Hace unos años la NSA era algo desconocido para la mayoría
delos mortales. Como mucho, habíamos oído hablar de la CIA y posteriormente de
la DEA; las películas norteamericanas parecían no querer que supiéramos más.
Pero en el 2013 Edward Snowden sacó a la luz a esa otra agencia y sus
revelaciones nos la describieron como algo de lo más perverso. Pero ese joven
con cara de universitario brillante, no era el primer en salir de ese armario
tenebroso. John Perkins lo hico antes y sigue siendo un perfecto desconocido
para las masas, tal vez por las interioridades del sistema capitalista que
revela en su libro “Confesiones de un gángster económico”.
En este fascinante testimonio, John Perkins relata su
particular trayectoria personal, de servidor obediente del Imperio a defensor
apasionado de los derechos de los oprimidos. Discretamente seleccionado por la
Agencia Nacional de Seguridad estadounidense y puesto en la nómina de una firma
internacional de consultoría, estuvo en Indonesia, Panamá, Ecuador, Colombia,
Arabia Saudí, Irán y otros países estratégicamente importantes del planeta. Su
misión consistió en fomentar medidas políticas favorables a los intereses de lo
que el autor llama la “corporatocracia” estadounidense (la alianza entre la
administración, la banca y las corporaciones). En apariencia se trataba de
remediar la pobreza, pero en la práctica esas políticas alienaban a los países
y acabaron conduciendo al 11-S y al aumento del odio contra los EE.UU.
Confesiones de un gángster económico, el libro que muchos han
tratado de impedir, expone los aspectos menos conocidos del sistema que
promueve la globalización y conduce a la pauperización de millones de seres
humanos.
economíaenacción
John Perkins
Confesiones
de un
Gánster Económico.
La cara oculta del imperialismo americano
A mis progenitores, Ruth Moody y Jason Perkins,
que me enseñaron acerca
de la vida del amor
y me infundieron el coraje que me ha permitido escribir este libro.
Prefacio
Los gángsteres económicos
(Economic Hit Men, EHM) son profesionales generosamente pagados que estafan
billones de dólares a países de todo el mundo.
Canalizan el dinero del Banco
Mundial, de la Agencia Internacional para el Desarrollo (USAID) y de otras
organizaciones internacionales de «ayuda» hacia las arcas de las grandes
corporaciones y los bolsillos del puñado de familias ricas que controla los recursos
naturales del planeta. Entre sus instrumentos figuran los dictámenes
financieros fraudulentos, las elecciones amañadas, los sobornos, las
extorsiones, las trampas sexuales y el asesinato. Ese juego es tan antiguo como
los imperios, pero adquiere nuevas y terroríficas dimensiones en nuestra era de
la globalización.
Yo lo sé bien, porque yo he sido
un gángster económico.
En 1982 escribí estas líneas como
comienzo de un libro cuyo título de trabajo era Conscience of an Economic Hit
Man. Lo dedicaba a los presidentes de dos países, a dos hombres que fueron clientes
míos, respetados y considerados por mí como espíritus afines: Jaime Roídos,
presidente de Ecuador, y Ornar Torrijos, presidente de Panamá. Ambos habían
fallecido recientemente en aquellos momentos.
Sus aviones se estrellaron, pero
no se trató de ningún accidente sino de asesinatos motivados por la oposición
de ambos a la cofradía de dirigentes empresariales, gubernamentales y
financieros que persigue un imperio mundial.
Nosotros, los gángsteres
económicos, no conseguimos doblegar a Roldós y Torrijos, y por eso fue preciso
que intervinieran los otros tipos de gángsteres, los chacales patrocinados por
la CÍA que siempre estaban pegados a nuestras espaldas.
Me convencieron de no escribir
ese libro. Durante los veinte años siguientes lo empecé en cuatro ocasiones
más. En cada una de ellas, mi decisión estuvo influida por hechos contemporáneos
de la política internacional: la invasión de Panamá por Estados Unidos en 1989,
la primera guerra del Golfo, el conato de invasión de Somalia y la irrupción de
Osama bin Laden. En todas ellas, amenazas o sobornos me indujeron a
abandonarlo.
En 2003, el presidente de una
importante editorial propiedad de una poderosa multinacional leyó un borrador
de lo que luego ha resultado ser Confesiones de un gángster económico. Lo
calificó de «relato fascinante que debía ser contado». A continuación sacudió
la cabeza con una sonrisa triste, y me dijo que los ejecutivos de la oficina
central pondrían objeciones y que no podía arriesgarse a publicarlo. Me
aconsejó que lo reescribiera en forma de novela. «Podríamos lanzarte como
novelista, a lo John Le Carré o Graham Greene.»
Pero esto no es una novela. Es el
relato real de mi vida. Otro editor más valeroso, y no perteneciente a ninguna
multinacional, aceptó ayudarme a contarlo.
Esta historia debe ser contada.
Vivimos en una época de crisis terribles, y de oportunidades tremendas. La
historia de este particular gángster es la historia de cómo hemos llegado
adonde estamos y por qué nos enfrentamos actualmente a una crisis que parece
insuperable. Y hay que contarlo porque necesitamos entender nuestros errores
del pasado si queremos hallamos en situación de aprovechar las oportunidades
futuras. Porque han ocurrido cosas como el 11-S y la segunda guerra en Iraq.
Porque además de las tres mil personas que murieron a manos de los terroristas
el 11 de septiembre de 2001, otras veinticuatro mil murieron ese día de hambre
y de otras secuelas de la miseria. O mejor dicho, todos los días mueren
veinticuatro mil personas que no encuentran con qué alimentarse.¹ Y lo más
importante, esta historia hay que contarla porque hoy, por primera vez en la
historia, existe un país capaz de cambiar todo eso mediante sus recursos, su
dinero y su poder. Es el país en donde nací y al que he servido como gángster
económico: Estados Unidos de América del Norte.
¿Qué es lo que finalmente me
convenció a ignorar las amenazas y los intentos de soborno? La respuesta breve
es que tengo una hija, Jessica, licenciada universitaria y emancipada. Y que, recientemente,
al comentarle que estaba considerando la publicación de este libro y participarle
mis temores al respecto, me contestó: «No te preocupes, papá. Si van por ti, yo
continuaré donde lo hayas dejado. Aunque sólo sea por los nietos que espero
darte algún día». Ésa es la respuesta breve.
La versión completa tiene que ver
con mi dedicación al país en que me he criado y mi amor a los ideales
proclamados por sus padres fundadores. También con lo que considero mi deber
para con la república americana que hoy promete «la vida, la libertad y la
búsqueda de la felicidad» para todos, en todas partes. Y, por último, tiene que
ver con mi decisión -tomada después del 11-S de no quedarme ocioso
contemplando cómo los gángsteres económicos transforman esa república en un
imperio global. He aquí la sinopsis de la versión completa que se hallará
desarrollada, en carne y hueso, a lo largo de los capítulos siguientes.
Éste es un relato real. Lo he
vivido minuto a minuto. Los paisajes, las personas, las conversaciones y los
sentimientos que describo han formado parte de mi vida. Es mi biografía y, sin
embargo, debo situarla en el contexto más amplio de los acontecimientos
mundiales que han configurado nuestra historia, que nos han llevado adonde
estamos hoy, y que conforman los cimientos del futuro de nuestros hijos. He
procurado la máxima exactitud en la descripción de esas experiencias, gentes y
conversaciones. Cuando comento hechos históricos o reconstruyo mis
conversaciones con otras personas, he utilizado diversos instrumentos:
documentos publicados, registros y notas personales, recuerdos míos y de otros
participantes, los cinco borradores empezados en otros tiempos y las
narraciones históricas de otros autores, con preferencia para los recién publicados
y que revelan informaciones antes clasificadas o no disponibles por otros
motivos. En las notas finales doy las referencias para el lector interesado que
desee profundizar en estos temas.
Mi editor me preguntó si
realmente nos referíamos a nosotros mismos llamándonos gángsteres económicos.
Le contesté que sí, aunque usábamos más a menudo las iniciales EHM. En efecto,
el primer día de 1971 que empecé a trabajar con mi instructora, Claudine, ésta
me dijo: «La misión que tengo asignada es hacer de ti un economic hit man. Y
que nadie se entere de tu actividad... ni siquiera tu mujer». Y luego añadió,
poniéndose seria: «Cuando uno entra en esto, entra para toda la vida».
Más adelante, casi nunca volvió a
mencionar la expresión completa. Éramos, sencillamente, unos EHM. El cometido
de Claudine es un ejemplo fascinante de la manipulación subyacente al negocio
en el que me había incorporado. Era bella e inteligente, y sumamente eficaz.
Detectó mis puntos débiles y supo explotarlos en su beneficio. Su trabajo y la
habilidad con que lo realizaba ejemplifican la mentalidad sutil de quienes manejan
los hilos de este sistema. Claudine no tuvo pelos en la lengua a la hora de
describirme lo que iban a exigir de mí. «Tu trabajo -dijo- consistirá en
estimular a líderes de todos los países para que entren a formar parte de la
extensa red que promociona los intereses comerciales de Estados Unidos en todo
el mundo. En último término esos líderes acaban atrapados en la telaraña del
endeudamiento, lo que nos garantiza su lealtad. Podemos recurrir a ellos siempre
que los necesitemos para satisfacer nuestras necesidades políticas, económicas
o militares. A cambio, ellos consolidan su posición política porque traen a sus
países complejos industriales, centrales generadoras de energía y aeropuertos.
Y los propietarios de las empresas estadounidenses de ingeniería y construcción
se hacen inmensamente ricos.
Hoy vemos los estragos
resultantes de este sistema. Ejecutivos de las compañías estadounidenses más
respetadas que contratan por sueldos casi de esclavos la mano de obra que
explotan bajo condiciones inhumanas en los talleres de Asia. Empresas
petroleras que arrojan despreocupadamente sus toxinas a los ríos de la selva
tropical, envenenando adrede a humanos, animales y plantas, y perpetrando
genocidios contra las culturas ancestrales. Laboratorios farmacéuticos que
niegan a millones de africanos infectados por el VIH los medicamentos que
podrían salvarlos. En Estados Unidos mismo, doce millones de familias no saben
lo que van a comer mañana.² El negocio de la energía ha dado lugar a una Enron.
El negocio de las auditorías ha dado lugar a una Andersen. La quinta parte de
la población mundial residente en los países más ricos tenía en 1960 treinta
veces más ingresos que otra quinta parte, los pobladores de los países más
pobres. Pero en 1995 la proporción era de 74:1.³ Estados Unidos gasta más de 87.000 millones de
dólares en la guerra de Iraq, cuando Naciones Unidas estima que con menos de la
mitad bastaría para proporcionar agua potable, dieta adecuada, servicios de
salud y educación elemental a todos los habitantes del planeta.⁴ ¡Y nos
preguntamos por qué nos atacan los terroristas!
Algunos preferirían achacar
nuestros problemas actuales a una conspiración organizada. Ya me gustaría que
fuese tan sencillo. A los conspiradores se les puede capturar y llevar ante los
tribunales. Pero este sistema nuestro lo impulsa algo mucho más peligroso que
una conspiración. Lo impulsa, no un pequeño grupo de hombres, sino un concepto
que ha sido admitido como verdad sagrada: que todo crecimiento económico es
siempre beneficioso para la humanidad y que, a mayor crecimiento, más se
generalizarán sus beneficios. Esta creencia tiene también un corolario: que los
sujetos más hábiles en atizar el fuego del crecimiento económico merecen
alabanzas y recompensas, mientras que los nacidos al margen quedan disponibles
para ser explotados.
Es un concepto erróneo,
naturalmente. Sabemos que en muchos países el crecimiento económico sólo
beneficia a un reducido estrato de la población, y que de hecho puede redundar
en unas circunstancias cada vez más desesperadas para la mayoría. Viene a
intensificar este efecto el corolario mencionado, de que los líderes
industriales que impulsan este sistema merecen disfrutar de una consideración
especial. Creencia que está en el fondo de muchos de nuestros problemas
actuales y tal vez es el motivo de que abunden tanto las teorías conspirativas.
Cuando se recompensa la codicia humana, ésta se convierte en un poderoso
inductor de corrupción. Si el consumo voraz de los recursos del planeta está
considerado algo intocable, si enseñamos a nuestros hijos a emular a las personas
con estas vidas desequilibradas y si definimos a grandes sectores de la
población como súbditos de una élite minoritaria, estamos invocando calamidades.
Y éstas no tardan en caer sobre nuestras cabezas.
En su afán de progresar hacia el
imperio mundial, empresas, banca y gobiernos (llamados en adelante,
colectivamente, la corporatocracia) utilizan su poderío financiero y político
para asegurarse de que las escuelas, las empresas y los medios de comunicación
apoyen (tanto el concepto como su corolario no menos falaz. Nos han llevado a
un punto en que nuestra cultura global ha pasado a ser una maquinaria
monstruosa que exige un consumo exponencial de combustible y mantenimiento,
hasta el extremo que acabará por devorar todos los recursos disponibles y
finalmente no tendrá más remedio que devorarse a sí misma.
La corporatocracia no es una
conspiración, aunque sus miembros sí suscriben valores y objetivos comunes. Una
de las funciones de la corporatocracia estriba en perpetuar, extender y
fortalecer el sistema continuamente. Las vidas de los «triunfadores» y sus
privilegios -sus mansiones, sus yates, sus jets privados-, se nos ofrecen como
ejemplos sugestivos para que todos nosotros sigamos consumiendo, consumiendo y
consumiendo. Se aprovechan todas las oportunidades para convencemos de que tenemos
el deber cívico de adquirir artículos, y de que saquear el planeta es bueno
para la economía y por tanto conviene a nuestros intereses superiores. Para
servir a este sistema, se paga unos salarios exorbitantes a sujetos como yo. Si
nosotros titubeamos, entra en acción un tipo de gángster más funesto, el chacal.
Y si el chacal fracasa, el trabajo pasa a manos de los militares.
Este libro es la confesión de un
hombre que, en la época en que fui EHM, formaba parte de un grupo relativamente
reducido. Este tipo de profesión es hoy más abundante. Sus integrantes ostentan
títulos más eufemísticos y pululan por los pasillos de Monsanto, General
Electric, Nike, General Motors, Wal-Mart y casi todas las demás grandes
corporaciones del mundo. En verdad, Confesiones de un gángster económico es su
historia tanto como la mía.
Y también es la historia de Estados
Unidos, del primer imperio auténticamente planetario. El pasado nos ha enseñado
que, o cambiamos de rumbo, o tenemos garantizado un final trágico. Los imperios
nunca perduran. Todos han acabado muy mal. Todos han destruido culturas en su
carrera hacia una dominación mayor, y todos han caído a su vez. Ningún país o
grupo de países puede prosperar a la larga explotando a los demás.
Este libro ha sido escrito para
hacemos recapacitar y cambiar. Estoy convencido de que, cuando un número
suficiente de nosotros cobre conciencia de cómo estamos siendo explotados por
la maquinaria económica que genera un apetito insaciable de recursos del
planeta - y crea sistemas promotores de la esclavitud-, no seguiremos
tolerándolo.
Entonces nos replantearemos
nuestro papel en un mundo en que unos pocos nadan en la riqueza y la gran
mayoría se ahoga en la miseria, la contaminación y la violencia. Y nos
comprometeremos a emprender un viraje que nos lleve a la compasión, la
democracia y la justicia social para todos.
Admitir que tenemos un problema
es el primer paso para solucionarlo. Confesar que hemos pecado es el comienzo de
la redención. Que sirva este libro, pues, para empezar a salvamos, para inspiramos
nuevos niveles de entrega e incitamos a realizar nuestro sueño de una sociedad
justa y decente.
Nunca se habría escrito este
libro sin las muchas personas cuyas vidas he compartido y que se describen en
las páginas siguientes. Les agradezco las experiencias y sus enseñanzas. Con independencia
de ello, doy las gracias a los que me animaron a salir del limbo y contar mi
historia: Stephan Rechtschaffen, Bill y Lynne Twist, Ann Kemp, Art Roffey y las
muchas personas que participaron en las giras y los grupos de trabajo de Dream
Change, especialmente mis colaboradores Eve Bruce, Lyn Roberts-Herrick y Mary
Tendall, así como a mi increíble esposa y compañera durante veinticinco años,
Winifred, y a mi hija Jessica.
Quedo en deuda con muchos hombres
y mujeres que aportaron revelaciones e información personales sobre la banca
internacional, las multinacionales y las interioridades políticas de distintos
países: gracias especialmente a Michael Ben-Eli, Sabrina Bologni, Juan Gabriel
Carrasco, Jamie Grant, Paul Shaw y otros cuyos nombres recuerdo pero prefieren
permanecer en el anonimato.
Una vez concluido el original,
Steven Piersanti, fundador de la editorial Berrett-Koehler y brillante jefe de
redacción, no sólo tuvo el valor de aceptarlo sino que me ayudó a revisado una
y otra vez, invirtiendo en ello incontable número de horas. Declaro mi profunda
gratitud a Steven así como a Richard Perl, quien me lo presentó, y también a
Nova Brown, Randi Fiat, Alien Jones, Chris Lee, Jennifer Liss, Laurie
Pellouchoud y Jenny Williams, que leyeron y criticaron el original. A David
Korten, que además de leerlo y criticarlo me hizo pasar por el aro hasta satisfacer
sus exigentes y excelentes criterios. A Paul Fedorko, mi agente. A Valerie
Brewster, que ha realizado el diseño gráfico del libro. Y a Todd Manza, mi
corrector final, maestro de la palabra y gran filósofo.
Especial gratitud merecen Jeevan
Sivasubramanian, director gerente de Berrett-Koehler, y Ken Lupoff, Rick
Wilson, María Jesús Aguiló, Pat Anderson, Marina Cook, Michael Crowley; Robin
Donovan, Kristen Frantz, Tiffany Lee, Catherine Lengronne, Dianna Platner y el
resto del personal de BK, donde la gente comprende la necesidad de aumentar la
conciencia social y trabaja incesantemente para hacer de este mundo un lugar
mejor.
También debo manifestar mi
agradecimiento a todos los hombres y mujeres que trabajaron conmigo en MAIN,
desconociendo que sus funciones contribuían a la tarea de los EHM y a
configurar el imperio global. Sobre todo, a los que trabajaron directamente a
mis órdenes, me acompañaron a remotos países y compartieron conmigo muchos
momentos valiosos. Y también a Ehud Sperling y sus colaboradores de Inner
Traditions International, que editaron mis obras anteriores sobre culturas
indígenas y chamanismo y son, además, buenos amigos que me ayudaron a
convertirme en autor.
Quedo eternamente agradecido a
los hombres y mujeres que me admitieron en sus hogares de las selvas, los
desiertos y las montañas, en las chabolas a orillas de los canales de Yakarta y
en los arrabales insalubres de incontables ciudades de todo el mundo. Que
compartieron conmigo sus alimentos y sus vidas, y que han sido mi mayor fuente
de inspiración.
John Perkins
Agosto de 2004
1. The United Nations Food Programme,
http://www.wfp.org/in-dex.asp? section=l (acceso del 27 de diciembre de 2003).
Además, la National Association for the Prevention of Starvation estima que
«todos los días fallecen 34.000 niños de edad inferior a los cinco años por
hambre o enfermedades que son secuelas del hambre, y que serían evitables en otras
condiciones» (http://www.napsoc.org, acceso del 27 de diciembre de 2003). Starvation.net
estima que «si se suman las dos causas principales de muerte (después de la inanición)
de los más pobres entre los pobres, a saber, las enfermedades de origen hídrico
y el sida, resulta una mortalidad diaria de 50.000 víctimas» (http://www.starvation.net,
acceso del 27 de diciembre de 2003).
2. Conclusiones del U.S. Department of Agriculture publicadas
por Food Research and Action Center (FRAC), http://www.frac.org (acceso del 27
de diciembre de 2003).
3. United
Nations, Human Development Report, United Nations, Nueva York, 1999.
4. «En 1998, el Programa de Desarrollo de NN.UU. estimó que
el suministro de agua potable y servicios sanitarios a toda la población mundial
originaría un gasto añadido de 9.000 millones de dólares. Con 12.000 millones
más, informan, se cubrirían los servicios de salud reproductiva para todas las
mujeres del mundo. Con otros 13.000 millones todos los habitantes del planeta,
además de tener suficiente para comer dispondrían de las atenciones sanitarias básicas.
Seis mil millones más costaría la educación elemental para todos [...] Todo
esto suma 40.000 millones.» De John Robbins, autor de Dietfora New America y
The Food Revolution, en http://www.foodrevolution.org (acceso del 27 de
diciembre de 2003).
Prólogo
La capital del Ecuador, Quito, se
extiende a lo largo de un valle volcánico en los Andes, a más de dos mil
ochocientos metros de altitud. Los habitantes de esta ciudad, fundada mucho
antes de la llegada de Colón a las Américas, están acostumbrados a ver la nieve
en las cumbres que los rodean, y eso que viven pocos kilómetros al sur del
ecuador.
La ciudad de Shell, avanzadilla
fronteriza y puesto militar roturado en la Amazonía ecuatoriana para servir a
los intereses de la petrolera cuyo nombre ostenta, está casi dos mil quinientos
metros más baja que Quito. Hirviente de actividad, la habitan sobre todo
soldados, obreros del petróleo e indígenas de las tribus shuar y quechua que trabajan
para aquéllos como peones y prostitutas.
Viajar de una ciudad a otra
obliga a recorrer una carretera tan tortuosa como impresionante. Las gentes de
estos lugares dicen que durante el trayecto se pasa por las cuatro estaciones
del año en el mismo día.
Aunque he conducido muchas veces
por esa carretera, nunca me canso de sus espectaculares paisajes. A un lado, el
roquedal desnudo, salpicado por cascadas torrentosas y espesuras de
bromeliáceas. Al otro, un despeñadero que desciende abruptamente hasta el
abismo por cuyo fondo corre el río Pastaza, un afluente del Amazonas que
serpentea Andes abajo. Sus aguas provienen de los glaciares del Cotopaxi, uno
de los volcanes activos más altos del planeta considerado una deidad en tiempos
de los Incas, y van a volcarse en el océano Atlántico, a unos cinco mil
kilómetros de distancia.
En 2003 salí de Quito en un
todoterreno Subaru y enfilé hacia Shell provisto de una misión muy distinta de
cualquiera de las aceptadas por mí con anterioridad. Iba a tratar de poner fin a
una guerra que yo mismo había contribuido a desencadenar. Como en tantos otros
casos cuya responsabilidad hemos de asumir nosotros los EHM, esa guerra era
prácticamente desconocida fuera del país donde tenía lugar. Yo iba a reunirme
con los shuar, los quechua y sus vecinos los achuar, los zaparo y los shiwiar;
tribus decididas a impedir que nuestras compañías petroleras siguieran
destruyendo sus hogares, sus familias y sus tierras, aunque ello significase
poner en peligro sus vidas. Para ellos estaba en juego la supervivencia de sus
hijos y de sus culturas, mientras que para nosotros era cuestión de poder, de
dinero y de recursos naturales. Ese es uno de los muchos aspectos de la lucha
por el dominio del mundo, del sueño de unos hombres codiciosos en busca del
imperio global.¹
Construir el imperio global es lo
que se nos da mejor a los EHM. Somos una élite de hombres y mujeres que
utilizamos las organizaciones financieras internacionales para fomentar condiciones
por cuyo efecto otras naciones quedan sometidas a la corporatocracia que
dirigen nuestras grandes empresas, nuestro gobierno y nuestros bancos. Al igual
que nuestros semejantes de la Mafia, los EHM concedemos favores. Estos adoptan
la apariencia de créditos destinados a desarrollar infraestructuras: centrales
generadoras de electricidad, carreteras, puertos, aeropuertos o parques
industriales. Una de las condiciones de estos empréstitos es que los proyectos
y la construcción deben correr a cargo de compañías de nuestro país. Y el
resultado es que, en realidad, la mayor parte del dinero nunca sale de Estados
Unidos. En esencia, sencillamente se transfiere desde los emporios bancarios de
Washington a las constructoras de Nueva York, Houston o San Francisco.
Pese al hecho de que el dinero
regresa casi enseguida a las corporaciones que forman parte de la
corporatocracia acreedora, el país destinatario queda obligado a reembolsado
íntegramente, el principal más los intereses. Si el EHM ha trabajado bien, esa
deuda será tan grande que el deudor se declarará insolvente al cabo de pocos
años y será incapaz de pagar. Cuando esto ocurre, nosotros, lo mismo que la
Mafia, reclamamos nuestra parte del negocio. Lo cual comprende, a menudo, una o
varias de las consecuencias siguientes: votos cautivos en Naciones Unidas,
establecimiento de bases militares o acceso a recursos preciosos corno el
petróleo y el canal de Panamá. El deudor sigue debiéndonos el dinero, por
supuesto... y otro país más queda añadido a nuestro imperio global.
Mientras conducía de Quito a Shell
en mi coche, en aquel día soleado de 2003, mi memoria retrocedió treinta y
cinco años, a la primera vez que vi esa parte del mundo. Había leído que
Ecuador, pese a su extensión relativamente modesta de 285.000 kilómetros
cuadrados, tiene más de treinta volcanes activos, más del 15 por ciento de las
especies de aves que hay en la Tierra y miles de especies vegetales todavía
pendientes de clasificación.
Además, es un país multicultural,
donde los habitantes que hablan lenguas indígenas son casi tantos como los que hablan
español. A mí me pareció fascinante y, desde luego, exótico; pero, sobre todo,
las palabras que acudieron a mi mente en aquel entonces fueron puro, intacto e
inocente. Mucho ha cambiado en estos treinta años.
En 1968, época de mi primera visita,
la Texaco acababa de descubrir petróleo en la Amazonia ecuatoriana. Hoy el
crudo representa casi la mitad de las exportaciones del país. El oleoducto
transandino construido poco después de mi primera visita ha derramado desde
entonces más de medio millón de barriles sobre la frágil selva tropical: más
del doble de lo que supuso el vertido del Exxon Vdldez.² En la actualidad, un nuevo oleoducto de
quinientos kilómetros, y 1.300 millones de dólares de coste, construido por un
consorcio patrocinado por los EHM, promete convertir Ecuador en uno de los diez
primeros proveedores mundiales de crudo de Estados Unidos.³ Se han talado superficies inmensas de selva,
los guacamayos y los jaguares prácticamente se han extinguido, tres culturas
indígenas ecuatorianas han sido llevadas al borde de la desaparición, y varios
ríos antes cristalinos se han convertido en vertederos.
Durante ese mismo período, las
culturas indígenas empezaron su lucha de resistencia. El 7 de mayo de 2003, por
ejemplo, un grupo de abogados estadounidenses presentó, en representación de
más de treinta mil indígenas ecuatorianos, una demanda contra ChevronTexaco
Corp por una cuantía de 1.000 millones de dólares. El escrito afirma que de
1971 a 1992 la petrolera gigante derramó en ríos y charcas más de 18 millones
de litros diarios de efluentes tóxicos -es decir, aguas contaminadas con
petróleo, metales pesados y carcinógenos- y que la compañía dejó a sus espaldas
casi 350 pozos a cielo abierto llenos de contaminantes que siguen matando a
humanos y animales.⁴
A través de las ventanillas de mi
todoterreno podía ver grandes bancos de niebla procedentes de la selva que
remontaban las quebradas del Pastaza. Yo llevaba la camisa empapada de sudor y
el estómago empezaba a revolvérseme, pero la causa no era sólo el intenso calor
tropical y el serpenteo incesante de la carretera. Empezaba a pagar mi tributo,
conociendo el papel desempeñado por mí en la destrucción de aquel bello país. Porque
debido a la acción de mis colegas EHM y mía, Ecuador está hoy mucho peor de lo
que estaba antes de introducir allí las maravillas de la ciencia económica, la
banca y la ingeniería modernas. Desde 1970 y durante ese intervalo llamado
eufemísticamente el Boom del Petróleo, el índice oficial de pobreza pasó del 50
al 70 por ciento de la población. El desempleo y el subempleo aumentaron del 15
al 70 por ciento, y la deuda pública pasó de 240 millones de dólares a 16.000
millones. Al mismo tiempo, la proporción de la renta nacional que reciben los
segmentos más pobres de la población decayó del 20 al 6 por ciento.⁵
El caso de Ecuador, por
desgracia, no es excepcional. Casi todos los países congregados por nosotros,
los gángsteres económicos, bajo el paraguas del imperio global han corrido una
suerte parecida.⁶ La deuda del Tercer Mundo sobrepasa los 2,5 billones de
dólares y su coste -más de 375.000 millones de dólares al año según datos de
2004- excede el total de lo que gasta el Tercer Mundo en sanidad y educación, y
equivale a veinte veces toda la ayuda extranjera anual que reciben los países
en vías de desarrollo. Más de la mitad de la población mundial sobrevive con
menos de dos dólares al día por cabeza, más o menos lo mismo que recibía a
comienzos de la década de 1970. Mientras tanto, en el Tercer Mundo el 1 por
ciento de las familias más ricas acumula entre el 70 y el 90 por ciento de las
fortunas privadas y del patrimonio inmobiliario de sus países (el porcentaje
varía según el país que consideremos).⁷
Levanté el pie del acelerador
para entrar en las calles de Baños, hermoso centro turístico famoso por sus
balnearios. Las aguas termales proceden de ríos volcánicos subterráneos que
bajan del muy activo monte Tunguragua. Los niños corrieron junto al Subaru
agitando los brazos y tratando de vendemos goma de mascar y caramelos. Luego
dejamos Baños atrás. La espectacular belleza del panorama desapareció de súbito
conforme salíamos del paraíso y entrábamos en una versión moderna del Infierno
de Dante.
Sobre el río se alzaba un
monstruo descomunal, una inmensa pared gris de hormigón que desentonaba allí
por completo. Era algo absolutamente antinatural e incompatible con el paisaje.
A mí, por supuesto, no tenía por qué sorprenderme su presencia. Sabía que estaba
allí, al acecho, como si me esperase. La había visto muchas veces antes, y la
había elogiado como símbolo de los grandes éxitos del gangsterismo económico.
Aun así, se me puso la piel de gallina.
Esa pared tan horrorosa como
incongruente es el embalse que contiene la fuerza impetuosa del río Pastaza y
desvía sus aguas hacia unos gigantescos túneles excavados en la montaña, para
transformar su energía en electricidad. Se trata de la planta hidroeléctrica de
Agoyan. Con su potencia de 156 megavatios, abastece a las industrias que enriquecen
a un puñado de familias ecuatorianas y ha sido fuente de inenarrables
desgracias para los campesinos y los pueblos indígenas que viven a orillas del
río. Esa central hidroeléctrica no es más que uno de los muchos proyectos
desarrollados gracias a mis esfuerzos y los de otros gángsteres económicos. Y
esos proyectos son la razón de que Ecuador forme hoy parte del imperio global,
y el motivo por el cual los shuar, los quechua y sus amigos amenazan con la
guerra a nuestras compañías petroleras.
Gracias a estos proyectos,
Ecuador está agobiado por la deuda externa hasta tal punto que se ve obligado a
dedicar una proporción exorbitante de su renta nacional a devolver los
créditos, en vez de emplear su capital en mejorar la suerte de sus millones de
ciudadanos que viven en la pobreza extrema. El único recurso que Ecuador tiene
para cumplir sus obligaciones con el extranjero es la venta de sus selvas
tropicales a las compañías petroleras. O más exactamente, una de las razones
por las que el gangsterismo económico puso sus miras en el Ecuador, para
empezar, fue que según algunas estimaciones el océano de petróleo encerrado en
el subsuelo de su región amazónica podría rivalizar con los yacimientos de
Oriente Próximo.⁸ El imperio global reclama su parte del negocio en forma de
concesiones de prospección y explotación.
La demanda cobró especial
urgencia después del 11 de septiembre de 2001, cuando Washington temió que se
cerrasen las espitas de Oriente Próximo. Para colmo, Venezuela, el tercer
proveedor de Estados Unidos, acababa de elegir a un presidente populista, Hugo
Chávez, que se pronunciaba enérgicamente en contra de lo que él llamaba el imperialismo
estadounidense, y amenazaba con recortar los suministros de petróleo a Estados
Unidos. Los gángsteres económicos habíamos fracasado en Iraq y en Venezuela,
pero tuvimos éxito en Ecuador. En aquellos momentos se trataba de ordeñar la
vaca hasta la última gota.
El caso de Ecuador es típico de
entre los países que los EHM han doblegado política y económicamente. De cada
100 dólares de crudo extraídos de las selvas ecuatorianas, las petroleras
reciben 75 dólares. Quedan 25 dólares, pero tres de cada cuatro de éstos van
destinados a saldar la deuda extranjera. Una parte del resto cubre los gastos
militares y gubernamentales, lo que deja unos 2,50 dólares para sanidad,
educación y programas de asistencia social en favor de los pobres.⁹ Es decir, que de cada 100 dólares arrancados a
la Amazonia, menos de 3 dólares van a parar a los más necesitados -aquellas
personas cuyas vidas se han visto perjudicadas por los pantanos, las
perforaciones y los oleoductos, y que están muriendo por falta de alimentos y
de agua potable.
Todas estas personas - millones
en Ecuador, miles de millones en todo el mundo- son terroristas en potencia. No
porque crean en el comunismo, ni en el anarquismo, ni porque sean intrínsecamente
perversas, sino porque están desesperadas, sencillamente. Al contemplar la presa
hidráulica me pregunté, tal como me ha pasado en otros muchos lugares del
mundo, cuándo pasarán a la acción esas personas; como los colonos de
Norteamérica contra Inglaterra hacia la década de 1770, o los criollos contra
los españoles a comienzos del siglo XIX.
La sutileza de los constructores
de este imperio moderno deja en evidencia a los centuriones romanos, los
conquistadores españoles y las potencias coloniales europeas de los siglos
XVIII y XIX. Nosotros los EHM somos hábiles. Hemos aprendido las enseñanzas de
la historia. No llevamos espada al cinto. No usamos armaduras ni uniformes que
nos diferencien de los demás. En países como Ecuador, Nigeria e Indonesia vamos
vestidos como los maestros de escuela o los tenderos locales. En Washington y
París adoptamos el aspecto de los burócratas públicos y los banqueros.
Parecemos gente modesta, normal. Inspeccionamos las obras de ingeniería y
visitamos las aldeas depauperadas. Profesamos el altruismo y hacemos
declaraciones a los periódicos locales sobre los maravillosos proyectos
humanitarios a que nos dedicamos. Desplegamos sobre las mesas de reunión de las
comisiones gubernamentales nuestras previsiones contables y financieras y damos
lecciones en la Harvard Business School sobre los milagros macroeconómicos.
Somos personajes públicos, sin
nada que ocultar. O por lo menos nos presentamos como tales y como tales se nos
acepta. Así funciona el sistema.
Pocas veces hacemos nada ilegal,
porque el sistema mismo está edificado sobre el subterfugio. El sistema es
legítimo por definición. No obstante (y ésa es una salvedad esencial), cuando
nosotros fracasamos interviene otra especie mucho más siniestra, la que
nosotros, los gángsteres económicos, denominamos chacales. Esos sí son émulos
más directos de aquellos imperios históricos que he mencionado. Los chacales
siempre están ahí, agazapados entre las sombras. Cuando ellos actúan, los jefes
de Estado caen, o tal vez mueren en «accidentes» violentos.¹⁰ Y si resulta que también fallan los chacales,
como fallaron en Afganistán e Iraq, entonces resurgen los antiguos modelos.
Cuando los chacales fracasan, se envía a la juventud estadounidense a matar y
morir.
Mientras dejaba atrás el
monstruo, la pared mastodóntica de hormigón gris que encarcela el río, noté de
nuevo el sudor que empapaba mis ropas y la angustia que me atenazaba el
estómago. Me dirigía hacia la selva para reunirme con los pueblos indígenas decididos
a luchar hasta el último hombre para frenar a ese imperio que yo había
contribuido a crear, y me invadían los remordimientos.
¿Cómo era posible que se hubiese
metido en tan sucios asuntos un chico de pueblo, un muchacho provinciano de New
Hampshire? me preguntaba.
1. Gina Chavez y otros, Tarimiat - Firmes en Nuestro Territorio:
FIP-SE vs. ARCO, recop. por Mario Meló y Juana Sotomayor, CDES y CONAIE, Quito,
2002.
2. Sandy Tolan, «Ecuador: Lost Promises», National Public
Radio, Morning Edition, 9 de julio de 2003,
http://www.npr.org/programs/moming/features/2003/jul/latinoil (acceso del 9 de
julio de 2003).
3. Juan
Forero, «Seeking Balance: Growth vs. Culture in the Amazon», New York Times, 10
de diciembre de 2003.
4. Abby Ellin,
«Suit Says ChevronTexaco Dumped Poisons in Ecuador», New York Times, 8 de mayo
de 2003.
5.Chris Jochnick,
«Perilous Prosperity», New Internationalist, http://www.newint.org/issue335/perilous.htm. Para una información más extensa veáse también
Pamela Martin, The Globalization of Contentious Politics: The Amazonian
Indigenous Rights Movement, Routledge, Nueva York, 2002; Kimerling, Amazon
Crude, Natural Resource Defense Council, Nueva York, 1991; Leslie Wirpsa,
trad., Upheaval in the Back Yard: ¡Ilegitímate Debts and Human Rights - The
Case of Ecuador -Norway, Centro de Derechos Económicos y Sociales, Quito, 2002;
y Gregory Palast, «Inside Corporate America», Guardian, 8 de octubre de 2000.
6. Para información sobre el impacto del petróleo en las
economías nacionales y la global, véase Michael T. Klare, Resource Wars: The
New Landscape of Global Conflict, Henry Holt and Company, Nueva York, 2001 (hay
trad. al cast.: Guerras por los recursos. El futuro escenario
del conflicto global, Ediciones Urano, Barcelona, 2003); Daniel Yergin, The
Prize: Quest for OH, Money & Power, Free Press, Nueva York, 1993; y Daniel
Yergin y Joseph Stanislaw, The Commanding Heights: The Battlefor the World
Economy, Simón & Schuster, Nueva York, 2001.
7. James S.
Henry, «Where the Money Went», Across the Board, marzo-abril de 2004, pp. 42-45.
Para más información véase el libro de Henry The Blood Bankers: Tales from the
Global Underground Economy, Four Walls Eight Windows, Nueva York, 2003.
8. Gina Chavez y otros, Tarimiat - Firmes en Nuestro Territorio:
FIP-SE vs. ARCO, recop. por Mario Meló y Juana Sotomayor, CDES y CONAIE, Quito,
2002; Petróleo, Ambiente y Derechos en la Amazonia Centro Sur, edición Víctor
López A., Centro de Derechos Económicos y Sociales, OPIP, IACYT-A bajo el
patrocinio de Oxfam America, Sergrafic, Quito, 2002.
9. Sandy Tolan, «Ecuador: Lost Promises», National Public
Radio, Moming Edition, 9 de julio de 2003, http://www.npr.org/programs/morning/features/2003/jul/latinoil
(acceso del 9 de julio de 2003).
10. Más sobre
los chacales y otros tipos de gangsterismo en P. W. Singer, Corporate Warriors:
The Rise ofthe Privatized Militar y Industry, Cornell University Press, Ithaca
(Nueva York) y Londres, 2003; James R. Davis, Fortune's Warriors: Prívate
Armies and the New World Order, Douglas & Mclntyre, Vancouver y Toronto,
2000; Félix I. Rodríguez y John Weisman, Shadow Wanrior: The CÍA Hero of 100
Unknown Battles, Simón and Schuster, Nueva York, 1989.
PRIMERA PARTE
1963-197
1
Nace un gángster
económico
Todo empezó de forma bastante
inocente. Yo fui hijo único, nacido en 1945 de una familia de clase media. Mis
progenitores, yanquis de Nueva Inglaterra con tres siglos de solera, eran
republicanos acérrimos que habían heredado de muchas generaciones de
antepasados puritanos sus actitudes moralizantes y estrictas. En sus
respectivas familias, habían sido los primeros en recibir estudios superiores gracias
a las becas. Mi madre era profesora de latín en un instituto. Mi padre participó
en la Segunda Guerra Mundial como teniente de navío al mando de la dotación
militar de uno de aquellos mercantes-cisterna altamente inflamables que cruzaban
el Atlántico. El día que nací en Hanover (New Hampshire), él estaba en un
hospital de Texas curándose una fractura de cadera. Cuando lo conocí, yo había cumplido
ya un año.
Una vez de vuelta a New
Hampshire, consiguió plaza de profesor de idiomas en Tilton School, un
internado para chicos de la comarca. El campus estaba orgullosamente -algunos
dirían arrogantemente encaramado en lo alto de una colina que dominaba el
pueblo de su mismo nombre. Era una institución exclusiva, que sólo admitía unos
cincuenta alumnos en cada curso desde el grado noveno hasta el duodécimo. La
mayoría de los estudiantes eran vástagos de familias adineradas de Buenos
Aires, Caracas, Boston y Nueva York.
En mi familia no teníamos dinero,
pero desde luego tampoco nos considerábamos pobres. Aunque el instituto pagaba
muy poco a sus profesores, teníamos cubiertas todas nuestras necesidades gratis:
la comida, la vivienda, la calefacción, el agua y los trabajadores que segaban
nuestro césped y quitaban la nieve delante de nuestra puerta. Desde que cumplí
cuatro años empecé a comer en el comedor de la escuela elemental, hice de recogepelotas
para los equipos de fútbol que entrenaba mi padre y repartí toallas en los
vestuarios.
Decir que los profesores y sus
esposas se consideraban superiores al resto de sus convecinos sería quedarse
corto. Mis padres solían bromear diciendo que ellos eran los señores feudales y
amos de aquellos palurdos, es decir, de la gente de la población. Yo sabía que
no lo decían del todo en broma.
Los amigos que hice en el
parvulario y en la escuela elemental pertenecían a esa clase de los palurdos.
Eran muy pobres. Sus padres eran labradores, leñadores y trabajadores del
textil. Transpiraban hostilidad contra «esos señoritos de allá arriba». En
correspondencia, y a su debido tiempo, mi padre y mi madre quisieron disuadirme
de tratar con las muchachas del pueblo, «pendones» y «zorras» según ellos. Pero
yo había compartido lápices y cuadernos con esas chicas desde el primer grado,
y en el transcurso de los años me enamoré de tres de ellas: Ann, Priscilla y
Judy. Me costaba compartir el punto de vista de mis padres. No obstante, me
plegaba a su voluntad.
Todos los veranos pasábamos los
tres meses de vacaciones de mi padre en una cabaña que construyó mi abuelo en
1921 a orillas de un lago. Estaba rodeada de bosque, y por la noche oíamos las
lechuzas y los pumas. No teníamos vecinos. Yo era el único niño en todo el
entorno que se pudiese abarcar a pie. Al principio me pasaba los días haciendo
como que los árboles eran caballeros de la Tabla Redonda y damas en apuros,
llamadas Ann, Priscilla o Judy (según el año). Mi pasión, de eso estaba yo
convencido, era tan fuerte como la de Lanzarote por la reina Ginebra... y más
secreta todavía.
A los catorce obtuve una beca
para estudiar en el Tilton. A instancias de mis padres corté todo contacto con
la población, y nunca más vi a mis antiguos amigos. Cuando mis nuevos compañeros
marchaban de vacaciones a sus mansiones y a sus apartamentos de verano, yo me
quedaba solo en la colina. Sus novias acababan de ser presentadas en sociedad. Yo
no tenía novia. No conocía a ninguna chica que no fuese una «zorra». Había dejado
de tratar con ellas, y ellas me olvidaron. Estaba solo y tremendamente
frustrado.
Mis padres eran unos maestros de
la manipulación. Me aseguraban que yo era un privilegiado por gozar de tan
magnífica oportunidad, y que algún día lo agradecería. Encontraría a la esposa
perfecta, a la mujer capaz de satisfacer nuestras elevadas normas morales. Yo
hervía por dentro. Necesitaba compañía femenina y sexo. No dejaba de pensar en
las llamadas «zorras».
En vez de rebelarme, reprimí la
rabia y expresé mi frustración procurando destacar en todo. Fui matrícula de
honor, capitán de dos equipos deportivos del instituto y director del periódico
estudiantil. Estaba decidido a darles una lección a aquellos pijos compañeros
míos, y a volver las espaldas para siempre al Tilton. Durante el último curso
conseguí una beca como deportista para Brown y otra por calificaciones para
Middlebury. Preferí Brown, sobre todo porque me atraían más los deportes... y
porque estaba ubicada en una ciudad. Mi madre era licenciada por Middlebury y
mi padre se había sacado allí su título de máster, así que ellos preferían
Middlebury, y eso que Brown era una de las universidades privadas de más
prestigio.
-Y si te rompes una pierna,
entonces ¿qué? -me preguntó mi padre-. Es mejor aceptar la beca por
calificaciones.
Yo me resistía. A mi modo de ver,
Middlebury no era más que una versión aumentada y corregida del instituto
Tilton, sólo que no estaba en la parte rural de New Hampshire sino en la parte
rural de Vermont. Cierto que era mixta, pero yo me vería pobre, y ricos a casi
todos los demás. Por otra parte, hacía cuatro años que no trataba con
compañeras del género femenino. Me faltaba aplomo, me sentía descolocado y
avergonzado. Le supliqué a papá que me permitiera saltarme un año, o dejarlo.
Quería mudarme a Boston, vivir la vida, conocer mujeres. Él dijo que ni hablar.
«¿Cómo haré creer que preparo para la universidad a los hijos de otros, si no
soy capaz de hacer que se ponga a estudiar el mío?», se preguntaba.
Con el tiempo he comprendido que
la vida se compone de una serie de coincidencias. Todo depende de cómo
reaccionamos a ellas, de cómo ejercitamos eso que algunos llaman libre albedrío.
Las opciones que adoptamos dentro de los límites que nos imponen los altibajos
del destino determinan lo que somos. En Middlebury ocurrieron dos coincidencias
que tuvieron un papel principal en mi vida. La primera se presentó bajo la
forma de un iraní, hijo de un general que era consejero privado del sha; la
segunda fue una hermosa joven que se llamaba Ann, lo mismo que mi ídolo de la
infancia.
El primero, a quien llamaremos en
adelante Farhad, había sido futbolista profesional en Roma. Estaba dotado de
una constitución atlética, pelo negro ensortijado, ojos grandes de mirada
aterciopelada y unos modales y un carisma que lo hacían irresistible para las
mujeres. Lo contrario de mí en muchos aspectos. Me esforcé mucho por conquistar
su amistad, y él me enseñó muchas cosas que me fueron muy útiles en los años venideros.
También conocí a Ann. Aunque salía en serio con un muchacho que iba a otra
universidad, en cierta manera me adoptó. Nuestra relación platónica fue el primer
amor auténtico que yo había conocido.
Farhad me animó a beber, a
frecuentar las fiestas, a no hacer caso de mis padres. Deliberadamente había
decidido abandonar los estudios, romperme la pierna académica para rebatir el
argumento de mi padre. Mis calificaciones cayeron en picado y perdí la beca. En
mitad del segundo año decidí dejar la universidad. Mi padre me amenazó con el
repudio, mientras Farhad me incitaba. Irrumpí en el despacho del decano y me
despedí de la institución. Fue un momento crucial de mi vida.
Farhad y yo celebramos en un bar
de la ciudad mi última noche de universitario. Un granjero borracho, un coloso
de hombre, se encaró conmigo porque según él estaba guiñándole el ojo a su
esposa. Me levantó en vilo y me arrojó contra la pared. Farhad se interpuso,
sacó una navaja y le rajó la mejilla al campesino. Luego cruzó el local conmigo
a rastras y escapamos por una ventana para salir a una cornisa de roca que se asomaba
al Otter Creek. Saltamos, y siguiendo por la orilla del río conseguimos regresar
a la residencia.
La mañana siguiente, cuando me
interrogó el servicio de orden, mentí y negué tener ningún conocimiento del
incidente. Pero a Farhad lo expulsaron de todos modos. Juntos nos mudamos a
Boston, donde compartimos un apartamento. Conseguí empleo en las oficinas de
unos periódicos de Hearst, Record American/Sunday Advertiser, donde ingresé
como adjunto al redactor jefe del Sunday Advertiser.
Más tarde, aquel mismo año de
1965, varios de mis amigos de la redacción recibieron la tarjeta de
reclutamiento. Para evitar un destino similar me matriculé en la Escuela de
Administración de Empresas de Boston. Para entonces Ann había roto con su
antiguo novio y bajaba a menudo desde Middlebury para estar conmigo. Atención que
desde luego mereció mi agradecimiento. Ella se licenció en 1967, cuando a mí todavía
me faltaba un año para terminar en la EADE de Boston, y se negó rotundamente a
venirse a vivir conmigo antes de casarnos. Yo bromeaba diciendo que esto era un
chantaje, y en efecto me sentí un poco extorsionado por lo que, según me parecía,
era una prolongación de las arcaicas y mojigatas normas morales de mis padres.
Pero lo pasábamos bien juntos y yo deseaba estarlo más, así que nos casamos.
El padre de Ann era un ingeniero
brillante que había puesto a punto el sistema automático de navegación para una
importante categoría de misiles, lo que le valió un alto cargo en el
Departamento Naval. Su mejor amigo, un hombre al que Ann llamaba tío Frank (no
era Frank, pero le llamaremos así en este libro), era un ejecutivo del máximo
nivel en la Agencia Nacional de Seguridad (National Security Agency, NSA), el
menos conocido y en muchos aspectos el más importante de los servicios de
espionaje estadounidenses.
Poco después de nuestro
matrimonio los militares me llamaron para la revisión física, que pasé, de modo
que me enfrentaba a la perspectiva de ir destinado al Vietnam una vez terminase
los estudios. La idea de pelear en el Sudeste asiático me desgarraba
emocionalmente, aunque la guerra siempre me ha fascinado. A mí me amamantaron
con las historias de mis antepasados de la época colonial, entre los cuales
figuran patriotas como Thomas Paine y Ethan Allen, y había visitado en Nueva
Inglaterra y en el Estado de Nueva York todos los escenarios de las batallas que
se recuerdan de las guerras del francés, contra los indios y de la Independencia
contra los ingleses. A decir verdad, cuando intervinieron en el Sudeste
asiático las primeras unidades de fuerzas especiales del ejército estuve a punto
de alistarme. Pero luego fui cambiando de opinión, a medida que los medios de
comunicación denunciaban las atrocidades y las contradicciones de la política estadounidense.
A menudo me preguntaba de parte de quién se habría colocado Paine. Estaba
seguro de que habría abrazado la causa de nuestro enemigo el Vietcong.
Fue tío Frank quien me sacó del
apuro, al decirme que un empleo en la NSA permitía solicitar prórroga y aplazar
la entrada en el servicio militar. Gracias a su mediación fui entrevistado
varias veces en su agencia, incluida una penosa jornada de interrogatorios bajo
el detector de mentiras. A mí se me dijo que esas pruebas servirían con el fin
de determinar mi idoneidad para ser reclutado y entrenado por la NSA. En caso
afirmativo suministrarían además un perfil de mis puntos fuertes y débiles, que
serviría para planificar mi carrera. Dada mi actitud en cuanto a la guerra de
Vietnam, yo estaba seguro de no pasar las pruebas.
Cuando me lo preguntaron, confesé
que en mi condición de ciudadano leal a su país yo estaba en contra de la guerra.
Quedé sorprendido cuando los entrevistadores no insistieron en este punto y prefirieron
interrogarme sobre mi formación, mis actitudes para con mis padres y las
emociones que había suscitado en mí el hecho de haberme criado como un puritano
pobre entre muchos señoritos ricos y hedonistas. Exploraron también mi frustración
por la falta de mujeres, de sexo y de dinero en mi vida, así como el mundo de fantasías
en que me había refugiado a consecuencia de ello. También me extrañó la curiosidad
que les mereció mi relación con Farhad y el interés que suscitó mi voluntad de
mentirle a la policía del campus con tal de proteger a mi amigo.
Al principio supuse que todos
estos detalles les parecerían negativos y motivarían el rechazo de mi
candidatura a entrar en la NSA. Pero las entrevistas, a pesar de ello, continuaron.
No fue hasta varios años más tarde cuando comprendí que, con arreglo a los
criterios de la NSA, aquellos resultados negativos habían sido positivos en realidad.
Para la evaluación de ellos, no importaba tanto la supuesta lealtad a mi país como
el conocimiento de las frustraciones de mi vida. El resentimiento contra mis progenitores,
la obsesión con las mujeres y el afán de darme la gran vida eran los anzuelos
donde ellos podían prender su cebo. Yo era seducible. Mi determinación de sobresalir
en las clases y en los deportes, la insubordinación definitiva contra mi padre,
la capacidad para avenirme con personas extranjeras y la facilidad para
mentirle a la policía respondían precisamente a las cualidades que ellos
buscaban. Más tarde supe también que el padre de Farhad trabajaba para los
servicios de inteligencia estadounidenses en Irán. Por tanto, mi amistad con aquél
debió constituir un punto importante a mi favor.
Algunas semanas después de estas
pruebas en la NSA, se me ofreció un empleo para iniciar mi formación en el arte
del espionaje. Debía incorporarme tan pronto como recibiese el diploma de la
EADE, para lo que me faltaban varios meses. No obstante, y cuando aún no había
aceptado oficialmente esta oferta, obedeciendo a un impulso me apunté a un
seminario que daba en la Universidad de Boston un reclutador del Peace Corps
(Cuerpo de Paz). Uno de los «ganchos» que utilizaba era que el ingreso en el
Peace Corps, lo mismo que los empleos de la NSA, servía de pretexto para
prorrogar la incorporación a filas.
Mi decisión de participar en el
seminario fue una de esas coincidencias a las que no se atribuye importancia en
su momento, pero cuyas consecuencias cambian luego la vida de una persona. El
reclutador describió varios lugares del mundo especialmente necesitados de
voluntarios. Uno de ellos era la selva amazónica, donde, según señaló, los
pueblos indígenas seguían viviendo casi como los nativos de Norteamérica en tiempos
de la llegada de los europeos.
Yo siempre había soñado vivir como
los abnaki, los pobladores aborígenes de New Hampshire en la época en que se
establecieron allí mis antepasados. Sabía que llevaba en mis venas un poco de
sangre abnaki, y deseaba conocer las costumbres de aquellas gentes y la vida en
los bosques que había sido tan familiar para ellos. Fui a hablar con el
reclutador después de su charla y le interrogué en cuanto a la posibilidad de
ser destinado a la Amazonia. Él me aseguró que hacían falta muchos voluntarios
para esa región, y que podía contar con una gran probabilidad de ser admitido.
Llamé a tío Frank.
Con no poca sorpresa por mi
parte, tío Frank me animó a considerar esa posibilidad. En plan confidencial me
dijo que después de la caída de Hanoi, que muchos en posiciones similares a la
suya daban por cierta en aquellos tiempos, la Amazonia iba a pasar al primer
plano del interés.
«Está que rebosa de petróleo
-dijo-. Necesitaremos buenos agentes ahí, individuos que sepan entender a los
nativos.» Me aseguró que el servicio en el Peace Corps sería un entrenamiento
excelente para mí, y me instó a que procurase dominar cuanto antes la lengua
española así como varios dialectos indígenas. «Es posible que acabes al servicio
de una compañía privada, no del gobierno», dijo con sorna.
En aquel entonces no comprendí lo
que había querido decir con estas palabras. Estaba siendo ascendido de espía a
agente del gangsterismo económico, aunque aún no hubiese oído jamás esa
expresión, y aún iba a tardar varios años más en oírla por primera vez.
Desconocía por completo la existencia de cientos de hombres y mujeres que,
repartidos por todo el mundo, trabajaban por cuenta de consultarías y otras empresas
privadas, sin recibir nunca ni un centavo de salario de ninguna agencia gubernamental,
pero sirviendo, no obstante, a los intereses del imperio. Ni podía adivinar
entonces que hacia el fin del milenio iban a ser miles los representantes de una
nueva especie, denominada más eufemísticamente, y que yo iba a representar un papel
señalado en el crecimiento de semejante ejército.
Ann y yo solicitamos el ingreso
en el Peace Corps y ser destinados a la Amazonia. Cuando nos llegó el aviso de
incorporación, al principio sufrí un fuerte desengaño. La carta decía que
íbamos destinados al Ecuador.
¡No, caramba!, pensé. Yo había
solicitado la Amazonia, no África. Fui a buscar un atlas, para mirar dónde
quedaba Ecuador. Cuál no sería mi contrariedad al no localizarlo en el
continente africano. En el índice, sin embargo, descubrí que estaba en Latinoamérica.
Y en el mapa pude ver la red fluvial que bajaba desde los glaciares andinos hasta
el poderoso Amazonas. Otras lecturas me aseguraron que las selvas ecuatorianas
figuraban entre las más variadas y formidables del mundo, y que sus pobladores
indígenas continuaban viviendo como habían venido haciéndolo durante miles de
años. De modo que aceptamos.
Ann y yo pasamos la instrucción
para el Peace Corps en el sur de California. En septiembre de 1968 partimos
hacia Ecuador. En la Amazonia convivimos con los shuar, cuyo estilo de vida,
efectivamente, se asemejaba al de los aborígenes de Norteamérica en la época
precolombina. También trabajamos en los Andes con los descendientes de los
incas. Estaba yo descubriendo un aspecto del mundo cuya existencia ni siquiera
sospechaba. Hasta entonces, los únicos latinoamericanos que yo había visto eran
los señoritos ricos que asistían a las clases de mi padre en el instituto.
Descubrí que me caían bien aquellos nativos cazadores y agricultores. Me sentía
extrañamente emparentado con ellos, y por alguna razón me recordaban a los
pueblerinos que había dejado en mi país.
Hasta el día que apareció en la
pista de aterrizaje comarcal un individuo en traje de ciudad. Era Einar Greve,
vicepresidente de la Chas. T. Main Inc. (MAIN), consultoría internacional que
practicaba una política empresarial de gran discreción. Por entonces, estaba
encargado de estudiar si el Banco Mundial debía prestar a Ecuador y países
limítrofes los miles de millones de dólares necesarios para la construcción de
embalses hidroeléctricos y otras infraestructuras. Además, Einar era coronel de
la Reserva estadounidense.
Para empezar, se puso a hablarme
de las ventajas de trabajar para una compañía como MAIN. Cuando mencioné que
había sido admitido por la NSA antes de ingresar en el Peace Corps, y que
estaba considerando la posibilidad de incorporarme a aquélla, él puso en mi
conocimiento que algunas veces actuaba de enlace con la NSA. Mientras lo decía,
me miraba de una manera que me hizo sospechar que venía con el encargo de
evaluar mi capacidad, entre otras cosas. Hoy creo que estaba poniendo al día mi
perfil y, sobre todo, tratando de calibrar mis aptitudes para sobrevivir en
unos entornos que la mayoría de mis compatriotas juzgarían hostiles.
Pasamos juntos un par de días en
el Ecuador y luego seguimos en contacto por correo. Él me había pedido que le
enviase informes sobre las perspectivas económicas del país. Yo tenía una
pequeña máquina de escribir portátil y me gustaba escribir, de manera que
atendí su petición con mucho gusto. En el plazo de un año le envié a Einar unas
quince cartas bastante extensas. En ellas especulaba sobre el porvenir
económico y político del Ecuador y comentaba la creciente intranquilidad de las
comunidades indígenas enfrentadas a las compañías petroleras, a las agencias
internacionales de desarrollo y a otras tentativas de introducirlos en el mundo
moderno aunque fuese a puntapiés.
Cuando nuestra toumée con Peace
Corps finalizó, Einar me invitó a una entrevista de empleo en la sede central
que tenía MAIN en Boston. En una conversación privada conmigo subrayó que, si
bien el negocio principal de MAIN eran los proyectos de ingeniería, últimamente
su principal cliente, el Banco Mundial, venía indicándole que contratase a
economistas a fin de elaborar los pronósticos económicos indispensables para
determinar la viabilidad y la magnitud de los mencionados proyectos. Y me confesó
que antes de hablar conmigo había contratado a tres economistas muy cualificados,
de credenciales impecables: dos profesores y un licenciado. Pero habían fracasado
miserablemente.
- Ninguno de ellos estaba en
condiciones de elaborar proyecciones económicas sobre países donde no se cuenta
con estadísticas fiables explicó Einar.
Además, siguió diciendo, ninguno
de ellos había aguantado hasta la fecha de expiración de sus contratos, cuyas
condiciones incluían desplazamientos a lejanas regiones de países como Ecuador,
Indonesia, Irán y Egipto para entrevistar a los dirigentes locales e
inspeccionar personalmente las perspectivas de desarrollo económico. Uno de
ellos sufrió una crisis nerviosa en una remota aldea panameña. La policía del
país tuvo que escoltarlo hasta el aeropuerto y meterlo en el avión de regreso a
Estados Unidos.
-Las cartas que enviaste me
dieron a entender que no se te caen los anillos y que sabes buscar datos cuando
no están disponibles. Y después de ver tus condiciones de vida en el Ecuador,
creo que podrás sobrevivir casi en cualquier parte.
Por último, me contó que había
despedido ya a uno de aquellos economistas, y que estaba dispuesto a hacer lo
mismo con los otros dos si yo aceptaba su ofrecimiento.
Así fue como, en enero de 1971,
me vi candidato a un empleo de economista en MAIN. Acababa de cumplir
veintiséis años, la edad mágica a la que ya no podía alcanzarme la tarjeta de
reclutamiento. Lo consulté con Ann y su familia. Ellos me animaron a aceptarlo,
en lo que me pareció notar la influencia del tío Frank. Entonces recordé su comentario
sobre la posibilidad de acabar trabajando para una compañía privada. Sobre esto
nunca se comentó nada de manera explícita, pero tuve la convicción de que mi
empleo en MAIN era consecuencia de las disposiciones tomadas por tío Frank tres
años antes, sumando mis experiencias en Ecuador y mi disposición para enviar
informes sobre la situación económica y política del país.
Sentí vértigo durante varias
semanas y andaba por ahí con el ego bastante henchido. Yo sólo tenía una
licenciatura por la Universidad de Boston, poca cosa para ingresar en el
servicio de estudios económicos de tan empingorotada consultoría. Muchos ex
compañeros míos de Boston rechazados por los militares y que habían continuado
estudios hasta el máster y otros títulos de tercer ciclo se morirían de envidia
cuando lo supieran. Me veía a mí mismo como brillante agente secreto destinado
en países exóticos, acostado en una tumbona al lado de la piscina de mi hotel
de lujo, el martini en la mano y rodeado de espectaculares mujeres en bikini.
Eran sólo fantasías, pero más
tarde hallé que contenían algún elemento verdadero. Aunque Einar me había
contratado como economista, pronto descubrí que mi verdadera misión iba mucho
más allá, y se asemejaba mucho más a las de James Bond de lo que parecía a
primera vista.
2
«Para toda la vida»
En términos legales podría
decirse que MAIN era un coto cerrado. . Apenas un 5 por ciento de sus dos mil
empleados, los llamados socios principales, tenían todas las acciones. Su
posición era muy envidiada. No sólo mandaban sino que además se llevaban la
mayor parte del pastel. Su actitud fundamental, la discreción. Porque trataban
con jefes de Estado y otros altos dirigentes acostumbrados a exigir de sus asesores,
como abogados y psicoterapeutas por ejemplo, el mayor respeto a las normas de
la más estricta confidencialidad. Hablar con la prensa era tabú. No se
toleraba, y punto. Como resultado, casi nadie fuera de la empresa sabía quién
era MAIN, a diferencia de otras competidoras nuestras más conocidas como Arthur
D. Little, Stone & Webster, Brown & Root, Halliburton y Bechtel.
He utilizado la palabra
«competidoras» en sentido figurado, porque MAIN en realidad era jugadora única
en su propia liga. La mayoría de los profesionales contratados eran ingenieros,
pero no teníamos ninguna maquinaria ni construíamos nada, ni que fuese un
barracón para guardar trastos. Muchos empleados eran exoficiales, pero no
teníamos ningún contrato con el Departamento de Defensa ni ningún otro
organismo de los militares. Estábamos en una rama comercial tan diferente de
las normales, que me costó varios meses averiguar de qué se trataba. Sólo sabía
que mi primer destino real iba a ser Indonesia y que formaría parte de un
equipo de once hombres enviados a elaborar un plan maestro de aprovisionamiento
energético para la isla de Java.
También me di cuenta de que Einar
y los demás que me comentaban la misión andaban empeñados en persuadirme de que
la economía de Java estaba en fase de rápido crecimiento. Y que, si quería
perfilarme como buen observador (digno de ofrecerle un ascenso, por tanto), mis
proyecciones económicas debían demostrar eso precisamente.
«Están que se salen del mapa»,
gustaba decir Einar. Alzaba los dedos del papel simulando un vuelo planeado y
agregaba: «¡Una economía que va a despegar como un pájaro!»
Einar salía a menudo de viaje,
pero sus ausencias solían durar sólo dos o tres días. Nadie hablaba mucho de
ello, ni parecía que estuvieran enterados de a dónde iba.
Cuando aparecía por los
despachos, a menudo me invitaba al suyo para tomar unos cafés y charlar.
Entonces me preguntaba por Ann, por nuestro nuevo apartamento o por el gato que
nos habíamos traído de Ecuador. Cuando empecé a conocerlo un poco más, me animé
a dirigirle preguntas sobre su trabajo y sobre lo que se esperaba que yo hiciera
en el mío. Pero nunca recibí una contestación satisfactoria. Era maestro en el arte
de desviar las conversaciones. Una de esas veces me asestó una mirada peculiar.
-No tienes de qué preocuparte
-dijo-. Tenemos grandes planes para ti. El otro día estuve en Washington y ...
-Se interrumpió a sí mismo, con una sonrisa inescrutable-. En cualquier caso,
ya sabes que tenemos un proyecto importante en Kuwait. Será poco antes de que
salgas para Indonesia. Te aconsejo que aproveches algo de tu tiempo para informarte
acerca de Kuwait. La biblioteca pública de Boston es un sitio estupendo para
ello, y podemos conseguirte pases para la del MIT y la de Harvard.
En consecuencia, pasé muchas
horas en esas bibliotecas, sobre todo en la pública de Boston, pues quedaba
cerca de la oficina y casi pegada a mi apartamento en Back Bay. Me familiaricé
con Kuwait y además descubrí muchos libros de estadística económica publicados
por Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
Sabiendo que se me exigiría la elaboración de modelos econométricos para
Indonesia y Java, se me ocurrió que podría entrenarme preparando uno para Kuwait.
Sin embargo, yo había estudiado
administración de empresas y no estaba preparado para realizar cálculos
econométricos, así que dediqué la mayor parte del tiempo a tratar de cubrir esa
laguna. Incluso me apunté a un par de cursos sobre la cuestión. En este proceso
descubrí que las estadísticas pueden manipularse y dar lugar a una gama de
conclusiones muy amplia, incluyendo las que corroboren las preferencias del analista.
MAIN era una corporación
machista. En 1971 sólo empleaba a cuatro mujeres en cargos profesionales. Sin
embargo, tendrían unas doscientas empleadas entre la dotación de secretarias
personales: una para cada vicepresidente y cada director de departamento y el
equipo de mecanógrafas a disposición de todos nosotros, los demás. Yo estaba
acostumbrado a esta discriminación de género, por lo que me sorprendió especialmente
lo que sucedió cierto día en la sala de lectura de la biblioteca pública.
Una atractiva morena se acercó y
fue a sentarse en el sillón de enfrente.
Se veía muy sofisticada con su
traje sastre verde. Al observarla mientras procuraba hacerme el indiferente, o
el disimulado, me pareció algunos años mayor que yo. Al cabo de un rato, sin
decir palabra, ella empujó hacia mí un libro abierto. Contenía una tabla con
información sobre Kuwait que yo había solicitado anteriormente, y una tarjeta
de visita. El nombre decía Claudine Martin y el cargo: «Asesora especial en Chas.
T. Main, Inc.» Al levantar los ojos me tropecé con la seductora mirada de sus ojos
verdes. Ella me tendió la mano. «Tengo instrucciones de ayudarte en tu preparación»
anunció. No podía creer que aquello me estuviera sucediendo a mí.
A partir del día siguiente nos
reunimos en el apartamento que Claudine tenía en Beacon Street, no lejos de las
oficinas centrales de MAlN en el Prudential Center. En nuestra primera hora de
diálogo me manifestó que mi posición era poco común y exigía, entre otras
cosas, la más estricta confidencialidad. Me explicó por qué nadie me había dado
una descripción de mi puesto de trabajo. Nadie estaba autorizado a hacerlo...
excepto ella. Y por último me aclaró que su misión consistía en hacer de mí un
gángster económico.
La expresión evocaba asociaciones
de gabardinas largas y revólveres ocultos. Se me escapó una risa nerviosa, que
me dejó un poco avergonzado. Ella sonrió y me aseguró que el efecto humorístico
era uno de los motivos de la elección del término. «Quién se lo va a tomar en
serio», comentó. -
Confesé mi total ignorancia en
cuanto a las funciones de un gángster económico.
- No eres el único - rió ella -.
Somos una especie rara y estamos en un negocio sucio. Nadie debe conocer tu
actividad, ni siquiera tu mujer. - A continuación se puso seria y agregó -: Voy
a hablarte con plena franqueza y voy enseñarte todo lo que sé durante las
semanas de que disponemos. Después de eso, te tocará a ti decidir. Será una
decisión definitiva. Cuando se entra en esto, se entra para toda la vida.
Después de esta conversación casi
nunca volvió a utilizar la expresión completa de economic hit man. Éramos unos
EHM y nada más.
Ahora sé una cosa que desconocía
entonces: que Claudine aprovechó todas mis debilidades, recogidas en el perfil
de mi carácter trazado por la NSA. Ignoro quién le comunicaría la información,
si fue Einar, la NSA, el departamento de personal de MAIN o alguna otra fuente.
Pero supo explotarla con maestría. Aplicó una combinación de seducción física y
manipulación verbal que parecía expresamente diseñada para mí. Y sin embargo,
luego la he visto utilizada numerosas veces en muchos tipos diferentes de
negociación, cuando el envite es cuantioso y hay mucha prisa por cerrar el lucrativo
acuerdo. Ella supo desde el primer momento que yo jamás pondría en peligro mi
matrimonio con la revelación de unas actividades clandestinas que, según dejó
claro con brutal franqueza; me obligarían a sumergirme en aguas más bien
turbias.
En cuanto a quién le pagaba su
salario, en realidad no tengo ni la menor idea, aunque tampoco tengo razones
para dudar de que fuese efectivamente MAIN, como decía su tarjeta. En aquella
época yo era demasiado ingenuo y muy tímido, y estaba demasiado confuso para
formular las preguntas que hoy me parecen obvias.
Claudine enumeró los dos
objetivos principales de mi trabajo. En primer lugar, yo debía justificar los
grandes créditos internacionales cuyo dinero regresaría canalizado hacia MAIN y
otras compañías estadounidenses (como Bechtel, Halliburton, Stone & Webster
y Brown & Root) en pago de grandes proyectos de ingeniería y construcción.
Segundo, debía conseguir la quiebra de los países que hubiesen recibido esos
créditos (aunque no antes de que hubiesen pagado a MAIN y a las demás empresas
contratistas estadounidenses, como es natural), a fin de dejarlos prisioneros
para siempre de sus acreedores. Y así serían receptivos cuando les pidiéramos
favores como bases militares, sus votos en Naciones Unidas o el acceso a sus
recursos naturales, como el petróleo y otros.
Mi trabajo, siguió explicando,
consistiría en estudiar los países y elaborar previsiones sobre los efectos de
esas inversiones multimillonarias en dólares. Concretamente, debía producir
estudios que anticipasen el ritmo del desarrollo económico a veinte o
veinticinco años vista y que evaluasen el impacto de una serie de proyectos.
Por ejemplo, si se tomaba la decisión de prestar 1.000 millones de dólares a un
país para disuadir a sus dirigentes de alinearse al lado de la Unión Soviética,
yo tendría que comparar las ventajas de invertir dicha suma en centrales generadores
de energía o en una nueva red nacional de ferrocarriles, o en un sistema de
telecomunicaciones. O si las órdenes eran que se le concediese al país la
oportunidad de dotarse de un moderno sistema público de suministro eléctrico, yo
debía presentar cifras que demostrasen que dicho sistema produciría un desarrollo
económico suficiente para justificar la cuantía del empréstito. En todos los
casos, el factor crítico era el producto interior bruto (PIB). Ganaba el
proyecto que produjese el mayor crecimiento anual del PIB. Y cuando fuese uno
solo el proyecto considerado, mis cifras demostrarían que su realización
produciría superiores beneficios en términos del PIB.
En cada uno de estos proyectos,
el aspecto tácito era la intención de originar sustanciosos beneficios para las
contratistas y hacer muy feliz al puñado de las familias más ricas e
influyentes del país receptor. Al mismo tiempo, dicho país quedaba sumido en la
dependencia financiera por muchos años, y cautiva la voluntad de sus dirigentes
políticos. Y así en todo el mundo: cuanto más grandes los créditos, mejor. La
carga de la deuda privaría de atenciones sanitarias, educación y otros beneficios
sociales a los ciudadanos más pobres, también durante muchos años, pero eso no
se tomaba en consideración.
Claudine y yo discutimos con
franqueza la naturaleza engañosa del PIB. Por ejemplo, puede reflejarse un
crecimiento del PIB incluso cuando éste aproveche a una sola persona, como
podría ser el caso del propietario único de la empresa monopolizadora de un
servicio público, y aunque la mayoría de la población quede agobiada por el
lastre de la deuda. Los ricos se vuelven cada vez más ricos, y los pobres cada
vez más pobres. Pero desde el punto de vista estadístico, el resultado figura
como un progreso económico.
Lo mismo que la ciudadanía
estadounidense en general, muchos empleados de MAIN creían que estábamos
haciendo favores a los países donde se construían las centrales eléctricas, las
carreteras y los puertos. Nuestras escuelas y nuestros periódicos nos han
enseñado a percibir como actos de altruismo todo lo que hacemos. En los años
transcurridos he escuchado muchas veces comentarios como el siguiente: «Puesto
que no hacen más que salir a quemar nuestra bandera y a manifestarse delante de
nuestra embajada, ¿por qué no nos vamos de su condenado país y que se revuelquen
en su propia miseria?»
Las personas que dicen cosas así,
muchas veces tienen diplomas que certifican su excelente educación. Pero esas
personas no tienen ni idea de que establecemos embajadas en todos los países
del mundo para servir a nuestros intereses. Y éstos, durante la segunda mitad
del siglo XX, se han concretado en la metamorfosis de la república
estadounidense en un imperio global. Pese a sus títulos, las personas aludidas
son tan ignorantes como aquellos colonizadores del siglo XVIII cuando creían a
pie juntillas que los indios que peleaban por defender sus tierras eran siervos
del Diablo.
Transcurridos algunos meses, yo
viajaría a la isla de Java, perteneciente al Estado indonesio y descrita en la
época como la parcela más superpoblada del planeta. Dicho sea de paso,
Indonesia era país productor de petróleo, además de musulmán y semillero de
actividades comunistas.
«Es la ficha siguiente del dominó
después de Vietnam. Es preciso que nos ganemos a los indonesios. Si ellos
también se unen al bloque comunista, bueno... », me dijo una vez Claudine cruzándose
la garganta con el dedo índice mientras sonreía dulcemente. «Limitémonos a
decir que debes presentar una proyección muy optimista sobre esa economía y de
cómo prosperará una vez que estén construidas todas esas centrales y líneas de
distribución eléctrica. Eso proporcionará a USAID y a la banca internacional la
justificación para los créditos. Tú recibirás una buena remuneración, por
supuesto, y podrás pasar a nuevos proyectos en otros lugares exóticos. El mundo
es tu carrito del supermercado.»
Pero no dejó de advertirme que mi
trabajo iba a ser duro. «Los expertos de los bancos irán por ti. El trabajo de
ellos consiste en descubrir los fallos de tus proyecciones. Ellos quedan bien
cuando consiguen hacerte quedar mal.»
Cierto día le recordé a Claudine
que el equipo que MAIN enviaría a Java estaba formado por diez hombres además
de mí, y le pregunté si todos estaban recibiendo el mismo tipo de
entrenamiento. Ella me aseguró que no. «Ellos son ingenieros - dijo -. Proyectan
las centrales, las líneas de transporte y de distribución, así como los puertos
y las carreteras para traer el combustible. Tú eres el que predice el futuro.
De tus previsiones depende el tamaño de los sistemas que ellos proyecten... y
la magnitud de los créditos. Ya lo ves. Tú eres la clave.»
Al salir del apartamento de
Claudine siempre me preguntaba si estaría haciendo bien. En el fondo de mi
corazón sospechaba que no. Pero me asediaban las frustraciones de mi pasado. Al
parecer, MAIN me ofrecía todo lo que siempre había echado en falta. A pesar de ello,
no dejaba de preguntarme qué habría dicho Tom Paine. Por último me convencí de
que aprendiendo más, acumulando experiencias, más tarde podría denunciarlo
todo. La vieja justificación de «conocer el pecado para combatirlo mejor».
Cuando le confié esta idea a
Claudine, ella me dirigió una mirada llena de perplejidad. «No seas ridículo.
Una vez que has entrado ya no se puede salir. Debes decidirlo tú antes de
comprometerte más a fondo.» Lo entendí, pero lo que dijo me espantó. Al salir
anduve pensativo por Cornmonwealth Avenue y, después de doblar por Dartmouth
Street, me persuadí de que yo sería la excepción. Una tarde, varios meses
después, Claudine y yo estábamos sentados junto a la ventana viendo caer la
nieve sobre Bacon Street.
-Formamos parte de un club
reducido y selecto -dijo-o Se nos paga, y muy bien por cierto, para estafar
miles de millones de dólares a muchos países de todo el mundo. Buena parte de
tu trabajo consistirá en estimular a los líderes de esos países para que entren
a formar parte de la extensa red que promociona los intereses comerciales de
Estados Unidos.
En último término esos líderes
acaban atrapados en la telaraña del endeudamiento, lo que nos garantiza su
lealtad. Podemos recurrir a ellos siempre que los necesitemos para satisfacer
nuestras necesidades políticas, económicas o militares. A cambio, ellos
consolidan su posición política porque traen a sus países complejos
industriales, centrales generadoras de energía y aeropuertos. Y los propietarios
de las empresas estadounidenses de ingeniería y construcción se hacen
inmensamente ricos.
Esa tarde, en el idílico ambiente
del apartamento de Claudine, descansando junto a la ventana mientras la nieve
se arremolinaba en el exterior, conocí la historia de la profesión en que me
disponía a ingresar. Claudine me recordó cómo se han construido los imperios de
casi todas las épocas: mediante el uso de la fuerza militar, o la amenaza de
usarla. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, con la emergencia de la
Unión Soviética y el espectro del holocausto nuclear, la solución militar llegó
a ser demasiado peligrosa.
El momento decisivo se produjo en
1951 con la rebelión de Irán contra una compañía petrolera británica que estaba
esquilmando los recursos naturales del país y explotando a su gente. Esta
compañía fue la antecesora de British Petroleum, la actual BP. En respuesta, un
primer ministro iraní democráticamente elegido y muy popular (fue el Personaje
del Año de la revista Time en 1951), Mohammad Mosaddeq, nacionalizó todos los
yacimientos petrolíferos iraníes. Los indignados ingleses solicitaron ayuda a
sus aliados de la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses. Pero ambos
países temieron que unas represalias militares provocasen la reacción soviética
en favor de Irán.
Por tanto, en vez de enviar la
Infantería de Marina, Washington despachó a Kermit Roosevelt, nieto de Theodore
y agente de la CÍA. Su actuación fue brillante. Conquistó muchas voluntades
mediante amenazas y sobornos. Con estas complicidades organizó algaradas
callejeras y manifestaciones violentas, lo cual creó la impresión de que
Mosaddeq era un ministro tan impopular como inepto. Finalmente Mosaddeq cayó (y
pasó el resto de su vida en arresto domiciliario). El proamericano Mohammad
Reza Shah se erigió en dictador indiscutible. De esta manera, Kermit Roosevelt
creó el escenario para una nueva profesión, la misma a cuyas filas me disponía
a sumarme.¹
Además de reconfigurar toda la
historia del Oriente Próximo, la táctica de Roosevelt arrinconaba de una vez
por todas las viejas estrategias de la construcción de imperios. También
coincidió con los primeros experimentos de «acciones militares limitadas no
nucleares», de cuya doctrina resultaron finalmente para Estados Unidos las
humillaciones de Corea y Vietnam. En 1968, el año en que fui entrevistado por
la NSA, era ya evidente que si Estados Unidos quería realizar el sueño de un
imperio global (tal como lo habían planteado hombres como los presidentes
Johnson y Nixon), tendría que recurrir a estrategias calcadas del ejemplo iraní
sentado por Roosevelt. Era la única manera de derrotar a los soviéticos sin
incurrir en el riesgo de una guerra nuclear.
Restaba un
problema, no obstante. Kermit Roosevelt había sido un agente de la CIA. Las
consecuencias habrían podido ser funestas si lo hubiesen atrapado. Él orquestó
la primera operación de Estados Unidos para derribar a un gobierno extranjero.
Era probable que se recurriese a este expediente muchas veces más, pero interesaba
buscar un planteamiento que no implicase directamente a Washington.
Por fortuna
para los estrategas, la década de 1960 fue también testigo de otra revolución:
el auge de las corporaciones multinacionales y de los organismos internacionales
como el Banco Mundial y el FMl. Estos dependían para su financiación
principalmente de Estados Unidos y de nuestros primos europeos, también
constructores de imperios. Se desarrolló una relación simbiótica entre el gobierno,
las empresas y los organismos internacionales.
En la época en
que me matriculé en la EADE de Boston, la solución al problema «Roosevelt
percibido como agente de la CIA» estaba ya bien diseñada. Las agencias de
inteligencia estadounidenses, entre ellas la NSA, identificarían a posibles EHM
y estos podrían a continuación ser contratados por las multinacionales. A los
gángsteres económicos jamás les pagaría ningún organismo público, sino que
serían asalariados del sector privado. En consecuencia, su trabajo sucio, caso
de resultar descubierto, sería atribuido a la codicia de las empresas, no a la
política gubernamental. Las compañías que los contratasen, aunque pagadas por
las agencias gubernamentales y sus colaboradores necesarios de la banca
internacional (con dinero del contribuyente), no estaban sometidas a la
fiscalización del Congreso ni a los criterios de la opinión pública. Además
quedarían protegidas por un escudo legislativo cada vez más sólido, formado por
leyes sobre la propiedad comercial, el comercio internacional y restricciones
de la libertad de información.²
- Ya lo ves
-concluyó Claudine-. No somos más que la segunda generación, herederos de la
tradición gloriosa que comenzó cuando tú estabas en el tercer año de la escuela
elemental.
3
Indonesia: lecciones de gangsterismo
económico
Además de prepararme para mi nueva
carrera, hice muchas lecturas sobre Indonesia. «Cuanto más sepas acerca de un
país antes de visitarlo, más fácil te resultará la tarea», me había aconsejado
Claudine. Me lo tomé a pecho.
Cuando Colón zarpó en 1492, lo
que buscaba era Indonesia, conocida entonces como las islas de las especias. En
toda la época colonial estuvieron consideradas un tesoro mucho más importante
que las Américas. En especial Java, con sus ricas telas, sus fabulosas especias
y sus opulentos reinos, era la joya de la corona y el escenario de violentas
rivalidades entre los aventureros españoles, holandeses, portugueses y británicos.
Holanda quedó vencedora en 1750, pero si bien controlaron Java, los holandeses
necesitaron más de ciento cincuenta años para llegar a dominar los confines del
archipiélago.
Durante la Segunda Guerra
Mundial, los japoneses invadieron Indonesia. Poca resistencia pudieron ofrecer
las guarniciones holandesas. De ello resultaron terribles padecimientos para
los indonesios y en especial para los javaneses. Después de la rendición del
Japón surgió un líder carismático, Sukarno, que declaró la independencia. Tras
cuatro años de hostilidades, los holandeses finalmente arriaron la bandera el
27 de diciembre de 1949, y devolvieron la soberanía a un pueblo que no había
conocido otra cosa más que guerras y dominaciones durante más de tres siglos. Sukarno
fue el primer presidente de la nueva república.
Gobernar Indonesia, sin embargo,
se evidenció corno un reto mucho más difícil que derrotar a los holandeses. Ese
archipiélago de unas 17.500 islas, lejos de ser homogéneo, era un hervidero de
tribalismos, culturas divergentes, docenas de idiomas y dialectos y grupos
étnicos que albergaban enemistades seculares. Los conflictos eran frecuentes y brutales,
y Sukarno intervino con mano de hierro. Disolvió el Parlamento en 1960 y se hizo
nombrar presidente vitalicio en 1963. Selló estrechas alianzas con los
regímenes comunistas a cambio de instructores y material militar. Envió sus
tropas pertrechadas por los rusos a la vecina Malasia en un intento de extender
el comunismo por el Sudeste asiático y merecer así la aprobación de los líderes
socialistas del planeta.
Surgió la oposición, y hubo un
golpe de Estado en 1965. Sukarno se salvó de ser asesinado sólo gracias a la astucia
de su amante. Muchos de sus altos mandos militares y colaboradores más íntimos
tuvieron menos suerte. La sucesión de los hechos recuerda la de Irán en 1953.
En el desenlace final, se echó la culpa de todo al partido comunista y en
especial a sus facciones prochinas. Las matanzas subsiguientes, inducidas por
los militares, hicieron de trescientas mil a medio millón de víctimas, según
estimaciones. El líder de los golpistas, el general Suharto, asumió la
presidencia en 1968.¹
En 1971 el interés de Estados
Unidos en alejar a Indonesia de la órbita comunista era enorme, porque el
desenlace de la guerra de Vietnam empezaba a verse muy incierto. El presidente
Nixon había iniciado una serie de retiradas de tropas en verano de 1969 y
Estados Unidos empezaba a adoptar una estrategia nueva, de un tipo más global.
El objetivo de dicha estrategia consistía en contrarrestar el «efecto dominó»,
es decir, evitar que los países fuesen cayendo uno tras otro bajo regímenes
comunistas. Se fijaron las prioridades en un par de países, pero Indonesia era
la clave. El proyecto de electrificación de MAIN era parte de un plan más amplio
con el objeto de asegurar el dominio estadounidense en el Sudeste asiático.
La premisa de la política
exterior estadounidense era que Suharto se pondría al servicio de Washington de
la misma manera que el sha en Irán. Además, Estados Unidos confiaba en que
aquel país sirviera de modelo para otros de la región. En parte, Washington
basaba su estrategia en la suposición de que las ventajas logradas en Indonesia
repercutirían positivamente sobre todo el mundo islámico y particularmente en
la explosiva región del Oriente Próximo. Por si eso no fuese incentivo
suficiente, Indonesia tenía además yacimientos de petróleo. No se conocía con
exactitud ni el tamaño ni la calidad de sus reservas, pero los sismólogos de
las petroleras rebosaban optimismo en cuanto a sus posibilidades.
Mientras empollaba los libros de
la biblioteca pública de Boston mi entusiasmo aumentaba. Mi imaginación me
sugería una vida de aventuras. Como empleado de MAIN, iba a reemplazar el
espartano estilo de vida del Peace Corps por un tren mucho más espléndido y
lujoso. Mis ratos con Claudine habían significado ya la realización de una de
mis fantasías. Casi era demasiado bueno para ser cierto, y me sentí resarcido,
al menos en parte, por mis años de encierro en el internado masculino.
Al mismo tiempo sucedían otras
cosas en mi vida. Ann y yo estábamos cada vez más distanciados. Supongo que
debió darse cuenta de que yo llevaba una doble vida. Yo me justificaba ante mí
mismo acudiendo al resentimiento que había provocado el casarme por obligación.
Aunque ella siempre estuvo a mi lado y soportó conmigo la aspereza de la misión
del Peace Corps en Ecuador, para mí Ann seguía representando la continuación de
aquella pauta de sumisión a las voluntades de mis padres. Ahora que paso revista
a los acontecimientos estoy seguro de que mi relación con Claudine también tuvo
mucho que ver, por supuesto. Esto no podía mencionárselo a Ann, pero ella lo
adivinaba. En cualquier caso, decidimos mudarnos a apartamentos separados.
Cierto día de 1971 -faltaba más o
menos una semana para la fecha de partida a Indonesia-, al llegar al piso de
Claudine vi la mesita de la sala puesta con un surtido de canapés y quesos
variados, y también una buena botella de Beaujolais. Ella me recibió con un
brindis.
-Lo has conseguido -dijo con una
sonrisa, que sin embargo me pareció algo ambigua-. Ya eres de los nuestros.
Charlamos alegremente como media
hora. Y luego, mientras apurábamos la botella, me dirigió una mirada que nunca
le había visto. -Jamás le hables a nadie de nuestros encuentros -dijo con voz
enérgica -. Nunca te lo perdonaría, y además negaría haberte conocido alguna
vez.
Después de asestarme otra ojeada
tan severa que por primera vez llegué a sentirme amenazado, soltó una carcajada
sarcástica y agregó:
-Si mencionaras algo de esto, la
vida podría llegar a ponerse peligrosa para ti. Quedé petrificado. La sensación
fue terrible. Pero más tarde, mientras regresaba solo al Prudential Center,
admiré la astucia del procedimiento. De hecho, todas nuestras entrevistas
habían ocurrido en el apartamento de ella. No existía ninguna prueba de nuestra
relación, ni mediación alguna demostrable por parte de nadie de MAIN. Por otro
lado, tuve que reconocer que me había hablado con franqueza, sin tratar de
torcer mi voluntad como lo hicieron mis padres con lo de Tilton y lo de
Middlebury.
4
Salvar a una nación del
comunismo
Yo tenía una visión idealizada de
Indonesia, el país donde iba a vivir durante los próximos tres meses. En
algunos de los libros que había leído había visto fotos de bellas mujeres
envueltas en sarongs de luminosos colores, exóticas bailarinas balinesas,
chamanes que escupían fuego y guerreros en sus largas canoas de troncos ahuecados
remando por aguas de color esmeralda a los pies de volcanes coronados de humo.
Me sorprendió especialmente una serie dedicada a los magníficos galeones de los
infames piratas Bugi, con sus impresionantes velas negras, que todavía surcaban
las aguas del archipiélago, y que en otros tiempos atemorizaron a los marineros
europeos hasta tal punto que, cuando éstos regresaban a sus hogares y les
tocaba reprender a sus hijos, solían decirles: «Si no te portas bien llamaré a
los piratas Bugi y vendrán por ti». ¡Ah! ¡Cómo agitaban mi espíritu esas
imágenes!
La historia y las leyendas del
país presentaban una galería de personajes descomunales: dioses iracundos,
dragones de Komodo, opulentos sultanes tribales. Leyendas ancestrales muy
anteriores al nacimiento de Cristo habían viajado a través de las cordilleras
asiáticas y los desiertos de Persia para cruzar el Mediterráneo y quedar
profundamente grabadas en los repliegues más escondidos de nuestra psicología
colectiva. Hasta los nombres de aquellas fabulosas islas -Java, Sumatra, Borneo,
las Célebes- seducían a la imaginación. Eran tierras de misticismo, de leyenda y
de erótica belleza, el tesoro que Colón buscó y nunca pudo alcanzar, la
princesa deseada y jamás poseída por España, por Holanda, por los portugueses y
los japoneses. Una fantasía y un sueño.
Mis expectativas eran elevadas,
como las de aquellos grandes exploradores, supongo. Pero, al igual que Colón,
debí haber aprendido a moderar mis fantasías. Tal vez era de prever que el faro
del destino no siempre apunta a los horizontes que habíamos imaginado.
Indonesia ciertamente ofrecía tesoros, pero no era la cornucopia de todas las
riquezas que yo esperaba. En efecto, mis primeros días bajo la tórrida atmósfera
de su capital, Yakarta, en el verano de 1971, me reservaban muchas sorpresas.
Ciertamente, la belleza estaba
allí. Mujeres espléndidas que vestían sarongs multicolores, jardines exuberantes,
cargados de flores tropicales. Exóticas bailarinas balinesas. Triciclos
pintados con escenas de vivos colores hasta en los respaldos de los asientos,
donde los pasajeros se arrellanaban de cara al hombre que pisaba los pedales. Mansiones
de estilo colonial holandés y mezquitas con minaretes. Pero la ciudad presentaba
también su lado sórdido y trágico. Leprosos que alzaban muñones ensangrentados
en vez de manos. Muchachas que vendían su cuerpo a cambio de unas monedas. Los
canales construidos por los holandeses, antaño espléndidos, convertidos en
cloacas a cielo abierto. Barracas de cartón donde vivían familias enteras sobre
los vertederos que cubrían las orillas de los ríos de aguas inmundas. Bocinazos
incesantes y humos apestosos. Lo bello y lo feo, lo elegante y lo vulgar, lo
espiritual y lo profano. Eso era Yakarta, donde los perfumes tentadores del
clavo y de la orquídea competían con las miasmas de aquellos albañales.
Sin embargo, no era la primera
vez que yo veía la pobreza. Algunos de mis compañeros de colegio en New
Hampshire vivían en barracas cubiertas de cartón alquitranado y se presentaban
a clase vistiendo chaquetas deshilachadas y viejas zapatillas de tenis en pleno
invierno, con temperaturas exteriores bajo cero, los cuerpos sin lavar que
apestaban a sudor rancio y a estiércol. En los Andes había convivido con
campesinos cuya dieta consistía casi exclusivamente de maíz seco y patatas, y
donde a veces parecía que los recién nacidos tenían tantas probabilidades de morir
como de llegar a cumplir su primer año. La pobreza, pues, no me era desconocida,
pero no estaba preparado para lo de Yakarta.
Nuestro grupo se alojaba en el
hotel más elegante de la ciudad, por supuesto, que era el Intercontinental
Indonesia, propiedad de la Pan American Airlines como todos los de la cadena
Intercontinental, presente en todo el planeta. Allí, los extranjeros ricos veían
atendidos todos sus caprichos; en especial los ejecutivos de las compañías petroleras
y las familias de éstos. La primera noche de nuestra estancia, Charlie Illingworth,
el director de nuestro proyecto, nos agasajó con una cena en el fastuoso restaurante
del ático.
Charlie era entendido en temas
bélicos; dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a leer libros de historia y
novelas históricas sobre grandes caudillos militares y batallas célebres. Era
el paradigma del estratega de tertulia, y partidario de la guerra de Vietnam. Como
de costumbre, aquella noche vestía pantalón bombacho color caqui y camisa también
de color caqui, de manga corta y con presillas en los hombros al estilo
militar.
Después de darnos la bienvenida
encendió un puro. «Por la buena vida», suspiró levantando la copa de champagne.
«Por la buena vida», le hicimos eco, y las copas tintinearon.
Rodeado de volutas de humo,
Charlie paseó la mirada por el salón.
-Estaremos bien atendidos aquí -
dijo acompañando las palabras con varios cabezazos de satisfacción. Los
indonesios cuidarán de nosotros, y también los de nuestra embajada. Pero no
olvidemos que hemos venido con una misión que cumplir. Miró un puñado de fichas
que tenía delante.
- Sí. Estamos aquí a fin de
desarrollar un plan maestro para la electrificación de Java, el lugar más
poblado del mundo. Pero eso no es más que la punta del iceberg. Su expresión se
ensombreció, me recordó al actor George C. Scott en su papel de General Patton,
uno de los héroes de Charlie.
- Estamos aquí para salvar el
país de las garras del comunismo. Que no es poca cosa. Como saben ustedes,
Indonesia tiene una historia larga y trágica. Ahora, cuando se disponía a
entrar definitivamente en el siglo XX, se ha visto enfrentada a una nueva prueba.
Es nuestra responsabilidad conseguir que Indonesia no siga los pasos de sus vecinos
del norte, Vietnam, Camboya y Laos. El sistema eléctrico integrado será un elemento
clave. Con eso, más que con ningún otro factor, salvo la posible excepción del
petróleo, quedará asegurada la presencia del capitalismo y de la democracia.
Después de una pausa para inhalar
del puro y barajar sus anotaciones, prosiguió:
-Y hablando de petróleo. Todos
sabemos hasta qué punto lo necesita nuestro país.
Indonesia puede llegar a ser una
aliada poderosa en tal sentido. De manera que, cuando desarrollen ustedes ese
plan maestro, tengan la bondad de recordar lo que van a necesitar la industria
del petróleo y las demás que dependen de ella, los puertos, los oleoductos, las
constructoras. Debe proporcionárseles lo que haga falta en términos de consumo
eléctrico para los veinticinco años de vigencia de ese plan.
Alzó los ojos de sus fichas y se
encaró directamente conmigo mientras continuaba diciendo:
- Más vale exagerar, que
quedarnos cortos. No vaya a caer sobre nuestras cabezas la sangre de los niños
de Indonesia, o la nuestra. No vayan a tener que vivir bajo la hoz y el martillo,
¡o bajo la bandera roja de China!
Aquella noche, acostado en mi
cama a muchos metros de altura sobre la ciudad, entre la seguridad y el lujo de
una suite de primera clase, evoqué la imagen de Claudine. Me desvelaban sus
discursos sobre la deuda externa. Intenté tranquilizarme recordando mis cursos
de teoría macroeconómica en la escuela de administración de empresas. Al fin y
al cabo, me decía, estoy aquí para ayudar a Indonesia, para que salga de su
economía medieval y pase a ocupar su lugar en el mundo industrial moderno. Pero
yo sabía que al amanecer, cuando echase la primera ojeada desde mi ventana, más
allá de la opulencia de los jardines del hotel y de las piscinas, podría ver los
barrios de barracas que se extendían alrededor, hasta muchos kilómetros de distancia.
No ignoraba que ahí fuera estaban muriendo muchos niños por falta de alimento y
de agua potable, y que tanto los menores como los adultos padecían enfermedades
horribles y soportaban condiciones de vida inhumanas.
Seguí dando vueltas en mi cama
sin pegar ojo. Era innegable que tanto Charlie como los demás miembros del
equipo estábamos allí por motivos egoístas. Promovíamos la política exterior de
Estados Unidos y los intereses corporativos. Nos impulsaba la codicia y no un
supuesto deseo de mejorar las condiciones de vida de la gran mayoría de los
indonesios. Una palabra acudió a mi mente: la corporatocracia. No consigo
recordar si la había escuchado en alguna parte o la inventé yo mismo, pero me
pareció perfecta para describir la nueva clase dominante que se había metido
entre ceja y ceja el afán de dominar el planeta.
Era una cofradía de unos pocos,
estrechamente unidos por unos objetivos comunes. Los miembros de esa cofradía
pasaban con facilidad de los consejos de administración a los cargos públicos,
y viceversa. Se me antojaba que el entonces presidente del Banco Mundial,
Robert McNamara, era el ejemplo perfecto. Había pasado de su puesto de
presidente de Ford Motor Company a la secretaría de Defensa con los gabinetes
de Kennedy y Johnson, y en aquellos momentos era la autoridad máxima de la
institución financiera más poderosa del mundo.
Comprendía también que mis
profesores de la EADE no habían captado la verdadera naturaleza de las
magnitudes macroeconómicas. Que en muchos casos, contribuir al crecimiento
económico de un país sólo servía para enriquecer todavía más a los que estaban
en la cima de la pirámide, sin hacer nada por los de abajo excepto empujarlos
más abajo “todavía”. En efecto, la promoción del capitalismo muchas veces
produce un sistema parecido a las sociedades feudales de la Edad Media. Si
alguno de mis profesores lo sabía, nunca nos lo contó, probablemente porque las
grandes empresas y los hombres que las dirigen financian las universidades. Si aquellos
profesores nos hubieran enseñado la verdad, sin duda les habría costado el empleo,
lo mismo que podían costármelo a mí unas revelaciones por el estilo.
Esos pensamientos me hicieron
pasar en vela todas las noches que estuve en el Hotel Intercontinental
Indonesia. En el fondo, no tenía más argumentos para mi defensa que los de
orden personal: había luchado mucho para escapar de aquel pueblo de New
Hampshire, de aquella escuela y del servicio militar. Mediante una combinación
de coincidencias y el trabajo asiduo, me había ganado una poltrona en la buena
vida. También me consolaba diciéndome que mi actuación era correcta según las
normas de mi propia cultura. Estaba en vías de convertirme en un analista económico
prestigioso y respetado. Hacia lo que la escuela de administración de empresas
nos preparaba para hacer. Iba a implementar un modelo de desarrollo sancionado
por las mejores cabezas de los mejores equipos pensantes del mundo.
De madrugada, no obstante, me
consolaba muchas veces con una promesa: que algún día denunciaría la verdad.
Después de esto me adormecía leyendo una novela de Louis l'Amour sobre
aventuras de pistoleros del viejo Oeste
5
Cómo vendí mi alma
Nuestro equipo de once personas
pasó seis días en Yakarta para registrarse en la embajada, reunirse con varios
funcionarios, organizarse y descansar junto a la piscina. Me sorprendió la gran
cantidad de estadounidenses que vivían en el InterContinental. Me gustaba
contemplar a las jóvenes y bellas esposas de los ejecutivos de las petroleras y
constructoras estadounidenses, que se pasaban los días en la piscina y las noches
cenando en la media docena de elegantes restaurantes del hotel y de los alrededores.
Hasta que Charlie dio la orden de
trasladarnos a Bandung, una ciudad de la región montañosa. Allí el clima era
más suave, la pobreza menos visible y las distracciones más escasas. Nos
alojamos en un parador público llamado Wisma, con gerente, cocinero, jardinero
y demás personal de servicio. Construido durante la época colonial holandesa,
el Wisma era un remanso. Tenía una terraza espaciosa, con vistas a las grandes
plantaciones de té que cubrían las suaves ondulaciones de las colinas y subían por
las laderas de los volcanes de lava, al fondo. Además del alojamiento se nos suministraron
once todo terrenos Toyota, cada uno con su chófer y su intérprete. Por último
fuimos obsequiados con la inscripción gratuita en el exclusivo Bandung Golf and
Racket Club e instalados en una suite de despachos perteneciente al cuartel general
de la Perusahaan Umum Listrik Negara (PLN), la compañía eléctrica de titularidad
pública.
Para mí, los primeros días de
estancia en Bandung consistieron en una serie de entrevistas con Charlie y con
Howard Parker. Era éste un septuagenario jubilado, que había sido jefe de
previsión de carga de New England Electric System. En aquellos momentos era el
responsable de pronosticar la cantidad de energía y la capacidad de generación
(la «carga») que iba a necesitar la isla de Java en el transcurso de los próximos
veinticinco años. Además, debía desglosar esas magnitudes por regiones y por
ciudades. Y corno la demanda de electricidad guarda una correlación estrecha
con el crecimiento económico, las previsiones de Parker dependían de mis
proyecciones económicas. Los demás del equipo elaborarían entonces el plan
maestro con arreglo a estos datos, lo que significaba ubicar y proyectar las
centrales generadoras, las líneas de transporte y distribución y los sistemas
de transporte del combustible para abastecer las centrales, todo ello bajo la condición
de satisfacer nuestras predicciones con la mayor eficiencia posible. Durante nuestras
reuniones Charlie subrayaba sin cesar la importancia de mi trabajo, y me incordiaba
con la necesidad de ser muy optimista en mis proyecciones. Claudine tenía razón.
Yo era la clave de todo el plan maestro.
-Dedicaremos nuestras primeras
semanas aquí a recopilar los datos -explicó Charlie.
Él, Howard y yo ocupábamos unos
grandes sillones de mimbre en el fastuoso despacho particular de Charlie. Las
paredes estaban decoradas con tapices de batik que representaban batallas de la
antigua epopeya hindú del Ramayana. Charlie exhalaba vaharadas de un grueso
puro.
- Los ingenieros van a reunir
información detallada del sistema eléctrico actual, de las capacidades
portuarias, las carreteras, los ferrocarriles y todo eso.
Y luego, apuntándome con el puro,
añadió:
- Necesitaremos que trabaje usted
con rapidez. A finales del primer mes Howard necesitará poder hacerse una idea
bastante exacta de la envergadura de los milagros económicos que se producirán
cuando conectemos la nueva red. A finales del segundo mes se necesitará un
desglose detallado por regiones, y el último mes acabaremos de atar cabos sueltos.
Estos plazos son críticos. Vamos a ponernos manos a la obra y a colaborar
estrechamente, de manera que antes de salir del país tengamos la seguridad de
haber reunido toda la información necesaria. Mi lema es: «Todos en casa para el
Día de Acción de Gracias». No vamos a volver aquí.
Howard aparentaba ser un abuelete
cordial y amable, pero no tardé en darme cuenta de que era un viejo amargado,
desengañado de la vida. Nunca consiguió llegar a la cumbre en New England
Electric System, y por eso estaba lleno de resentimiento. «Me postergaron
porque no quise avenirme a la política de la compañía» me repitió varias veces.
Jubilado a la fuerza, e incapaz de convivir en casa con su mujer, aceptó el
trabajo de asesor para MAIN. Aquélla era su segunda misión, y tanto Einar como Charlie
me habían advertido que desconfiase de él. Lo describían con términos como obstinado,
ruin y vengativo.
En realidad Howard fue uno de mis
mejores maestros, aunque yo no supiera verlo así por aquel entonces. Él no
recibió el tipo de entrenamiento que Claudine me había dispensado a mí. Supuse
que lo consideraban demasiado viejo, o tal vez demasiado tozudo. O quizá lo
empleaban sólo provisionalmente, hasta que consiguieran fichar a otro más
flexible, como yo, y que trabajase con plena dedicación. En todo caso, desde el
punto de vista de ellos aquel hombre era un problema. Howard había entendido
con claridad la situación y el papel que se le asignaba, y estaba decidido a no
ser un peón de esa partida. Todos los adjetivos que usaban Einar y Charlie para
describirle eran apropiados, pero su obstinación derivaba, al menos en parte,
de la decisión personal de no ser un títere. No creo que nunca hubiese oído el
término gángster económico, pero sabía que pretendían utilizarle para promover
una forma de imperialismo con la que él no estaba de acuerdo.
Después de una de nuestras
reuniones con Charlie, me llevó aparte.
Usaba audífono, y se puso a manipular
el diminuto cajetín que llevaba debajo de la camisa y que servía para regular
el volumen.
-Que quede entre nosotros -empezó
Howard en voz baja.
Estábamos de pie junto a la
ventana del despacho que compartíamos, contemplando el canal de aguas estancadas
que serpenteaba cerca del edificio de la PLN. Una mujer joven se bañaba en
aquellas aguas pestilentes. Procuraba mantener un simulacro de pudor ciñéndose
un sarong alrededor del cuerpo desnudo -. Quieren convencerte de que la
economía de este país va a subir como un cohete - dijo -. Ese Charlie no tiene escrúpulos.
No permitas que te influya.
Al oír estas palabras me dio un
vuelco el estómago y sentí deseos de llevarle la contraria y demostrar que
Charlie tenía razón. Mi carrera dependía de tener contentos a mis jefes en
MAIN.
-Sin duda esta economía va a
explotar -dije sin apartar los ojos de la bañista -. No tienes más que mirar a
tu alrededor.
- Conque ésas tenemos -murmuró,
creo que sin prestar atención a la escena-. Así que estás con ellos.
Un movimiento junto al canal
distrajo mi atención. Un tipo de edad madura se acercó a la orilla, se bajó los
pantalones y se agachó para cumplir con las exigencias de la naturaleza. La
bañista lo vio pero no dio muestras de inmutarse y siguió bañándose. Me aparté de
la ventana y me encaré con Howard.
- No soy ningún novato -dije-.
Podré parecerte joven, pero acabo de regresar después de pasar tres años en
Suramérica. He visto lo que puede ocurrir cuando se descubre petróleo. Las
cosas cambian muy deprisa.
- ¡Ah! Yo tampoco soy ningún
novato -se burló él-. He dado muchas vueltas por ahí, muchacho, y voy a decirte
una cosa. Me importan un comino tus descubrimientos de petróleo y todo eso.
Llevo toda la vida pronosticando cargas de electricidad. Durante la Depresión y
la Segunda Guerra Mundial, en épocas de alza y en épocas de baja. He visto lo
que supuso para Boston el llamado «Milagro de Massachusetts» de la Ruta 128. Y
puedo afirmar que la carga eléctrica nunca creció más de un siete a nueve por
ciento anual durante un período sostenido. Ni siquiera en los mejores tiempos.
Un seis por ciento sería la cifra más razonable.
Me quedé mirándole. En parte
sospechaba que tenía razón. Pero me hallaba a la defensiva y sentí la necesidad
de persuadirle, porque mi propia conciencia me reclamaba una justificación.
-Esto no es Boston, Howard. En
este país la gente no había tenido electricidad hasta hoy. Las cosas son
diferentes aquí.
Él giró sobre sus talones e hizo
un ademán, como para barrer mis argumentos.
- Adelante -gruñó-. Sigue
vendiéndome la moto. Me importa un comino lo que digas. -Sacó el sillón de
detrás de su escritorio y se dejó caer en él antes de continuar-:
Yo haré mi pronóstico de la
demanda eléctrica basándome en lo que creo, no en ningún estudio económico de
vuestra cocina -y tomó un lápiz y se puso a garabatear en un bloc.
Era un desafío que yo no podía
pasar por alto. Me planté delante de su escritorio.
-Vas a quedar como un necio si yo
presento lo que todo el mundo espera, un boom como el de la fiebre del oro de
California, y tú presentas un crecimiento de la demanda eléctrica comparado con
el de Boston en la década de 1960.
Golpeó el escritorio con el lápiz
y me lanzó una ojeada furibunda. -¡Falta de escrúpulos! ¡Eso es lo que es! Tú...
todos vosotros... -se corrigió con un aspaviento que abarcaba la totalidad de
los despachos-, habéis vendido el alma al diablo. Estáis en esto por la pasta y
nada más. Y ahora... - forzó una mueca y se llevó la mano bajo la camisa -.
¡Ahora desconecto mi audífono y me vuelvo a mi trabajo!
Yo temblaba de pies a cabeza.
Salí de estampida y enfilé hacia el despacho de Charlie. A medio camino, sin
embargo, me detuve lleno de incertidumbre. Volví sobre mis pasos y continué
escaleras abajo para salir a la luz vespertina. La bañista acababa de salir del
canal ciñéndose el sarong y el hombre había desaparecido. Unos chicos chapoteaban
en el canal chillando y echándose agua. Una vieja, sumergida hasta las rodillas,
se cepillaba los dientes, y otra se dedicaba a hacer la colada.
Sentí un nudo en la garganta. Me
senté sobre una losa rota de hormigón, procurando no hacer caso de la
pestilencia del canal Mientras intentaba contener las lágrimas, me pregunté por
qué me sentía tan abatido.
Estáis en esto por la pasta. Las
palabras de Howard resonaban en mi cabeza. Había puesto el dedo en la llaga.
Los chicos siguieron bañándose y
cortando el aire con sus risas estridentes. ¿Qué hacer?, me pregunté. ¿Llegaría
yo a vivir alguna vez tan despreocupado como aquellos muchachos? Las dudas me
atormentaban mientras contemplaba la feliz inocencia de sus juegos, al parecer
inconscientes del riesgo que corrían bañándose en aquellas aguas fétidas.
Apareció un anciano encorvado que se apoyaba en su garrote. Al ver a los chicos
detuvo su paseo por la orilla del canal y sonrió con su boca desdentada.
Quizá debería confiarme a Howard,
pensé. Juntos, tal vez podríamos alcanzar una solución. Al instante me sentí
aliviado. Recogí un guijarro y lo lancé al canal. Al disiparse la agitación del
agua, sin embargo, se extinguió también mi optimismo. Sabía que era imposible.
Howard era un viejo amargado. Como no tenía ya ninguna oportunidad de
promoción, para qué iba a dar su brazo a torcer. En cambio yo era joven, estaba
empezando y desde luego no tenía ninguna intención de acabar como él.
Mientras contemplaba el
maloliente canal evoqué una vez más las imágenes del instituto en la colina,
allá en New Hampshire, donde pasé los veranos a solas mientras los demás
asistían invitados a los bailes de las chicas que se presentaban en sociedad. Poco
a poco fui comprendiendo que, una vez más, no tenía a nadie en quien confiar.
Aquella noche, tumbado en la
cama, permanecí largo rato recordando a las personas que habían intervenido en
mi vida. Howard, Charlie, Claudine, Ann, Einar, el tío Frank. Me preguntaba qué
habría sido de mí si no las hubiese conocido. Una cosa era segura: que no me
hallaría en Indonesia. También me interrogaba acerca de mi futuro. ¿A dónde me
llevaría todo aquello? Medité sobre la decisión que se me planteaba. Según
había dejado bien claro Charlie, se esperaba que Howard y yo planteásemos un
crecimiento anual del 17 por ciento como mínimo. ¿Qué tipo de pronóstico iba a
presentar yo?
De súbito se me ocurrió una idea
que me tranquilizó. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! La decisión no era de
mi incumbencia. ¿No había dicho Howard que haría lo que él considerase justo,
con independencia de mis conclusiones? Yo podía complacer a mis jefes presentando
un crecimiento económico elevado, y él decidiría lo que le pareciese. Mi
trabajo no tendría ninguna influencia en el plan maestro. Todo el mundo hacía
hincapié en la importancia de mi función, pero estaban equivocados. Sentí que
se desprendía de mis hombros un peso enorme, y me quedé profundamente dormido.
Pocos días más tarde, Howard cayó
enfermo de una grave infección.
Lo llevamos de urgencias al
hospital de la misión católica. Los médicos le recetaron fármacos pero
recomendaron su evacuación inmediata a Estados Unidos. Él nos aseguró que tenía
ya todos los datos necesarios y que completaría el estudio de cargas en Boston.
Sus palabras de despedida para mí fueron una repetición de su anterior
advertencia.
« No hay necesidad de maquillar los números -dijo-. Di lo
que quieras sobre los milagros del desarrollo económico, pero yo no voy a ser
cómplice de esa estafa».
SEGUNDA
PARTE
1971 -1975
6
Mi papel de inquisidor
Según nuestros contratos con las
autoridades indonesias, el Asian Development Bank y USAID, una persona de
nuestro equipo debía inspeccionar los principales núcleos habitados de la
región abarcada por el plan maestro. Fui nombrado para encargarme de esta
misión. Como dijo Charlie:
«Has sobrevivido en la Amazonia,
así que ya sabes cómo arreglártelas entre insectos, serpientes y agua no
potable».
Junto a mi chófer y un intérprete
visité muchos lugares espléndidos y me alojé en sitios bastante lúgubres. Hablé
con los hombres de negocios y los dirigentes políticos locales y escuché sus
opiniones sobre las perspectivas de desarrollo económico. No obstante, me
pareció notar una cierta reticencia a compartir información conmigo. Era como
si les intimidase mi presencia. Por norma me decían que tenían que consultarlo
con sus jefes, con las agencias de la administración o con los despachos
centrales de sus empresas en Yakarta.
Llegué a sospechar si existía
algún tipo de conspiración de silencio contra mí. Estos desplazamientos solían
ser breves, de dos o tres días como mucho.
Entre uno y otro yo regresaba al
Wisma de Bandung. La mujer que lo regentaba tenía un hijo algunos años más joven
que yo. Se llamaba Rasmon, pero todo el mundo excepto su madre le llamaba Rasy.
Estudiaba ciencias económicas en la universidad local y no tardó en manifestar
interés por mi trabajo. Intuí que tarde o temprano acabaría pidiéndome un
empleo. Al mismo tiempo empezó a enseñarme el indonesio bahasa.
La creación de un idioma fácil de
aprender había sido la primera preocupación del presidente Sukarno cuando consiguió
librar a Indonesia de los holandeses. En ese archipiélago se hablan más de 350
lenguas y dialectos; ¹ Sukarno comprendió que su país necesitaba un lenguaje
común a fin de unificar a los pobladores de las numerosas islas y culturas.
Para ello contrató a un equipo internacional de lingüistas, y el indonesio bahasa
fue el resultado, con muy buena fortuna, por cierto. Basado en el malayo,
evitaba buena parte de las conjugaciones, los verbos irregulares y otras
complicaciones características de muchas lenguas naturales. A comienzos de la
década de 1970 lo hablaba la mayoría de los indonesios, aunque estos seguían
empleando el javanés y los demás dialectos locales dentro de sus respectivas
comunidades. Rasy era un maestro estupendo, con gran sentido del humor, y
comparado con el shuar, o incluso el español, el estudio del bahasa resultaba
fácil.
Rasy tenía un ciclomotor y se
empeñó en mostrarme su ciudad y su gente. «Voy a enseñarte un aspecto de
Indonesia que todavía no has visto», me prometió una tarde, invitándome a
montar detrás de él en su máquina.
Pasamos por teatrillos de
sombras, orquestas de instrumentos tradicionales, escupefuegos, malabaristas y
buhoneros que vendían toda clase de artículos, desde música americana de
contrabando hasta las más curiosas artesanías indígenas. Por fin aterrizamos en
una minúscula cafetería poblada de hombres y mujeres jóvenes cuya indumentaria,
sombreros y peinado habrían quedado perfectos en un recital de los Beatles a
fines de la década de 1960. Pero todos ellos eran inconfundiblemente
indonesios. Rasy me presentó a un grupo que ocupaba una de las mesas, y que nos
hizo un hueco.
Todos hablaban inglés con mayor o
menor soltura, pero agradecieron y elogiaron mis esfuerzos por expresarme en
bahasa. Abordando el tema con franqueza me preguntaron por qué los
estadounidenses nunca se tomaban la molestia de aprender su idioma. No supe qué
contestar. Ni conseguía explicarme por qué era yo el único americano o europeo
en aquella parte de la ciudad, cuando pululaban tantos de ellos en el Golf and
Racket Club, los restaurantes finos, los cines y los supermercados de lujo.
Esa noche la recordaré toda la
vida. Rasy y sus amigos me trataron como a uno de los suyos. Experimenté una
sensación de euforia al hallarme allí compartiendo su ciudad, su comida y su
música, aspirando el humo de los cigarrillos de clavo y otros aromas
característicos de sus vidas, bromeando y riendo con ellos. Era como volver al
Peace Corps y me pregunté qué me había hecho querer viajar en primera clase y
alejarme de personas como aquéllas.
Conforme avanzaba la velada
empezaron a tirarme de la lengua, deseosos de conocer mis opiniones sobre su
país y sobre la guerra que estábamos haciendo en Vietnam. Todos se manifestaron
escandalizados por lo que llamaban «una invasión ilegal» y muy aliviados al
comprobar que yo compartía sus puntos de vista.
Cuando regresamos era tarde y el
parador estaba a oscuras. Le agradecí efusivamente a Rasy que me hubiese
invitado a su mundo y él me dio las gracias por haber hablado con franqueza a
sus amigos. Prometimos repetirlo en otra ocasión, nos despedimos con un abrazo
y nos encaminamos a nuestras respectivas habitaciones.
Esta experiencia con Rasy
despertó mi interés por pasar más tiempo lejos de mis colegas de MAIN. La
mañana siguiente tenía prevista una reunión con Charlie. Le conté mis
dificultades para obtener información de los dirigentes locales. Además, muchas
de las estadísticas que yo necesitaba para desarrollar las predicciones
económicas se encontraban sólo en los despachos oficiales de Yakarta. En
consecuencia, ambos convinimos que yo debía pasar en la capital una o dos
semanas.
Charlie me expresó su pesar por
verme obligado a abandonar Bandung para sumergirme en el bochorno de la
metrópoli y yo fingí aceptarlo de mala gana.
En mi fuero interno, sin embargo,
aguardaba con impaciencia la oportunidad de pasar algún tiempo a solas,
explorar Yakarta y alojarme en el elegante hotel Intercontinental Indonesia.
Pero cuando llegué a Yakarta descubrí que ahora lo contemplaba todo desde una
perspectiva diferente. La velada en compañía de Rasy y los jóvenes indonesios,
así como mis viajes por el país, me habían cambiado. Por otra parte, también
veía bajo una luz diferente a mis compatriotas.
Las jóvenes americanas me
parecían menos atractivas. La valla metálica que rodeaba el recinto de la
piscina y las rejas de hierro en las ventanas de las plantas inferiores ahora
cobraban para mí un aspecto ominoso, cuando antes apenas había reparado en
ellas. La comida de los lujosos restaurantes del hotel empezó a parecerme
insípida.
Y otra cosa más. Durante mis
reuniones con los dirigentes políticos y empresariales había observado algunos
detalles sutiles del trato que me dispensaban. Detalles a los que no había
concedido importancia al principio, pero que ahora veía como indicios de que
les molestaba mi presencia. Por ejemplo, cuando uno de ellos me presentaba a
otro, solía utilizar palabras en bahasa que según mi diccionario se traducían
por inquisidor e interrogador.
Preferí ocultarles mi conocimiento
del idioma (incluso mi intérprete estaba convencido de que yo sólo sabía
recitar un par de frases convencionales) y me compré un buen diccionario
bahasa-inglés, que consultaba con frecuencia tan pronto como salía de las
reuniones.
Pensé si aquellos apelativos
serían coincidencias idiomáticas o interpretaciones mías equivocadas de las
acepciones del diccionario. Intenté persuadirme de que era esto último. Pero,
cuanto más tiempo pasaba reunido con aquellas gentes, más me convencía de que
yo era para ellas un intruso, aunque hubiesen recibido órdenes superiores de
cooperar conmigo y no tuviesen más remedio que soportarme. Yo no sabía si esas
órdenes procedían de algún funcionario del gobierno, de un banquero, de un
general o de la embajada estadounidense. Sólo sabía que, por mucho que me
recibiesen en sus despachos, me ofreciesen té y contestasen cortésmente a mis
preguntas, en el fondo quedaba una sombra de resignación y de rencor.
Empezaba a dudar también de sus
contestaciones a mis preguntas y de la validez de sus datos. Por ejemplo, yo
nunca podía presentarme por las buenas en los despachos con mi intérprete. Era
obligado concertar cita previa. Lo cual, en sí, no constituía ningún hecho
extraño, aunque implicase para mí unas pérdidas de tiempo enormes. Como los
teléfonos casi nunca funcionaban, era preciso lanzarse a la caótica circulación
de aquel laberinto de calles, cuyo trazado era tan complicado que a veces
tardábamos una hora en llegar a unos edificios situados a menos de un kilómetro
de distancia. Y una vez allí, nos obligaban a cumplimentar unos impresos. Al
cabo de un rato, a lo mejor hacía acto de presencia un secretario, quien,
sonriendo educadamente —siempre con esa sonrisa cortés tan característica de
los javaneses— me preguntaba qué tipo de información venía a solicitar. Y, al
final me daban día y hora para la entrevista.
Invariablemente, esa fecha
quedaba para varios días más tarde y, cuando por fin lograba hacerme recibir,
se limitaban a entregarme una carpeta con materiales preparados de antemano.
Los industriales me comunicaban sus programaciones a cinco y diez años. Los
banqueros ofrecían gráficos y tablas. Y los funcionarios oficiales tenían
listas de los proyectos a punto de emerger de las oficinas técnicas para
convertirse en motores del crecimiento económico. Todo lo que transmitían esos
capitanes de la industria y de la autoridad pública, y todo lo que manifestaban
durante las entrevistas, tendía a indicar que Java se disponía a abordar el
boom posiblemente más grande que ninguna economía hubiese conocido antes.
Nadie, ni uno solo, cuestionó nunca esa premisa ni me ofreció ninguna
información de signo negativo.
Mientras regresaba a Bandung, sin
embargo, yo iba lleno de dudas en cuanto a estas experiencias, en cuyo
trasfondo se adivinaba algo muy inquietante. Era como si todo lo que estábamos
haciendo en Indonesia fuese una especie de juego sin relación con la realidad.
Más bien como una partida de póquer, las cartas ocultas y todos desconfiando de
las informaciones que intercambiábamos. Pero ésta era una partida a muerte,
pues de sus resultados iban a depender millones de vidas durante los próximos
decenios.
7
La civilización a
prueba
Quiero que conozcas a un dalang
—anunció Rasy, radiante—. Ya sabes, los famosos titiriteros indonesios. —Era
evidente su satisfacción por tenerme de nuevo en Bandung—. Esta noche da una
función muy importante en el barrio.
Me llevó con su ciclomotor por
partes de la ciudad que no sabía ni que existieran, atravesando barriadas de
kampong, casas tradicionales de Java que parecían templos en miniatura pero en
versión pobre, con cubiertas de teja. Allí no se veían las espléndidas
mansiones coloniales holandesas ni los edificios de oficinas a los que yo
estaba acostumbrado. La población era visiblemente humilde pero lo llevaba con
gran dignidad. Vestían sarongs estampados en batik, deshilachados pero limpios,
blusas de vivos colores y sombreros anchos de paja.
En todas partes fuimos recibidos
con sonrisas y cordialidad. Cuando nos detuvimos, los niños acudieron corriendo
a tocarme y a palpar la tela de mis vaqueros. Una chiquilla me prendió en el
cabello una fragante flor de frangipani.
Estacionamos la motocicleta cerca
de un teatro al aire libre donde se habían congregado ya varios centenares de
personas, unas de pie y otras sentadas en sillas plegables. El cielo
completamente despejado auguraba una noche espléndida. Aunque estábamos en el
centro de la ciudad vieja de Bandung, no había alumbrado público y las
estrellas titilaban sobre nuestras cabezas. En el aire flotaban aromas de
cacahuete, de clavo, de hogueras de leña.
Rasy desapareció entre la
multitud y regresó enseguida, acompañado de muchos de los jóvenes que me había
presentado en la cafetería. Me invitaron a té caliente con galletas y sate, que
son bocaditos de carne frita en aceite de cacahuete. Debí poner cara de
perplejidad al verlos, porque una de las jóvenes apuntó con el dedo a un fogón
pequeño: «Carne muy fresca —rió— recién hecha».
Entonces comenzó la música, la mágica y alucinante melodía
del gamelan, un instrumento cuyo sonido recuerda las campanas de los templos.
—El dalang toca toda la música él solo —susurró Rasy—.
También mueve todos los muñecos y compone todas las voces en varios idiomas.
Iremos traduciéndote lo que diga.
Fue una representación notable,
en la que se combinaron las leyendas tradicionales con los acontecimientos de
actualidad. Más tarde me enteré de que el dalang es un chamán que actúa en
estado de trance. Tenía más de un centenar de títeres y hablaba por cada uno de
ellos con voz diferente. Fue una noche inolvidable para mí, que ha ejercido una
influencia perdurable en toda mi vida.
Después de recitar una selección
de textos clásicos del antiguo Ramayana, el dalang sacó un muñeco que era
Richard Nixon, con la inconfundible nariz en pico de pato y los mofletes. El
presidente de Estados Unidos iba vestido de Tío Sam, con el chaqué y el
sombrero de copa a rayas y estrellas como la bandera nacional. Le daba la
réplica otro muñeco, éste luciendo un traje de rayadillo financiero. En una
mano llevaba un cesto decorado con el símbolo del dólar y en la otra empuñaba
una bandera americana, con la que daba viento a Nixon como un criado abanicando
a su amo.
Detrás de estos dos personajes
apareció un mapa de Oriente Próximo y Extremo Oriente. Los distintos países
estaban colgados de ganchos en sus posiciones. Nixon se acercó enseguida al mapa,
desenganchó Vietnam y se lo llevó a la boca. En seguida se puso a gritar y lo que
dijo me fue traducido como: «Está amargo ¡Puaf! ¡Ya tenemos suficiente!», y lo
arrojó al cesto.
A continuación fue haciendo lo
mismo con otros países. Para sorpresa mía, sin embargo, no continuó con las
demás naciones asiáticas según la «teoría del dominó». Lo hacía con los del
Oriente Próximo, como Palestina, Kuwait, Arabia Saudí, Iraq, Siria e Irán.
Luego continuó con Pakistán y Afganistán. Cada vez, el muñeco de Nixon gritaba
algún epíteto antes de arrojar el país al cesto. Y todas esas veces, sus gritos
eran improperios anti-islámicos: «perros musulmanes», «engendros de Mohammed» y
«demonios islámicos».
La multitud empezaba a
soliviantarse y la tensión crecía cada vez que otro país iba a parar al cesto.
La gente, por lo visto, no sabía si reír, asombrarse o montar en cólera. A
veces parecía que los escandalizaban las palabras del titiritero. Empecé a
preocuparme. En medio de aquella multitud, mi aspecto y estatura llamaban la
atención, y pensé que la indignación popular podría volverse contra mí.
Entonces Nixon dijo una cosa que me puso los pelos de punta cuando Rasy me la
tradujo.
—Este se lo daremos al Banco
Mundial. Veamos si se puede sacar un poco de dinero de Indonesia.
Descolgó Indonesia del mapa y se
acercó al cesto para arrojarla también, pero en ese preciso instante saltó a
escena un nuevo protagonista. Representaba a un indonesio en camisa de batik y
pantalón caqui de soldado. Llevaba un parche con su nombre claramente legible.
—Es un político popular aquí en
Bandung —explicó Rasy.
El muñeco se interpuso entre
Nixon y el hombre del cesto, y alzó la mano.
— ¡Alto! — gritó—. ¡Indonesia es
un país soberano!
La multitud rompió en un aplauso.
Entonces el hombre del cesto enarboló la bandera a modo de lanza y atravesó con
ella al indonesio, que trastabilló y falleció muy dramáticamente. El público
prorrumpió en abucheos, imprecaciones y gritos, agitando los puños alzados al
aire. Nixon y el hombre del cesto se quedaron mirándonos, impasibles, hicieron
sendas reverencias y abandonaron el escenario.
— Creo que será mejor que me vaya
—le dije a Rasy. Él me rodeó los hombros con el brazo en un gesto protector—.
Tranquilo —dijo—. No va contra ti personalmente.
Yo no estaba tan seguro. Cuando
nos hubimos puesto a buen recaudo en la cafetería, Rasy y los demás me
aseguraron que no estaban informados de que iba a haber un corto satírico
Nixon-Banco Mundial.
—Nunca se sabe por dónde van a
salir esos titiriteros —dijo uno de los jóvenes.
Cavilé en voz alta si se habría
montado expresamente para mí. Uno de ellos rió y comentó que yo tenía un
concepto muy elevado de mí mismo. «Típicamente americano», dijo dándome unas
palmaditas en la espalda.
—Los indonesios somos gente muy politizada
—dijo otro que estaba sentado detrás de mí—. ¿Es que en Norteamérica no tienen
espectáculos como éste?
Enfrente, una mujer muy bella,
estudiante de lengua inglesa en la universidad, se inclinó hacia mí y me
preguntó:
— ¿Es verdad que usted trabaja
para el Banco Mundial?
Le dije que actualmente era
empleado del Asian Development Bank y de la USAID, la Agencia estadounidense
para el desarrollo internacional.
—Pero ¿no son lo mismo? —y sin
aguardar respuesta, prosiguió—: ¿No son como la función que hemos visto esta
noche? ¿No es cierto que el gobierno de usted mira a Indonesia y a otros países
como un cesto de...? —Se detuvo buscando la palabra.
— ¿Un cesto de uvas? — ofreció
uno de sus amigos.
—Exacto. Un cesto de uvas. Puedes
escoger este racimo y este otro. Me quedo con Inglaterra. A China, me la como.
Indonesia, no la quiero.
—Pero no sin llevarse antes todo
el petróleo —remachó otra mujer. Intenté defenderme, pero era mucha tarea para
mí solo. Quise alabarme por haber entrado en aquel barrio y por haber contemplado
toda la función sin protestar contra su anti-americanismo, que además podía
haberme tomado como una ofensa personal. Quise que apreciaran lo que yo había
hecho, que supieran que yo era el único de todo mi equipo que se había
molestado en aprender bahasa y deseaba conocer su cultura, y señalar que había
sido el único extranjero presente en la función. Pero decidí que sería mejor no
mencionar nada de eso. Era preferible cambiar de conversación. Les pregunté por
qué, en opinión de ellos, el dalang se había fijado en los países islámicos,
con excepción de Vietnam.
La bella estudiante de inglés
soltó una carcajada.
— ¡Porque ése es el plan!
—Vietnam no es más que una
maniobra de diversión —intervino uno de los hombres—. Como Holanda lo fue para
los nazis. Un peldaño de la escalada.
—El blanco real es el mundo
musulmán —continuó la mujer.
Pensé que no podía dejarlo pasar
sin réplica.
—Sin duda no creerán ustedes que
Estados Unidos va contra el islam — protesté.
—Ah ¿no? —preguntó ella—. ¿Y
desde cuándo no es así? No tiene más que leer a uno de sus propios
historiadores. El británico Toynbee. Allá por los años cincuenta, él predijo
que la auténtica guerra del próximo siglo no estaría entre comunistas y capitalistas,
sino entre cristianos y musulmanes.
—¿Arnold Toynbee dijo eso?
—pregunté con asombro.
—Sí. Lea usted El juicio a la
civilización y El mundo y el Occidente.
—Pero ¿por qué iba a producirse
tal animosidad entre musulmanes y cristianos? —planteé.
Cambiaron miradas entorno a la
mesa. Como si les costase creer que alguien fuese capaz de formular una
pregunta tan tonta.
—Porque Occidente... —empezó muy despacio,
como quien habla a un interlocutor algo lento de entendimiento, o duro de
oído—, y en especial su líder, Estados Unidos, está decidido a apoderarse del
mundo, a convertirse en el imperio más grande de la historia. Ya se halla muy
cerca de conseguirlo. La Unión Soviética es la única que se lo impide, pero los
soviéticos van a durar poco. Toynbee supo verlo. No tienen ninguna religión,
ninguna fe, ninguna sustancia más allá de su ideología. La historia demuestra
que la fe, lo espiritual, la creencia en un poder superior, es esencial. Nosotros
los musulmanes la tenemos. Tenemos de eso más que nadie en el mundo, incluso
más que los cristianos.
Así que estamos a la espera,
mientras tanto nos hacemos cada vez más fuertes.
—Nos tomaremos nuestro tiempo
—intervino otro—, y luego atacaremos como la serpiente.
— ¡Qué idea más horrible! —exclamé
sin poder contenerme—, ¿Qué podemos hacer para cambiar esto?
La estudiante de inglés me miró a
los ojos.
—Dejar de ser tan codiciosos. Y
tan egoístas —dijo—. Comprender que hay algo más en el mundo que vuestros
rascacielos y vuestras tiendas de lujo. La gente se muere de hambre y vosotros
sólo os preocupáis de que no falte combustible para vuestros coches. Los niños
se mueren de sed mientras vosotros buscáis las últimas modas en las revistas.
Las naciones, como la nuestra, se están hundiendo en la miseria, pero vuestro
pueblo no escucha los gritos pidiendo auxilio. No escucháis a quienes intentan
contaros estas cosas. Los llamáis radicales, o comunistas. Sería preciso que
abrierais los corazones a los pobres y desamparados, en vez de empujarlos hacia
una pobreza y una servidumbre más grandes todavía. No os queda mucho tiempo. Si
no cambiáis, estáis acabados.
Pocos días más tarde, el popular
político de Bandung, cuyo muñeco se había rebelado contra Nixon y había sido
atravesado con una lanza por el hombre del cesto, murió atropellado por un
conductor que se dio a la fuga.
8
Un Jesús diferente
El recuerdo de aquel dalang me
perseguía. Y lo mismo las palabras de la bella estudiante de inglés. Esa noche en
Bandung me catapultó a un plano nuevo del pensamiento y del sentimiento. Aunque
no sería exacto decir que antes hubiese ignorado las implicaciones de lo que
estábamos haciendo en Indonesia, por lo general yo conseguía tranquilizarme
apelando al raciocinio, a los precedentes históricos, al imperativo biológico.
Justificaba nuestra intervención como un aspecto de la condición humana y me
persuadía de que Einar, Charlie y los demás obrábamos, sencillamente, como
siempre lo han hecho los hombres: atendiendo a las necesidades propias así como
a las de nuestras familias.
Pero mi discusión con aquellos
jóvenes indonesios me había obligado a ver otro aspecto de la cuestión. Mirando
a través de los ojos de ellos, me daba cuenta de que un planteamiento egoísta
en política exterior no sirve ni protege a las generaciones futuras en ninguna
parte. Es una postura tan miope como los informes anuales de las empresas y las
estrategias electorales de los políticos que definen esa política exterior.
Mientras tanto, resultaba ser
cierto que la búsqueda de datos para mis proyecciones económicas me imponía
frecuentes visitas a Yakarta. De este modo contaba con muchos ratos a solas
para cavilar sobre estas cuestiones y escribir mis reflexiones en un diario.
Caminaba por las calles de la ciudad repartiendo monedas a los mendigos y
tratando de entablar conversación con leprosos, prostitutas y pillos
callejeros.
Al mismo tiempo, meditaba sobre
la naturaleza de la ayuda exterior y consideraba el papel legítimo que los
países desarrollados (los PD en la jerga del Banco Mundial) podían ejercer para
contribuir a paliar el atraso y la miseria de los países menos desarrollados
(los PMD). Empezaba a plantearme cuándo es auténtica la ayuda y cuándo no es
más que codicia e interés egoísta. O mejor dicho, empezaba a dudar de que tal
ayuda fuese alguna vez altruista. Y si no lo era, me preguntaba, ¿qué hacer
para cambiar esa situación? Sin duda los países como el mío estaban obligados a
hacer algo decisivo para ayudar a los enfermos y los hambrientos del planeta, pero
yo estaba bastante seguro de que ése no solía ser el móvil principal de nuestra
intervención.
Con lo que retornábamos a la
cuestión principal: si la finalidad de la ayuda exterior era el imperialismo,
¿tan malo era eso? Con frecuencia envidiaba a hombres como Charlie, tan
convencidos de la bondad de nuestro sistema que andaban empeñados en
imponérselo al resto del mundo. Dada la limitación de los recursos del planeta,
me parecía dudoso que toda la población mundial pudiese alcanzar el opulento
nivel de vida de Estados Unidos. ¡Si incluso este país tiene a millones de sus
ciudadanos en condiciones de pobreza! Además, no quedaba del todo claro para mí
que las gentes de otras naciones quisieran realmente vivir como nosotros. Nuestras
estadísticas sobre violencia, depresiones, toxicomanías, divorcios y
delincuencia indicaban que pese a ser una de las sociedades más ricas de la historia,
tal vez éramos también una de las menos felices. ¿Para qué iban a desear imitarnos
las demás?
Tal vez Claudine me lo había
advertido. Ya no estaba muy seguro de lo que ella había tratado de explicarme.
En cualquier caso, y discusiones intelectuales aparte, para mí resultaba
dolorosamente claro que mis días de inocencia habían terminado.
Escribí en mi diario:
¿Se puede ser
inocente en Estados Unidos? Es verdad que quienes ocupan la cúspide de la
pirámide económica cosechan grandes ganancias, pero millones de nosotros, los
demás, dependemos directa o indirectamente de la explotación de los países
menos desarrollados. Los recursos y la mano de obra barata que utilizan casi
todas nuestras empresas provienen de lugares como Indonesia, que apenas reciben
nada a cambio. Los créditos de la ayuda exterior son la garantía de que sus
hijos y nietos seguirán siendo rehenes nuestros. Tendrán que permitir el saqueo
de sus recursos naturales por nuestras empresas y seguirán privándose de
educación, sanidad y demás servicios sociales, simplemente para pagarnos la deuda.
En esa fórmula no interviene el hecho de que nuestras compañías hayan recibido
ya la mayor parte del pago por la construcción de esas centrales generadoras,
esos aeropuertos y esos complejos industriales. Que la mayoría de los
estadounidenses desconozcan estas realidades, ¿es excusa suficiente? Desinformados
y mal informados adrede, sí, pero... ¿inocentes?
Por supuesto, yo tenía que
enfrentarme al hecho de ser uno de los dedicados activamente a informar mal.
El concepto de una guerra santa
mundial era inquietante, pero cuanto más lo pensaba más me convencía de su
posibilidad. Sin embargo, me parecía que, caso de producirse la yihad, ésta no
sería tanto de musulmanes contra cristianos como de los PMD contra los PD,
quizá con el mundo islámico en funciones de avanzadilla. Nosotros los PD éramos
los usuarios de los recursos, y los PMD eran los proveedores. Es decir, el
retomo del sistema mercantil colonial, y todo dispuesto en favor de los que
tuviesen el poder y pocos recursos naturales, a fin de explotar a los que
tenían recursos pero no el poder.
No traía conmigo ningún ejemplar
de los libros de Toynbee, pero sabía de historia lo necesario para entender que
cuando la explotación de los proveedores se prolonga, éstos acaban por
rebelarse. No tenía más que fijarme en Tom Paine y nuestra guerra de independencia.
Recordé que los británicos justificaban el cobro de tributos argumentando que
Inglaterra proporcionaba ayuda a las colonias, en forma de protección militar
frente a los franceses y los indios. Pero los colonos interpretaron la
situación de una manera muy diferente.
Lo que Paine ofreció a sus
compatriotas en su brillante panfleto Sentido
Común era lo mismo que habían dicho mis amigos indonesios: un espíritu, una
idea, la fe en la justicia de un poder superior y una religión de la libertad y
la igualdad diametralmente opuesta a la monarquía inglesa y su elitista sistema
de clases. Los musulmanes ofrecían algo similar: la fe en un poder superior y
la creencia de que los países desarrollados no tenían derecho a subyugar y
explotar a los demás países del mundo. Como aquellos minutemen de la colonia
(voluntarios para formar en menos de un minuto cuando se diese la voz de
alarma), los musulmanes estaban dispuestos a luchar por sus derechos. Y
nosotros, lo mismo que los británicos en 1770, calificábamos sus acciones de
atentados terroristas. Más que nunca, parecía cierto aquello de que la historia
se repite.
Me preguntaba qué clase de mundo
tendríamos si Estados Unidos y sus aliados hubiesen dedicado el dinero que
gastaron en guerras coloniales, como la de Vietnam, a erradicar el hambre o a
facilitar educación y servicios básicos de sanidad a todos, incluidos los
nuestros. Me pregunté cómo se verían afectadas las generaciones del futuro si
nos dedicásemos a eliminar las causas de la miseria y a proteger los acuíferos,
los bosques y las comarcas naturales que además de proporcionarnos agua potable
y aire puro aportan otras cosas que alimentan el espíritu tanto como el cuerpo.
Yo no podía creer que nuestros padres fundadores hubiesen propuesto que el
derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad existiera sólo
para los estadounidenses. En consecuencia, ¿por qué impulsábamos ahora
estrategias tendentes a implantar valores imperialistas, como los que ellos
habían combatido?
Durante mi última noche en
Indonesia me despertó una pesadilla. Me senté en la cama y encendí la luz.
Tenía la sensación de no estar solo en la habitación. Miré a mi alrededor
contemplando el conocido mobiliario del Hotel Intercontinental, sus tapices de
batik, los muñecos articulados del teatro de sombras colgados en marcos.
Entonces recordé lo que acababa de soñar.
Me había visto en presencia de
Jesucristo. Parecía el mismo con quien yo hablaba todas las noches cuando era
niño para confiarle mis pensamientos después de recitar las oraciones de rigor.
Excepto que el Jesús de mi infancia era rubio y de piel blanca, y éste tenía el
pelo ensortijado y la tez oscura.
Inclinándose, cargó algo sobre
sus espaldas. Pero no era la cruz, sino un eje de automóvil. Una de las llantas
sobresalía por encima de su cabeza a manera de aureola de metal. Por su frente
rodaban gotas de grasa, en vez de sangre. Al incorporarse me miró cara a cara,
y dijo:
—Si yo regresara hoy, me verías
de otra manera —y al preguntarle por qué, agregó—: Porque el mundo ha cambiado.
El despertador me informó de que
faltaba poco para el amanecer. Consciente de que no conseguiría volver a
conciliar el sueño, me vestí, bajé con el ascensor a la recepción, que estaba
desierta, y salí al jardín contiguo a la piscina. La noche era de luna llena y
las orquídeas perfumaban el aire. Me senté en una tumbona y me pregunté qué
estaba haciendo allí y cómo las coincidencias de la vida me habían llevado por
ese camino. ¿Por qué Indonesia? Mi vida había cambiado, pero aún no sabía hasta
qué punto.
A mi regreso, Ann y yo
coincidimos en París para intentar una reconciliación.
Pero incluso durante aquellas
vacaciones francesas seguimos peleándonos. Aunque hubo muchos momentos especiales
y hermosos, creo que ambos acabamos por comprender que los largos años de
cólera y resentimiento eran un obstáculo insalvable. Estaban además las muchas
cosas que yo no podía contar. La única persona con quien podía compartir mis
impresiones era Claudine y pensaba en ella constantemente. Ann y yo aterrizamos
en el bostoniano aeropuerto de Logan y el taxi nos llevó a nuestros
apartamentos separados de Back Bay.
9
Una
oportunidad en la vida
La verdadera prueba de Indonesia
me aguardaba en el cuartel general de MAIN. Acudí al edificio Prudential Center
a primera hora de la mañana. Mientras esperaba el ascensor junto con docenas de
empleados, me enteré de que Mac Hall, el enigmático y octogenario presidente y
consejero delegado de MAIN, había nombrado a Einar presidente de la oficina de Portland
(Oregón). En consecuencia, yo pasaba a rendir cuentas oficialmente a Bruno
Zambotti.
A Bruno le llamaban «el zorro
plateado» por el color de sus cabellos y por su prodigiosa habilidad para
eliminar a cualquier rival que se atreviese a desafiarle. De aspecto pulcro y
atildado cual Cary Grant, tenía gran elocuencia y dos títulos superiores en
ingeniería y administración de empresas. Entendía de cálculos econométricos y
era vicepresidente de la división de generación eléctrica de MAIN, con lo que
recaía bajo su responsabilidad la mayor parte de nuestros proyectos
internacionales. Era también el candidato predestinado a ocupar la presidencia
de la corporación cuando se jubilase su anciano mentor Jake Dauber. Como la
mayoría de los empleados de MAIN, a Bruno Zambotti yo le tenía pánico y un
respeto reverencial.
Poco antes de la hora del
almuerzo me llamó a su despacho. Después de un cordial diálogo acerca de
Indonesia me dijo una cosa que casi me hizo saltar del asiento.
—Voy a despedir a Howard Parker.
No es necesario entrar en detalles, excepto que ese hombre ha perdido el
sentido de la realidad. —Sonreía con desconcertante satisfacción, sin embargo,
mientras repicaba con el índice en un montón de papeles que tenía sobre el
escritorio —. El ocho por ciento anual, ¡figúrate! Ésa ha sido su previsión de
carga. ¡Para un país con el potencial de Indonesia!
La sonrisa se desvaneció mientras
me miraba a los ojos.
— Charlie Illingworth me ha dicho
que tu proyección económica cumple los objetivos y justificará un crecimiento de
la carga entre el diecisiete y el veinte por ciento. ¿Es cierto eso? Le aseguré
que lo era.
Él se puso en pie y me tendió la
mano.
—Te felicito. Acabas de ganar un
ascenso.
Lo oportuno tal vez habría sido
salir y celebrarlo en un buen restaurante con los compañeros de MAIN... o
siquiera fuese a solas. Pero yo sólo pensaba en Claudine. Me moría de ganas de
contarle lo del ascenso así como todas mis aventuras en Indonesia. Ella me
había advertido que nunca la llamase desde el extranjero, y yo me había abstenido
de hacerlo. Con no poca contrariedad por mi parte, ahora descubría que su
teléfono estaba desconectado y sin ningún mensaje de continuidad que indicase
un nuevo número. Salí a buscarla.
Su apartamento estaba ocupado por
una pareja joven. Aunque era mediodía, me pareció que los había sacado de la
cama. Visiblemente molestos, dijeron no saber nada de Claudine. Fui a hablar
con la agencia inmobiliaria haciéndome pasar por un primo de ella. Según los
archivos, el apartamento nunca estuvo alquilado a nombre de ninguna Claudine.
El inquilino anterior había sido un hombre que prefirió mantenerse en el
anonimato. Regresé al Prudential Center. En el departamento de personal de MAIN
tampoco constaba el nombre. Lo que sí reconocieron fue que tenían un fichero de
«asesores especiales», pero yo no estaba autorizado a consultarlo.
Por la tarde me sentí agotado y
emocionalmente exhausto. Para colmo, empezaba a acusar los efectos de un fuerte
jet lag. En mi solitario apartamento me sentí desesperadamente abandonado. El
ascenso no significaba ningún aliciente para mí. Peor aún, lo que significaba
era que yo estaba dispuesto a venderme.
Me arrojé sobre la cama, abrumado
por la desesperación. Claudine me había utilizado y luego se había deshecho de
mí. Decidí silenciar mis emociones para no permitir que se apoderase de mí la
angustia. Tumbado en la cama me quedé contemplando las paredes desnudas durante
lo que me parecieron horas.
Al fin conseguí rehacerme.
Poniéndome en pie, vacié de un trago una cerveza y rompí la botella contra la
mesa. A continuación me asomé afuera. Me pareció verla que salía de una
bocacalle lejana y caminaba hacia mí. Me precipité hacia la puerta, pero
enseguida regresé otra vez a la ventana para asegurarme. La mujer estaba más
cerca. Era atractiva y sus andares me recordaban los de Claudine, pero no era
ella. El corazón me dio un vuelco y mis sentimientos pasaron de la cólera y el
despecho al miedo.
Por un instante pasó ante mis
ojos la imagen de Claudine derrumbándose, cayendo bajo una lluvia de balas,
asesinada. Sacudí la cabeza, me tomé un Valium y seguí bebiendo hasta quedar
dormido.
A la mañana siguiente, una
llamada del departamento de personal de MAIN me despertó de mi estupor. El
jefe, Paul Mormino, me aseguró que comprendía mi necesidad de descansar, pero
que no dejara de pasarme por el despacho aquella misma tarde.
—Son buenas noticias. Lo mejor
para rehacerse de la travesía, — dijo.
Obedecí y me enteré de que Bruno
había cumplido sobradamente su palabra. No me colocaban en el puesto de Howard,
sino que me ascendían a economista jefe y me daban un aumento de sueldo. Eso me
levantó un poco el ánimo.
Me tomé la tarde libre y fui a
pasear a orillas del río Otarles con una botella de cerveza en la mano. Me
senté a contemplar las regatas mientras combatía los efectos combinados del jet
lag y de la resaca. Me convencí de que Claudine se había limitado a hacer su
trabajo y luego había pasado al siguiente. Ella siempre hacía hincapié en la
necesidad del secreto. Me llamaría ella. Mormino tenía razón. La fatiga de la
travesía —y la ansiedad— se disiparon.
Durante las semanas siguientes
procuré no pensar en Claudine. Me dediqué a escribir mi dictamen sobre la
economía indonesia, así como a corregir los pronósticos de Howard. Hasta dejar
en limpio el tipo de estudio que mis jefes querían ver: un crecimiento medio
del 19 por ciento en la demanda eléctrica anual durante los primeros doce años,
a contar desde la puesta en marcha del nuevo sistema, disminuyendo poco a poco
hasta el 17 por ciento durante los ocho años siguientes, y manteniéndose
finalmente en un crecimiento del 15 por ciento durante los últimos cinco años,
de los veinticinco que contemplaba la previsión.
Presenté mis conclusiones en una
reunión formal con las agencias financieras internacionales encargadas de los
créditos. Sus equipos de expertos me interrogaron largamente y sin contemplaciones.
Para entonces mis emociones se habían convertido en una especie de
determinación obstinada, no muy diferente de la rebeldía que me inflamaba en
mis tiempos de instituto. Sin embargo, el recuerdo de Claudine nunca me
abandonaba. Cuando un economista joven e impertinente del Asian Development
Bank deseoso de destacar delante de sus jefes me acribilló a preguntas durante
toda una tarde, recordé el consejo que muchos meses antes me había dado Claudine,
sentados los dos en su apartamento de Beacon Street. « ¿Quién es capaz de
prever el futuro a veinticinco años vista? —había preguntado—. Tus conjeturas
valen tanto como las de ellos. »
Sólo es cuestión de tener
confianza en uno mismo.» Así pues, me convencí a mí mismo de que era un
experto. Recordé que tenía más experiencia de la vida en los países menos desarrollados
que muchos de los presentes, algunos de los cuales me doblaban en edad,
reunidos para juzgar mi trabajo. Yo había estado en la Amazonia y había
visitado lugares de Java por donde ellos ni siquiera se atreverían a pasar.
Había asistido a un par de cursillos acelerados, orientados a enseñar nociones
de cálculo econométrico a los ejecutivos. Me consideraba miembro de la nueva
generación de jóvenes prodigio fanáticos de la estadística y enamorados de la
econometría, émulos de McNamara, el altanero presidente del Banco Mundial, ex
presidente de Ford Motor Company y ex secretario de Defensa en tiempos de
Kennedy. Ése fue un hombre que se labró su reputación con los números, con la
teoría de las probabilidades, con los modelos matemáticos, y —sospechaba yo—
con una elevadísima opinión de sí mismo.
Traté de imitar a
McNamara y a Bruno, mi jefe, adoptando algunos giros de expresión del primero y
los andares jactanciosos del segundo, con el maletín colgado balanceándose a mi
paso. Ahora que lo recuerdo, me admiro de mi propia osadía. A decir verdad, mis
conocimientos eran muy limitados. Lo que me faltaba en cuanto a formación y
práctica lo suplí a base de audacia.
Y salió bien. A
su debido tiempo, el grupo de expertos puso su sello de «visto bueno» a mis
informes.
Durante los meses
siguientes asistí a reuniones en Teherán, Caracas, Guatemala, Londres, Viena y
Washington. Fui presentado a personajes famosos como el Sha de Irán, los ex
presidentes de varios países y el mismo Robert McNamara en persona. Al igual
que mi instituto, era un mundo exclusivamente masculino. Me sorprendió
comprobar cómo afectaban a las actitudes de otras personas para conmigo tanto
mi nuevo título como el rumor de mis triunfos
recientes ante las instituciones financieras internacionales.
Al principio,
todas estas atenciones se me subieron a la cabeza. Empecé a creerme un mago
Merlín cuya varita mágica agitada sobre un país haría brotar la luz eléctrica y
desplegarse las industrias como otras tantas flores. Más tarde me desengañé, y
desconfiaba de mis propios motivos tanto como de los de todas las personas que
me rodeaban. Me parecía que ni las licenciaturas ni otros títulos más sonoros
calificaban a nadie para comprender la condición lamentable de un leproso que
vive al lado de una cloaca en Yakarta; y dudaba de que la habilidad para
manipular estadísticas implicase ninguna capacidad para ver el futuro. Cuanto
más conocía a las personas responsables de las decisiones que determinaban la
marcha del mundo, más crecía mi escepticismo en cuanto a su capacidad y sus
intenciones. Y cuando los veía cerca de mí, sentados a las mesas de reunión, me
costaba un gran esfuerzo disimular mi cólera.
Con el tiempo, no
obstante, también esta manera de ver las cosas cambió. Pude comprender que la
mayoría de aquellos hombres se hallaban convencidos de estar haciendo lo bueno
y lo justo. Lo mismo que Charlie, creían que el comunismo y el terrorismo eran
fuerzas del Mal, no las previsibles reacciones frente a decisiones tomadas por
ellos mismos o por sus antecesores. Y se consideraban en el deber de conseguir
la conversión de todo el planeta al capitalismo, por obligación ante sus
países, ante sus hijos y nietos y ante Dios.
Además creían en
el principio de la supervivencia de los más aptos: ya que ellos habían tenido
la buena suerte de nacer en el seno de una clase privilegiada, y no en una
barraca de cartones, debían transmitir esa herencia a sus descendientes.
Yo dudaba de
considerar a tales personas verdaderos conspiradores o simplemente miembros de
una cofradía que maquinaba el propósito de dominar el mundo. Más tarde me dio
por compararlos con los amos de las plantaciones sureñas de antes de la guerra
civil. Serían, por consiguiente, unos hombres unidos por unas creencias comunes
y unos intereses compartidos, sin necesidad de presuponer ningún grupo exclusivo
que se reuniese en recónditas madrigueras para tramar sus siniestros planes.
Esos latifundistas autócratas habían crecido rodeados de sirvientas y de esclavos,
y se les había educado en la creencia de que tenían derecho a ello por nacimiento.
E incluso se creían obligados a hacerse responsables de los «paganos» y
convertirlos a la religión y al modo de vida de los amos. Aunque aborreciesen
la esclavitud desde el punto de vista filosófico, siguiendo a Thomas Jefferson
podían justificarla como necesidad, cuyo desmoronamiento habría desencadenado
el caos económico y social. Los dirigentes de las oligarquías modernas, o lo
que yo empezaba a llamar la corporatocracia, parecían encajar en ese molde.
Al mismo tiempo
empezaba a plantearme quién se beneficia con la guerra y la producción en masa
de armamento, la construcción de grandes presas y la destrucción del medio
ambiente y de las culturas indígenas. ¿A quién beneficia la muerte de cientos
de miles de seres humanos por inanición, por beber aguas contaminadas, por
enfermedades curables en otras latitudes?, me preguntaba. Poco a poco fui
comprendiendo que, a la larga, eso no beneficia a nadie pero, a corto plazo, sí
parecía beneficiar a los que ocupaban la cúspide de la pirámide, como mis jefes
y yo. Al menos materialmente.
Pero esto
planteaba otras muchas preguntas. ¿Por qué persiste tal situación? ¿Por qué ha
sido tolerada tanto tiempo? ¿Reside la respuesta simplemente en el viejo
principio de «la razón de la fuerza»? ¿Los que tienen el poder perpetúan el sistema?
Aducir que la
situación se apoyaba en el mero uso de la fuerza no me parecía suficiente.
Aunque la proposición de que los fuertes se alzan con la razón explica muchas
cosas, yo intuía la presencia de otro factor más decisivo. Recordé a un profesor
de teoría económica de mis tiempos en la EADE, hombre oriundo del norte de la
India que solía tratar los temas de la limitación de recursos, la necesidad humana
del progreso y los orígenes del esclavismo como sistema. Según aquel profesor,
todos los sistemas capitalistas que han tenido éxito se han basado en jerarquías
con una cadena de mando rígida, en donde un grupo reducido controlaba desde la
cumbre los estratos sucesivos de subordinados, hasta llegar a la gran masa de
los trabajadores, mano de obra cautiva en el sentido económico del término.
Finalmente, llegué a la
conclusión de que apoyamos este sistema porque la corporatocracia nos ha
convencido de que Dios nos otorga el derecho a situar a algunos de los nuestros
en la cima de esa pirámide capitalista y a exportar nuestro sistema al resto
del mundo.
No hemos sido los primeros, por
supuesto. La lista de los antecedentes se retrotrae a los antiguos imperios del
norte de África, de Oriente Próximo y de Asia; y continúa con los persas, los
griegos, los romanos, los cruzados cristianos y todos los europeos
constructores de imperios de la época poscolombina. Ese afán imperialista fue y
continúa siendo la causa de buena parte de las guerras, la contaminación, las
hambrunas, la desaparición de especies y los genocidios. Y, desde siempre, ha
cobrado un severo tributo a la conciencia y al bienestar de los ciudadanos, ha
contribuido al malestar social y ha dado lugar a una situación en la que las
culturas más prósperas de la historia de la humanidad se hallan afectadas por
los índices más elevados de suicidios, toxicomanías y delitos violentos.
Sobre estas cuestiones reflexionaba
asiduamente, pero procurando evitar la consideración de mi propio papel en todo
ello. Trataba de verme a mí mismo no como un gángster económico sino como un
economista jefe. ¡Sonaba tan legítimo!, y si necesitaba alguna confirmación no
tenía más que mirar las liquidaciones de mi sueldo: todas provenían de MAIN,
una corporación privada.
A mí no me daban un céntimo ni la
NSA ni ningún otro organismo público. Y de este modo me tranquilizaba. Casi. Una
tarde, Bruno me llamó a su despacho. Me invitó a sentarme, se colocó al lado de
mi sillón y me dio una palmada en el hombro.
—Ha hecho usted un trabajo
excelente —ronroneó —. Para demostrarle que lo apreciamos, vamos a darle la
gran oportunidad de su vida. Lo que muchos hombres que le doblan a usted en
edad no han conseguido nunca.
uvedege@yahoo.es
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