ejemplo de la
lógica subyacente en el capitalismo del desastre. Al igual que los economistas
defensores del libre mercado, que están convencidos de que sólo mediante un
desastre de enormes proporciones —una gran destrucción— se puede preparar el
terreno para sus «reformas», Cameron creía que podía recrear mentes que no
funcionaban, y reconstruir personalidades sobre esa ansiada tabla rasa, si
infligía dolor y traumatizaba el cerebro de sus pacientes.
Gail conocía
vagamente la historia que implicaba a la
CIA y a la Universidad McGill, pero jamás le había prestado
atención. Ella nunca había tenido nada que ver con el Alian Memorial Institute.
Pero ahora, sentada con Jacob en ese café, leyendo las palabras de los otros
pacientes —«pérdida de memoria», «regresión»—, no dudó. «Comprendí que esas
personas debieron de pasar por lo mismo que yo había pasado.» Dije: «Jacob, ahí
está la razón».
EN LA TIENDA DEL SHOCK
Kastner escribió
al Alian Memorial Institute y solicitó su historial médico. Primero le dijeron
que no tenían ninguno. Finalmente lo logró: 138 páginas. El doctor que la había
ingresado era Ewen Cameron. Las cartas, notas y cuadros médicos del expediente
de Gail cuentan una historia desgarradora: la de una joven de dieciocho años
durante los años cincuenta, y sus limitadas opciones, y la de las instituciones
públicas y médicos que abusaron de su poder. La documentación empieza con el
diagnóstico del doctor Cameron con motivo del ingreso de Gail: estudiante de
enfermería en McGill, Gail saca excelentes notas, y Cameron la describe como
«hasta ahora, un individuo razonablemente bien equilibrado». Sin embargo, sufre
episodios de ansiedad causados, según dictamina claramente Cameron, por su
padre, que la maltrata y que es descrito como un «hombre intensamente
perturbador» que la «ataca psicológicamente en repetidas ocasiones».
Gail causó buena
impresión entre las enfermeras, según las entradas manuscritas de éstas en el
historial, pues compartían vínculos ya que la chica estudiaba enfermería. La
describen como «alegre, sociable y simpática». Pero durante los meses que pasó
bajo su cuidado, Gail sufrió una transformación radical en su personalidad,
meticulosamente documentada en el archivo: al cabo de unas semanas, «mostraba
un comportamiento infantil, expresaba ideas extrañas y aparentemente estaba en
estado de alucinación [sic] y era
destructiva». Las notas indican que esta joven de inteligencia normal apenas
llegaba a contar hasta seis. Luego se volvió «manipuladora, hostil y muy
agresiva». Finalmente, «pasiva y apática», incapaz de reconocer a los miembros
de su propia familia. El diagnóstico final es de «esquizofrenia [...] con
claros rasgos histéricos», un cuadro mucho más serio que la ligera «ansiedad»
que sufría cuando fue ingresada.
Sin duda la
metamorfosis tenía algo que ver con los tratamientos que también constan en el
expediente médico de Gail Kastner: altas dosis de insulina, que le inducían
múltiples comas; extrañas combinaciones de ansiolíticos y antidepresivos;
largos períodos en los que permanecía en estado de inconsciencia inducida
merced a los calmantes; y una cantidad de electroshocks ocho veces
superior a la media que se solía administrar en la época. A menudo las
enfermeras consignan los intentos de Kastner de escapar de sus médicos: «Trata
de huir, [...] afirma que el tratamiento es erróneo y nocivo. [...] Se niega a
recibir su electro después de recibir la inyección». Estas quejas
invariablemente conllevaban un nuevo viaje hacia lo que los colegas más jóvenes
de Cameron llamaban la «tienda del sbock».4
LA BÚSQUEDA DE LA
PUREZA
Después de releer
varias veces su historial médico, Gail Kastner se convirtió en una especie de
arqueóloga de su propia vida. Leía y estudiaba todo lo que pudiera ser una
explicación potencial de lo que le había sucedido en el hospital. Descubrió que
Ewen Cameron, un norteamericano de origen escocés, había alcanzado la cúspide
de su profesión: la presidencia de la Asociación Americana
de Psiquiatría, de la
Asociación Canadiense de Psiquiatría y de la Asociación Mundial
de la Psiquiatría. En
1945 fue uno de los tres psiquiatras norteamericanos que testificó acerca de la
salud mental de Rudolf Hess en los juicios de Nuremberg.5
Para cuando Gail
empezó a investigar, Cameron llevaba ya un tiempo muerto, pero había dejado un
legado de docenas de artículos académicos y conferencias. También se habían
publicado una gran cantidad de libros sobre el papel de la CIA en la financiación de los
experimentos de control mental, obras que incluían muchos detalles acerca de la
relación entre Cameron y la agencia.* Gail se los leyó todos, marcando los
pasajes importantes, estableciendo la cronología de los hechos y cruzando las
fechas con su documentación. Así llegó a reconstruir lo que había sucedido. A
principios de los años cincuenta, Cameron se había apartado del enfoque
estándar freudiano, la «terapia conversacional», que se empleaba para deducir
las «causas arraigadas» de las enfermedades mentales de los pacientes. Su ambición
era recrear la mente de sus pacientes, en lugar de curarles o arreglar lo que
fuera disfuncional, y para ello utilizaba un método de su invención, llamado
«impulso psíquico».6
* Entre otros In the Sleep Room, de Anne
Collins; The
Searck for tbe Manchurian Candidate, de John Marks; The Mind Manipulators, de Alan
Scheflin y Edward Option Jr.; Operation Mind Control, de Walter Bowart; Journey into Madness, de Cordón
Thomas; y A
Father, a Son and the CIA, de Harvey Weinstein, escrito por un psiquiatra, hijo de uno de los pacientes
de Cameron.
Según sus publicaciones de la época, Cameron creía que la única
forma de enseñar a sus pacientes a comportarse de forma sana y estable era
meterse dentro de sus mentes y «quebrar las viejas pautas y modelos de comportamiento
patológico».7 El primer paso consistía en «erradicar las pautas», cuyo objetivo
era asombroso: devolver la mente al estado en que Aristóteles describió como
«una tabla vacía sobre la cual aún no hay nada escrito», una tabula rasa.8 Cameron
creía que se podía alcanzar dicho estado atacando el cerebro con todos los
elementos que interfieren en su funcionamiento normal. Todos a la vez. Eran las
tácticas militares de «shock y
conmoción» desplegadas en el campo de batalla de la mente humana.
A finales de los
años cuarenta, la técnica del electroshock
se estaba popularizando entre la clase psiquiátrica de Europa y América del Norte. Causaba
un daño permanente menor que
la lobotomía, y parecía que funcionaba: los pacientes histéricos a menudo se calmaban, y en algunos casos las descargas eléctricas
devolvían una cierta lucidez a las
personas. Pero se trataba solamente de datos observados, y ni siquiera los médicos que habían desarrollado la técnica podían
ofrecer una explicación científica
de su funcionamiento.
Sin embargo,
conocían bien sus efectos secundarios. No había ninguna duda de que el electroshock podía causar amnesia en el paciente.
Se trataba del principal problema asociado con el tratamiento. Estrechamente
relacionado con la pérdida de memoria, el otro efecto secundario del que había
constancia era la regresión. Los médicos indicaron que en docenas de estudios
clínicos, en los momentos inmediatamente posteriores al tratamiento, los
pacientes se chupaban el dedo, adoptaban la posición fetal, había que
alimentarles como a bebés, y lloraban reclamando a sus madres (a menudo
confundían a enfermeras y médicos con sus padres y madres). Esta etapa de
comportamientos solía desaparecer rápidamente, pero en algunos casos, cuando
las sesiones de electroshock eran numerosas, los médicos
informaban de casos en los que la regresión de los pacientes era completa,
llegando éstos a olvidarse de andar y de hablar. Marilyn Rice, una economista
que a mediados de los años setenta encabezó el movimiento de los pacientes en
defensa de sus derechos, en contra del electroshock, describía
vividamente lo que significaba perder sus recuerdos, y gran parte de su
educación, a causa de los tratamientos. «Ahora sé cómo debió de sentirse Eva
después de ser creada a partir de la costilla de otro, sin ningún pasado ni
historia propia. Me sentía tan vacía como Eva».*9
* Aún hoy en día, en que las
terapias de electroshock son mucho más seguras y estudiadas, y se preocupan de garantizar la comodidad
y la tranquilidad de los pacientes, convirtiéndose
así en una herramienta respetable y a menudo
efectiva para el tratamiento de la psicosis, los efectos
secundarios siguen incluyendo pérdidas temporales
de memoria a corto plazo. Algunos pacientes indican que también han sufrido pérdidas de memoria a
largo plazo.
Para Rice y el
resto, ese vacío representaba una pérdida irreemplazable. Por contra, Cameron
lo veía de forma muy distinta: como una tabla rasa, libre de las costumbres
nocivas del pasado, sobre las cuales se podían crear nuevas pautas y nuevos
modelos de comportamiento. Para él, «la pérdida masiva de memoria» que traía
consigo el electroshock no era un desafortunado
efecto secundario: era el aspecto esencial del tratamiento, la clave para
arrastrar al paciente a un estado anterior de su desarrollo mental, «mucho
antes de que la esquizofrenia y los comportamientos perturbados hicieran su
aparición».10 Igual que los halcones de la guerra que claman para bombardear
países «hasta devolverlos a la
Edad de Piedra», Cameron creía que la terapia de shock era el método que arrojaría a sus pacientes de vuelta a la
infancia, en una regresión absoluta. En un artículo que escribió en 1962 para
una revista científica, describió el estado al que quería reducir a pacientes
como Gail Kastner: «No solamente se produce una pérdida de la imagen
espacio-tiempo, sino que también se pierde el sentido de que debería existir.
Durante esta fase el paciente muestra una serie de síntomas diversos, como
pérdida de un segundo idioma o de conciencia acerca de su estado civil. En
formas más avanzadas, tal vez no pueda caminar sin apoyo, alimentarse o dé
muestras de incontinencia urinaria y fecal. [...] Todos los aspectos de su
función de memoria están gravemente afectados».11
Para «borrar la
pauta» de sus pacientes, Cameron utilizó un instrumento relativamente nuevo,
llamado Page-Russell, que administraba hasta seis descargas consecutivas en vez
de una. Frustrado por el hecho de que sus pacientes seguían aferrándose a los
retazos de sus personalidades originales, Cameron los desorientó aún más con
anfetaminas, ansiolíticos y drogas alucinógenas: clorpromacina, barbitúricos,
pentotal sódico, óxido de nitrógeno (el conocido «gas de la risa»),
metanfetamina, Seconal, Nembutal, Veronal, Melicone, Thorazine, largactil e
insulina. Cameron escribió en un artículo en 1956 que gracias a estos fármacos,
el paciente «se desinhibía y sus defensas se debilitaban».12
Una vez se
completaba el proceso de «eliminación de las pautas» del paciente, y su
anterior personalidad había sido satisfactoriamente borrada, el proceso de
implantación de conducta podía empezar. Consistía en que Cameron hacía escuchar
a los pacientes cintas grabadas con mensajes como: «Usted es una buena madre y
una buena esposa, y la gente disfruta de su compañía». En tanto que psicólogo
conductista, creía que si sus pacientes se impregnaban de los mensajes grabados
en la cinta, empezarían a comportarse de forma distinta.*
* Si Cameron no
hubiera gozado de tanto poder en su campo, sus cintas de «implantación
conductual» habrían sido tachadas de psicología barata. Tuvo la idea al ver un
anuncio del cerebrófono, un fonógrafo que se colocaba en la mesilla de noche,
con altavoces insertados en la almohada, y que sostenía ser «un método
revolucionario para aprender idiomas durante el sueño».
Con pacientes
bajo estado de shock y drogados hasta un extremo
vegetativo, éstos no podían sino escuchar los mensajes, durante dieciséis o
veinte horas al día durante semanas. En una ocasión, Cameron le hizo escuchar a
un paciente la cinta de forma ininterrumpida durante 101 días.13
A mediados de los
años cincuenta, varios investigadores de la CIA se interesaron por los métodos de Cameron.
Era el principio de la histeria de la Guerra Fría, y la agencia acababa de lanzar un
programa de operaciones encubiertas para investigar lo que llamaban «técnicas
especiales de interrogación». Un memorando desclasificado de la CIA explica que el programa
«examinaba y analizaba numerosas técnicas de interrogación poco habituales,
incluyendo el acoso psicológico y otros métodos como el aislamiento total, así
como el uso de drogas y sustancias químicas».14 El proyecto conoció el primer
nombre en código de Bluebird, luego Proyecto Alcachofa y finalmente fue
bautizado como MKUltra en 1953. Durante la siguiente década, MKUltra gastó más
de veinticinco millones de dólares en busca de formas nuevas de romper la
voluntad de un prisionero sospechoso de comunismo o de ser agente doble. Más de
ochenta instituciones participaron en el programa, incluyendo cuarenta y cuatro
universidades y doce hospitales.15
Los agentes
implicados tenían abundantes ideas y mostraban una notable creatividad en su
celo por extraer información de personas que no deseaban compartirla. El
problema era cómo comprobar la efectividad de esos métodos e ideas. Las
actividades de los primeros años del Proyecto Bluebird y Alcachofa se parecen
sospechosamente a esas escenas de una película de espías tragicómica en la que
los agentes de la CIA
se hipnotizan mutuamente y deslizan LSD en las bebidas de sus colegas para ver
qué sucede (en al menos uno de los casos, un suicidio), por no mencionar la
tortura de los sospechosos de pertenecer al espionaje ruso.16
Las pruebas
terminaron asemejándose más a unas macabras bromas propias de universitarios
desatados en pleno fervor etílico que a experimentos propios de una
investigación seria, y los resultados no aportaron la certidumbre científica
que la agencia iba buscando. Para eso era necesario realizar pruebas con un
mayor número de cobayas humanas, y así se intentó. Pero era demasiado
arriesgado: si se descubría que la
CIA estaba probando drogas peligrosas en suelo americano,
existía la posibilidad de que se le diera carpetazo al programa.17 En ese punto
entraron en escena los investigadores canadienses, y el interés de la CIA en sus actividades. El
inicio de la relación se remonta al 1 de junio de 1951, en una reunión a tres
bandas entre agencias de inteligencia de diversas nacionalidades y un grupo de
científicos en el Ritz-Carlton de Montreal. El tema del encuentro era la
creciente preocupación que sentía la comunidad internacional de las agencias de
inteligencia occidentales ante la posibilidad de que los comunistas hubieran
descubierto un método para «lavar el cerebro» de los prisioneros de guerra. El
motivo de esa inquietud era que los soldados norteamericanos cautivos en Corea
aparecían frente a las cámaras, al parecer cooperando, para denunciar el
capitalismo y el imperialismo. Según las actas desclasificadas de esa reunión
en el Ritz, los asistentes —Omond Solandt, presidente del Comité de
Investigación para la Defensa
canadiense; sir Henry Tizard, presidente del Comité de Investigación para la Defensa británico, así
como dos representantes de la CIA—
estaban convencidos de que las potencias occidentales debían descubrir
urgentemente la forma en que los comunistas lograban arrancar esas
impresionantes declaraciones de los soldados. El primer paso era llevar a cabo
un «estudio clínico de casos reales» para analizar si los lavados de cerebro
podían funcionar.18 El objetivo declarado de esta investigación no era utilizar
el control mental en los prisioneros, sino preparar a los soldados de las
potencias occidentales para las técnicas coercitivas a las que podrían ser
sometidos en caso de ser capturados.
Por supuesto, la CIA tenía otros intereses. Sin
embargo, ni siquiera en una reunión confidencial y a puerta cerrada como la que
se desarrolló en el Ritz, podía admitir abiertamente que le interesaba
desarrollar métodos alternativos de interrogatorio. No después de las
revelaciones acerca de los sistemas de tortura nazi que habían provocado un
rechazo unánime en todo el mundo.
Uno de los
asistentes a la reunión del Ritz era el doctor Donald Hebb, director del
Departamento de Psicología en la Universidad McGill. Siempre según las actas
desclasificadas, frente al misterio de las confesiones de los soldados
capturados, Hebb especuló con la posibilidad de que los comunistas estuvieran
manipulando a los prisioneros colocándolos en celdas aisladas e impidiéndoles
el uso de los sentidos. Los jefes de inteligencia se quedaron muy
impresionados, y tres meses después Hebb recibió una beca de investigación del
Departamento de Defensa de Canadá, para llevar a cabo una serie de experimentos
de privación sensorial. Hebb pagó veinte dólares a un grupo de sesenta y tres
estudiantes de McGill para que se sometieran a aislamiento sensorial:
encerrados en una habitación, con gafas oscuras, cascos con cintas de ruido
monocorde, y tubos de cartón sobrepuestos a sus manos y pies para enturbiar su
sentido del tacto. Durante días, los estudiantes flotaron en un mar vacío, sin
ojos, orejas o manos que les orientaran, viviendo cada vez más intensamente al
ritmo de los vaivenes de su imaginación. Para comprobar hasta qué punto la
privación sensorial los hacía vulnerables al «lavado de cerebro», Hebb empezó a
pasarles cintas de voces que sostenían que los fantasmas existían, o que la
ciencia era una superchería. Antes del
experimento, los estudiantes habían declarado que no estaban de acuerdo con
esas ideas.19
En un informe
confidencial acerca de los descubrimientos de Hebb, el Comité de Investigación
para la Defensa
llegó a la conclusión de que la privación sensorial claramente causaba un
estado de confusión extrema, así como alucinaciones, en los sujetos del
experimento. El informe seguía diciendo: «Se produce una reducción
significativa y temporal de la capacidad intelectual durante e inmediatamente
después del período de privación de la percepción».20 Además, la curiosidad
estimulada de los estudiantes les hacía más receptivos a las ideas que
enunciaban las cintas, y sorprendentemente varios de ellos desarrollaron una
afición por las ciencias ocultas que duró varias semanas después de la
finalización del experimento. Era como si la privación sensorial hubiera
borrado parcialmente sus mentes, y los estímulos sensoriales aplicados durante
el proceso hubieran reescrito sus pautas de conducta.
La CIA recibió una copia del
principal estudio de Hebb, y también se enviaron cuarenta y un y cuarenta y dos
ejemplares para la Armada
y el Ejército de Estados Unidos, respectivamente.21 La CIA también controlaba los
experimentos a través de uno de los ayudantes de Hebb, Maitland Baldwin. Éste,
sin saberlo Hebb, informaba directamente a la agencia.22 El vivo interés de la CIA no resultaba nada
sorprendente: como mínimo, Hebb había demostrado que un período de aislamiento
intensivo podía llegar a interferir en la capacidad de pensar claramente y
hacía que las personas se inclinaran con más facilidad ante las sugerencias o
indicaciones de sus captores. Eran ideas que no tenían precio para un
interrogador. Hebb finalmente se dio cuenta de que los frutos de su
investigación tenían un enorme potencial, y que no solamente podían emplearse
para la protección de los soldados capturados, sino también como un protocolo
para la tortura psicológica. En la última entrevista que concedió en 1985,
antes de fallecer, Hebb declaró: «Cuando enviamos nuestro informe al Comité de
Investigación para la Defensa
comprendimos que estábamos describiendo unas técnicas de interrogatorio cuya
potencia era tremenda».23
El informe de
Hebb indicaba que cuatro de los estudiantes «comentaron espontáneamente que el
propio experimento era una forma de tortura», lo que equivalía a decir que si
les obligaba a permanecer en el marco del estudio más allá de su umbral de
resistencia —dos o tres días— estaría violando la ética médica. Consciente de
las limitaciones que eso impondría en el experimento, Hebb escribió que no
podía obtener «resultados más depurados» porque «no es posible obligar a los
sujetos a permanecer de treinta a sesenta días en condiciones de privación
sensorial».24
Quizá no era
posible para Hebb, pero su colega en McGill y archirrival académico, el doctor
Ewen Cameron, no tenía ningún problema. (En un momento de franqueza, Hebb tildó
a Cameron de «criminalmente estúpido».25) Cameron ya estaba convencido de que
la destrucción violenta de las mentes de sus pacientes era el primer paso
necesario para que emprendieran su viaje de regreso a la salud mental, y por lo
tanto no constituía una violación del juramento hipocrático. En cuanto al tema
de la autorización del paciente, tampoco era un problema. Estaban a su merced,
pues el formulario estándar de ingreso en el hospital prácticamente confería a
Cameron un poder absoluto para dictaminar el tratamiento requerido. Incluso
podía recomendar una lobotomía total.
Aunque había
estado en contacto con la agencia durante años, Cameron obtuvo su primera beca
de la CIA en 1957, a través de una
organización pantalla denominada Sociedad para la Investigación de la Ecología Humana.26
A medida que los dólares de la CIA
fueron a parar a las arcas del Alian Memorial Institute, éste se parecía más y
más a una prisión macabra y menos a un hospital.
El primer cambio
consistió en incrementar brutalmente la dosis de electroshocks. Los dos psiquiatras que inventaron la
polémica máquina Page-Russell recomendaban cuatro tratamientos por paciente,
con un total de veinticuatro shocks individuales.27
Cameron empleó la máquina en sus pacientes dos veces al día durante treinta
días, alcanzando la escalofriante cifra de 360 descargas por paciente, mucho
más de lo que Gail y otros pacientes al principio habían recibido.28 Añadió más
drogas experimentales al cóctel que recibían, ya de por sí explosivo; a la CIA le interesaban
particularmente las que alteraban la percepción sensorial, como el LSD y la
fenciclidina.
También añadió
otras armas a su arsenal de manipulación mental: privación sensorial e
incremento de la duración de los ciclos de sueño, un doble proceso que, según
él, «reduciría las defensas del sujeto», haciéndolo más receptivo a los
mensajes de las cintas.29 Gracias a la financiación de la CIA, Cameron convirtió los
antiguos establos de la parte posterior del hospital en espacios individuales
de aislamiento. También remodeló el sótano cuidadosamente, construyendo una
habitación que denominó la «celda de aislamiento».30 La estancia se insonorizó,
aunque instaló altavoces para emitir ruido blanco, un sonido monocorde
permanente. Eliminó la iluminación y cada paciente recibió un par de anteojos
oscuros y «tapones de goma» para las orejas. Sus brazos y piernas fueron
forrados con tubos de cartón, «impidiendo que los sujetos toquen su propio
cuerpo, y logrando así interferir en la percepción que tienen de su propio
cuerpo», tal y como Cameron describió en un artículo publicado en 1956.31 Pero
en lugar de someter a los sujetos a un par de días de privación sensorial
intensa, como los estudiantes de Hebb que no pudieron aguantar más, Cameron los
obligó a permanecer en ese estado durante semanas. Uno de ellos se pasó treinta
y cinco días en la celda de aislamiento.32
Otro de los
experimentos de Cameron con los sentidos de sus pacientes tenía lugar en la
sala del sueño, donde se les mantenía en un estado de duermevela a base de
fármacos y drogas, durante veinte o veintidós horas al día, con enfermeras
turnándose cada dos horas con el único propósito de evitar llagas, alimentar a
los pacientes y aliviar sus necesidades urinarias y fecales.33 Los pacientes
permanecían en dicho estado de quince a treinta días, aunque Cameron informó
que «algunos pacientes han superado los sesenta y cinco días de sueño continuo».34
El personal del hospital tenía instrucciones de no permitir que los pacientes
les dirigieran la palabra. Tampoco debían darles ninguna información acerca del
tiempo que iban a permanecer en la habitación. Para asegurarse de que nadie
lograra escapar de esa pesadilla, Cameron administró a un grupo de pacientes
pequeñas dosis de curare, droga que provoca una parálisis física,
convirtiéndolos, literalmente, en prisioneros de sus propios cuerpos.35
En un artículo
publicado en 1960, Cameron afirmaba que «existen dos principales factores que
nos permiten mantener una imagen espacial y temporal». Es decir, que nos
permiten saber quiénes somos y dónde estamos. Esas dos fuerzas son «a) una
fuente continuada de información sensorial y b) nuestra memoria». Gracias al electroshock, Cameron aniquilaba la memoria;
mediante las celdas de aislamiento, destruía todo origen de información
sensorial. Estaba decidido a forzar la completa pérdida de sentidos en sus
pacientes, hasta que no supieran dónde estaban ni quiénes eran. Cuando se dio
cuenta de que algunos pacientes conseguían saber la hora que era gracias a las
comidas diarias, Cameron ordenó a la cocina del centro que mezclara los platos
y las horas: servían sopa para desayunar y leche con cereales para cenar. «Al variar
los intervalos y cambiar el menú esperado pudimos romper el ciclo horario de
alimentación que los pacientes habían desarrollado», informaba Cameron con
satisfacción. Aun después de aquello, descubrió que a pesar de sus esfuerzos un
paciente conservaba una leve conexión con el mundo exterior gracias al «ligero
murmullo» de los motores de un avión que sobrevolaba el hospital cada mañana, a
las nueve.36
Para cualquier
persona que esté familiarizada con los testimonios de gente que ha sobrevivido
a la tortura, este detalle es desgarrador. Cuando les preguntan a los
prisioneros cómo pudieron sobrevivir durante meses o incluso años de
aislamiento, a menudo hablan de cómo oían el lejano tañido de las campanas de
una iglesia, o la llamada del imán a la mezquita, o las risas de los niños
jugando en un parque cercano. Cuando la vida se reduce a las cuatro paredes de
una celda, el ritmo de los sonidos del exterior es una especie de cuerda
salvavidas, la prueba de que el prisionero aún es humano, de que existe un
mundo más allá de la tortura. «Escuché a los pájaros cantar al amanecer cuatro
veces, fuera. Así es como sé que fueron cuatro días», dijo un superviviente de
la última dictadura uruguaya, recordando un período de detención y tortura
particularmente brutal.37 La mujer anónima en el sótano del Alian Memorial
Institute, esforzándose por oír el distante motor de un avión en medio de una
neblina de oscuridad, drogas y descargas eléctricas, no era una paciente en
manos de un médico. Era, a todos los efectos, una prisionera que estaba siendo
torturada.
Existen varios
indicios de que Cameron sabía perfectamente que estaba simulando un proceso de
tortura real y que, en tanto que acérrimo anticomunista, disfrutaba de la idea
de que su programa y sus pacientes formaban parte de la Guerra Fría. En una
entrevista concedida a una popular revista en 1955, comparó abiertamente a sus
pacientes con prisioneros de guerra enfrentados a un interrogatorio hostil,
diciendo que «al igual que los capturados por los comunistas, solían resistirse
[al tratamiento] y había que romper su voluntad».38 Un año más tarde, escribió
que el objetivo de eliminar las pautas conductuales era «la erradicación de las
defensas del individuo» y señalaba que «el proceso es análogo al sometimiento de
un sujeto bajo interrogatorio continuo».39 Hacia 1960, Cameron dictaba
conferencias acerca de sus investigaciones sobre la privación sensorial, no
solamente a otros psiquiatras, sino también a públicos militares. En una charla
en la base aérea Brooks, en Texas, afirmó que no estaba curando la
esquizofrenia, sino que más bien «la privación sensorial genera los mismos
síntomas iniciales que la esquizofrenia: alucinaciones, ansiedad aguda, pérdida
de contacto con la realidad».40 En las notas que acompañan al texto de la
conferencia, menciona la administración de una «sobrecarga de información» a
renglón seguido de la privación sensorial, una referencia a su empleo de las
descargas eléctricas y los bucles interminables de cintas con repetición de
mensaje. Era una anticipación de las tácticas de interrogación que habrían de
llegar en el futuro.41
El trabajo de
Cameron recibió financiación de la
CIA hasta 1961, y durante varios años el destino de sus
investigaciones y el uso que el gobierno de los Estados Unidos le dio
permaneció en un claroscuro. A finales de los años setenta y ochenta, cuando
por fin se abrió una investigación en el Senado acerca de la participación de la CIA en dichos experimentos y
la relación financiera entre la agencia y los investigadores, y más tarde,
durante las revolucionarias demandas de los pacientes contra la CIA, los periodistas y los
legisladores tendían a aceptar la versión de la CIA: que se había interesado en las técnicas de
lavado de cerebro con el fin de proteger la salud mental de los prisioneros de
guerra norteamericanos. La mayor parte de la prensa se concentró en los
aspectos sensacionalistas, y destacó que el gobierno había financiado
experimentos con drogas alucinógenas. En realidad, cuando el verdadero
escándalo estalló, se puso de manifiesto que la CIA y Ewen Cameron habían destrozado con absoluta
impunidad las vidas de los pacientes, sin ningún resultado mínimamente válido.
Las investigaciones parecían inútiles: todo el mundo sabía que el lavado de
cerebro era un mito de la
Guerra Fría. Por su parte, la CIA fomentó esta visión del asunto, pues prefirió
ser el bufón de una tragicomedia de payasos de ciencia ficción, en lugar de los
culpables financieros que habían permitido que una respetable universidad se
convirtiera en un laboratorio de tortura, muy eficiente por cierto. Cuando John
Gittinger, el psicólogo de la CIA
que se puso en contacto con Cameron por primera vez, se vio obligado a
testificar frente al Senado, declaró que el apoyo a Cameron había sido «un
estúpido error. [...] Un terrible error».42 Al ser preguntado durante las
sesiones de la investigación del Senado por qué ordenó destruir todos los
archivos de un programa que había costado veinticinco millones de dólares, el
antiguo director de MKUltra, Sydney Gottlieb, afirmó que «el proyecto MKUltra
no había obtenido ningún resultado positivo o útil para la agencia».43 En las
informaciones publicadas sobre MKUltra en los años ochenta, tanto en las
pesquisas oficiales como en la prensa general o los libros escritos sobre el
programa, se sigue hablando de los experimentos como «técnicas de control
mental» o «lavado de cerebro». La palabra «tortura» apenas se utiliza.
LA CIENCIA DEL MIEDO
En 1988, The New York Times publicó un valiente reportaje sobre
la implicación de los Estados Unidos en la tortura y los asesinatos que habían
tenido lugar en Honduras. Florencio Caballero, un interrogador hondureño
miembro del brutal y famoso Batallón 3-16, reveló al periódico que él y
veinticuatro de sus compañeros habían viajado a Texas y que la CIA les había entrenado. «Nos
enseñaron tácticas psicológicas: cómo estudiar el miedo y las debilidades de un
prisionero. Hacer que se levantara y se quedara de pie, no dejarle dormir,
desnudarle y aislarlo, poner ratas y cucarachas en su celda, darle comida
podrida, incluso animales muertos, arrojarle agua fría a la cara, cambiar la
temperatura de su entorno». Se olvidó de una técnica: el electroshock. Inés Murillo, una presa de
veinticuatro años que fue «interrogada» por Caballero y sus compañeros, dijo al
Times que recibió numerosas descargas eléctricas y que «gritaba
y gritaba y me desmayaba del shock. Los gritos
sencillamente brotan de ti», afirmaba. «Olía a quemado y me daba cuenta de que
era mi piel, a causa de las descargas. Dijeron que me torturarían hasta que me
volviera loca. No les creí. Pero entonces me abrieron las piernas y conectaron
los electrodos a mis genitales».44 Murillo también declaró que había alguien
más en la estancia: un norteamericano que les pasaba las preguntas a sus
interrogadores, y al que los demás llamaban «señor Mike».45
Las revelaciones
publicadas en el periódico terminaron en una investigación en el Comité de
Inteligencia del Senado, donde el director adjunto de la CIA, Richard Stolz, confirmó
que «Caballero efectivamente asistió a un curso de explotación de recursos
humanos de la CIA,
también conocido como curso de interrogación».46 The Baltimore Sun interpuso
una solicitud de información al amparo de la Freedom of Information Act para obtener el material
del curso utilizado para entrenar a gente como Caballero. Durante mucho tiempo la CIA se negó a entregarlo.
Finalmente, bajo amenaza de una demanda, y nueve años después de la publicación
del artículo, la CIA
hizo público un manual titulado Kubark Counterintelligence
Information. Según The New York Times, «Kubark»
es un criptograma codificado. Ku, una sílaba
al azar y bark es el nombre secreto de la agencia en
aquellos tiempos. Informes más recientes han especulado con la posibilidad de
que ku se refiera a un país en concreto, o
una operación encubierta o clandestina determinada.47 El texto era un manual
secreto de 128 páginas de extensión acerca de las técnicas de «interrogación de
fuentes no colaboradoras», que se nutre principalmente de la investigación
encargada por MKUltra. Se adivina la huella de los experimentos de Ewen Cameron
y Donald Hebb sobre privación sensorial en todo el documento. Los métodos van
desde la consabida privación sensorial hasta posiciones de estrés, capuchas y
técnicas para infligir dolor. (El manual advierte de entrada que muchas de
estas tácticas son ilegales e indica a los interrogadores que deben obtener «la
aprobación previa de sus cuarteles generales [...] en los casos siguientes: 1)
Si va a infligirse un daño físico. 2) Si se van a emplear métodos o materiales
médicos, químicos o eléctricos para
obtener la obediencia del sujeto.»)48
El manual está
fechado en 1963, el último año de funcionamiento del programa MKUltra y dos
años después de que la CIA
dejara de financiar los experimentos de Cameron. El texto afirma que si las
técnicas se utilizan debidamente, «destruirán la capacidad de resistencia» de
una fuente no colaboradora. Este es, en definitiva, el verdadero propósito de
MKUltra: más allá de la investigación acerca de los lavados de cerebro (que
sólo era un proyecto colateral), el objetivo era diseñar un sistema basado en
premisas científicas para extraer información de las «fuentes no
colaboradoras».49 En otras palabras, tortura.
En la primera
página del manual, se puede leer que los métodos de interrogación descritos
están basados en «amplias investigaciones, incluyendo pruebas clínicas llevadas
a cabo por especialistas en campos relacionados». Representa una nueva era de
tortura precisa y refinada. Nada que ver con el tormento sangriento e inexacto
que había sido estándar desde la Santa Inquisición. A modo de prefacio, el manual
insiste: «El servicio secreto de inteligencia que es capaz de aportar
conocimientos pertinentes y modernos que arrojen luz sobre los problemas de
nuestro tiempo goza de una increíble ventaja, y va muy por delante del servicio
de información que lleva a cabo sus operaciones encubiertas con estrategias
propias del siglo pasado. [...] Ya no es posible hablar seriamente de los
métodos de interrogación sin hacer referencia a la investigación psicológica
que se ha llevado a cabo durante la última década».50 Sigue un completo manual
paso a paso sobre cómo desmantelar la personalidad de un ser humano.
El libro también
incluye una extensa sección sobre privación sensorial que habla de «una serie
de experimentos llevados a cabo en la Universidad McGill».51
Describe cómo deben construirse las celdas de aislamiento y señala que «la
privación de estímulos sensoriales induce un estado de regresión en el sujeto,
pues impide que su mente esté en contacto con el mundo exterior, forzándole a
introvertirse. Al mismo tiempo, un suministro calculado de estímulos durante la
interrogación hace que el sujeto vea al interrogador como a una figura paterna durante
su estado de regresión».52 La
Freedom of Information Act que amparó la petición del Baltimore Sun también descubrió una versión
actualizada del manual, publicada por primera vez en 1983, para ser utilizada
en Latinoamérica. «La ventana de la celda debe situarse en un punto elevado de
la pared, con posibilidad de bloquear la luz», afirma.*53
* La versión de 1983 está
claramente diseñada para dar una clase, pues
cuenta con cuestionarios de preguntas y respuestas
para autoevaluación. También contiene amigables
recordatorios: «Recuerda siempre que debes
empezar cada sesión con baterías nuevas».
Precisamente lo
que Hebb temió: que se utilizaran sus experimentos en privación sensorial como
«técnicas de interrogación de tremendo alcance». Pero fue la labor de Cameron,
y su receta para romper la «imagen tiempoespacio», lo que conforma el espíritu
de la fórmula Kubark. El manual describe varias de las
técnicas desarrolladas para romper la pauta de conducta de los pacientes en un
sótano del Alian Memorial Institute: «El principio es que las sesiones deberían
planificarse con el fin de erradicar la noción de orden cronológico del sujeto.
[...] Algunos de los interrogados pueden volver a un estado de regresión si se
realiza una manipulación persistente del tiempo, retrasando o adelantando los
relojes y llevando la comida a horas desacostumbradas, diez minutos antes o
después de la última ingesta. El día y la noche se mezclan y se confunden».54
Lo que fascinó a
los autores de Kubark, más que las técnicas individuales,
fue el enfoque de Cameron en la regresión, la idea de que al privar a una
persona de la noción de quién es y dónde está, en el tiempo y el espacio, los
adultos vuelven a ser niños indefensos, dependientes de otros, cuyas mentes son
tablas rasas abiertas a la sugestión. Una y otra vez, el autor o autores del
texto se recrea en esa idea: «Todas las técnicas utilizadas para quebrar la
obstinación de un prisionero, el espectro completo que va desde el simple
aislamiento hasta la hipnosis y los narcóticos, son esencialmente métodos para
agilizar el proceso de regresión. A medida que el interrogado se desliza hacia
un estado de infantilismo, su personalidad adquirida o estructurada se
derrumba». En ese instante, el prisionero se sumerge en un estado de «shock psicológico» o «animación suspendida» del que ya hemos
hablado. Es el dulce momento del interrogador, cuando «la fuente está lista
para la sugestión y abierta a la cooperación».55
Alfred W. McCoy,
un historiador de la
Universidad de Wisconsin que ha documentado la evolución de
las técnicas de tortura desde la
Inquisición hasta nuestros días en su libro A Question of Torture: CIA Interrogation from the Cold War to the War on Terror, describe las instrucciones
del manual Kubark para la privación sensorial y la
sobrecarga sensorial subsiguiente como «la primera revolución real en la cruel
ciencia del dolor que ha habido en más de tres siglos».56 Según McCoy, esa
revolución no habría tenido lugar sin los experimentos McGill en los años
cincuenta. «Prescindiendo de sus extravagantes excesos, los experimentos del
doctor Cameron, que bebían de las investigaciones pioneras del doctor Hebb,
sentaron las bases del método de tortura psicológica en dos fases diseñado por la CIA.»57
En todos los
territorios donde el método Kubark se ha
enseñado surgen los mismos modelos de comportamiento, diseñados para inducir,
profundizar y mantener el estado de shock en el
prisionero. A los prisioneros se los captura de la forma más desorientadora y
confusa posible, a última hora de la noche o en veloces operaciones al
amanecer, tal y como indica el manual. Inmediatamente se les pone una capucha o
les ponen un trapo encima de los ojos. Les desnudan y reciben una paliza. Luego
son sometidos a algún tipo de privación sensorial. Y desde Guatemala a
Honduras, de Vietnam a Irán, desde las Filipinas a Chile, el empleo de las
descargas eléctricas es omnipresente.
Por supuesto, no
todo responde a la influencia de Cameron o del programa MKUltra. La tortura
siempre funciona como una improvisación, una combinación de la técnica
aprendida y del instinto humano para la brutalidad que se desata siempre que
reina la impunidad. A mediados de los años cincuenta, los soldados franceses
empleaban el electroshock de forma rutinaria en Argelia
contra los rebeldes, en sesiones en las que a menudo les acompañaban
psiquiatras.58 Durante esa época, algunos jefes militares franceses impartieron
seminarios en una escuela militar de Estados Unidos especializada en la
«contrainsurgencia», situada en Fort Bragg, en Carolina del Norte. Allí
entrenaron a los estudiantes, compartiendo las técnicas utilizadas en
Argelia.59 Sin embargo, también está claro que el especial modelo de Cameron,
que combinaba dosis masivas de shock, no
solamente con el fin de provocar dolor, sino específicamente para eliminar la
personalidad del detenido, causó una honda impresión en la CIA. En 1966, la agencia
envió a tres psiquiatras a Saigón, armados con una máquina Page-Russell. Fue
empleada tan agresivamente que varios prisioneros murieron durante los
interrogatorios. Según McCoy, «de hecho estaban comprobando, bajo condiciones
reales, si las técnicas de modificación de conducta de Ewen Cameron
desarrolladas en McGill podían alterar el comportamiento humano de veras».60
Para los
oficiales de inteligencia estadounidenses, ese enfoque práctico no era lo
habitual. Desde los años setenta, el papel de los agentes norteamericanos era
el de mentor o entrenador, no el de interrogador directo. Los testimonios de
los supervivientes de la tortura en Centroamérica de los años setenta y ochenta están plagados de referencias a
misteriosos hombres que hablaban inglés y entraban y salían de las celdas,
proponiendo preguntas u ofreciendo consejos. Dianna Ortiz, una monja
norteamericana que fue secuestrada y
encarcelada en Guatemala en 1989,
ha testificado que los hombres que la violaron y la
quemaron con cigarrillos se dirigían a otro hombre que hablaba español con un
fuerte acento americano, y se referían a él como su «jefe».61 Jennifer Harbury,
cuyo marido fue torturado y asesinado por un oficial guatemalteco a sueldo de la CIA, ha realizado una
importante labor de documentación en su libro Truth, Torture
and the American Way.62
Aunque Washington
y sus sucesivas administraciones aprobaban estas operaciones, el papel de los
Estados Unidos en las guerras sucias tenía que ser encubierto, por razones
obvias. La tortura, ya sea física o psicológica, viola claramente la Convención de Ginebra,
que prohíbe «cualquier forma de tortura o de crueldad», así como el propio
Código de Justicia Militar del ejército de los Estados Unidos afirma que no
deben realizarse actos de «crueldad» u «opresión» contra los presos.63 El
manual Kubark advierte a los lectores en la página
2 que sus técnicas comportan la posibilidad de «posteriores demandas
judiciales», y la versión de 1983 es aún más directa: «El uso de la fuerza,
tortura mental, amenazas, insultos o la exposición a un trato desagradable o
inhumano bajo cualquiera de sus formas, como apoyo a una labor de interrogación,
están prohibidos por la ley, tanto internacional como nacional».64
Sencillamente, lo que enseñaban era ilegal y debía permanecer en secreto por su
naturaleza. Si alguien preguntaba, los agentes estadounidenses estaban
supervisando el aprendizaje de sus estudiantes de países en vías de desarrollo.
¿La materia? Técnicas avanzadas de interrogación policial. Ellos no eran
responsables de los «excesos» que se producían fuera del horario escolar.
El 11 de
septiembre de 2001, ese sempiterno esfuerzo por negar plausiblemente la
realidad se esfumó. El ataque terrorista contra las Torres Gemelas y el
Pentágono era un shock distinto de los que habían imaginado
los autores de Kubark, pero sus efectos fueron notablemente
similares: profunda desorientación, miedo y ansiedad agudas, y una regresión
colectiva. Como el interrogador que adopta la «figura paterna», la
administración Bush se apresuró a jugar con ese miedo para desempeñar el papel
del padre protector, dispuesto a defender «la patria» y su pueblo vulnerable
por todos los medios que fueran necesarios. El cambio en la política de Estados
Unidos, que se resume en la desgraciadamente conocida declaración del
vicepresidente Dick Cheney acerca de trabajar «el lado oscuro», no significó
que esta administración abrazara tácticas que habrían repelido a sus
antecesores, más compasivos y humanos (como demasiados demócratas han afirmado,
invocando lo que el historiador Garry Wills llama el especial mito americano de
la «pureza original»).65 Más bien, la revolución es que anteriormente estas
operaciones se llevaban a cabo a distancia suficiente como para negar todo
conocimiento de las mismas. Ahora, se realizarían directamente y la
administración las defendería abiertamente.
A pesar de todo
el debate acerca de la tortura «privatizada», en manos de proveedores externos,
la verdadera innovación de la administración Bush es que la ha internalizado,
torturando a prisioneros en instalaciones estadounidenses, con sesiones de
tortura dirigidas o gestionadas por norteamericanos. Los presos llegan a las
instalaciones mediante «extraditaciones extraordinarias» desde terceros países,
transportados por aviones norteamericanos. Ésa es la diferencia del régimen de
Bush: después de los ataques del 11 de septiembre, se atrevió a pedir el
derecho a torturar sin vergüenza alguna. Eso ponía a la administración en una
posición delicada, pues podía ser objeto de una investigación criminal,
problema que soslayó cambiando la legislación. La cadena de acontecimientos es
de todos conocida: el entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld,
siguiendo órdenes de George W. Bush, decretó que los presos capturados en
Afganistán no entraban en el marco de la Convención de Ginebra porque eran «combatientes
enemigos», no prisioneros de guerra, un punto de vista corroborado por la Oficina Legal de la Casa Blanca y su
director, Alberto Gonzales (más tarde ascendido a fiscal general del Estado).66
Luego, Rumsfeld aprobó una serie de técnicas de interrogación especiales para
la guerra contra el terror. Incluían los métodos descritos por los manuales de la CIA: «celdas de aislamiento
durante un máximo de treinta días; privación sensorial de luz y estímulos
auditivos»; «puede cubrirse la cabeza del detenido con una capucha durante su
desplazamiento e interrogatorio»; «permiso para retirarle la ropa» y «explotar
las fobias individuales de los detenidos (como el miedo a los perros) para
causarle estrés».67 Según la
Casa Blanca, la tortura seguía estando prohibida, pero para
que ahora se considerase tortura, el dolor infligido debía ser «equivalente en
intensidad al dolor que provoca una herida física de gravedad, como un fallo o
insuficiencia de los órganos».*68 Según estas nuevas regulaciones, el gobierno
estadounidense era libre de emplear los métodos desarrollados durante los años
cincuenta en innumerables operaciones encubiertas, secretismos y desmentidos,
sólo que ahora podía utilizarlas a plena luz del día, sin miedo a la
persecución legal. Así, en febrero de 2006, el Comité de Inteligencia Científica,
un brazo consultor de la CIA,
publicó un informe escrito por un veterano interrogador del Departamento de
Defensa. Declaraba abiertamente que era imprescindible una «cuidadosa lectura
del manual Kubark para cualquier participante en un
interrogatorio».69
* Presionada por los
legisladores del Congreso y del Senado, así como por el Tribunal Supremo, la
administración Bush se vio obligada a moderar ligeramente su postura cuando el
Congreso aprobó la Ley
de Comisiones Militares en el año 2006. Pero aunque la Casa Blanca utilizó la
nueva ley para argumentar que había abandonado la práctica de la tortura, en
realidad existían numerosos vacíos legales que permitían a la CIA y otros agentes privados
el uso de las técnicas Kubark de privación sensorial y sobrecarga mental, así como otras
técnicas «creativas» que incluían la escenificación y simulación del
ahogamiento del detenido («water-boarding»). Antes de firmar la ley, Bush incluyó una «declaración de
firmado» estableciendo su derecho a «interpretar el sentido y la aplicación de la Convención de Ginebra»
según su criterio. The New York Times describió este documento como «la reescritura unilateral
de más de doscientos años de tradición legislativa y Derecho».
Una de las
primeras personas que tuvo que hacer frente a este nuevo orden fue el ciudadano
estadounidense, y antiguo miembro de una pandilla urbana, José Padilla. Fue
arrestado en mayo de 2002 en el aeropuerto O'Hare de Chicago, acusado de
intentar construir una «bomba sucia». En lugar de presentar cargos y procesarle
por los cauces que ofrecía el sistema legal, Padilla fue considerado
combatiente enemigo, lo que le privó de todos sus derechos. Le transportaron
hasta una prisión de la Armada
en Charleston, en Carolina del Sur. Padilla afirma que le inyectaron una droga,
que cree pudiera ser LSD o PCP, y le sometieron a una intensa sesión de
privaciones sensoriales: la celda era estrecha y las ventanas estaban tapadas
para no dejar pasar la luz. No le permitían acceder a relojes o calendarios.
Sólo salía de su celda con cadenas, los ojos vendados y cascos para impedir la
percepción de cualquier sonido. Padilla pasó 1.307 días en esas condiciones,
sin acceso a ningún contacto humano excepto el de sus interrogadores. Durante
las sesiones de interrogación, éstos bombardeaban los abotargados sentidos de
Padilla con una descarga de luces y sonidos martilleantes.70
Padilla por fin
recibió la oportunidad de presentarse frente a un tribunal en diciembre de
2006, aunque las acusaciones relativas a la bomba sucia, por las cuales le
habían arrestado, no prosperaron. Le acusaron de mantener contacto con
terroristas, pero apenas pudo defenderse. Según el testimonio de los expertos,
las técnicas de regresión modeladas por Cameron habían tenido un rotundo éxito,
y habían destruido el adulto en él, precisamente el objetivo para el que fueron
diseñadas. «La tortura intensiva que ha sufrido el señor Padilla le ha dañado
física y mentalmente», afirmó su abogado. «El trato del gobierno hacia el señor
Padilla le ha privado de su ser personal, de su más íntima identidad.» Un
psiquiatra que lo entrevistó llegó a la conclusión de que «el acusado carece de
la capacidad de colaborar en su propia defensa».71 Sin embargo, el juez del
tribunal, nombrado por la administración Bush, insistió en que Padilla estaba
capacitado para someterse a juicio. El hecho de que se llevara a cabo ese
juicio, en público, convierte al caso Padilla en algo extraordinario. Miles de
prisioneros detenidos en prisiones a cargo del gobierno estadounidense —y que a
diferencia de Padilla no eran ciudadanos norteamericanos— han sufrido el mismo
régimen de tortura, sin la posibilidad de un juicio público en los tribunales
civiles.
Muchos
languidecen en Guantánamo. Mamduh Habib, un australiano encarcelado allí, declara
que «Guantánamo es un experimento [...] y el lavado de cerebro es el objetivo
de ese experimento».72 Ciertamente, de los testimonios, informes y fotografías
que se han filtrado de Guantánamo, se desprende la sensación de que el Allan
Memorial Institute de los años cincuenta se ha teletransportado a Cuba. Al
ingresar en la cárcel, se les coloca una capucha a los detenidos, anteojos
oscuros y pesados cascos que les privan de escuchar sonidos, ver imágenes o
conservar nociones espacio-temporales. Les dejan aislados en sus celdas durante
meses, y sólo salen para recibir un bombardeo de ruidos, como ladridos de
perros, luces centelleantes y grabaciones sin pausa de bebés llorando, música a
toda potencia y maullidos de gatos.
Para muchos
prisioneros, los efectos de estas técnicas han sido los mismos que se obtenían
en el Allan en los años cincuenta: una regresión total y absoluta. Un detenido
liberado, ciudadano británico, les dijo a sus abogados que toda una sección del
centro, el Bloque Delta, está reservada para «al menos unos cincuenta»
detenidos que han caído en un estado de alucinación permanente.73 Una carta
desclasificada del FBI al Pentágono describe a un prisionero de alto valor
estratégico que fue «sometido a aislamiento intenso durante más de tres meses»
y que «empezaba a dar muestras de un comportamiento propio del trauma
psicológico agudo (habla con gente imaginaria, afirma haber oído voces, y se
encorva en la celda cubriéndose con la sábana durante horas y horas)».74 James
Yee, un clérigo musulmán retirado del ejército que trabajaba en Guantánamo, ha
descrito a los prisioneros del Bloque Delta, afirmando que presentaban los
síntomas clásicos de la regresión extrema. «Me detenía a hablar con ellos, y me
respondían con voces infantiles, soltando una sarta de incoherencias. Muchos de
ellos canturreaban canciones de cuna, chillando incluso, repitiendo las
estrofas una y otra vez. Otros se erguían sobre la cama metálica y se
comportaban como niños. Me recordaban al Rey de la Montaña, juego con el que
solía pasar el rato con mis hermanos cuando éramos pequeños.» La situación
empeoró notablemente en enero de 2007, cuando 165 prisioneros fueron
trasladados a una nueva ala del centro, conocida como Campamento Seis, donde
las celdas de aislamiento de acero no permitían ningún contacto humano. Sabin
Willett, abogado que representa a varios prisioneros de Guantánamo, advirtió
que si la situación seguía así, «terminarán gestionando un asilo de
lunáticos».75
Los grupos en pro
de los derechos humanos señalan que Guantánamo, a pesar de lo horrible que
pueda parecer, es en realidad uno de los centros de interrogación gestionados
por Estados Unidos y fuera del marco jurídico más flexible y abierto a
investigación. Admiten una relativa labor de control por parte de la Cruz Roja y los
abogados. Por todo el mundo, un número indeterminado de prisioneros han
desaparecido en la red de «puntos negros» que constituyen las prisiones
estadounidenses situadas y controladas en territorio extranjero, o bien se los
ha tragado la tierra durante los procesos de extradición. Los pocos que han
sobrevivido a esa pesadilla afirman haber sufrido todo el arsenal de las
tácticas de choque Cameron.
El clérigo
italiano Hasan Mustafá Osama Nasr fue secuestrado en las calles de Milán por un
grupo de operativos de la CIA
y de la policía secreta italiana. «No tenía ni idea de lo que sucedía»,
escribió más tarde. «Empezaron a darme golpes en el estómago y por todo el
cuerpo. Me envolvieron la cabeza con cinta adhesiva, y cortaron aberturas en la
boca y la nariz para que pudiera respirar». Le llevaron a Egipto, donde vivió
en una celda sin luz, con «cucarachas y ratas arrastrándose por mi cuerpo»
durante catorce meses. Nasr permaneció encarcelado en Egipto hasta febrero de
2007, pero logró sacar al exterior una carta de once páginas escrita a mano en
donde detallaba los abusos que sufría.76
Escribió que le
sometieron repetidas veces a electroshocks. Según un
artículo de The Washington Post, «le ataban
a una plancha de hierro conocida como "La novia" y
le conectaban electrodos al cuerpo. La estructura reposaba sobre un colchón mojado en el suelo. Mientras un interrogador se sentaba en una silla de madera que descansaba en los hombros del prisionero, otro apretaba un botón y enviaba descargas eléctricas que recorrían los muelles del colchón y la plancha».77 También le aplicaron descargas en los testículos, según denunció Amnistía Internacional.78
Hay motivos para
creer que el uso de torturas con descargas eléctricas en prisioneros del gobierno
estadounidense no es un caso aislado, hecho que suele soslayarse en casi todos
los debates que tratan de dirimir si Estados Unidos está practicando tortura o
si es mera «creatividad interrogadora». Jumah al-Dossari, un prisionero de
Guantánamo que ha intentado suicidarse más de una docena de veces, le dijo a su
abogado que durante su detención en Kandahar, bajo custodia norteamericana, «el
interrogador trajo un aparato parecido a un teléfono móvil, que en realidad
generaba descargas eléctricas. Empezó a aplicármelo en cara, espalda, miembro y
genitales».79 Y Murat Kurnaz, originario de Alemania, tuvo que pasar por
situaciones parecidas en otra prisión en Kandahar, también bajo control
estadounidense. «Fue al principio, así que no había prácticamente ninguna
regla. Tenían derecho a hacerte de todo. Solían darnos palizas regularmente.
Utilizaron descargas eléctricas. También me hundían la cabeza en el agua
durante las sesiones».80
EL FRACASO DE LA RECONSTRUCCIÓN
Al final de
nuestra primera entrevista, le pedí a Gail Kastner que me hablara un poco más
de sus «sueños eléctricos». Me dijo que a menudo sueña con filas de pacientes
entrando y saliendo de un estado onírico inducido por las drogas. «Oigo los
gemidos, los gritos, los gruñidos, voces diciendo "no, no, no".
Recuerdo cómo era despertarse en esa habitación. Cubierta de sudor, mareada,
las náuseas, los vómitos. Y esa extraña sensación en mi cabeza. Como si tuviera
una masa amorfa en su lugar». Mientras hablaba, Gail parecía estar muy lejos,
hundida en su sillón azul, sus palabras casi sin aliento. Entrecerró los
párpados, y pude ver sus ojos moviéndose con rapidez. Se puso la mano en la
sien derecha y dijo con una voz cargada y soñolienta: «Tengo un flashback. Tiene que distraerme. Cuénteme cómo está
Irak. Dígame lo mal que va».
Me devané los
sesos para recordar una historia apropiada para ese extraño momento y se me
ocurrió algo relativamente inocente acerca de la vida en la Zona Verde. El rostro
de Gail se relajó lentamente, y su respiración se hizo más pesada. De nuevo sus
ojos azules me miraban fijamente.
—Gracias —dijo—.
Era un flashback.
—Lo sé.
—¿Cómo lo
sabe?
—Porque usted me
lo dijo.
Se inclinó y
escribió algo en un pedazo de papel.
Después de dejar
a Gail esa tarde, seguí reflexionando sobre lo que no le había contado cuando
me pidió que le hablara de Irak. Lo que hubiera deseado decirle, pero no pude:
que ella me recordaba a Irak. No podía evitar pensar en lo que le había
sucedido a ella, una persona en estado de shock, y lo que
había sucedido allí, un país en estado de shock. Estaban
conectados, eran distintas manifestaciones de una misma y terrible lógica.
Las teorías de
Cameron estaban basadas en la idea de que llevar a sus pacientes a un estado de
regresión crearía las condiciones ideales para el «renacimiento» de ciudadanos
de impecable comportamiento. No es ningún consuelo para Gail, que tendrá que
vivir para siempre con su columna vertebral dañada y sus recuerdos quebrados,
pero en sus escritos Cameron veía sus actos de destrucción como un proceso de
creación, un regalo para sus desafortunados pacientes que bajo su cuidadosa
labor de repautación, volverían a nacer de nuevo.
En este sentido
Cameron fracasó espectacularmente. No importa el grado de regresión que
alcanzaron sus pacientes: jamás llegaron a aceptar o absorber por completo los
mensajes incansablemente grabados en las cintas. Aunque fue un genio en la
destrucción de personalidades, fue incapaz de reconstruirlas. Un estudio de
seguimiento llevado a cabo después de que Cameron dejara el Allan Memorial
Institute determinó que el 75 % de sus pacientes había empeorado después de sus
tratamientos. De los pacientes que desarrollaban una vida laboral normal antes
de la hospitalización, más de la mitad fueron incapaces de retomar sus trabajos
y otros muchos, como Gail, sufrieron una batería de dolencias físicas y
mentales desconocidas. La «pautación psíquica» no funcionó, ni siquiera un
ápice, y finalmente el Allan Memorial Institute prohibió dichas prácticas.81
El problema,
obvio visto en retrospectiva, fue la premisa en la que descansaba la teoría de
Cameron: la idea de que antes de curar al enfermo, todo lo que existe en su
mente debe eliminarse sin excepción. Cameron estaba seguro de que si borraba
los hábitos, costumbres, pautas y recuerdos de sus pacientes, lograría algún
día alcanzar el prístino estado mental de la tabla rasa. Pero a pesar de lo
mucho que se esforzó, drogando, desorientando y aplicando tratamientos de
choque a sus pacientes, jamás lo consiguió. Resultó ser verdad lo contrario:
cuanto más insistía, más destrozaba a los sujetos de sus estudios. Sus mentes
no estaban «limpias»; más bien quedaban en ruinas, su memoria fracturada y su
confianza traicionada.
Los capitalistas
del desastre comparten la misma incapacidad de distinguir entre destrucción y
creación, entre dolor y recuperación. Es una idea que me asaltó con frecuencia
durante mi estancia en Irak, cuando oteaba nerviosamente el paisaje herido en
busca de la siguiente explosión. En tanto que fervientes creyentes en los
poderes redentores del shock, los
arquitectos de la invasión británico-estadounidense pensaron que el despliegue
de fuerzas sería tan abrumador, tan deslumbrante incluso, que los iraquíes
entrarían en una especie de animación suspendida, muy parecida a lo descrito
por el manual Kubark. En esa ventana de oportunidad, los
invasores introducirían un paquete de nuevas medidas de shock — esta vez, económicas— que crearían una democracia de
libre mercado sobre la perfecta tabla rasa que constituiría el Irak posterior a
la invasión.
Pero no hubo
ninguna tabla rasa. Sólo escombros y gente furiosa y destrozada, que al
resistirse a la invasión recibió aún más descargas, shocks y ataques, algunos de ellos basados en los experimentos que
sufrió Gail Kastner tantos años atrás. «Somos muy buenos cuando se trata de
romper las cosas. Pero el día que me pase más tiempo reconstruyéndolas en lugar
de combatiendo, será un buen día», declaró el general Peter W. Chiarelli,
comandante de la
Primera División de Caballería en el ejército de los Estados
Unidos, un año y medio después del final oficial de la guerra.82 Ese día jamás
llegó. Como Cameron, los doctores del shock en Irak
son capaces de destrozar, pero no parece que sepan reconstruir nada.
Capítulo 2
EL OTRO DOCTOR SHOCK
Milton
Friedman y la búsqueda de un laboratorio de laissez-faire
Los tecnócratas económicos podrán
estructurar
una reforma fiscal aquí, una nueva ley de
seguridad social por allá o un régimen
modificado
de cambio de divisas en alguna otra parte,
pero en
realidad nunca podrán permitirse el lujo
de una
tabla rasa sobre la que construir, en su
máximo
esplendor, el marco completo de sus
políticas
económicas favoritas.
ARNOLD HARBERGER, profesor de económicas
de la Universidad de Chicago, 19981
Hay pocos ambientes
académicos envueltos en un aura más mítica que la Facultad de Economía de la Universidad de Chicago
en la década de 1950, un lugar que era intensamente consciente de sí mismo no
sólo como escuela sino como escuela de pensamiento. No se limitaba a preparar
estudiantes, sino que construía y fortalecía la Escuela de Chicago de
economía, la creación de una agrupación de académicos conservadores cuyas ideas
representaban un baluarte revolucionario contra el pensamiento «estatista»
dominante entonces. No se pasaba a través de las puertas del Edificio de
Ciencias Sociales, bajo un cartel que decía «La ciencia es medida» ni se
entraba en el legendario comedor, donde los estudiantes ponían a prueba su
fuste intelectual atreviéndose a desafiar a sus titánicos profesores, para
conseguir algo tan prosaico como una licenciatura. Se pasaban esas puertas para
alistarse e ir a la guerra. Como dijo Gary Becker, economista conservador
ganador del Premio Nobel, «éramos guerreros que combatíamos con la mayor parte
del resto del gremio».2
Igual que el
departamento psiquiátrico de Ewen Cameron en McGill durante ese mismo periodo, la Facultad de Economía de la Universidad de Chicago
estaba subyugada por un hombre ambicioso y carismático embarcado en una cruzada
para revolucionar por completo su profesión. Ese hombre era Milton Friedman.
Aunque tenía muchos mentores y colegas que creían igual de firmemente que él en
el laissez-faire más radical, fue el impulso de Friedman
lo que aportó a la escuela su fervor revolucionario. «La gente siempre me
preguntaba: "¿Por qué estás tan nervioso? ¿Tienes una cita con una mujer
guapa?"», recuerda Becker. «Yo decía: "No, ¡voy a una clase de
economía!". Ser un estudiante con Milton era verdaderamente mágico».3
La misión de
Friedman, como la de Cameron, se basaba en el sueño de regresar a un estado de
salud «natural» donde todo estaba en equilibrio, antes de que las
interferencias humanas crearan patrones de distorsión. Si Cameron soñaba con
devolver la mente humana a ese estado puro, Friedman soñaba con eliminar los
patrones de las sociedades y devolverlas a un estado de capitalismo puro,
purificado de toda interrupción como pudieran ser las regulaciones del
gobierno, las barreras arancelarias o los intereses de ciertos grupos. También
al igual que Cameron, Friedman creía que cuando la economía estaba muy
distorsionada, la única manera de alcanzar el estado previo era infligir
deliberadamente dolorosos shocks: sólo una
«medicina amarga» podía borrar todas esas distorsiones y pautas perjudiciales.
Cameron usaba electricidad para provocar sus shocks; la
herramienta que escogió Friedman fue la política, exigiendo que políticos
atrevidos de países en dificultades adoptaran la perspectiva del tratamiento de
shock. A diferencia de Cameron, sin embargo, quien podía aplicar
de forma instantánea sus teorías sobre sus pacientes desprevenidos, Friedman
necesitaría dos décadas y varios giros y evoluciones de la historia antes de
disfrutar de la oportunidad de poner en práctica en el mundo real sus sueños de
creación y limpieza radical.
Frank Knight, uno
de los fundadores de la
Escuela de Chicago, creía que los profesores debían
«inculcar» en sus alumnos la creencia de que cada teoría económica es «una
característica sagrada del sistema», no una hipótesis sometida a debate.4 El
núcleo de buena parte de la doctrina de Chicago era que las fuerzas económicas
de la oferta, demanda, inflación y desempleo eran como las fuerzas de la
naturaleza, fijas e inmutables. En el auténtico libre mercado imaginado en las
clases y en los textos de Chicago, estas fuerzas coexistían en perfecto
equilibrio, la oferta reaccionando con la demanda de la misma forma que la luna
empuja las mareas. Si las economías sufrían de una alta tasa de inflación era
invariablemente porque, según la estricta teoría del monetarismo de Friedman,
políticos mal aconsejados habían permitido que entrase demasiado dinero en el
sistema en lugar de dejar que el mercado alcanzase el equilibrio por sí solo.
Del mismo modo que se autorregulan los ecosistemas, manteniéndose en
equilibrio, el mercado, si se le dejaba a su libre albedrío, crearía el número
preciso de productos a los precios exactamente adecuados, producidos por
trabajadores con sueldos exactamente adecuados para comprar esos productos: un
edén de pleno empleo, creatividad sin límites e inflación cero.
Según el
sociólogo de Harvard Daniel Bell, este amor por un sistema ideal es el rasgo
definitorio de la economía radical del libre mercado. El capitalismo se
considera «un precioso conjunto de movimientos» o «una maquinaria celestial
[...] una obra de arte tan perfecta que uno le lleva a pensar en los célebres
cuadros de Apeles, que pintó un racimo de uvas tan realista que los pájaros se
acercaban a comérselas».5
El desafío para
Friedman y sus colegas era cómo demostrar que un mercado del mundo real podía
estar a la altura de sus fantasías perfectas. Friedman siempre se enorgulleció
de acercarse a la economía con el mismo rigor con el que un físico o un químico
se acercan a sus disciplinas. Pero los científicos del mundo físico recurrían a
las reacciones de los elementos para probar sus teorías. Friedman no podía
recurrir a ninguna economía real que demostrase que si se eliminaban todas las
«distorsiones» lo que quedaba era una sociedad de la abundancia con perfecta
salud, pues ningún país del mundo reunía los criterios necesarios para ser
considerado un ejemplo del perfecto laissez-faire. Como no
podía demostrar sus teorías en los bancos centrales o ministerios de Comercio,
Friedman y sus colegas tuvieron que contentarse con elaborar ingeniosas
ecuaciones matemáticas y modelos computerizados en los talleres de los sótanos
del Edificio de Ciencias Sociales.
Friedman había
llegado a la economía seducido por su amor hacia los números y los sistemas. En
su autobiografía dice que su momento de epifanía llegó cuando un profesor de
geometría de su instituto escribió el teorema de Pitágoras en la pizarra y
entonces, sobrecogido por su elegancia, citó un fragmento de la «Oda a una urna
griega» de John Keats: «"La belleza es la verdad, la verdad,
belleza", eso es todo / lo que sabes en la Tierra y todo lo que
necesitas saber».6 Friedman transmitió ese mismo éxtasis de amor por un sistema
elegante y onmicomprensivo a generaciones de economistas, junto con un deseo de
simplicidad, elegancia y rigor.
Como todas las
fes fundamentalistas, la economía de la Escuela de Chicago es, para los verdaderos
creyentes, un sistema cerrado. La premisa inicial es que el libre mercado es un
sistema científico perfecto, un sistema en el que los individuos, siguiendo sus
propios intereses, crean el máximo beneficio para todos. Se sigue
ineluctablemente que si algo no funciona en una economía de libre mercado —alta
inflación o desempleo— tiene que ser porque el mercado no es auténticamente
libre. Tiene que haber alguna intromisión, alguna distorsión del sistema. La
solución de Chicago es siempre la misma: aplicar de forma más estricta y
completa los fundamentos del libre mercado.
Cuando Friedman
murió, en 2006, los escritores de las necrológicas se esforzaron por resumir la
magnitud de su legado. Uno de ellos escribió lo siguiente: «El mantra de Milton
relativo al libre mercado, libertad de precios, libertad de los consumidores y
libertad económica es el responsable de la prosperidad global que disfrutamos
hoy en día».7 Es parcialmente cierto. La naturaleza de la prosperidad global
—quién se beneficia de ella y quién no, de dónde surge— es un tema todavía abierto
a debate, por supuesto. Lo que es irrefutable es el hecho de que el manual de
reglas de libre mercado de Friedman y sus astutas estrategias para imponerlo
han hecho que algunas personas prosperen extraordinariamente y les ha
conseguido algo muy cercano a la libertad completa: ignorar las fronteras
nacionales, evitar leyes y tasación y amasar nueva riqueza.
Este don de tener
ideas altamente rentables parece hundir sus raíces en la infancia de Friedman.
Sus padres fueron inmigrantes húngaros que compraron una empresa textil en
Rahway, Nueva Jersey. El apartamento de la familia estaba en el mismo edificio
que la fábrica que, escribió Friedman, «hoy se consideraría una fábrica en la
que se explotaba a los obreros».8 Aquéllos eran tiempos difíciles para los
patronos de fábricas que explotaban a los obreros, con marxistas y anarquistas
organizando a los trabajadores inmigrantes en sindicatos que exigían medidas de
seguridad y fines de semana libres y que debatían la teoría de la propiedad
obrera de los medios de producción en reuniones al finalizar sus turnos de
trabajo. Como hijo del jefe, Friedman sin duda recibió un punto de vista muy
distinto sobre estos debates. Al final, la fábrica de su padre quebró, pero en
sus clases y apariciones televisivas, Friedman habló a menudo de ella,
invocándola como un ejemplo de los beneficios del capitalismo sin regulaciones,
una prueba de que incluso los peores y menos reglamentados trabajos ofrecen una
forma de subir el primer peldaño en la escalera hacia la libertad y la
prosperidad.
Buena parte del
atractivo de la economía de la
Escuela de Chicago era que, en unos tiempos en que las ideas
de la izquierda radical sobre el poder de los trabajadores ganaban fuerza en
todo el mundo, ofrecía una forma de defender los intereses de los propietarios
que era igual de radical y estaba imbuida de su propia forma de idealismo. En
palabras del propio Friedman, sus ideas no consistían en defender el derecho de
los propietarios de fábricas a pagar salarios bajos, sino, más bien, consistían
en una búsqueda de la forma más pura posible de «democracia participativa»,
puesto que en el libre mercado «todo hombre puede votar, por así decirlo, por
el color de corbata que prefiere».9 Donde los izquierdistas prometían liberar a
los trabajadores de sus jefes, a los ciudadanos de la dictadura y a los países
del colonialismo, Friedman prometía «libertad individual», un proyecto que
elevaba a cada ciudadano individual por encima de cualquier actividad colectiva
y les liberaba para expresar su libre albedrío a través de sus elecciones como
consumidores. «Lo que resulta particularmente emocionante eran las mismas
cualidades que hicieron el marxismo tan atractivo para muchos otros jóvenes de
aquellos tiempos», recuerda el economista Don Patinkin, que estudió en Chicago
en los años cuarenta, «simplicidad unida a una aparente completitud lógica;
idealismo combinado con radicalismo».10 Los marxistas tenían su utopía
trabajadora, y los de Chicago tenían su utopía de los emprendedores, y ambos
afirmaban que si se salían con la suya, se llegaría a la perfección y al
equilibrio.
La cuestión, como
siempre, era cómo conseguir llegar a ese lugar maravilloso desde aquí. Los
marxistas lo tenían claro: la revolución. Había que librarse del sistema actual
y reemplazarlo por el socialismo. Para los de Chicago la respuesta no era tan
clara. Estados Unidos ya era un país capitalista pero, según lo veían ellos, lo
era a duras penas. Tanto en Estados Unidos como en todas las supuestas
economías capitalistas, los de Chicago veían interferencias por todas partes.
Los políticos fijaban precios para hacer algunos productos más asequibles;
fijaban salarios mínimos para que no se explotara a los trabajadores y para que
todo el mundo tuviera acceso a la educación, que mantenían en manos del Estado.
Muchas veces podía parecer que estas medidas ayudaban a la gente, pero Friedman
y sus colegas estaban convencidos —y lo «probaron» en sus modelos— de que lo
que en realidad hacían era un daño enorme al equilibrio del mercado y perjudicaban
la capacidad de sus diversas señales para comunicarse entre ellas. La misión de
la Escuela de
Chicago, pues, era conseguir una purificación. Debían liberar al mercado de
esas interrupciones para que así el libre mercado pudiera elevar su canto.
Por este motivo
los de Chicago no consideraban al marxismo su auténtico enemigo. La auténtica
fuente de sus problemas estaba en las ideas de los keynesianos en Estados
Unidos, los socialdemócratas en Europa y los desarrollistas en lo que entonces
se llamaba el Tercer Mundo. Toda esa gente no creía en la utopía, sino en
economías mixtas, que a ojos de Chicago no eran más que horribles batiburrillos
de capitalismo para la fabricación y distribución de productos de consumo,
socialismo en la educación, propiedad del Estado en servicios básicos como el
agua y de toda clase de leyes diseñadas para atemperar los extremos del
capitalismo. Igual que el fundamentalista religioso respeta, aunque les odie, a
los fundamentalistas de otras fes y a los ateos y desprecia al creyente
informal, los de Chicago declararon la guerra a esos economistas eclécticos. Lo
que buscaban los de Chicago no era exactamente una revolución, sino una
Reforma: un retorno a un capitalismo puro, no contaminado.
Buena parte de
este purismo procedía de Friedrich Hayek, el gurú personal de Friedman, que
también dio clases en la
Universidad de Chicago durante parte de la década de 1950.
Aquel austriaco austero advirtió que cualquier intervención del gobierno en la
economía llevaba a la sociedad «por el camino de la servidumbre» y debía ser
evitada.11 Según Arnold Harberger, que enseñó muchos años en Chicago, «los
austriacos», que era como se conocía a aquel subgrupo dentro del grupo,
defendían a capa y espada que cualquier intervención estatal no sólo era
perjudicial, sino «malvada [...]. Es como si ahí fuera hubiera una imagen
preciosa pero muy compleja, que se mantiene por sí misma en perfecto
equilibrio, ¿comprende?, y si hay una mota donde no debiera haberla, bien, se
trata de algo horrible [...] es un defecto que estropea esa belleza».12
En 1947, cuando
Friedman se unió a Hayek para formar la Sociedad Mont
Pelerin, un club de economistas partidarios del libre mercado cuyo nombre
procedía de su sede en Suiza, la sociedad no consideraba adecuado defender que
las empresas debían tener libertad para gobernar el mundo como creyeran
conveniente. Todavía estaba fresco el recuerdo del crash de 1929 y de la Gran Depresión que le siguió: los ahorros de toda
una vida perdidos de la noche a la mañana, los suicidios, las colas para un
plato de sopa en la caridad, los refugiados... La magnitud de aquel desastre
del mercado había hecho que cobrara fuerza la exigencia de que el gobierno
participara activamente en la economía. La Depresión no supuso el final del capitalismo,
pero sí fue, como John Maynard Keynes había previsto unos pocos años antes, «el
fin del laissez-faire», el fin de la libertad del
mercado para regularse a sí mismo.13 Desde la década de 1930 hasta principios
de la de 1950 transcurrió un período de mucho faire: el ethos de manos a la obra del New Deal dio paso al esfuerzo
bélico, se lanzaron programas públicos que ofrecieron los puestos de trabajo
que tanta falta hacían y se diseñaron nuevos programas sociales para evitar que
un número cada vez mayor de personas se pasara a la extrema izquierda. Fue una
época en la que los pactos entre la izquierda y la derecha no se consideraban
algo sucio, sino parte de lo que muchos veían como la noble misión de evitar un
mundo —como Keynes le escribió al presidente Franklin D. Roosevelt en 1933— en
el que «ortodoxia y revolución» se vieran obligadas «a enfrentarse entre
ellas».14 John Kenneth Galbraith, heredero de las ideas de Keynes en Estados
Unidos, definió la principal misión de economistas y políticos como «evitar la
depresión y prevenir el desempleo».15
La Segunda Guerra
Mundial hizo que la lucha contra la pobreza cobrara nueva urgencia. El nazismo
había calado en Alemania en una época en que ese país estaba sumido en una
durísima depresión económica provocada por las reparaciones de guerra impuestas
tras la Primera Guerra
Mundial y agravada por la crisis de 1929. Keynes advirtió desde el primer
momento que si el mundo adoptaba una estrategia de laissez-faire respecto a la pobreza de Alemania,
las consecuencias serían terribles: «La venganza, me atrevo a predecir, no
tardará en llegar».16 En aquellos tiempos nadie hizo caso a sus palabras, pero
cuando se reconstruyó Europa después de la Segunda Guerra
Mundial, las potencias occidentales abrazaron el principio de que las economías
de mercado debían garantizar un nivel de dignidad básica lo suficientemente
alto como para que los ciudadanos desilusionados no se tornaran de nuevo hacia
ideologías más seductoras, fueran el fascismo o el comunismo.
Fue este
imperativo pragmático lo que llevo a la creación de casi todo lo que asociamos
hoy en día con la pasada época del capitalismo «decente»: seguridad social en
Estados Unidos, sanidad pública en Canadá, asistencia social en Gran Bretaña y
protección del trabajador en Francia y Alemania.
En el mundo en
vías de desarrollo se imponía una tendencia similar, más radical, que se
conoció con el nombre de desarrollismo o de nacionalismo del Tercer Mundo. Los
economistas desarrollistas afirmaban que sus países escaparían por fin de la
pobreza si llevaban a cabo una estrategia de industrialización orientada al
interior en lugar de recurrir a la exportación de recursos naturales, cuyos
precios cada vez eran más bajos, a Europa o América del Norte. Defendían
reglamentar o incluso nacionalizar la explotación del petróleo, minerales y
otras industrias claves, de modo que buena parte de los beneficios obtenidos
sirvieran para financiar un proceso de desarrollo financiado por el gobierno.
Hacia la década
de 1950 los desarrollistas, igual que los keynesianos y los socialdemócratas de
los países ricos, podían enorgullecerse de una serie de impresionantes éxitos.
El laboratorio más avanzado del desarrollismo fue el extremo sur de América
Latina, conocido como el Cono Sur: Chile, Argentina, Uruguay y partes de
Brasil. El epicentro fue la Comisión Económica de Naciones Unidas para
América Latina, con sede en Santiago de Chile, dirigida por el economista Raúl
Prebisch desde 1950 a
1963. Prebisch formó a economistas en la teoría desarrollista y los envió a que
sirvieran de asesores económicos de gobiernos de todo el continente. Los
políticos nacionalistas como el argentino Juan Perón pusieron en práctica sus
ideas con enorme placer, volcando grandes cantidades de dinero público en
infraestructuras como autopistas y fundiciones, ofreciendo a los empresarios
locales generosos subsidios para que construyeran fábricas que fabricaran
coches o lavadoras y evitando la entrada de productos extranjeros con unos
aranceles prohibitivamente altos.
Durante este
trepidante período de expansión, el Cono Sur empezó a parecerse más a Europa o
Norteamérica que a otras partes de América Latina o del Tercer Mundo. Los
trabajadores de las nuevas fábricas fundaron poderosos sindicatos que
negociaron salarios de clase media y sus hijos estudiaron en las recién
construidas universidades públicas. La enorme distancia entre la élite de club
de polo de la región y las masas campesinas empezó a acortarse. En la década de
1950 Argentina tenía la clase media más numerosa de todo el continente y el
vecino Uruguay una tasa de alfabetización del 95 % y un sistema de sanidad
pública gratuita para sus ciudadanos. El desarrollismo consiguió unos éxitos
tan indiscutibles durante un tiempo, que el Cono Sur de América Latina se
convirtió en un símbolo para los países pobres de todo el mundo: allí estaba la
prueba de que si se seguían políticas prácticas e inteligentes y se
implementaban de forma agresiva, la brecha de clases entre el Primer y el
Tercer Mundo podía de verdad cerrarse.
El éxito de las
economías planificadas —en el norte keynesiano y en el sur desarrollista—
supuso una época oscura para el Departamento de Economía de la Universidad de
Chicago. A los archienemigos de los de Chicago en Harvard, Yale y Oxford los
reclutaban presidentes y primeros ministros para que les ayudaran a domar a la
bestia del mercado; a casi nadie le interesaban las atrevidas ideas de Friedman
sobre dejar que se moviera todavía más libre que antes. Había, sin embargo, unas
pocas personas que sí estaban muy interesadas en las ideas de la Escuela de Chicago. Eran
pocas, pero muy poderosas.
Para los
dirigentes de las multinacionales estadounidenses, que tenían que lidiar con un
mundo en desarrollo cada vez más hostil y unos sindicatos cada vez más
poderosos en casa, los años de crecimiento de la posguerra fueron una época
inquietante. La economía crecía a buen ritmo, se creó mucha riqueza, pero
propietarios y accionistas se veían obligados a redistribuir gran parte de esa
riqueza a través de los impuestos que gravaban a las empresas y de los salarios
de los trabajadores. Era un arreglo con el que a todo el mundo le iba bien,
pero un retorno a las reglas anteriores al New Deal podía hacer que a unos
pocos les fuera mucho mejor.
La revolución
keynesiana contra el laissez-faire le estaba
saliendo muy cara al sector privado. Lo que hacía falta para recuperar el
terreno perdido era claramente una contrarrevolución contra el keynesianismo,
un retorno a una forma de capitalismo que tuviera incluso menos trabas que el
capitalismo de antes de la
Depresión. No era una cruzada que pudiera liderar el propio
Wall Street, no en aquel clima. Si Walter Wriston, gerente de Citibank e íntimo
amigo de Friedman, se hubiera atrevido a decir que el salario mínimo y los
impuestos a las empresas deberían abolirse, le hubieran acusado al instante de
ser un explotador. Y ahí es donde entró en juego la Escuela de Chicago. Pronto
quedó claro que cuando Friedman, que era un matemático brillante y un hábil
orador, afirmaba exactamente esas mismas cosas, éstas adquirían un cariz muy
distinto. Puede que se rechazaran como equivocadas, pero quedaban imbuidas de
un aura de imparcialidad científica. El efecto enormemente beneficioso de hacer
que las posiciones de las empresas fueran presentadas en boca de instituciones
académicas o cuasi académicas hizo que llovieran donaciones sobre la Escuela de Chicago pero
además, en muy poco tiempo, dio a luz a una red global de think tanks de derechas que darían cobijo a los
soldados de a pie de la contrarrevolución en todo el mundo.
Todo se centraba
en el inquebrantable mensaje de Friedman: todo se estropeó con el New Deal. Ahí
fue donde tantos países, «incluido el mío, empezaron a ir por el mal camino».17
Para que los gobiernos volvieran al camino correcto, Friedman, en su popular
libro Capitalismo y libertad, diseñó lo que se convertiría en el manual del libre
mercado y que, en Estados Unidos, constituiría el programa económico del
movimiento neoconservador.
En primer lugar los gobiernos deben eliminar
todas las reglamentaciones y regulaciones que dificulten la acumulación de
beneficios. En segundo lugar deben vender todo activo que posean que pudiera
ser operado por una empresa y dar beneficios. Y en tercer lugar deben recortar
drásticamente los fondos asignados a programas sociales. Dentro de la fórmula
de tres partes de desregulación, privatización y recortes, Friedman tenía
muchas salvedades. Los impuestos, si tenían que existir, debían ser bajos y
ricos y pobres debían pagar la misma tasa fija. Las empresas debían poder
vender sus productos en cualquier parte del mundo y los gobiernos no debían
hacer el menor esfuerzo por proteger a las industrias o propietarios locales.
Todos los precios, también el precio del trabajo, debían ser establecidos por
el mercado. El salario mínimo no debía existir. Como cosas a privatizar,
Friedman proponía la sanidad, correos, educación, pensiones e incluso los
parques nacionales. En resumen, abogaba de forma bastante descarada por el
abandono del New Deal, aquella incómoda tregua entre el Estado, las empresas y
los trabajadores que había impedido que se produjera una revolución popular
tras la Gran
Depresión. La contrarrevolución de la Escuela de Chicago
pretendía que los trabajadores devolvieran las medidas de protección que habían
ganado y que el Estado abandonara los servicios que ofrecía a sus ciudadanos
para suavizar los cantos más afilados del mercado.
Y pretendía
todavía más: quería expropiar lo que gobiernos y trabajadores habían construido
durante aquellas décadas de febril actividad en el sector de las obras
públicas. Los activos que Friedman apremiaba a los gobiernos a vender eran el
resultado de años de inversiones y know-how público,
necesarios para construirlos y hacerlos valiosos. Por lo que a Friedman atañía,
por una cuestión de principios había que transferir toda aquella riqueza
compartida a manos privadas.
Aunque embozada
en el lenguaje de las matemáticas y la ciencia, la visión de Friedman coincidía
al detalle con los intereses de las grandes multinacionales, que por naturaleza
ansiaban nuevos grandes mercados sin trabas. En la primera etapa de la
expansión capitalista el colonialismo aportó ese tipo de crecimiento feroz
«descubriendo» nuevos territorios y apoderándose de tierras sin pagar por ellas
para luego extraer sus riquezas sin compensar a la población local. La guerra
que Friedman había declarado contra el «Estado del bienestar» y el «gran
gobierno» prometía un nuevo frente de rápido enriquecimiento, sólo que esta vez
en lugar de conquistar nuevos territorios la nueva frontera sería el propio
Estado, con sus servicios públicos y otros activos subastados por mucho menos
dinero del que realmente valían.
LA GUERRA CONTRA EL DESARROLLISMO
En los Estados
Unidos de la década de 1950 todavía quedaban varias décadas para acceder a ese
tipo de enriquecimiento. Incluso con un republicano de línea dura en la Casa Blanca como
Dwight Eisenhower, no había ninguna posibilidad de que se efectuara un giro
radical a la derecha como el que proponían los de Chicago: los servicios
públicos y las garantías a los trabajadores eran demasiado populares y
Eisenhower tenía el ojo puesto en las siguientes elecciones. Aunque no tenía
muchas ganas de revocar el keynesianismo en casa, Eisenhower resultó más que
dispuesto a emprender medidas rápidas y radicales para derrotar al
desarrollismo en el extranjero. Fue una campaña en la que la Escuela de Chicago
acabaría jugando un papel fundamental.
Cuando Eisenhower
juró el cargo en 1953, Irán estaba dirigido por un líder desarrollista, Mohamed
Mossadegh, que ya había nacionalizado el petróleo, e Indonesia estaba en manos
del cada vez más ambicioso Ahmed Sukarno, que hablaba de unir todos los
gobiernos nacionalistas del Tercer Mundo en una superpotencia a la par con
Occidente y el bloque soviético. El Departamento de Estado estaba
particularmente preocupado por el creciente éxito de los nacionalismos
económicos en el Cono Sur. En unos tiempos en que buena parte del globo miraba al
estalinismo y el maoísmo como soluciones, las propuestas desarrollistas de
«sustitución de importaciones» resultaban bastante centristas. Aun así, la idea
de que América Latina merecía tener su propio New Deal tenía poderosos
enemigos. A los terratenientes feudales del continente les gustaba el antiguo statu quo, que les permitía tener grandes beneficios y una masa
inagotable de campesinos pobres para trabajar sus campos y minas. Ahora se
sentían ultrajados al ver cómo se canalizaban sus beneficios en la construcción
de otros sectores, cómo sus trabajadores exigían una redistribución de la
tierra y cómo el gobierno mantenía el precio de sus cosechas artificialmente
bajo para que la comida no resultara demasiado cara. Las empresas
estadounidenses y europeas que operaban en América Latina empezaron a plantear
quejas similares a sus respectivos gobiernos: sus productos eran bloqueados en
las aduanas, sus trabajadores exigían sueldos mayores y, lo que resultaba
todavía más alarmante, cada vez se hablaba más de nacionalizar desde las minas
hasta los bancos propiedad de extranjeros para financiar el sueño
latinoamericano de la independencia económica.
Bajo la presión
de estos intereses empresariales, surgió en los círculos de la diplomacia
estadounidense e inglesa un movimiento que intentaba colocar a los gobiernos
desarrollistas en la lógica binaria típica de la Guerra Fría. No había
que dejarse engañar por el aspecto democrático y moderado de estos gobiernos,
afirmaban estos halcones: el nacionalismo del Tercer Mundo era el primer paso
en el camino hacia el comunismo totalitario y había que acabar con él antes de
que echara raíces. Dos de los principales defensores de esta teoría fueron John
Foster Dulles, el secretario de Estado de Eisenhower, y su hermano Alien
Dulles, director de la recién creada CIA. Antes de ocupar cargo público, ambos
habían trabajado en el legendario bufete de abogados Sullivan & Cromwell,
de Nueva York, donde habían representado a muchas de las empresas que más
tenían que perder con el desarrollismo, entre las cuales se contaban J. P.
Morgan & Company, la Internacional Nickel Company, la Cuban Sugar Cane
Corporation y la United
Fruit Company.18 Los resultados de la influencia de los Dulles
fueron inmediatos: en 1953 y 1954 la
CIA lanzó sus dos primeros golpes de Estado, ambos contra
gobiernos del Tercer Mundo que se identificaban mucho más con Keynes que con
Stalin.
El primero fue en
1953, cuando un complot de la CIA
consiguió derrocar a Mossadegh en Irán y reemplazarlo por el brutal sha. El
siguiente fue el golpe que la CIA
patrocinó en 1954 en Guatemala, llevado a cabo por una petición directa de la United Fruit Company.
La empresa, que contaba con la atención de los Dulles desde sus días en
Cromwell, estaba indignada porque el presidente Jacobo Arbenz Guzmán había
expropiado tierras que no usaba (ofreciendo la correspondiente indemnización)
como parte de su proyecto para transformar Guatemala, en sus propias palabras,
«de un país atrasado con una economía predominantemente feudal en un Estado
capitalista moderno», objetivo al parecer inaceptable.19 En poco tiempo se
derrocó a Arbenz y la
United Fruit volvió a regir los destinos del país.
Erradicar el
desarrollismo del Cono Sur, donde había arraigado mucho más, era una cuestión
mucho más compleja. Sobre ello discutieron dos estadounidenses que se reunieron
en Santiago de Chile en 1953. Uno era Albion Patterson, director de la Administración para
la
Cooperación Internacional en Chile —la agencia gubernamental
que con el tiempo se convertiría en USAID— y el segundo Theodore W. Schultz,
presidente del Departamento de Economía de la Universidad de
Chicago. A Patterson le preocupaba cada vez más la creciente influencia de Raúl
Prebisch y los demás economistas «rosas» de América Latina. «Lo que hay que
hacer es cambiar la formación de los hombres, influir en la educación, que es
nefasta», había dicho a un colega.20 Este objetivo coincidía con la creencia de
Schultz de que el gobierno de Estados Unidos no se empleaba lo necesario en la
guerra intelectual contra el marxismo. «Estados Unidos debe reconsiderar sus
programas económicos para el extranjero [...] queremos que [los países pobres]
trabajen en su salvación económica vinculándose a nosotros y que su desarrollo
económico se consiga a nuestra manera», dijo.21
Los dos hombres
diseñaron un plan que convertiría Santiago, un semillero de la economía
centrada en el Estado, en lo opuesto, un laboratorio para experimentos de
vanguardia sobre el mercado, ofreciendo así a Milton Friedman lo que deseaba
hacía tanto tiempo: un país en el que poner a prueba sus queridas teorías. El
plan original era sencillo: el gobierno estadounidense pagaría para enviar a
estudiantes chilenos a aprender economía en lo que prácticamente todo el mundo
reconocía que era el lugar más rabiosamente anti «rosa» del mundo: la Universidad de
Chicago. Schultz y sus colegas en la universidad también recibirían dinero para
viajar a Santiago, investigar la economía chilena y formar estudiantes y
profesores en los fundamentos de la
Escuela de Chicago.
Lo que
diferenciaba este plan de los otros muchos programas de formación
estadounidenses que becaban a alumnos latinoamericanos era su carácter
desvergonzadamente ideológico. Al escoger Chicago para formar economistas
chilenos —una universidad en la que los profesores abogaban por el casi
completo desmantelamiento del gobierno con tenaz insistencia— el Departamento
de Estado estadounidense disparaba un torpedo bajo la línea de flotación en su
guerra contra el desarrollismo, diciéndoles de hecho a los chilenos que el
gobierno de Estados Unidos había decidido qué ideas debían aprender sus mejores
estudiantes y cuáles otras no. Se trató de una intervención tan evidente de
Estados Unidos en los asuntos de Latinoamérica que cuando Albion Patterson
contactó con el rector de la
Universidad de Chile, la principal universidad del país, y le
ofreció una donación con la que financiar el programa de intercambio, el rector
rechazó la oferta. Dijo que sólo participaría si su claustro podía tener
influencia sobre quién en Estados Unidos formaría a sus alumnos. Patterson
contactó entonces con el rector de una institución de menor importancia, la Universidad Católica
de Chile, un centro mucho más conservador que carecía de Facultad de Economía.
El rector de la
Universidad Católica aceptó la oferta encantado y así nació
lo que en Washington y Chicago se conocería como «el Proyecto Chile».
«Hemos venido
aquí a competir, no a colaborar» dijo Schultz refiriéndose a la Universidad de
Chicago, explicando por qué el programa estaría cerrado a todos los estudiantes
chilenos excepto unos pocos elegidos.22 Esta postura combativa fue evidente
desde el principio: el objetivo del Proyecto Chile era producir combatientes
ideológicos que ganaran la batalla de las ideas contra los economistas «rosa»
de América Latina.
Inaugurado
oficialmente en 1956, el proyecto permitió que cien alumnos chilenos cursaran
estudios de posgrado en la
Universidad de Chicago entre 1957 y 1970, con la
matriculación y los gastos a cargo de los contribuyentes y de fundaciones
estadounidenses. En 1965 se amplió el programa para incluir a estudiantes de
toda Latinoamérica, con una proporción particularmente alta de argentinos,
brasileños y mexicanos. La expansión se financió con una donación de la Fundación Ford y
posibilitó la creación del Centro de Estudios Económicos Latinoamericanos de la Universidad de
Chicago. Gracias a este programa hubo siempre entre cuarenta y cincuenta
estudiantes latinoamericanos en la licenciatura de economía, aproximadamente un
tercio del total de estudiantes del departamento. En programas equivalentes de
Harvard o del MIT sólo había cuatro o cinco latinoamericanos. Fue un logro
espectacular: en sólo una década, la ultraconservadora Universidad de Chicago se
convirtió en el primer destino de los latinoamericanos que querían estudiar
económicas en el extranjero, un hecho que cambiaría el curso de la historia de
la región en las décadas siguientes.
El
adoctrinamiento de los visitantes en la ortodoxia de la Escuela de Chicago se
convirtió en una prioridad institucional apremiante. El director del programa,
el hombre responsable de hacer que los latinoamericanos se sintieran
bienvenidos, era Arnold Harberger, un economista que vestía traje de safari,
hablaba un español fluido, se había casado con una chilena y se describía a sí
mismo como un «misionero muy comprometido».23 Cuando llegaron los primeros
estudiantes chilenos, Harberger creó un «taller de Chile» especial, donde los
profesores de la
Universidad de Chicago presentaban su diagnóstico altamente
ideologizado de los problemas del país sudamericano y ofrecían sus recetas
científicas para arreglarlos.
«Chile y su
economía se convirtieron de repente en uno de los tópicos de conversación
habituales en el departamento de Economía», recuerda André Gunder Frank, que
estudió con Friedman en la década de 1950 y luego se convirtió en un economista
desarrollista reconocido a nivel mundial.24 Todas las políticas de Chile se
pusieron bajo el microscopio y se consideraron defectuosas: su sólida red de
seguridad social, su proteccionismo de la industria nacional, sus barreras
arancelarias, su control de precios. A los estudiantes se les enseñó a
despreciar esos intentos de aliviar la pobreza y muchos de ellos dedicaron sus
tesis doctorales a diseccionar las locuras del desarrollismo latinoamericano.25
Cuando Harberger volvía de sus frecuentes viajes a Santiago en los años
cincuenta y sesenta, Gunder Frank recuerda que se dedicaba a fustigar el
sistema educativo y sanitario de Santiago de Chile —los mejores del
continente—, a los que consideraba «intentos absurdos de vivir por encima de
sus medios subdesarrollados».26
Dentro de la Fundación Ford
había preocupación por financiar un programa tan abiertamente ideológico.
Algunos señalaron que los únicos conferenciantes latinoamericanos a los que se
invitaba a dirigirse a los estudiantes eran ex alumnos del propio programa.
«Aunque la calidad y el impacto de esta empresa son innegables, su estrechez de
miras ideológicas es un defecto grave», escribió Jeffrey Puryear, un
especialista latinoamericano de Ford en uno de los informes internos de la
fundación. «Los intereses de los países en vías de desarrollo no están bien
cubiertos si se les expone sólo un punto de vista.»27 Esta evaluación no
impidió que Ford continuara financiando el programa.
Cuando el primer
grupo de chilenos regresó a casa al terminar sus estudios en Chicago, eran «más
friedmanitas que el propio Friedman», en palabras de Mario Zañartu, un
economista de la
Universidad Católica de Chile.*28 Muchos trabajaron como
profesores de economía en la
Facultad de Económicas de la Universidad Católica,
a la que convirtieron rápidamente en su pequeña Escuela de Chicago en el centro
de Santiago: el mismo programa educativo, los mismos textos en inglés y la
misma inflexible insistencia en el conocimiento «puro» y «científico». Hacia
1963, doce de los trece miembros del claustro a tiempo completo de la facultad
eran graduados del programa de la Universidad de Chicago y Sergio de Castro, uno de
los primeros graduados, fue nombrado decano de la facultad.29 Ahora ya no hacía
falta que los estudiantes chilenos viajaran a Estados Unidos: cientos de ellos
podían recibir una educación al estilo de la Escuela de Chicago sin salir de casa.
* Water Heller, el famoso
economista del gobierno de Kennedy, se burló en una
ocasión de los seguidores de Friedman comparándolos
con una secta y diciendo que se dividían en tres categorías: «Algunos son friedmanos, otros friedmanianos
y otros friedmaníacos.»
A los estudiantes
que participaron en el programa, fuera en Chicago o en su franquicia de
Santiago, se les conocía como «los Chicago Boys». Gracias a más fondos de
USAID, los Chicago Boys chilenos se convirtieron en entusiastas embajadores
regionales de las ideas que los latinoamericanos llaman «neoliberalismo», y
viajaron a Argentina y Colombia para abrir más franquicias de la Universidad de Chicago
para así «expandir este conocimiento por toda Latinoamérica, enfrentándose a
las posiciones ideológicas que impedían la libertad y perpetuaban la pobreza y
el atraso», según lo expresó un graduado chileno.30
Juan Gabriel
Valdés, ministro de Asuntos Exteriores chileno en la década de 1990, describió
el proceso mediante el cual se formó a cientos de economistas chilenos en la
ortodoxia de la Escuela
de Chicago como «un asombroso ejemplo de una transferencia organizada de
ideología desde Estados Unidos a un país de su esfera directa de influencia
[...] la educación de estos chilenos derivó de un proyecto específico diseñado
en la década de 1950 para influir en el desarrollo del pensamiento económico
chileno». Señaló que «han introducido en la sociedad chilena ideas que son
completamente nuevas, conceptos enteramente ausentes en el "mercado de las
ideas"».31
Fue una forma
desvergonzada de imperialismo intelectual. Hubo, sin embargo, un problema: el
sistema no funcionaba. Según un informe de 1957 de la Universidad de Chicago
a sus financiadores del Departamento de Estado, «el propósito principal del
proyecto» era formar a una generación de estudiantes «que se convirtieran en
los líderes intelectuales de los asuntos económicos en Chile».32 Pero los
Chicago Boys no habían alcanzado el gobierno de sus países en ninguna parte. De
hecho, estaban quedándose atrás.
A principios de
la década de 1960 el principal debate económico en el Cono Sur no era el
sostenido entre el capitalismo del laissez-faire y el
desarrollismo, sino el que hablaba de cómo conseguir llevar el desarrollismo a
su siguiente fase. Los marxistas defendían nacionalizaciones masivas y reformas
agrarias radicales; los centristas decían que la clave estaba en una
cooperación económica mayor entre los países latinoamericanos, con el objetivo
de transformar la región en un poderoso bloque comercial que pudiera rivalizar
con Europa y América del Norte. En las urnas y en las calles, el Cono Sur
estaba dando un giro a la izquierda.
En 1962 Brasil
avanzó decididamente en esa dirección bajo la presidencia de Joao Goulart, un
nacionalista económico decidido a redistribuir la tierra, ofrecer salarios más
altos a los trabajadores y poner en marcha un atrevido plan que obligaría a las
multinacionales extranjeras a reinvertir parte de sus beneficios en la economía
brasileña en lugar de llevárselos corriendo del país para distribuirlos entre
sus accionistas de Nueva York y Londres. En Argentina, un gobierno militar
trataba de derrotar unas propuestas similares prohibiendo que el partido de
Juan Perón se presentase a las elecciones, pero sólo consiguió radicalizar
todavía más a una nueva generación de jóvenes peronistas, muchos de los cuales
estaban dispuestos a recurrir a las armas para recuperar el país.
Fue en Chile —el
epicentro del experimento de Chicago— donde la derrota en la batalla de las
ideas se hizo más evidente. En las históricas elecciones chilenas de 1970 el
país se había desplazado tan a la izquierda que, sin excepción, los tres
principales partidos políticos estaban a favor de nacionalizar la principal
fuente de dividendos del país: las minas de cobre controladas por grandes
empresas mineras estadounidenses.33 En otras palabras, el Proyecto Chile había
sido un fracaso muy caro. Como combatientes ideológicos que libraban una
pacífica batalla de ideas con sus enemigos de la izquierda, los Chicago Boys
habían fracasado completamente en su misión. No sólo el debate económico seguía
derivando más y más a la izquierda, sino que los Chicago Boys eran tan poco
importantes que ni siquiera se les tenía en cuenta en ninguna franja del abanico
electoral chileno.
Todo podría haber
acabado aquí, con el Proyecto Chile convertido sólo en una nota a pie de página
sin importancia de la historia, pero sucedió algo que rescató de la oscuridad a
los Chicago Boys: Richard Nixon fue elegido presidente de Estados Unidos. Nixon
«tenía una política exterior creativa y, en general, bastante efectiva», dijo
con entusiasmo Friedman.34 Y en ninguna parte fue más creativa que en Chile.
Fue Nixon quien
les daría a los Chicago Boys y a sus profesores algo con lo que siempre habían
soñado: una oportunidad de demostrar que su utopía capitalista era más que una
teoría de un taller académico de un sótano, una oportunidad para rehacer un
país desde cero. La democracia había sido poco hospitalaria con los Chicago
Boys en Chile; la dictadura se demostraría mucho más acogedora.
El gobierno de
Unidad Popular de Salvador Allende ganó las elecciones de 1970 en Chile con un
programa que prometía poner en manos del gobierno grandes sectores de la
economía que estaban dirigidos por empresas extranjeras y locales. Allende
pertenecía a una nueva raza de revolucionario latinoamericano: igual que el Che
Guevara, era médico, pero a diferencia del Che, también lo parecía, pues su
imagen y su traje de tweed lo
alejaban de la imagen romántica de la guerrilla. Podía pronunciar discursos tan
feroces como los de Fidel Castro, pero era un demócrata convencido que creía
que el cambio socialista en Chile debía llegar a través de las urnas, no a
través de las armas. Cuando Nixon se enteró de que habían escogido presidente a
Allende, lanzó su famosa orden al director de la CIA, Richard Helms, de que «hiciera chillar a la
economía».35 La elección también resonó con fuerza en el departamento de
Economía de la Universidad
de Chicago. Arnold Harberger estaba en Chile cuando ganó Allende. Escribió una
carta a sus colegas describiendo el acontecimiento como una «tragedia» e
informándoles de que «en los círculos de la derecha se plantea en ocasiones la
idea de un golpe militar».36
Aunque Allende se
comprometió a negociar indemnizaciones justas para compensar a las empresas que
perdían propiedades e inversiones, las multinacionales estadounidenses temían
que Allende representara el comienzo de una tendencia general en toda América
Latina, y muchas no estaban dispuestas a aceptar perder unos recursos que se
habían convertido en una porción importante de sus beneficios. Hacia 1968, el
20 % del total de inversiones extranjeras de Estados Unidos se dirigían a
Latinoamérica y las empresas estadounidenses tenían 5.436 filiales en la
región. Los beneficios que producían estas inversiones eran sobrecogedores. Las
empresas mineras habían invertido mil millones de dólares durante los cincuenta
años previos en la industria minera chilena — la mayor del mundo—, pero a
cambio habían enviado a casa 7.200 millones de dólares de beneficios.37
En cuanto Allende ganó las elecciones, e incluso antes de que
jurara el cargo, las empresas estadounidenses le declararon la guerra a su
administración. El centro de esta actividad fue el Comité Ad Hoc de Chile, con
sede en Washington y formado por las principales empresas mineras
estadounidenses con propiedades en Chile, así como por la empresa que, de
hecho, lideraba el comité, International Telephone and Telegraph Company (ITT),
que poseía el 70 % de la compañía telefónica chilena, que pronto iba a
nacionalizarse. Purina, Bank of America y Pfizer Chemical también enviaron
delegados al comité en varias fases de su existencia.
El único
propósito del comité era obligar a Allende a desistir de su campaña de
nacionalizaciones «enfrentándole con el colapso económico».38 Tenían muchas
ideas sobre cómo causar dolor a Allende. Según las actas de las reuniones que
se han hecho públicas, las empresas planeaban bloquear los créditos
estadounidenses a Chile y «discretamente, hacer que los grandes bancos privados
de Estados Unidos hicieran lo mismo. Conferenciar con bancos extranjeros con el
mismo objetivo. Evitar comprar productos a Chile durante los próximos seis
meses. Utilizar la reserva de cobre de Estados Unidos en lugar de comprar cobre
chileno. Provocar una escasez de dólares en Chile». Y la lista sigue.39
Allende nombró a
su íntimo amigo Orlando Letelier embajador en Washington. Recayó en él la labor
de negociar las condiciones de la expropiación con las mismas empresas que
conspiraban para sabotear el gobierno de Allende. Letelier, un hombre
extrovertido y divertido con el bigote arquetípico de los años setenta y una
arrasadora voz de cantante, era una persona muy querida en los círculos
diplomáticos. Su hijo Francisco recuerda con particular alegría los momentos en
que su padre tocaba la guitarra y cantaba canciones populares en las fiestas
con amigos en su casa de Washington.40 Pero incluso a pesar de todo el encanto
y la habilidad de Letelier, las negociaciones nunca tuvieron ninguna
posibilidad de éxito.
En marzo de 1972,
en medio de la tensa negociación de Letelier con ITT, Jack Anderson, un
columnista cuyos artículos estaban sindicados a una serie de periódicos,
publicó una explosiva serie de reportajes basados en documentos que demostraban
que la compañía telefónica había conspirado en secreto con la CIA y el Departamento de
Estado para impedir que Allende jurara el cargo dos años atrás. Ante aquellas
acusaciones, y con Allende todavía en el poder, el Senado de Estados Unidos,
controlado por los demócratas, inició una investigación y descubrió un extenso
complot en el que ITT había ofrecido un millón de dólares en sobornos a la
oposición chilena y «había tratado de que la CIA participara en un plan para manipular de
forma encubierta el resultado de las elecciones chilenas».41
El informe del
Senado, publicado en junio de 1973, descubrió también que cuando el plan
fracasó y Allende llegó al poder, ITT adoptó una nueva estrategia diseñada para
asegurarse de que «no se mantuviera en el cargo ni seis meses». Lo que más
alarmó al Senado fue la relación entre los directivos de ITT y el gobierno de
Estados Unidos. A través de los testimonios y documentos obtenidos durante la
investigación, quedó claro que ITT participaba directamente en el diseño al más
alto nivel de la política estadounidense respecto a Chile. En un momento dado,
un directivo importante de ITT escribió al asesor de Seguridad Nacional, Henry
Kissinger, y le sugirió que «sin informar al presidente Allende se colocaran en
la categoría de "revisándose" todos los fondos de ayuda internacional
estadounidense ya asignados a Chile». La empresa se tomó además la libertad de
preparar una estrategia de dieciocho puntos para la administración Nixon que
contenía una petición clara de un golpe de Estado: «Contacten con fuentes
fiables dentro del ejército chileno», decía, «[...] alimenten y planifiquen su
descontento con Allende y luego propongan la necesidad de apartarlo del
poder».42
Cuando el comité
del Senado les apretó las tuercas sobre sus desvergonzados intentos de emplear
el poder del gobierno de Estados Unidos para subvertir el proceso
constitucional chileno sólo para hacer prosperar los propios intereses
económicos de ITT, el vicepresidente de la empresa, Ned Gerrity, pareció
auténticamente confuso. «¿Qué hay de malo en preocuparse por el número 1?»
preguntó. El comité contestó en su informe: «"El número 1" no debe
jugar un papel que no le corresponde en el diseño de la política exterior
estadounidense».43
Aun así, a pesar
de los años de implacable juego sucio de Estados Unidos, durante los que ITT
fue simplemente el ejemplo más público, en 1973 Allende seguía en el poder.
Ocho millones de dólares invertidos en operaciones secretas no habían
conseguido debilitar su popularidad. En las elecciones de mitad de mandato de
ese año, el partido de Allende incluso ganó terreno respecto a las elecciones
de 1970. Estaba claro que el deseo de un modelo económico distinto no había
calado en Chile y que el apoyo a una alternativa socialista ganaba terreno.
Para los opositores de Allende, que llevaban planeando derrocarlo desde el
mismo día en que se conocieron los resultados de las elecciones de 1970, eso
significaba que sus problemas no iban a solucionarse simplemente librándose de
él, pues simplemente le sustituiría algún otro. Hacía falta un plan más
radical.
LECCIONES SOBRE EL
CAMBIO DE RÉGIMEN:
BRASIL E INDONESIA
Los oponentes de
Allende habían estudiado concienzudamente dos posibles modelos de «cambio de
régimen». Uno era el de Brasil, el otro el de Indonesia. Cuando la junta
brasileña, dirigida por el general Humberto Castello Branco y apoyada por
Estados Unidos, se hizo con el poder en 1964, el ejército tenía el plan de no
sólo revocar los programas favorables a los pobres de Joao Goulart sino de
convertir Brasil en un país totalmente abierto a la inversión extranjera. Al
principio los generales brasileños trataron de imponer su programa de un modo
relativamente pacífico. No hubo muestras abiertas de brutalidad, no hubo
arrestos generalizados, y aunque con posterioridad se descubrió que algunos
«subversivos» habían sido brutalmente torturados durante este período, el
número fue lo bastante pequeño (y Brasil lo bastante grande) para que los
rumores sobre ello casi no pasaran de los muros de las cárceles. La Junta se esforzó también por
mantener ciertos visos de democracia, incluyendo una limitada libertad de
prensa y de reunión, por lo que a la toma del poder de los militares se la
conoció como el «golpe de los caballeros».
A finales de la
década de 1960 muchos ciudadanos utilizaron esas libertades limitadas para
expresar su ira por la pobreza cada vez mayor de Brasil, de la que culpaban al
programa económico pro empresarios del gobierno, buena parte de él diseñado por
graduados de la
Universidad de Chicago. Hacia 1968 las calles estaban
saturadas de manifestaciones anti-junta, las mayores convocadas por los
estudiantes, y el régimen estaba en serio peligro. En un gambito desesperado
para mantenerse en el poder, el ejército cambió radicalmente de táctica: se
eliminaron por completo los restos de la democracia, se negaron todas las
libertades civiles, se recurrió sistemáticamente a la tortura y, según la Comisión de la Verdad que luego se
establecería en Brasil, «los asesinatos ordenados por el Estado se convirtieron
en habituales».44
El golpe de
Indonesia en 1965 siguió una ruta muy distinta. Desde la Segunda Guerra
Mundial, el país había sido gobernado por el presidente Sukarno, el Hugo Chávez
de aquellos tiempos (aunque desprovisto del gusto de Chávez por las
elecciones). Sukarno irritó a los países ricos con medidas proteccionistas para
la economía de Indonesia, redistribuyendo la riqueza y echando al Fondo
Monetario Internacional y al Banco Mundial, a los que acusó de ser meras
tapaderas de los intereses de las multinacionales occidentales. Aunque Sukarno
era un nacionalista, no un comunista, trabajó muy unido al Partido Comunista,
que tenía tres millones de afiliados. Los gobiernos de Estados Unidos y Gran
Bretaña estaban decididos a acabar con el gobierno de Sukarno. Documentos
desclasificados muestran que la
CIA había recibido órdenes desde los altos escalafones de la
administración para «liquidar al presidente Sukarno, dependiendo de la
situación y de las oportunidades que se presenten».45
Después de varios
intentos fallidos, la oportunidad se presentó en octubre de 1965, cuando el
general Suharto, apoyado por la
CIA, empezó a hacerse con el poder y a erradicar a la
izquierda. La CIA
había compilado en secreto una lista de los principales líderes de la izquierda
del país, un documento que acabó en manos de Suharto, mientras que el Pentágono
le ayudó suministrándole armas y radios de campaña para que las fuerzas del
ejército indonesio pudieran comunicarse en las partes más remotas del
archipiélago. Suharto envió entonces a sus soldados a cazar a los cuatro o
cinco mil izquierdistas que aparecían en sus «listas de ejecuciones», tal y
como las llamaba la CIA. La
embajada de Estados Unidos recibía regularmente informes sobre los progresos
realizados.46 Conforme llegaba la información, la CIA iba tachando nombres de la
lista hasta que quedó convencida de que la izquierda indonesia había sido
efectivamente erradicada. Una de las personas que participaron en la operación
fue Robert J. Martens, que trabajaba en la embajada estadounidense en Yakarta.
«En realidad fue una enorme ayuda para el ejército», le contó a la periodista
Kathy Kadane veinticinco años después. «Probablemente mataron a mucha gente, y
probablemente yo tenga mucha sangre en mis manos, pero no fue del todo malo.
Llega un momento en el que tienes que golpear con fuerza en el instante
decisivo».47
Las listas de
ejecuciones cubrían los objetivos específicos a eliminar; las masacres
indiscriminadas por las que Suharto se hizo tristemente célebre fueron, en su
mayor parte, delegadas a los estudiantes religiosos. El ejército los entrenó
rápidamente y los envió a pueblos con instrucciones del jefe de la marina de
«barrer» el campo de comunistas. «Con alegría —escribió un periodista—,
llamaban a sus partidarios, se echaban al cinto sus machetes y pistolas, la
maza sobre el hombro y embarcaban para cumplir la misión que tanto tiempo
llevaban queriendo realizar».48 En poco más de un mes al menos medio millón y
probablemente hasta un millón de personas fueron asesinadas, «masacradas a
miles», según Time.49 En Java Oriental, «los que han
viajado a esas áreas hablan de pequeños ríos y riachuelos literalmente
atascados de cadáveres; el transporte fluvial resulta imposible por todas
partes».50
La experiencia
indonesia fue estudiada con mucha atención por los individuos e instituciones
que planeaban el derrocamiento de Salvador Allende en Washington y en Santiago.
Lo que resultaba interesante no era sólo la brutalidad de Suharto sino el
extraordinario papel que había jugado un grupo de economistas indonesios
educados en la Universidad
de California en Berkeley, conocidos como la «mafia de Berkeley». Suharto
resultó muy efectivo en la labor de librarse de la izquierda, pero fue la mafia
de Berkeley quien preparó el plan económico para el futuro del país.
Los paralelismos
con los Chicago Boys eran sorprendentes. La mafia de Berkeley había estudiado
en Estados Unidos como parte de un programa que había empezado en 1956
financiado por la
Fundación Ford. También habían vuelto a casa y creado una
fiel copia de un Departamento de Economía al estilo occidental en la Facultad de Económicas de
la Universidad
de Indonesia. Ford había enviado a profesores estadounidenses a Yakarta para
establecer la escuela, igual que los profesores de Chicago habían ido a ayudar
al nuevo Departamento de Economía de Santiago. «Ford creía que estaba formando
a los tipos que liderarían el país cuando Sukarno se fuera», explicó
lacónicamente John Howard, entonces director del Programa Internacional Ford de
Formación e Investigación.51
Los estudiantes
financiados por Ford se convirtieron en los líderes de los grupos de los campus
que participaron en el derrocamiento de Sukarno y la mafia de Berkeley trabajó
estrechamente con el ejército en los preparativos del golpe, desarrollando
«planes de contingencia» por si el gobierno caía de repente.*52 Estos jóvenes
economistas ejercían una enorme influencia en el general Suharto, que no sabía
nada de altas finanzas. Según la revista Fortune, la mafia
de Berkeley grababa clases de economía en cintas para que Suharto las pudiera
escuchar en su casa.53 Cuando se reunían con él personalmente, «el presidente
Suharto no se limitaba a escuchar, sino que tomaba apuntes», recordó con
orgullo un miembro del grupo.54 Otro graduado de Berkeley definió la relación
de este modo: nosotros «ofrecimos a los líderes del ejército —el elemento
crucial del nuevo orden— un "recetario" con soluciones para
enfrentarse a los graves problemas económicos de Indonesia. El general Suharto,
como comandante en jefe del ejército, no sólo aceptó el recetario sino que
quiso que los autores de las recetas se convirtieran en sus asesores
económicos».55 Y así fue. Suharto llenó su gobierno de miembros de la mafia de
Berkeley, entregándoles todos los puestos económicos importantes, incluidos el
Ministerio de Comercio y la embajada en Washington.56
* No todos los
profesores estadounidenses enviados bajo este programa se sintieron cómodos en
este papel. «Yo creía que la universidad no debía implicarse en lo que
esencialmente estaba convirtiéndose en una rebelión contra el gobierno», dijo
Len Doyle, el profesor de Berkeley que dirigía el programa de formación en
economía de Ford en Indonesia. Ese punto de vista hizo que enviaran a Doyle de
vuelta a California y le reemplazasen por otra persona.
Este equipo
económico, formado en una escuela mucho menos ideológica, no eran radicales anti-Estado
como los Chicago Boys. Creían que el gobierno debía desempeñar un papel en la
gestión de la economía nacional de Indonesia, y asegurarse de que los productos
básicos como el arroz eran asequibles. Sin embargo, la mafia de Berkeley fue de
lo más generosa con los inversores extranjeros que ansiaban caer sobre las
inmensas riquezas minerales y la abundancia petrolífera de Indonesia, descrita
por Richard Nixon como el «gran tesoro del Sureste asiático».*57 Se aprobaron
leyes que permitían a empresas extranjeras el control total de estos recursos,
se concedieron «vacaciones fiscales» por doquier y en menos de dos años, las
riquezas naturales de Indonesia —el cobre, el níquel, las maderas nobles, el
caucho y el petróleo— estaban repartidos entre las multinacionales más
importantes de la industria minera y energética mundial.
* Curiosamente,
Arnold Harberger se convirtió en asesor del Ministerio de Finanzas de Suharto
en 1975.
Para los que
planeaban derrocar a Allende justo al mismo tiempo que el programa de Suharto
empezaba a funcionar, las experiencias de Brasil e Indonesia resultaban una
útil panorámica de contrastes. Los brasileños habían hecho escaso uso del poder
del shock, y habían esperado años antes de
mostrar su apetito por lo brutal. Fue un error casi fatal, puesto que sus
adversarios tuvieron ocasión de reagruparse y algunos pudieron organizar
facciones izquierdistas y guerrillas armadas. Aunque la Junta logró mantener las
calles limpias, la creciente oposición actuó como un elemento obstaculizador de
sus planes económicos.
Por contra,
Suharto había probado que si se empleaba una represión masiva de forma previa,
el país caería en un estado de shock que
permitiría eliminar toda resistencia aun antes de que cobrara vida. Utilizó
tácticas de terror sin vacilar, más allá de lo imaginable, y logró que un
pueblo que apenas unas semanas antes pugnaba por establecer su independencia
terminara cediendo, absolutamente aterrado, el control total del gobierno a
Suharto y sus verdugos. Ralph McGehee, director de operaciones de la CIA de alto rango durante los
años del golpe militar, dijo que Indonesia era una «operación de manual. [...]
La forma en que Suharto llegó al poder está relacionada con todas las
operaciones y golpes sangrientos en los que Washington participó o que activó.
El éxito de esa acción implicaba que se repetiría una y otra vez».58
La otra lección esencial
procedente de Indonesia tenía que ver con la alianza previa entre Suharto y la mafia de Berkeley.
Dado que estaban dispuestos a ocupar posiciones «tecnócratas» en el nuevo
gobierno y ahora que Suharto ya era un converso, el golpe no sólo eliminó la
amenaza nacionalista sino que transformó Indonesia en uno de los lugares más
agradables y cómodos para los inversores extranjeros de todo el mundo.
A medida que
crecían las tensiones que desencadenarían el golpe militar contra Allende, un
escalofriante aviso apareció con pintadas rojas en las calles de Santiago.
«Yakarta se acerca», decía.
Poco después de
resultar elegido Allende, sus oponentes nacionales empezaron a imitar la pauta
indonesia con inquietante precisión. La Universidad Católica,
hogar de los Chicago Boys, se convirtió en la zona cero de creación de lo que la CIA denominó «clima de
golpe».59 Muchos estudiantes se afiliaron al frente fascista Patria y Libertad,
y desfilaron al paso de oca por las calles de Santiago de Chile en abierta
imitación de las Juventudes Hitlerianas. En septiembre de 1971, tras un año de
mandato de Allende, los principales líderes empresariales chilenos celebraron
una reunión de emergencia en la ciudad costera de Viña del Mar para desarrollar
una estrategia coherente para el cambio de régimen. Según Orlando Sáenz,
presidente de la Sociedad
de Fomento Fabril (generosamente financiada por la CIA y por muchas
multinacionales afines en Washington), los allí reunidos decidieron que «el
gobierno de Allende era incompatible con la libertad en Chile y con la
existencia de la empresa privada, y que la única forma de evitar el desastre
era derrocar al gobierno». Los empresarios organizaron una «estructura de
guerra»; una parte establecería relaciones con el ejército, y otra sección,
según Sáenz, se ocuparía de «diseñar programas de gobierno alternativos que se
presentarían sistemáticamente a las fuerzas armadas».60
Sáenz reclutó a
varios elementos clave de los Chicago Boys para preparar esos programas
alternativos y los instaló en unas dependencias cercanas al palacio
presidencial en Santiago.61 El grupo, dirigido por el recién llegado de Chicago
Sergio de Castro y por Sergio Undurraga, su colega de la Universidad Católica,
empezó a reunirse en secreto con regularidad semanal, para desarrollar
detalladas propuestas sobre cómo reconstruir radicalmente la estructura
económica del país siguiendo los dictados neoliberales.62 Según una posterior
investigación del Senado estadounidense, «más del 75 % de la financiación de
esta organización de investigación de la oposición» procedía directamente de la CIA.63
Durante algún
tiempo, la planificación del golpe transcurrió por dos vías paralelas
diferenciadas: los militares conspiraban para exterminar a Allende y a sus
seguidores, mientras los economistas se ocupaban de la exterminación de su
ideario. Cuando el clima llegó al punto de ebullición adecuado para una
solución violenta, los dos canales abrieron un diálogo coordinado, con Roberto
Kelly —un empresario relacionado con el periódico El Mercurio, financiado por la CIA—, como el mensajero entre
ambas partes. A través de Kelly, los Chicago Boys enviaron un resumen de cinco
páginas de su programa de medidas económicas al almirante de la Marina a cargo del plan
militar. Éste dio su aprobación, y a partir de entonces los Chicago Boys
trabajaron contrarreloj para tener el programa listo el día del golpe militar.
Su biblia
económica, de más de quinientas páginas —un detallado programa que sería la
guía de la Junta
durante sus primeros días— llegó a conocerse en Chile como «el ladrillo». Según
un comité del Senado que investigó lo sucedido, «los colaboradores de la CIA estuvieron implicados en
la elaboración de un plan económico inicial que fue la base de las decisiones
más importantes de la Junta
durante su etapa inicial».64 Ocho de los diez principales autores del
«ladrillo» habían estudiado economía en la Universidad de
Chicago.65
Aunque el
derrocamiento de Allende fue descrito universalmente como un golpe militar,
Orlando Letelier, el embajador de Allende en Washington, lo consideró una
colaboración conjunta entre el ejército y los economistas. «Los "Chicago
Boys", como se les conoce en Chile — escribió Letelier—, convencieron a
los generales de que podían complementar la brutalidad de éstos con los activos
intelectuales de los que carecían».66
Cuando finalmente
se produjo, el golpe de Chile presentó tres formas distintas de shock, una receta que se repetiría en países vecinos y que
surgiría de nuevo, tres décadas más tarde, en Irak. El shock del propio golpe militar fue seguido inmediatamente por
dos formas adicionales de choque. Una de ellas fue el «tratamiento de choque»
capitalista marca de la casa Milton Friedman, una técnica que cientos de
economistas latinoamericanos habían aprendido durante sus estancias en la Universidad de Chicago
y a través de las diversas instituciones y franquicias del método. El otro
fueron las técnicas de shock de Ewen
Cameron, la privación sensorial y la aplicación de drogas y otras tácticas,
recopiladas ya en el manual Kubark y
diseminadas por toda la zona gracias a los amplios programas de entrenamiento
de la CIA de los
que se habían beneficiado la policía y los estamentos militares
latinoamericanos.
Las tres formas
de shock convergieron en los cuerpos de los ciudadanos
latinoamericanos y en el cuerpo político de la zona, desatando un huracán sin
fin de destrucción y reconstrucción mutuamente reforzadas, eliminación y
creación, en un ciclo monstruoso. El choque del golpe militar preparó el
terreno de la terapia de shock económica.
El shock de las cámaras de tortura y el terror que causaba en el
pueblo impedían cualquier oposición frente a la introducción de medidas
económicas. De este laboratorio vivo emergió el primer Estado de la Escuela de Chicago, y la
primera victoria de su contrarrevolución global.
SEGUNDA PARTE
LA PRIMERA PRUEBA DOLORES DE PARTO
Las teorías de Milton Friedman le dieron
el Premio
Nobel; a Chile le dieron el general
Pinochet.
EDUARDO GALEANO,
Días y noches de amor y deguerra, 1983
No creo que nunca me hayan considerado «malvado».
MlLTON FRIEDMAN,
citado en The Wall Street Journal,
22
de julio de 2006
Capítulo 3
ESTADOS DE SHOCK
El sangriento nacimiento de la
contrarrevolución
Las injurias deben hacerse de una vez, de
modo
que, al tener menos tiempo para
saborearlas,
ofendan menos.
NICOLÁS MAQUIAVELO, El
príncipe, 15131
Si se adoptse esta estrategia del shock,
creo que
debería anunciarse públicamente con
detalle, para
pasar a estar en vigor al poco tiempo.
Cuanto más
información tenga el público, más
facilitará su
reacción al ajuste.
MlLTON FRIEDMAN en una carta al general
Augusto Pinochet, 21 de abril de 19752
El general Augusto Pinochet y
sus seguidores se refirieron siempre a los hechos
del 11 de septiembre de 1973 no como un golpe de Estado sino como «una guerra».
Santiago de Chile, desde luego, parecía zona de guerra: carros blindados abrían
fuego conforme avanzaban a través de los bulevares y los edificios del gobierno
eran atacados por cazas de combate. Pero había algo extraño en esa guerra: sólo
combatía un bando.
Desde el
principio, Pinochet tuvo el completo control del ejército, la Armada, los marines y la
policía. El presidente Salvador Allende, mientras tanto, se opuso a que sus
seguidores se organizaran en ligas de defensa, así que no disponía de ejército
propio. La única resistencia procedió del palacio presidencial, La Moneda, y de los tejados a
su alrededor, desde donde Allende y sus allegados intentaron con gallardía
defender la sede de la democracia chilena. No se puede decir que fuera una
lucha justa: a pesar de que en el interior del palacio sólo había treinta y
seis defensores fieles a Allende, los militares lanzaron veinticuatro cohetes
contra el palacio.3
Pinochet, el
vanidoso y volátil comandante (cuya constitución recordaba a la de los tanques
en los que se desplazaba), claramente quería que el acontecimiento fuera lo más
dramático y traumático posible. A pesar de que el golpe no fue una guerra,
estaba diseñado para parecerlo, lo que lo convierte en un precursor chileno de
la estrategia de shock y conmoción. Difícilmente podría el
shock haber sido mayor. A diferencia de la vecina Argentina,
que había sido dirigida por seis gobiernos militares en los cuarenta años
previos, Chile carecía de experiencia en ese tipo de violencia: había
disfrutado de 160 años de pacífico gobierno democrático, los últimos 41
ininterrumpidos.
Ahora el
palacio presidencial estaba en llamas y de él se sacaba el cuerpo amortajado
del presidente sobre una camilla mientras se obligaba a sus colegas más
próximos a estirarse boca abajo en la calle bajo las bocas de los rifles de los
soldados.* A pocos minutos en coche del palacio presidencial, Orlando Letelier,
que acababa de retornar de Washington para tomar el puesto de ministro de
Defensa de Chile, había ido a su despacho en el ministerio esa mañana. Tan
pronto como entró por la puerta, doce soldados vestidos con uniforme de combate
se echaron sobre él, todos apuntándole con sus ametralladoras.4
* Allende
fue descubierto con la cabeza descerrajada por un tiro. Continúa el debate
sobre si fue alcanzado por una de las balas que se dispararon contra La Moneda o si se suicidó,
prefiriendo morir a dejar en la memoria colectiva de los chilenos la imagen de
su presidente electo rindiéndose ante un ejército insurrecto. La segunda teoría
es más creíble.
En los años que
llevaron al golpe, asesores estadounidenses, muchos de ellos de la CIA, habían excitado el ánimo
del ejército chileno, atizando un anticomunismo rabioso y persuadiendo a los
militares de que los socialistas eran, de hecho, espías rusos, una fuerza ajena
a la sociedad chilena, una especie de «enemigo interior» crecido en casa. Lo
cierto es que fueron los militares los que se convirtieron en el auténtico
enemigo doméstico, dispuestos a volver sus armas contra la población que habían
jurado proteger.
Con Allende
muerto, su gabinete cautivo y sin indicios de que fuera a haber resistencia
popular, la gran batalla de la
Junta Militar había terminado a media tarde. Letelier y los
demás prisioneros «VIP» fueron al final trasladados a la gélida isla Dawson, en
el sur del estrecho de Magallanes, la versión pinochetista de los campos de
concentración siberianos. Pero matar y encarcelar al gobierno no era suficiente
para la nueva Junta Militar chilena. Los generales estaban convencidos de que
sólo podrían retener el poder si lograban que los chilenos vivieran
completamente aterrorizados, como había pasado con la población de Indonesia.
En los días que siguieron al golpe, unos trece mil quinientos civiles fueron
arrestados, subidos a camiones y encarcelados,
según un informe de la CIA
recientemente desclasificado.5 Miles acabaron en los dos principales estadios
de fútbol de Santiago, el Estadio de Chile y el enorme Estadio Nacional. Dentro
del Estadio Nacional, la muerte reemplazó al fútbol como espectáculo público.
Los soldados paseaban entre las gradas al sol acompañados de colaboradores
encapuchados que señalaban a los «subversivos» entre los detenidos; los
seleccionados eran enviados a los vestuarios o a los palcos, transformados en
improvisadas cámaras de tortura. Cientos fueron ejecutados. Cuerpos sin vida
empezaron a aparecer en las cunetas de las principales carreteras o flotando en
mugrientos canales urbanos.
Para asegurarse
de que el terror se extendía más allá de la capital, Pinochet envió a su
comandante más despiadado, el general Sergio Arellano Stark, en helicóptero en
una misión en las provincias del norte para visitar una serie de prisiones en
las que se retenía a «subversivos». En cada ciudad y pueblo, Stark y su
escuadrón de la muerte itinerante escogían a los prisioneros de perfil más
alto, a veces hasta veintiséis a la vez, y los ejecutaban. El rastro de sangre
que dejaron durante esos cuatro días se conocería como la caravana de la
muerte.6 Al, poco tiempo la comunidad entera había captado el mensaje: la
resistencia es mortal.
A pesar de que
la batalla de Pinochet sólo tuvo un bando, sus efectos fueron tan reales como
cualquier guerra civil o invasión extranjera: en total, más de 3.200 personas
fueron ejecutadas o desaparecieron, al menos 80.000 fueron encarceladas y
200.000 huyeron del país por motivos políticos.7
EL FRENTE ECONÓMICO
Para los
Chicago Boys, el 11 de septiembre fue un día de vertiginosa anticipación y
letal adrenalina. Sergio de Castro había estado trabajando a fondo su contacto
en la Armada,
consiguiendo que aprobara página a página «el ladrillo». Ahora, el día del
golpe, varios Chicago Boys estaban acampados junto a las rotativas del
periódico de derechas El Mercurio. Mientras
en la calle sonaban disparos, trabajaron frenéticamente para que el documento
quedara impreso a tiempo para el primer día de gobierno de la Junta. Arturo
Fontaine, uno de los editores del periódico, recuerda que las rotativas
trabajaron «sin cesar para producir copias de aquel largo documento». Y lo consiguieron,
por los pelos. «Antes del mediodía del miércoles 12 de septiembre de 1973, los
generales de las fuerzas armadas que desempeñaban cargos de gobierno tenían el
plan sobre sus escritorios.»8
Las propuestas
que aparecen en ese documento final se parecen asombrosamente a las que hace
Milton Friedman en Capitalismo y libertad: privatización,
desregulación y recorte del gasto social; la santísima trinidad del libre
mercado. Los economistas chilenos educados en Estados Unidos habían tratado de
introducir esas ideas pacíficamente, dentro de los confines del debate
democrático, pero habían sido rechazadas de forma abrumadora. Ahora los Chicago
Boys y sus planes habían vuelto en un clima mucho más permeable a su punto de
vista radical. En esta nueva era no era necesario que nadie más allá de un
puñado de hombres uniformados estuviera de acuerdo con ellos. Sus oponentes
políticos más enconados estaban o encarcelados o muertos o huidos; el
espectáculo de los cazas de combate y las caravanas de la muerte mantenía a
todo el mundo a raya.
«Para nosotros,
fue una revolución», dijo Cristian Larroulet, uno de los asesores económicos de
Pinochet.9 Era una descripción adecuada. El 11 de septiembre de 1973 fue mucho
más que el violento final de la pacífica revolución socialista de Allende; fue
el principio de lo que The Economist calificaría más tarde de
«contrarrevolución», la primera victoria concreta en la campaña de la Escuela de Chicago por
recuperar las ganancias que se habían conseguido con el desarrollismo y el
keynesianismo.10 A diferencia de la revolución parcial de Allende, templada y
matizada por el característico tira y afloja de la democracia, esta revuelta,
impuesta mediante la fuerza bruta, tenía las manos libres para llegar hasta el
final. En los años siguientes, las políticas descritas en «el ladrillo» se
impondrían en docenas de otros países bajo la coartada de una amplia gama de
crisis. Pero Chile fue la génesis de la contrarrevolución, una génesis de
terror.
José Piñera, un
alumno de la Facultad
de Economía de la
Universidad Católica que se definía a sí mismo como un
Chicago Boy, era estudiante de posgrado en Harvard cuando tuvo lugar el golpe.
Al oír las buenas noticias, regresó a casa «para ayudar a fundar un país nuevo,
dedicado a la libertad, de las cenizas del antiguo». Según Piñera, que acabaría
convirtiéndose en ministro de Trabajo y Minería con Pinochet, ésta era «la
auténtica revolución [...] un movimiento radical, completo y sostenido hacia el
libre mercado».11
Antes del
golpe, Augusto Pinochet tenía reputación de ser muy educado, casi demasiado
obsequioso, reputación de adular y dar siempre la razón a sus superiores
civiles. Como dictador, Pinochet desveló nuevas facetas de su carácter. Se
adueñó del poder con un regocijo indecoroso y adoptó la actitud de un monarca
absoluto, declarando que el «destino» le había otorgado su cargo. Sin dilación,
dirigió un golpe dentro del golpe para deshacerse de los otros tres líderes
militares con los que había acordado dividirse el poder y se hizo nombrar jefe
supremo de la nación, además de presidente. Le encantaba la pompa y la
ceremonia, prueba de su derecho a gobernar, y no desperdiciaba ninguna ocasión
de vestirse con su uniforme prusiano, con capa y todo. Para moverse por
Santiago, escogió una caravana de Mercedes-Benz dorados y a prueba de balas.12
A Pinochet se
le daba bien gobernar de forma autoritaria, pero, igual que Suharto, no sabía
prácticamente nada de economía. Eso era un problema, porque la campaña de
sabotaje empresarial liderada por ITT había conseguido hacer que la economía entrara en barrena y
Pinochet se encontró con una crisis entre manos. Desde el principio se produjo
una lucha de poder dentro de la
Junta entre los que simplemente querían reinstaurar el statu quo anterior a Allende y regresar
rápidamente al sistema democrático, y los de Chicago, que presionaban para
conseguir una liberalización del mercado de pies a cabeza que tardaría años en
imponerse. A Pinochet, que disfrutaba a fondo de sus nuevos poderes, no le gustaba
nada la idea de que su destino fuera una simple operación de limpieza, limitada
a «restaurar el orden» y luego marcharse. «No somos como una aspiradora que
barrió el marxismo para luego darle el poder a esos señores políticos», dijo.13
La visión de los de Chicago de una remodelación completa del país estaba en
sintonía con su recién desatada ambición y, al igual que Suharto con la mafia
de Berkeley, de inmediato nombró a varios licenciados de Chicago como sus
principales asesores económicos, entre ellos Sergio de Castro, el líder de
hecho del movimiento y principal autor del «ladrillo». Los llamaba los tecnos —los tecnócratas—, lo cual encajaba con la pretensión de
los de Chicago de que arreglar una economía era una cuestión científica y no de
elecciones humanas subjetivas.
Pese a que
Pinochet entendía poco sobre inflación y tipos de interés, los tecnos hablaban un lenguaje que comprendía. Para ellos la
economía era una fuerza de la naturaleza a la que había que respetar y obedecer
porque «ir contra la naturaleza es contraproducente y es engañarse a uno
mismo», como explicó Piñera.14 Pinochet estaba de acuerdo: la gente, escribió
en una ocasión, debe someterse a la estructura porque «la naturaleza muestra
que el orden básico y la jerarquía son necesarios».15 Esta convicción
compartida de obedecer unas leyes naturales superiores formó la base de la
alianza Pinochet-Chicago.
Durante el
primer año y medio Pinochet siguió fielmente las reglas de Chicago: privatizó
algunas, aunque no todas, empresas estatales (entre ellas varios bancos);
permitió formas nuevas y muy avanzadas de especulación financiera; abrió las
fronteras a las importaciones extranjeras, derribando las barreras que habían
protegido durante muchos años a las manufacturas chilenas y recortó el gasto
público un 10 % excepto, claro, el gasto militar, que aumentó
significativamente.16 También eliminó el control del precios, una decisión
radical en un país que llevaba regulando el coste de productos de primera
necesidad como el pan y el aceite durante décadas.
Los de Chicago
le aseguraron a Pinochet que si hacía que el gobierno dejara de intervenir en
esas áreas rápidamente, las leyes «naturales» de la economía harían que se
recuperara el equilibrio y la inflación —que consideraban una especie de fiebre
económica que indicaba la presencia de organismos insalubres en el mercado—
descendería mágicamente. Se equivocaban. En 1974, la inflación alcanzó el 375
%, la tasa más alta en todo el mundo y casi el doble de su punto más alto con
Allende.17 El precio de productos de primera necesidad como el pan se puso por
las nubes. En paralelo, los chilenos perdían su empleo gracias a que el
experimento de Pinochet con el «libre mercado» estaba inundando el país de
importaciones baratas. Las empresas locales cerraban a docenas, incapaces de
competir; el desempleo alcanzó cifras récord, y se extendió el hambre. El
primer laboratorio de la
Escuela de Chicago estaba en caída libre.
Sergio de
Castro y los demás de Chicago arguyeron, en el mejor estilo de Chicago, que su
teoría era perfectamente correcta y que el problema era que no se estaba
aplicando de forma suficientemente estricta. La economía no había podido
corregirse sola y volver a un equilibrio armonioso porque todavía quedaban
«distorsiones», consecuencia de casi medio siglo de interferencias
gubernamentales. Para que el experimento funcionase, Pinochet tenía que acabar
con esas distorsiones: más recortes, más privatizaciones y todo llevado a cabo
con más rapidez.
En ese año y
medio, buena parte de la élite empresarial chilena se hartó de las aventuras de
los de Chicago con el capitalismo radical. Los únicos que se beneficiaban de la
situación eran las empresas extranjeras y un pequeño grupo de financieros
conocidos como los «pirañas», que se forraban especulando. Los fabricantes
industriales que habían apoyado con entusiasmo el golpe estaban siendo
barridos. Orlando Sáenz —el presidente de la Sociedad de Fomento
Fabril que había sido quien había introducido a los de Chicago en el complot
del golpe— declaró que los resultados del experimento constituían «uno de los
mayores fracasos de nuestra historia económica».18 A los empresarios no les
gustaba el socialismo de Allende, pero no tenían ningún problema con una
economía controlada por el gobierno. «Es imposible continuar con el caos
financiero que domina Chile», dijo Sáenz. «Es necesario canalizar hacia
inversiones productivas los millones y millones de recursos financieros que hoy
se utilizan en operaciones especulativas alocadas frente a los ojos de los que
no tienen siquiera empleo.»19
Con su plan en
grave peligro, los de Chicago y los pirañas (que en muchos casos eran las
mismas personas) decidieron que había llegado el momento de sacar la artillería.
En marzo de 1975, Milton Friedman y Arnold Harberger volaron a Santiago
invitados por un banco importante para ayudar a salvar el experimento.
La prensa,
controlada por la Junta,
recibió a Friedman como si fuera una estrella del rock, el gurú del nuevo
orden. Cada una de sus declaraciones acababa en los titulares, sus clases se
emitían en la televisión nacional y contó con la audiencia más importante de
todas: un encuentro privado con el general Pinochet.
A lo largo de
toda su visita, Friedman machacó un solo tema: la Junta había empezado bien,
pero necesitaba abrazar el libre mercado sin ninguna reserva. En discursos y
entrevistas utilizó un término que hasta entonces jamás se había aplicado a una
crisis económica del mundo real: pidió un «tratamiento de choque». Afirmó que
era «la única cura. Con certeza. No hay otra forma de hacerlo. No hay otra
solución a largo plazo».20 Cuando un periodista chileno apuntó que hasta
Richard Nixon, entonces presidente de Estados Unidos, imponía controles para
atemperar el libre mercado, Friedman replicó: «Yo no los apruebo. Creo que no
deberíamos aplicarlos. Estoy en contra de que el gobierno intervenga en la
economía, sea el gobierno de mi país o el de Chile».21
Después de su
reunión con Pinochet, Friedman escribió unas notas personales sobre el encuentro,
que reprodujo décadas más tarde en sus memorias. Observó que al general «le
atraía la idea de un tratamiento de choque, pero le preocupaba claramente el
aumento del desempleo que podía crear».22 Llegados a este punto, Pinochet ya se
había hecho tristemente célebre en el mundo por ordenar masacres en estadios de
fútbol, de modo que el hecho de que al dictador le «preocupara» el coste humano
de su terapia de shock debería haber hecho que Friedman
reflexionara. Pero en vez de ello insistió en sus tesis en una carta de
seguimiento en la que alabó las decisiones «extremadamente sabias» del general,
pero animaba a Pinochet a recortar todavía mucho más el gasto público, «un 25 %
en los próximos seis meses [...] en todos los apartados», y a la vez le pedía que
adoptara un paquete de políticas proempresariales que le acercarían más «al
completo libre mercado». Friedman predijo que los cientos de miles de personas
que serían despedidas del sector público pronto encontrarían trabajo en el
sector privado, que despegaría espectacularmente gracias a que Pinochet
eliminaría «tantos como sea posible de los obstáculos que ahora perjudican el
mercado privado».23
Friedman
aseguró al general que si seguía sus consejos podría anotarse el mérito de un
«milagro económico»; podría «acabar con la inflación en unos meses» mientras
que el problema del desempleo sería igualmente «breve — cuestión de meses— y la
subsiguiente recuperación económica sería rápida». Pinochet tenía que actuar
rápida y decidídamente; Friedman subrayó la importancia del «shock» repetidamente. Usó la palabra tres veces en su carta y
subrayó que el «gradualismo no era factible».24
Pinochet se
convirtió. En su carta de respuesta, el jefe supremo de Chile expresaba su «más
alta y respetuosa admiración» por Friedman y le aseguraba a éste que «el plan
está aplicándose plenamente en estos momentos».25 Inmediatamente después de la
visita de Friedman, Pinochet despidió a su ministro de Economía y entregó el
cargo a Sergio de Castro, al que después ascendería a ministro de Finanzas. De
Castro llenó el gobierno de colegas suyos de Chicago y nombró a uno de ellos
director del banco central. Orlando Sáenz, que se había opuesto a los despidos
masivos y al cierre de fábricas, fue sustituido al frente de la Sociedad de Fomento
Fabril por alguien con una actitud más favorable al shock. «Si hay empresarios que se quejan de ello, que se vayan
al infierno. No les defenderé», declaró el nuevo director.26
Libres de
críticos, Pinochet y De Castro empezaron a desmontar el Estado del bienestar
para alcanzar su pura utopía capitalista. En 1975 recortaron el gasto público
el 27 % de un solo golpe y siguieron recortando hasta que, hacia 1980, llegaron
a la mitad de lo que era con Allende.27 Salud y educación fue lo que más sufrió.
Incluso The Economist, una animadora del equipo
del libre mercado, calificó lo que sucedía como «una orgía de
automutilación».28 De Castro privatizó casi quinientas empresas y bancos
estatales, prácticamente regalando muchos de ellos, puesto que lo que quería
era ponerlos lo más rápido posible en el lugar que les correspondía dentro del
orden económico.29 No se apiadó de las empresas locales y eliminó todavía más
barreras arancelarias. El resultado fue la pérdida de 177.000 puestos de
trabajo en la industria entre 1973 y 1983.30 A mediados de la década de 1980, la
industria como porcentaje de la economía descendió a niveles que no se habían
visto desde la Segunda
Guerra Mundial.31
«Tratamiento de
choque era un nombre adecuado para lo que Friedman había recetado. Pinochet
envió deliberadamente a su país a una profunda recesión, basándose en una
teoría sin probar que afirmaba que la súbita contracción haría que la economía
recuperase la salud. En su lógica interna, esta medida era asombrosamente parecida
a la de los psiquiatras que recetaron terapia electroconvulsiva en las décadas
de 1940 y 1950, convencidos de que las conmociones deliberadamente inducidas
con las descargas conseguirían mágicamente reiniciar los cerebros de sus
pacientes.
La teoría de la
terapia de shock económica se basa en parte en el
papel de las expectativas como combustible de un proceso inflacionario. Para
poner freno a la inflación no basta con cambiar la política monetaria sino que
además hay que cambiar la actitud de los consumidores, empresarios y
trabajadores. Lo que hace un cambio súbito y brutal de política es alterar
rápidamente las expectativas y señalar al público que las reglas del juego han
cambiado dramáticamente: los precios no van a seguir subiendo ni tampoco los
sueldos. Según esta teoría, cuanto antes se consigan mitigar las expectativas
de inflación, más corto será el doloroso período de recesión y alto desempleo.
Sin embargo, particularmente en países en los que la clase dirigente ha perdido
su credibilidad ante el público, se dice que sólo un shock político enorme y decidido puede lograr «enseñar» al
público esta dura lección.*
* Algunos economistas de la Escuela de Chicago afirman
que el primer experimento con la terapia de shock se llevó
a cabo en Alemania Occidental el 20 de junio de 1948. El ministro de Finanzas,
Ludwig Erhard, eliminó la mayoría de los controles aplicados a los precios e
introdujo una moneda nueva. Lo hizo rápidamente y sin previo aviso, lo que
supuso un shock tremendo para la economía alemana, que llevó a una subida masiva
del desempleo. Pero ahí es donde terminan las similitudes: las reformas de
Erhard se limitaron a los precios y a la política monetaria y no fueron
acompañadas de recortes en los programas sociales ni por la rápida introducción
del libre mercado, y se tomaron muchas precauciones para proteger a los
ciudadanos del shock, entre ellas el aumento de los salarios. Alemania
Occidental, incluso después del shock, se adecuaba con facilidad a la definición que Friedman
hacía de un Estado del bienestar casi socialista: ofrecía vivienda de
protección oficial, pensiones, sanidad pública y un sistema educativo estatal,
mientras que además el gobierno dirigía y subsidiaba casi todo, desde el
teléfono a plantas productoras de aluminio. Concederle a Erhard el mérito de
haber inventado la terapia de shock es una historia agradable, puesto que su experimento
tuvo lugar después de que Alemania Occidental fuera liberada de la tiranía. El shock de
Erhard, sin embargo, no se parece en nada a las transformaciones radicales que
hoy se entienden como terapia económica de shock: los
pioneros de este método fueron Friedman y Pinochet, en un país que acababa de
perder su libertad.
Causar una
recesión o una depresión es una idea brutal, pues conlleva crear pobreza
generalizada, motivo por el cual ningún líder político hasta ese momento había
estado dispuesto a poner a prueba la teoría. ¿Quién querría ser responsable de
lo que Business Week denominó «un mundo a la
doctor Strangelove en el que se impulsa deliberadamente la recesión»?32
Pinochet quería
serlo. En el primer año de la terapia de shock recetada
por Friedman, la economía chilena se contrajo un 15 % y el desempleo —que sólo
sufría un 3 % con Allende— alcanzó el 20 %, un porcentaje inaudito en el Chile
de la época.33 El país, ciertamente, se convulsionaba bajo el «tratamiento».
Contrariamente a lo que Friedman predijo con optimismo, la crisis duró años, no
meses. Hacia 1986 uno de cada cinco trabajadores industriales había perdido su
empleo.34 La Junta,
que había adoptado inmediatamente la metáfora de la enfermedad que utilizó
Friedman, no se arrepentía de nada y explicaba que «se había escogido ese
camino porque es el único que ataca directamente las causas de la
enfermedad».35 Friedman estaba de acuerdo. Cuando un periodista le preguntó «si
el coste social de sus políticas no sería excesivo», respondió: «Esa es una
pregunta estúpida».36 A otro periodista le dijo: «Lo único que me preocupa es
que perseveren el tiempo necesario y con la fuerza necesaria».37
Es interesante
saber que la mayor crítica hacia la terapia de shock procedió de uno de los propios ex alumnos de Friedman,
André Gunder Frank. Durante sus años en la Universidad de Chicago
en la década de 1950, Gunder Frank —originario de Alemania— oyó hablar tanto
sobre Chile que cuando se doctoró en economía decidió ir él mismo al país que
sus profesores habían descrito como una distopía desarrollista mal gestionada.
Le gusto lo que vio y acabó enseñando en la Universidad de Chile y
luego siendo asesor económico de Salvador Allende, hacia el que desarrolló un
gran respeto. Como hombre de Chicago en Chile, Frank tenía una perspectiva
privilegiada sobre la aventura económica del país. Un año después de que
Friedman recetara el shock máximo,
escribió una airada «Carta abierta a Arnold Harberger y Milton Friedman» en la
que utilizó su formación en la
Escuela de Chicago «para examinar cómo ha respondido el
paciente chileno a su tratamiento».38
Calculó lo que
significaba para una familia chilena tratar de sobrevivir con lo que Pinpchet
afirmaba que era un «sueldo mínimo». Aproximadamente el 74 % de sus ingresos se
dedicaban simplemente a comprar pan, lo cual obligaba a la familia a prescindir
de «lujos» como la leche y el autobús para ir a trabajar. En comparación, bajo
Allende el pan, la leche y el autobús alcanzaban el 17 % del sueldo de un
empleado público.39 Muchos niños tampoco tenían leche en las escuelas, pues una
de las primeras medidas de la
Junta había sido eliminar el programa de leche escolar. Como
resultado combinado de ese recorte más la situación desesperada de las
familias, cada vez más estudiantes se desmayaban en clase, mientras que otros
muchos dejaron de acudir a la escuela.40 Gunder Frank vio una relación directa
entre las brutales políticas económicas impuestas por sus antiguos compañeros
de estudios y la violencia que Pinochet había desatado contra el país. Las
recetas de Friedman eran tan dolorosas, afirmó el desafecto hombre de Chicago,
que no podían «imponerse ni llevarse a cabo sin los elementos gemelos que
subyacen a todas ellas: la fuerza militar y el terror político».41
Impasible, el
equipo económico de Pinochet se adentró todavía más en terreno experimental,
adoptando las políticas más vanguardistas de Friedman: el sistema educativo
público fue sustituido por cheques escolares y escuelas chárter, la sanidad
pasó a ser de pago y se privatizaron guarderías y cementerios. Lo más radical
de todo fue que privatizaron el sistema de seguridad social de Chile. José Piñera,
que fue el artífice del programa, dijo haber tenido la idea después de leer Capitalismo y libertad. 42 Suele concedérsele a la
administración de George W. Bush el mérito de haber sido los pioneros de la
«sociedad de propietarios» cuando, de hecho fue el gobierno de Pinochet,
treinta años antes, el que primero introdujo el concepto de «una nación de
propietarios».
Chile avanzaba
en territorio desconocido y los partidarios del libre mercado en todo el mundo,
acostumbrados a debatir los méritos de tales políticas en marcos puramente
académicos, le prestaban mucha atención. «Los manuales de economía dicen que
ésa es la forma en que debería funcionar el mundo, pero ¿en qué otro lugar se
puede ver puesta en práctica?», se maravillaba la revista norteamericana de
negocios Barron's.43 En un artículo titulado
«Chile, laboratorio para un teórico», The New York Times destacó que «pocas veces uno de los principales
economistas convencido de sus ideas recibe la oportunidad de probar recetas
concretas en una economía gravemente enferma. Resulta todavía menos habitual
que el cliente del economista sea un país que no es el suyo».44 Muchos se
acercaron a ver en persona el laboratorio chileno, entre ellos el propio
Friedrich Hayek, que viajó al Chile de Pinochet en varias ocasiones y que en
1981 escogió Viña del Mar (la ciudad en la que se tramó el golpe) para celebrar
la convención regional de la
Sociedad Mont Pelerin, la asamblea de cerebros de la
contrarrevolución.
EL MITO DEL MILAGRO CHILENO
Incluso tres
décadas más tarde Chile sigue siendo considerado por los entusiastas del libre
mercado como una prueba de que el friedmanismo funciona. Cuando murió Pinochet,
en diciembre de 2006 (un mes después de Friedman), The New York Times le elogió por «transformar una economía
en bancarrota en una de las más prósperas de América Latina» y un editorial del
Washington Post dijo que había «introducido las
políticas de libre mercado que habían producido el milagro económico
chileno».45 Los hechos tras el «milagro chileno» siguen siendo objeto de
intenso debate.
Pinochet se
mantuvo en el poder diecisiete años y durante ese tiempo cambió de rumbo
político varias veces. El período de crecimiento continuado de la nación que se
cita como prueba de su milagroso éxito no empezó hasta mediados de los años
ochenta, una década entera después de que los de Chicago implementaran su
terapia de shock y bastante después de que Pinochet
se viera obligado a cambiar radicalmente el rumbo. Y sucedió porque en 1982, a pesar de su
estricta fidelidad a la doctrina de Chicago, la economía de Chile se derrumbó:
explotó la deuda, se enfrentaba de nuevo la hiperinflación y el desempleo
alcanzó el 30 %, diez veces más que con Allende.46 La causa principal fue que
las pirañas, las empresas financieras al estilo de Enron a las que los de
Chicago habían liberado de cualquier tipo de regulación, habían comprado los
activos del país con dinero prestado y acumularon una enorme deuda de 14.000
millones de dólares.47
La situación
era tan inestable que Pinochet se vio obligado a hacer exactamente lo mismo que
había hecho Allende: nacionalizó muchas de estas empresas.48 Al borde de la
debacle, casi todos los de Chicago perdieron sus influyentes puestos en el
gobierno, incluyendo a Sergio de Castro. Muchos otros licenciados de Chicago
tenían altos cargos en las empresas de los pirañas y fueron investigados por
fraude, con lo que se desvaneció la fachada de neutralidad científica tan
fundamental para la identidad que se habían construido los de Chicago.
La única cosa
que protegía a Chile del colapso económico total a principios de la década de
1980 fue que Pinochet nunca privatizó Codelco, la empresa de minas de cobre
nacionalizada por Allende. Esa única empresa generaba el 85 % de los ingresos
por exportación de Chile, lo que significa que cuando la burbuja financiera
estalló, el Estado siguió contando con una fuente constante de fondos.49
Está claro que
Chile nunca fue el laboratorio «puro» del libre mercado que muchos de sus
partidarios creyeron. Al contrario: fue un país donde una pequeña élite pasó de
ser rica a superrica en un plazo brevísimo basándose en una fórmula que daba
grandes beneficios financiándose con deuda y subsidios públicos, para luego
recurrir también al dinero publico para pagar aquella deuda. Si uno consigue
apartar el boato y el clamor de los vendedores, el Chile de Pinochet y los de
Chicago no fue un Estado capitalista con un mercado libre de trabas, sino un
Estado corporativista. El corporativismo se refería originalmente al modelo de
Estado ideado por Mussolini, un Estado policial gobernado bajo una alianza de
las tres mayores fuentes de poder de una sociedad —el gobierno, las empresas y
los sindicatos—, todos colaborando para mantener el orden en nombre del
nacionalismo. Lo que Chile inauguró con Pinochet fue una evolución del
corporativismo: una alianza de apoyo mutuo en la que un Estado policial y las
grandes empresas unieron fuerzas para lanzar una guerra total contra el tercer
centro de poder —los trabajadores—, incrementando con ello de manera
espectacular la porción de riqueza nacional controlada por la alianza.
Esa guerra —que
muchos chilenos comprensiblemente ven como una guerra de los ricos contra los
pobres y la clase media— es la auténtica realidad tras el «milagro» económico
de Chile. Hacia 1988, cuando la economía se había estabilizado y crecía con
rapidez, el 45 % de la población había caído por debajo del umbral de la
pobreza.50 El 10 % más rico de los chilenos, sin embargo, había visto crecer
sus ingresos en un 83 %.51 Incluso en 2007 Chile seguía siendo una de las
sociedades menos igualitarias del mundo. De las 123 naciones en que Naciones
Unidas monitoriza la desigualdad, Chile ocupaba el puesto 116, lo que le
convierte en el octavo país con mayores desigualdades de la lista.52
Si ese
historial hace que Chile sea un milagro para los economistas de la Escuela de Chicago, quizá
sea porque el tratamiento de choque nunca tuvo como objetivo devolver la salud
a la economía. Quizá se suponía que tenía que hacer exactamente lo que hizo:
enviar la riqueza a los de arriba y conmocionar a la clase media hasta borrarla
del mapa.
Así lo creía
Orlando Letelier, ex ministro de Defensa con Allende. Después de pasar un año
en las prisiones de Pinochet, Letelier consiguió escapar de Chile gracias a una
intensiva campaña de presión internacional. Al contemplar desde el extranjero
el rápido empobrecimiento de su país, Letelier escribió en 1976 que «durante
los últimos tres años varios miles de millones de dólares fueron sacados de los
bolsillos de los asalariados y depositados en los de los capitalistas y
terratenientes [...] la concentración de la riqueza no fue un accidente, sino
la regla; no es el resultado colateral de una situación difícil —que es lo que
a la Junta le
gustaría que el mundo creyera— sino la base de un proyecto social; no es una
desventaja de la economía, sino un éxito político temporal».53
Lo que Letelier
no podía saber entonces era que Chile bajo el gobierno de la Escuela de Chicago ofrecía
un avance del futuro de la economía global, una pauta que se repetiría una y
otra vez, de Rusia a Sudáfrica y a Argentina: una burbuja urbana de
especulación frenética y contabilidad dudosa que generaba enormes beneficios y
un frenético consumismo, y rodeada por fábricas fantasmagóricas e
infraestructuras en desintegración de un pasado de desarrollo; aproximadamente
la mitad de la población excluida completamente de la economía; corrupción y
amiguismo fuera de control; aniquilación de las empresas públicas grandes y medianas;
un enorme trasvase de riqueza del sector público al privado, seguido de un
enorme trasvase de deudas privadas a manos públicas. En Chile, si estabas fuera
de la burbuja de riqueza, el milagro se parecía a la Gran Depresión,
pero dentro de su caparazón estanco los beneficios fluían tan libre y
rápidamente que el dinero fácil que las reformas estilo terapia de shock hace posible se ha convertido desde entonces en la
cocaína de los mercados financieros. Y es por eso por lo que el mundo
financiero no respondió a las obvias contradicciones del experimento chileno
reevaluando las premisas básicas del laissez-faire. En lugar
de ello, reaccionó como reacciona un drogadicto: se preguntó dónde conseguir la
siguiente dosis.
LA REVOLUCIÓN SE EXTIENDE, EL
PUEBLO DESAPARECE
Durante un
tiempo la siguiente dosis la aportaron otros países del Cono Sur a los que la
contrarrevolución de la
Escuela de Chicago se extendió rápidamente. Brasil estaba ya
bajo el control de una junta apoyada por Estados Unidos y muchos de los
estudiantes brasileños de Friedman ocupaban puestos clave en el gobierno.
Friedman viajó a Brasil en 1973, en la época de mayor brutalidad del régimen y
declaró que el experimento económico era «un milagro».54 En Uruguay los
militares dieron un golpe de Estado en 1973 y al año siguiente decidieron
seguir el rumbo trazado por Chicago. Ante la falta de uruguayos licenciados en la Universidad de
Chicago, los generales invitaron a «Arnold Harberger y a [el profesor de
economía] Larry Sjaastad de la
Universidad de Chicago y su equipo, que incluía ex alumnos de
Chicago argentinos, chilenos y brasileños, para que reformaran el sistema
impositivo y la política comercial de Uruguay».55 Los efectos sobre la sociedad
anteriormente igualitaria de Uruguay fueron inmediatos: los salarios reales
descendieron un 28 % y hordas de mendigos aparecieron por primera vez en las
calles de Montevideo.56
El siguiente país en unirse al experimento fue Argentina en 1976, cuando una junta
arrebató el poder a lsabel Perón. Con ello Argentina, Chile, Uruguay
y Brasil — los países que habían sido los abanderados del
desarrollismo— estaban ahora todos dirigidos por gobiernos militares apoyados
por Estados Unidos y se habían convertido en laboratorios vivos de la Escuela de economía de
Chicago.
Según
documentos brasileños desclasificados en marzo de 2007, semanas antes de que
los generales argentinos tomaran el poder contactaron con Pinochet y con la Junta brasileña y «esbozaron
los principales pasos que debería tomar el futuro régímen».57
A pesar de esta
estrecha colaboración, el gobierno militar argentino no fue tan lejos en su
experimento neoliberal como Pinochet; no privatizo las reservas de petróleo del
país ni la seguridad social, por ejemplo (eso vendría después). Sin embargo, en
lo que se refiere a atacar las políticas e instituciones que habían conseguido
elevar a los pobres argentinos a la clase media, la Junta siguió fielmente el
ejemplo de Pinochet, gracias en parte a la abundancia de economistas argentinos
que habían asistido a los cursos de Chicago.
Los argentinos
recién salidos de Chicago se hicieron con puestos clave en el gobierno:
secretario de Finanzas, presidente del banco central y director de
investigaciones del Departamento del Tesoro del Ministerio de Finanzas, además
de otros puestos económicos de menor nivel.58 Pero mientras los de Chicago de
la rama argentina fueron partícipes entusiastas del gobierno militar, el
principal puesto económico no fue para ninguno de ellos, sino para José Alfredo
Martínez de Hoz. Martínez de Hoz pertenecía a la alta burguesía rural que
formaba parte de la
Sociedad Rural, la asociación de rancheros que desde hacía
tiempo controlaba las exportaciones del país. A estas familias, lo más cercano
a una aristocracia que tenía Argentina, el orden económico feudal les parecía
perfecto: no tenían que preocuparse de que sus tierras se redistribuyeran entre
los campesinos ni de que el precio de la carne se redujera para que todo el
mundo pudiera comer.
Martínez de Hoz
había presidido la
Sociedad Rural, igual que su padre y su abuelo antes que él;
también formaba parte de los consejos de administración de varias
multinacionales, entre ellas Pan American Airways e ITT. Cuando tomó el cargo
en el gobierno de la Junta
quedó claro que el golpe representaba una revuelta de las élites, una
contrarrevolución contra cuarenta años de avances de los trabajadores
argentinos.
La primera decisión como
ministro de Martínez de Hoz fue prohibir las huelgas e instaurar el despido
libre. Abolió los controles de precios, disparando el precio de la comida.
También estaba decidido a hacer que Argentina volviera a ser un lugar
hospitalario para las multinacionales extranjeras.
Derogó las restricciones a las propiedades que los extranjeros podían tener en
el país y en pocos años vendió cientos de empresas estatales.59 Estas medidas
le granjearon poderosos aliados en Washington. Documentos desclasificados
muestran que William Rogers, subsecretario de Estado para América Latina, le
dijo a su jefe, Henry Kissinger, poco después del golpe: «Martínez de Hoz es un
buen hombre. Hemos mantenido consultas con él constantemente». Kissinger quedó
tan impresionado que, «como gesto simbólico», organizó un encuentro de alto
nivel con Martínez de Hoz cuando éste visitó Washington. También se ofreció a
hacer un par de llamadas para ayudar a Argentina en sus esfuerzos económicos:
«Llamaré a David Rockefeller», le dijo Kissinger al ministro de Exteriores de la Junta, refiriéndose al
presidente del Chase Manhattan Bank. «Y llamaré a su hermano, el vicepresidente
[de Estados Unidos, Nelson Rockefeller] ».60
Para atraer
inversores extranjeros, Argentina publicó un folleto de treinta y una páginas
en Business Week, producido por Burson-Marsteller, un
gigante de las relaciones públicas, en el que se
declaraba que «pocos gobiernos
en la historia han animado más a la inversión privada.
[...] Estamos realizando una auténtica revolución social y buscamos socios. Nos estamos desembarazando del estatalismo y creemos firmemente en la importancia fundamental del sector privado».*61
* La Junta estaba tan ansiosa por subastar el país a los
inversores que incluso incluyó «un 10 % de descuento en el precio de la tierra
para construcción durante los próximos sesenta días».
También en esta
ocasión el impacto humano fue inconfundible: en un año los salarios perdieron
el 40 % de su valor, cerraron fábricas y la pobreza se generalizó.62 Antes de que la Junta tomara el poder, Argentina tenía menos pobres que Francia o Estados Unidos — solo un 6 % de la población— y una tasa de desempleo de sólo el 4,2 %. Ahora el
país empezaba a dar muestras de un subdesarrollo que creía haber dejado atrás.
Los barrios pobres carecían de agua corriente y enfermedades que podían
prevenirse se convertían en epidemias.
En Chile,
Pinochet tuvo las manos libres para destripar a la clase media gracias a la
forma devastadora y aterradora en que se hizo con el poder. Aunque sus cazas y
sus pelotones de fusilamiento habían sido muy efectivos para extender el terror
habían acabado por convertirse en un desastre de relaciones públicas. Las
noticias sobre las masacres de Pinochet provocaron la indignación del mundo y
activistas en Europa y América del Norte presionaron agresivamente a sus
gobiernos para que no comerciaran con Chile. Era un resultado claramente
desfavorable para un régimen cuya razón de ser era mantener el país abierto a
los negocios.
Los documentos
recientemente desclasificados en Brasil demuestran que cuando los generales
argentinos estaban preparando su golpe de 1976 se propusieron «evitar sufrir
una campaña internacional como la que se ha desatado contra Chile».63 Para
conseguir ese objetivo eran necesarias tácticas de represión menos
espectaculares, tácticas de perfil bajo que pudieran extender el terror pero
que no resultaran tan obvias para los fisgones de la prensa internacional. En
Chile, Pinochet pronto optó por las desapariciones. En lugar de matar
abiertamente o incluso de arrestar a su presa, los soldados secuestraban a la
víctima, la llevaban a campos clandestinos, la torturaban, muchas veces la
mataban y luego negaban saber nada del asunto. Los cuerpos se enterraban en
fosas comunes. Según la
Comisión de la
Verdad de Chile, creada en mayo de 1990, la policía secreta
se deshacía de algunas de sus víctimas arrojándolas al océano desde
helicópteros, «después de abrirles el estómago con un cuchillo para que los
cuerpos no flotaran».64 Además de tener un perfil bajo, las desapariciones se
demostraron un medio todavía más efectivo para aterrorizar a la población que
las masacres descaradas, pues la idea de que el aparato del Estado pudiera
utilizarse para hacer que la gente se desvaneciera en la nada era mucho más
inquietante.
A mediados de
la década de 1970 las desapariciones se habían convertido en el principal
instrumento de coerción de las juntas de la Escuela de Chicago en todo el Cono Sur y nadie
las utilizó con más entusiasmo que los generales que ocupaban el palacio
presidencial argentino. Durante su reinado se estima que desaparecieron treinta
mil personas.65 Muchas de ellas, como sus equivalentes chilenas, fueron
lanzadas desde aviones en las turbias aguas del Río de la Plata.
La Junta argentina se destacó
por saber mantener el equilibrio justo entre el horror público y el privado,
llevando a cabo las suficientes operaciones públicas para que todo el mundo
supiera lo que estaba pasando pero simultáneamente manteniendo sus actos lo
bastante en secreto como para poder negarlo todo. En sus primeros días en el
poder, la Junta
hizo una única y dramática demostración de su disposición a usar la fuerza de
modo letal: un hombre fue sacado a empujones de un Ford Falcon (el vehículo
habitual de la policía secreta), atado al monumento más famoso de Buenos Aires,
el Obelisco blanco de 67,5
metros, y ametrallado a la vista de todos los transeúntes.
Después de eso,
los asesinatos de la Junta
pasaron a ser encubiertos, pero estaban siempre presentes. Las desapariciones,
oficialmente inexistentes, eran espectáculos muy públicos que contaban con la
complicidad silenciosa de barrios enteros. Cuando se decidía eliminar a
alguien, una flota de vehículos militares aparecía frente al hogar o lugar de
trabajo de esa persona y acordonaba toda la manzana, muchas veces mientras un
helicóptero sobrevolaba la zona. A plena luz del día y a la vista de los
vecinos, la policía o los soldados echaban la puerta abajo y se llevaban a la
víctima, que a menudo gritaba su nombre antes de que se la llevaran en el Ford
Falcon que aguardaba con la esperanza de que la noticia de lo sucedido llegase
a su familia. Algunas operaciones «encubiertas» eran mucho más descaradas: la
policía subía a un autobús abarrotado y se llevaba a pasajeros arrastrándolos
por el pelo; en la ciudad de Santa Fe, una pareja fue secuestrada en el altar
durante su boda, en una iglesia repleta de gente.66
El carácter
público del terror no cesaba con la captura inicial. Una vez bajo custodia, en
Argentina los prisioneros eran conducidos a uno de los más de trescientos
campos de tortura que había en el país.67 Muchos de ellos estaban situados en
zonas residenciales densamente pobladas; uno de los más conocidos ocupaba el
local de un antiguo club atlético en una concurrida calle de Buenos Aires, otro
estaba en una escuela en el centro de Bahía Blanca y aún otro en un ala de un
hospital que seguía funcionando como centro sanitario. En estos centros de
tortura se veían entrar y salir a toda velocidad vehículos militares a horas
extrañas, se podían oír gritos a través de las mal insonorizadas paredes y se
veía entrar y salir extraños paquetes con forma de persona. Los vecinos eran
conscientes de todo ello y guardaban silencio.
El régimen
uruguayo era igual de descarado: uno de sus principales centros de tortura
estaba en unos barracones de la
Marina que daban al paseo marítimo de Montevideo, una zona
junto al océano por la que antes solían pasear e ir de picnic las familias.
Durante la dictadura, aquel bello lugar estaba vacío y los vecinos de la ciudad
evitaban cuidadosamente oír los gritos.68
La Junta argentina era
particularmente chapucera al deshacerse de sus víctimas. Un paseo por el campo
podía acabar siendo una pesadilla porque las fosas comunes apenas estaban
escondidas. Aparecían cuerpos en cubos de basura, sin dedos ni dientes (igual
que sucede hoy en Irak) o, después de uno de los «vuelos de la muerte» de la Junta, aparecían cadáveres
flotando en la orilla del Río de la
Plata, a veces hasta una docena a la vez. En algunos casos
hasta llovían desde helicópteros y caían en el campo de un granjero.69
Todos los
argentinos fueron de alguna forma reclutados como testigos de la erradicación
de sus conciudadanos, y aun así la mayoría afirmaba no saber qué sucedía. Hay
una frase que los argentinos utilizaban para explicar la paradoja del haber visto
cosas pero cerrar los ojos ante el terror, que era el estado mental
predominante en aquellos años: «No sabíamos lo que nadie podía negar».
Puesto que
muchos de los perseguidos por las distintas juntas a menudo se refugiaban en
uno de los países vecinos, los gobiernos de la región colaboraron entre ellos
en la conocida Operación Cóndor. Con Cóndor, las agencias de inteligencia del
Cono Sur compartieron información sobre «subversivos» —ayudadas por un sistema
informático de tecnología punta suministrado por Washington— y dieron
mutuamente a sus respectivos agentes salvoconducto para llevar a cabo
secuestros y torturas cruzando la frontera, un sistema inquietantemente
parecido a la actual red de «extradiciones» de la CÍA.*70
* La
operación latinoamericana parece haberse basado en la «Noche y niebla» de
Hitler. En 1941, Hitler decretó que los miembros de la resistencia que se
capturaran en los países ocupados por los nazis fueran trasladados a Alemania
para que «se desvanecieran en la noche y la niebla». Muchos nazis de alto nivel
se refugiaron en Chile y Argentina tras la Segunda Guerra
Mundial, y algunos han especulado con la posibilidad de que entrenaran a los
servicios de inteligencia del Cono Sur en esas tácticas.
Las juntas
también intercambiaban información sobre los medios más efectivos para extraer
información a los prisioneros que cada una de ellas había descubierto. Varios
chilenos torturados en el Estadio de Chile en los días posteriores al golpe
destacaron el inesperado detalle de que había soldados brasileños en la sala
aconsejando sobre cómo usar científicamente el dolor.71
Hubo
incontables oportunidades para este tipo de intercambios durante este período,
muchas de ellas a través de Estados Unidos y con la implicación de la CIA. Una investigación de
1975 del Senado estadounidense sobre la intervención en Chile descubrió que la CIA había entrenado al
ejército de Pinochet en formas de «controlar la subversión».72 Está
perfectamente documentado, además, que Estados Unidos asesoró a las policías
brasileña y uruguaya en técnicas de interrogación. Según un testimonio judicial
citado en el informe de la
Comisión de la
Verdad, Brasil: Nunca Mais, publicado
en 1985, oficiales del ejército asistieron a «clases de tortura» impartidas por
unidades de la policía militar durante las cuales se les mostraron varias
diapositivas que ilustraban diversos métodos atroces. Durante estas sesiones se
hacía venir a prisioneros para «demostraciones prácticas» en las que eran
torturados mientras hasta cien sargentos del ejército miraban y aprendían. El
informe afirma que «una de las primeras personas en introducir esta práctica en
Brasil fue Dan Mitrione, un agente de policía estadounidense. Como instructor
de policía en Belo Horizonte durante los primeros años del régimen militar
brasileño, Mitrione recogió a mendigos de las calles y los torturó en sus
clases para que la policía local aprendiera diversas formas de crear en el
prisionero la contradicción suprema entre el cuerpo y la mente».73 Mitrione
pasó luego a organizar la formación de la policía en Uruguay donde, en 1970,
fue secuestrado y asesinado por los tupamaros. El grupo de guerrilleros
revolucionarios izquierdistas planeó la operación para poner al descubierto la
implicación de Mitrione en la enseñanza de la tortura.* Según uno de sus ex
alumnos, Mitrione insistía, como los autores del manual de la CIA, que la tortura efectiva
no se basaba en el sadismo, sino en la ciencia. Su lema era: «El dolor preciso
en el punto preciso en la cantidad precisa».74, Los resultados de sus
enseñanzas se pueden ver con claridad en todos los informes sobre derechos
humanos en el Cono Sur realizados en este siniestro período. Una y otra vez dan
testimonio de los métodos característicos codificados en el manual Kunbark: arrestos a primera hora de la mañana,
encapuchamientos, total aislamiento, drogas, desnude forzado, electroshocks…; y en todas partes el terrible
legado de los experimentos de McGill con las depresiones económicas inducidas
deliberadamente.
* La soberbia película de Costa-Gavras Estado de sitio (1972)
se basa en estos hechos.
Los prisioneros liberados del Estadio Nacional de Chile
dicen que las brillantes luces del campo estuvieron encendidas las veinticuatro
horas del día y que parecía que el ritmo de las comidas se rompía
deliberadamente.75 Los soldados obligaron a muchos de los prisioneros a llevar
mantas sobre la cabeza, para que no pudieran ni ver ni oír con normalidad, una
práctica incomprensible puesto que todos los prisioneros sabían que estaban en
el estadio. El efecto de las manipulaciones, informaron los prisioneros, fue
que perdieron el sentido de cuándo era de noche y de día y que aumentó la
conmoción y el pánico desencadenados por el golpe y los subsiguientes arrestos.
Fue casi como si el estadio se hubiera convertido en un laboratorio gigante y
ellos en cobayas de un extraño experimento de manipulación sensorial.
Una aplicación
más fiel de los experimentos de la
CIA pudo verse en la prisión chilena de Villa Grimaldi,
«conocida por sus "cuartos chilenos", compartimentos de aislamiento
hechos de madera y tan pequeños que los presos no podían arrodillarse» ni
estirarse en el suelo.76 Los prisioneros de la prisión uruguaya Libertad eran
enviados a «la isla»: pequeñas celdas sin ventanas en las que sólo había una
bombilla, que siempre estaba encendida. Los prisioneros más importantes fueron
mantenidos aislados durante más de una década. «Empezamos a pensar que
estábamos muertos, que nuestras celdas no eran celdas sino más bien tumbas, que
el mundo exterior no existía y que el sol era sólo un mito», recordó Mauricio
Rosencof, uno de esos prisioneros. Vio el sol durante un total de ocho horas
durante once años y medio. A tal extremo llegó el embotamiento de sus sentidos
durante el tiempo de reclusión que «olvidé los colores: los colores no
existían».*77
* La
administración de la prisión de Libertad trabajaba codo con codo con psicólogos
conductistas para diseñar técnicas de tortura a medida del perfil psicológico
de cada individuo, un método que hoy se aplica en la base de Guantánamo.
En la Escuela Mecánica
de la Armada,
uno de los mayores centros de tortura de Buenos Aires la cámara de aislamiento
se conocía como la «capucha». Juan Miranda, que pasó tres meses en la capucha,
me contó cómo era ese lugar oscuro. «Te mantenían con los ojos vendados v
encapuchado y con las manos y las piernas esposadas, tumbado boca abajo en un
colchón de espuma durante todo el día, en el ático de la prisión. No podía ver
a los demás prisioneros, me separaban de ellos planchas de contrachapado.
Cuando los guardias traían la comida, me ponían de cara a la pared y luego me
levantaban la capucha para que pudiera comer. Era la única ocasión en la que
nos permitían sentarnos: por lo demás siempre teníamos que estar tendidos».
Otros prisioneros argentinos padecieron la desnutrición sensorial en celdas del
tamaño de un ataúd, llamadas «tubos».
Lo único que
aliviaba el aislamiento era el todavía peor destino de la sala de
interrogatorios. La técnica más extendida, usada en cámaras de tortura de los
régimenes militares de toda la región, era el electroshock.
Existían docenas de variantes sobre cómo se aplicaba la
corriente al cuerpo del prisionero: con cables al descubierto, con teléfonos
militares, con agujas bajo las uñas, mediante pinzas colocadas en las encías,
pezones, genitales, orejas, bocas, heridas abiertas; en cuerpos remojados con
agua para aumentar la intensidad de la carga o en cuerpos atados a mesas o a la
«silla dragón» metálica de Brasil. La
Junta argentina, formada en buena parte por rancheros, se
enorgullecía de su particular contribución: los prisioneros eran atados a una
cama de metal a la que se llamaba «la parrilla» y se les aplicaba la «picana».*
* Una vara
a través de la que se descargaba corriente eléctrica sobre la víctima. Su
origen está en el instrumento usado en los mataderos para el sacrificio de
reses. (N. de la T.)
El número
exacto de personas que pasaron por la maquinaria de torturas del Cono Sur es
imposible de calcular, pero probablemente está entre 100.000 y 150.000; decenas
de miles de las cuales fueron asesinadas. 78
TESTIMONIO EN TIEMPOS DIFÍCILES
Ser de
izquierdas en esos años significaba ser perseguido. Los que no escaparon al
exilio se vieron en una lucha minuto a minuto para mantenerse un paso por
delante de la policía secreta, llevando una existencia de pisos francos,
códigos telefónicos e identidades falsas. Una de las personas que vivió de ese
período en Argentina fue el legendario periodista de investigación Rodolfo
Walsh. Hombre renacentista y muy sociable, escritor de novela policíaca y de
relatos premiados, Walsh fue también un superdetective capaz de descifrar
códigos militares y espiar a los espías. Obtuvo su mayor triunfo trabajando
como periodista en Cuba, al interceptar y descifrar un telegrama de la CIA que demolía la coartada de
la invasión de Bahía de Cochinos. Esa información fue la que permitió a Castro
prepararse para la invasión y defenderse de ella con éxito.
Cuando la
anterior Junta Militar argentina prohibió el peronismo y estranguló la
democracia, Walsh decidió unirse a los montoneros, como su experto en
inteligencia.* Eso le convirtió en el hombre más buscado por los generales, y
cada nueva desaparición conllevaba el temor de que la información que éstos
obtenían a través de la picana llevara a la policía al piso franco que
compartía con su pareja, Lilia Ferreyra, en un pequeño pueblo a las afueras de
Buenos Aires.
* Los
montoneros se formaron como respuesta a la anterior dictadura. El peronismo fue
prohibido y Juan Perón, desde el exilio, pidió a sus jóvenes partidarios que
tomaran las armas y lucharan por la vuelta de la democracia. Lo hicieron, y los
montoneros —aunque tomaron parte en ataques armados y en secuestros— tuvieron
un papel importante en conseguir que en 1973 hubiera elecciones democráticas
con un candidato peronista. Pero cuando Perón regresó al poder vio una amenaza
en el apoyo popular que concitaban los montoneros y animó a los escuadrones de
la muerte de la derecha a que fueran a por ellos, por lo que el grupo —objeto
de gran controversia— ya estaba seriamente debilitado cuando se produjo el
golpe de 1976.
A través de su
gran red de contactos, Walsh se dedicó a rastrear los muchos crímenes de la Junta. Compiló
listados de los muertos y desaparecidos, así como de la localización de las
fosas comunes y de los centros de tortura secretos. Se enorgullecía de conocer
a su enemigo, pero hasta él quedó conmocionado en 1977 por la cruel brutalidad
que la Junta
argentina desencadenó contra su propio pueblo. Durante el primer año de
gobierno militar docenas de sus amigos íntimos y de sus colegas desaparecieron
en los campos de concentración y su hija de veintiséis años, Vicki, falleció
también, lo que hizo que Walsh enloqueciera de dolor.
Pero con los
Ford Falcon patrullando constantemente la calle, Walsh no podía contar con una
vida dedicada al luto por su pérdida. Sabiendo que no contaba con mucho tiempo,
tomó una decisión sobre cómo señalaría el venidero primer aniversario del
gobierno juntista: mientras los periódicos del régimen se deshacían en elogios
hacia los generales por haber salvado a la nación, él escribiría su propia
versión, sin censuras, de la depravación en la que su país había caído. Se
titularía «Carta abierta de un escritor a la Junta Militar» y
estaba escrita con la característica valerosa claridad de Walsh. La escribió
«sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al
compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles».79
La carta sería
una decidida condena tanto de los métodos del terrorismo de Estado como del
sistema económico al cual servían. Walsh planeaba distribuir su «Carta abierta»
del mismo modo que había distribuido sus anteriores comunicados clandestinos:
haciendo diez copias y luego enviándolas desde diez buzones distintos dirigidas
a diez contactos cuidadosamente escogidos que se encargarían de seguir
distribuyéndolas. «Quiero que esos cabrones sepan que todavía estoy aquí, vivo
y escribiendo», le dijo a Lilia al sentarse frente a su máquina de escribir
Olympia.80
La carta
empieza con una descripción de la campaña terrorista de los generales,
mencionando su utilización de la «tortura absoluta, intemporal, metafísica»,
así como la participación de la
CIA en la formación de la policía argentina. Después de
enumerar los métodos de tortura y las fosas de forma dolorosamente detallada,
Walsh cambia súbitamente de marcha: «Estos hechos, que sacuden la conciencia
del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han
traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en
que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no
sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a
millones de seres humanos con la miseria planificada. [...] Basta andar unas
horas por el Gran Buenos Aires para comprobar la rapidez con que semejante
política la convirtió en una villa miseria de diez millones de habitantes».80
El sistema que
describía Walsh era el neoliberalismo de la Escuela de Chicago, el modelo económico que se
iba a hacer con el mundo. Conforme sus raíces se adentraran en la sociedad
argentina durante las décadas siguientes, acabaría por empujar a más de la
mitad de la población bajo el umbral de la pobreza. Walsh no creía que se
tratara de un resultado accidental, sino de la cuidadosa ejecución de un plan,
una «miseria planificada».
Firmó la carta
el 24 de marzo de 1977, exactamente un año después del golpe. A la mañana
siguiente, Walsh y Lilia Ferreyra viajaron a Buenos Aires. Se repartieron las
diez copias de la carta y las dejaron en buzones de diversos puntos de la
ciudad. Unas pocas horas después Walsh asistió a una reunión que había
organizado con la familia de un colega desaparecido. Era una trampa: alguien
había hablado bajo tortura y diez hombres armados con órdenes de capturarle
esperaban fuera de la casa para tenderle una emboscada. «Traedme a ese bastardo
vivo: es mío», se dice que ordenó a los soldados el almirante Massera, uno de
los tres líderes de la
Junta. Walsh, cuyo lema era «no es un crimen hablar; el
crimen es ser arrestados», desenfundó su pistola al instante y empezó a
disparar. Hirió a uno de los soldados, que respondieron a su fuego. Para cuando
llegó a la Escuela
Mecánica de la
Armada estaba muerto. Quemaron su cadáver y lo arrojaron a un
río.82
LA
TAPADERA DE «LA GUERRA CONTRA EL
TERROR»
Las juntas del
Cono Sur no ocultaron sus ambiciones revolucionarias de cambiar sus respectivas
sociedades, pero fueron lo bastante astutas como para negar aquello de lo que
Walsh les acusaba públicamente: usar la violencia masiva para conseguir
objetivos económicos que, sin un sistema que mantuviera al pueblo aterrorizado
y eliminara todos los demás obstáculos, con certeza habrían provocado una
revuelta popular.
En el grado en
el que se admitían asesinatos de Estado, las juntas los justificaban con el
argumento de que estaban librando una guerra contra peligrosos terroristas
marxistas financiados y controlados por el KGB. Si las juntas utilizaban
tácticas «sucias» era porque su enemigo era monstruoso. Con un lenguaje que hoy
nos suena inquietantemente familiar, el almirante Massera calificó la situación
de «una guerra por la libertad y contra la tiranía [...] una guerra contra
aquellos que están a favor de la muerte librada por aquellos que estamos a
favor de la vida. [...] Combatimos contra nihilistas, contra agentes de la
destrucción cuyo único objetivo es la destrucción misma, aunque lo quieran
ocultar bajo la máscara de cruzadas sociales».83
En los
prolegómenos del golpe chileno, la
CIA financió una gran campaña propagandística que retrataba a
Salvador Allende como un dictador camuflado, como un maquiavélico conspirador
que se había servido de la democracia constitucional para hacerse con el poder,
pero que se proponía instaurar un Estado policial al estilo soviético del que
los chilenos jamás podrían escapar. En Argentina y Uruguay se presentó a los
principales movimientos guerrilleros de izquierdas —los montoneros y los
tupamaros — como amenazas tan graves para la seguridad nacional que no dejaron
otra opción a los generales que suspender la democracia, hacerse con el Estado
y usar los medios que fueran necesarios para aplastarlos.
En todos los
casos, la amenaza fue o bien brutalmente exagerada, o bien totalmente inventada
por las juntas. Entre muchas otras revelaciones, la Investigación que
llevó a cabo en 1975 el Senado de Estados Unidos descubrió que los propios
informes de los servicios de inteligencia estadounidenses mostraban que Allende
no suponía ninguna amenaza para la democracia.84 Por lo que se refiere a los
montoneros argentinos y los tupamaros uruguayos, eran grupos armados con un
importante apoyo popular, capaces de lanzar atrevidos ataques contra objetivos
militares y empresariales. Pero los tupamaros uruguayos estaban totalmente
desarticulados para cuando el ejército tomó el poder absoluto y los montoneros,
argentinos desaparecieron en los primeros seis meses de una dictadura que se
alargó durante siete años (por eso Walsh tuvo que esconderse). Documentos
desclasificados por el Departamento de Estado estadounidense demuestran que
César Augusto Guzzetti, el ministro de Exteriores de la Junta, le dijo a Henry
Kissinger el 7 de octubre de 1976 que «las organizaciones terroristas han sido
desmanteladas» y a pesar de ello la
Junta seguiría haciendo desaparecer a decenas de miles de
ciudadanos después de esa fecha.85
Durante muchos
años el Departamento de Estado también presentó las «guerras sucias» del Cono
Sur como igualadas batallas entre los militares y peligrosas guerrillas, una
lucha que a veces se les iba de las manos a las juntas pero que aun así valía
la pena apoyar militar y económicamente. Cada vez hay más pruebas de que en Argentina,
al igual que en Chile, Washington sabía que estaba apoyando un tipo de
operación militar muy distinta.
En marzo de
2006 el Archivo de Seguridad Nacional de Washington publicó las actas recién
desclasificadas de una reunión del Departamento de Estado que tuvo lugar sólo
dos días después de que la Junta
argentina perpetrase su golpe de Estado en 1976. En la reunión, William Rogers,
subsecretario de Estado para América Latina, le dice a Kissinger que «es de
esperar que haya bastante represión, probablemente mucha sangre, en Argentina
muy pronto. Creo que van a tener que dar muy duro no sólo a los terroristas
sino también a los disidentes de los sindicatos y a sus partidos».86
Y así fue. La
inmensa mayoría de las víctimas del aparato del terror del Cono Sur no eran
miembros de grupos armados sino activistas no violentos que trabajaban en
fábricas, granjas, arrabales y universidades. Eran economistas, artistas,
psicólogos y gente leal a partidos de izquierdas. Les mataron no por sus armas
(que no tenían) sino por sus creencias. En el Cono Sur, donde nació el
capitalismo contemporáneo, la «guerra contra el terror» fue una guerra contra
todos los obstáculos que se oponían al nuevo orden.
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Es un extraordinario libro que toda persona progresista y/o democrática debe leer y analizar, para conocer acerca de la política del neoliberalismo.
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