CONFESIONES DE UN GÁNSTER ECONÓMICO. JOHN PERKINS



















Hace unos años la NSA era algo desconocido para la mayoría delos mortales. Como mucho, habíamos oído hablar de la CIA y posteriormente de la DEA; las películas norteamericanas parecían no querer que supiéramos más. Pero en el 2013 Edward Snowden sacó a la luz a esa otra agencia y sus revelaciones nos la describieron como algo de lo más perverso. Pero ese joven con cara de universitario brillante, no era el primer en salir de ese armario tenebroso. John Perkins lo hico antes y sigue siendo un perfecto desconocido para las masas, tal vez por las interioridades del sistema capitalista que revela en su libro “Confesiones de un gángster económico”.
En este fascinante testimonio, John Perkins relata su particular trayectoria personal, de servidor obediente del Imperio a defensor apasionado de los derechos de los oprimidos. Discretamente seleccionado por la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense y puesto en la nómina de una firma internacional de consultoría, estuvo en Indonesia, Panamá, Ecuador, Colombia, Arabia Saudí, Irán y otros países estratégicamente importantes del planeta. Su misión consistió en fomentar medidas políticas favorables a los intereses de lo que el autor llama la “corporatocracia” estadounidense (la alianza entre la administración, la banca y las corporaciones). En apariencia se trataba de remediar la pobreza, pero en la práctica esas políticas alienaban a los países y acabaron conduciendo al 11-S y al aumento del odio contra los EE.UU.

Confesiones de un gángster económico, el libro que muchos han tratado de impedir, expone los aspectos menos conocidos del sistema que promueve la globalización y conduce a la pauperización de millones de seres humanos.

                                                                               economíaenacción




John Perkins

Confesiones de un

Gánster Económico.

La cara oculta del imperialismo americano


A mis progenitores, Ruth Moody y Jason Perkins, 
que me enseñaron acerca de la vida del amor 
y me infundieron el coraje que me ha permitido escribir este libro.


                                             Prefacio

Los gángsteres económicos (Economic Hit Men, EHM) son profesionales generosamente pagados que estafan billones de dólares a países de todo el mundo.
Canalizan el dinero del Banco Mundial, de la Agencia Internacional para el Desarrollo (USAID) y de otras organizaciones internacionales de «ayuda» hacia las arcas de las grandes corporaciones y los bolsillos del puñado de familias ricas que controla los recursos naturales del planeta. Entre sus instrumentos figuran los dictámenes financieros fraudulentos, las elecciones amañadas, los sobornos, las extorsiones, las trampas sexuales y el asesinato. Ese juego es tan antiguo como los imperios, pero adquiere nuevas y terroríficas dimensiones en nuestra era de la globalización.
Yo lo sé bien, porque yo he sido un gángster económico.
En 1982 escribí estas líneas como comienzo de un libro cuyo título de trabajo era Conscience of an Economic Hit Man. Lo dedicaba a los presidentes de dos países, a dos hombres que fueron clientes míos, respetados y considerados por mí como espíritus afines: Jaime Roídos, presidente de Ecuador, y Ornar Torrijos, presidente de Panamá. Ambos habían fallecido recientemente en aquellos momentos.
Sus aviones se estrellaron, pero no se trató de ningún accidente sino de asesinatos motivados por la oposición de ambos a la cofradía de dirigentes empresariales, gubernamentales y financieros que persigue un imperio mundial.
Nosotros, los gángsteres económicos, no conseguimos doblegar a Roldós y Torrijos, y por eso fue preciso que intervinieran los otros tipos de gángsteres, los chacales patrocinados por la CÍA que siempre estaban pegados a nuestras espaldas.
Me convencieron de no escribir ese libro. Durante los veinte años siguientes lo empecé en cuatro ocasiones más. En cada una de ellas, mi decisión estuvo influida por hechos contemporáneos de la política internacional: la invasión de Panamá por Estados Unidos en 1989, la primera guerra del Golfo, el conato de invasión de Somalia y la irrupción de Osama bin Laden. En todas ellas, amenazas o sobornos me indujeron a abandonarlo.
En 2003, el presidente de una importante editorial propiedad de una poderosa multinacional leyó un borrador de lo que luego ha resultado ser Confesiones de un gángster económico. Lo calificó de «relato fascinante que debía ser contado». A continuación sacudió la cabeza con una sonrisa triste, y me dijo que los ejecutivos de la oficina central pondrían objeciones y que no podía arriesgarse a publicarlo. Me aconsejó que lo reescribiera en forma de novela. «Podríamos lanzarte como novelista, a lo John Le Carré o Graham Greene.»
Pero esto no es una novela. Es el relato real de mi vida. Otro editor más valeroso, y no perteneciente a ninguna multinacional, aceptó ayudarme a contarlo.
Esta historia debe ser contada. Vivimos en una época de crisis terribles, y de oportunidades tremendas. La historia de este particular gángster es la historia de cómo hemos llegado adonde estamos y por qué nos enfrentamos actualmente a una crisis que parece insuperable. Y hay que contarlo porque necesitamos entender nuestros errores del pasado si queremos hallamos en situación de aprovechar las oportunidades futuras. Porque han ocurrido cosas como el 11-S y la segunda guerra en Iraq. Porque además de las tres mil personas que murieron a manos de los terroristas el 11 de septiembre de 2001, otras veinticuatro mil murieron ese día de hambre y de otras secuelas de la miseria. O mejor dicho, todos los días mueren veinticuatro mil personas que no encuentran con qué alimentarse.¹ Y lo más importante, esta historia hay que contarla porque hoy, por primera vez en la historia, existe un país capaz de cambiar todo eso mediante sus recursos, su dinero y su poder. Es el país en donde nací y al que he servido como gángster económico: Estados Unidos de América del Norte.
¿Qué es lo que finalmente me convenció a ignorar las amenazas y los intentos de soborno? La respuesta breve es que tengo una hija, Jessica, licenciada universitaria y emancipada. Y que, recientemente, al comentarle que estaba considerando la publicación de este libro y participarle mis temores al respecto, me contestó: «No te preocupes, papá. Si van por ti, yo continuaré donde lo hayas dejado. Aunque sólo sea por los nietos que espero darte algún día». Ésa es la respuesta breve.
La versión completa tiene que ver con mi dedicación al país en que me he criado y mi amor a los ideales proclamados por sus padres fundadores. También con lo que considero mi deber para con la república americana que hoy promete «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad» para todos, en todas partes. Y, por último, tiene que ver con mi decisión -tomada después del 11-S de no quedarme ocioso contemplando cómo los gángsteres económicos transforman esa república en un imperio global. He aquí la sinopsis de la versión completa que se hallará desarrollada, en carne y hueso, a lo largo de los capítulos siguientes.
Éste es un relato real. Lo he vivido minuto a minuto. Los paisajes, las personas, las conversaciones y los sentimientos que describo han formado parte de mi vida. Es mi biografía y, sin embargo, debo situarla en el contexto más amplio de los acontecimientos mundiales que han configurado nuestra historia, que nos han llevado adonde estamos hoy, y que conforman los cimientos del futuro de nuestros hijos. He procurado la máxima exactitud en la descripción de esas experiencias, gentes y conversaciones. Cuando comento hechos históricos o reconstruyo mis conversaciones con otras personas, he utilizado diversos instrumentos: documentos publicados, registros y notas personales, recuerdos míos y de otros participantes, los cinco borradores empezados en otros tiempos y las narraciones históricas de otros autores, con preferencia para los recién publicados y que revelan informaciones antes clasificadas o no disponibles por otros motivos. En las notas finales doy las referencias para el lector interesado que desee profundizar en estos temas.
Mi editor me preguntó si realmente nos referíamos a nosotros mismos llamándonos gángsteres económicos. Le contesté que sí, aunque usábamos más a menudo las iniciales EHM. En efecto, el primer día de 1971 que empecé a trabajar con mi instructora, Claudine, ésta me dijo: «La misión que tengo asignada es hacer de ti un economic hit man. Y que nadie se entere de tu actividad... ni siquiera tu mujer». Y luego añadió, poniéndose seria: «Cuando uno entra en esto, entra para toda la vida».
Más adelante, casi nunca volvió a mencionar la expresión completa. Éramos, sencillamente, unos EHM. El cometido de Claudine es un ejemplo fascinante de la manipulación subyacente al negocio en el que me había incorporado. Era bella e inteligente, y sumamente eficaz. Detectó mis puntos débiles y supo explotarlos en su beneficio. Su trabajo y la habilidad con que lo realizaba ejemplifican la mentalidad sutil de quienes manejan los hilos de este sistema. Claudine no tuvo pelos en la lengua a la hora de describirme lo que iban a exigir de mí. «Tu trabajo -dijo- consistirá en estimular a líderes de todos los países para que entren a formar parte de la extensa red que promociona los intereses comerciales de Estados Unidos en todo el mundo. En último término esos líderes acaban atrapados en la telaraña del endeudamiento, lo que nos garantiza su lealtad. Podemos recurrir a ellos siempre que los necesitemos para satisfacer nuestras necesidades políticas, económicas o militares. A cambio, ellos consolidan su posición política porque traen a sus países complejos industriales, centrales generadoras de energía y aeropuertos. Y los propietarios de las empresas estadounidenses de ingeniería y construcción se hacen inmensamente ricos.
Hoy vemos los estragos resultantes de este sistema. Ejecutivos de las compañías estadounidenses más respetadas que contratan por sueldos casi de esclavos la mano de obra que explotan bajo condiciones inhumanas en los talleres de Asia. Empresas petroleras que arrojan despreocupadamente sus toxinas a los ríos de la selva tropical, envenenando adrede a humanos, animales y plantas, y perpetrando genocidios contra las culturas ancestrales. Laboratorios farmacéuticos que niegan a millones de africanos infectados por el VIH los medicamentos que podrían salvarlos. En Estados Unidos mismo, doce millones de familias no saben lo que van a comer mañana.² El negocio de la energía ha dado lugar a una Enron. El negocio de las auditorías ha dado lugar a una Andersen. La quinta parte de la población mundial residente en los países más ricos tenía en 1960 treinta veces más ingresos que otra quinta parte, los pobladores de los países más pobres. Pero en 1995 la proporción era de 74:1.³  Estados Unidos gasta más de 87.000 millones de dólares en la guerra de Iraq, cuando Naciones Unidas estima que con menos de la mitad bastaría para proporcionar agua potable, dieta adecuada, servicios de salud y educación elemental a todos los habitantes del planeta.⁴ ¡Y nos preguntamos por qué nos atacan los terroristas!
Algunos preferirían achacar nuestros problemas actuales a una conspiración organizada. Ya me gustaría que fuese tan sencillo. A los conspiradores se les puede capturar y llevar ante los tribunales. Pero este sistema nuestro lo impulsa algo mucho más peligroso que una conspiración. Lo impulsa, no un pequeño grupo de hombres, sino un concepto que ha sido admitido como verdad sagrada: que todo crecimiento económico es siempre beneficioso para la humanidad y que, a mayor crecimiento, más se generalizarán sus beneficios. Esta creencia tiene también un corolario: que los sujetos más hábiles en atizar el fuego del crecimiento económico merecen alabanzas y recompensas, mientras que los nacidos al margen quedan disponibles para ser explotados.
Es un concepto erróneo, naturalmente. Sabemos que en muchos países el crecimiento económico sólo beneficia a un reducido estrato de la población, y que de hecho puede redundar en unas circunstancias cada vez más desesperadas para la mayoría. Viene a intensificar este efecto el corolario mencionado, de que los líderes industriales que impulsan este sistema merecen disfrutar de una consideración especial. Creencia que está en el fondo de muchos de nuestros problemas actuales y tal vez es el motivo de que abunden tanto las teorías conspirativas. Cuando se recompensa la codicia humana, ésta se convierte en un poderoso inductor de corrupción. Si el consumo voraz de los recursos del planeta está considerado algo intocable, si enseñamos a nuestros hijos a emular a las personas con estas vidas desequilibradas y si definimos a grandes sectores de la población como súbditos de una élite minoritaria, estamos invocando calamidades. Y éstas no tardan en caer sobre nuestras cabezas.
En su afán de progresar hacia el imperio mundial, empresas, banca y gobiernos (llamados en adelante, colectivamente, la corporatocracia) utilizan su poderío financiero y político para asegurarse de que las escuelas, las empresas y los medios de comunicación apoyen (tanto el concepto como su corolario no menos falaz. Nos han llevado a un punto en que nuestra cultura global ha pasado a ser una maquinaria monstruosa que exige un consumo exponencial de combustible y mantenimiento, hasta el extremo que acabará por devorar todos los recursos disponibles y finalmente no tendrá más remedio que devorarse a sí misma.
La corporatocracia no es una conspiración, aunque sus miembros sí suscriben valores y objetivos comunes. Una de las funciones de la corporatocracia estriba en perpetuar, extender y fortalecer el sistema continuamente. Las vidas de los «triunfadores» y sus privilegios -sus mansiones, sus yates, sus jets privados-, se nos ofrecen como ejemplos sugestivos para que todos nosotros sigamos consumiendo, consumiendo y consumiendo. Se aprovechan todas las oportunidades para convencemos de que tenemos el deber cívico de adquirir artículos, y de que saquear el planeta es bueno para la economía y por tanto conviene a nuestros intereses superiores. Para servir a este sistema, se paga unos salarios exorbitantes a sujetos como yo. Si nosotros titubeamos, entra en acción un tipo de gángster más funesto, el chacal. Y si el chacal fracasa, el trabajo pasa a manos de los militares.
Este libro es la confesión de un hombre que, en la época en que fui EHM, formaba parte de un grupo relativamente reducido. Este tipo de profesión es hoy más abundante. Sus integrantes ostentan títulos más eufemísticos y pululan por los pasillos de Monsanto, General Electric, Nike, General Motors, Wal-Mart y casi todas las demás grandes corporaciones del mundo. En verdad, Confesiones de un gángster económico es su historia tanto como la mía.
Y también es la historia de Estados Unidos, del primer imperio auténticamente planetario. El pasado nos ha enseñado que, o cambiamos de rumbo, o tenemos garantizado un final trágico. Los imperios nunca perduran. Todos han acabado muy mal. Todos han destruido culturas en su carrera hacia una dominación mayor, y todos han caído a su vez. Ningún país o grupo de países puede prosperar a la larga explotando a los demás.
Este libro ha sido escrito para hacemos recapacitar y cambiar. Estoy convencido de que, cuando un número suficiente de nosotros cobre conciencia de cómo estamos siendo explotados por la maquinaria económica que genera un apetito insaciable de recursos del planeta - y crea sistemas promotores de la esclavitud-, no seguiremos tolerándolo.
Entonces nos replantearemos nuestro papel en un mundo en que unos pocos nadan en la riqueza y la gran mayoría se ahoga en la miseria, la contaminación y la violencia. Y nos comprometeremos a emprender un viraje que nos lleve a la compasión, la democracia y la justicia social para todos.
Admitir que tenemos un problema es el primer paso para solucionarlo. Confesar que hemos pecado es el comienzo de la redención. Que sirva este libro, pues, para empezar a salvamos, para inspiramos nuevos niveles de entrega e incitamos a realizar nuestro sueño de una sociedad justa y decente.
Nunca se habría escrito este libro sin las muchas personas cuyas vidas he compartido y que se describen en las páginas siguientes. Les agradezco las experiencias y sus enseñanzas. Con independencia de ello, doy las gracias a los que me animaron a salir del limbo y contar mi historia: Stephan Rechtschaffen, Bill y Lynne Twist, Ann Kemp, Art Roffey y las muchas personas que participaron en las giras y los grupos de trabajo de Dream Change, especialmente mis colaboradores Eve Bruce, Lyn Roberts-Herrick y Mary Tendall, así como a mi increíble esposa y compañera durante veinticinco años, Winifred, y a mi hija Jessica.
Quedo en deuda con muchos hombres y mujeres que aportaron revelaciones e información personales sobre la banca internacional, las multinacionales y las interioridades políticas de distintos países: gracias especialmente a Michael Ben-Eli, Sabrina Bologni, Juan Gabriel Carrasco, Jamie Grant, Paul Shaw y otros cuyos nombres recuerdo pero prefieren permanecer en el anonimato.
Una vez concluido el original, Steven Piersanti, fundador de la editorial Berrett-Koehler y brillante jefe de redacción, no sólo tuvo el valor de aceptarlo sino que me ayudó a revisado una y otra vez, invirtiendo en ello incontable número de horas. Declaro mi profunda gratitud a Steven así como a Richard Perl, quien me lo presentó, y también a Nova Brown, Randi Fiat, Alien Jones, Chris Lee, Jennifer Liss, Laurie Pellouchoud y Jenny Williams, que leyeron y criticaron el original. A David Korten, que además de leerlo y criticarlo me hizo pasar por el aro hasta satisfacer sus exigentes y excelentes criterios. A Paul Fedorko, mi agente. A Valerie Brewster, que ha realizado el diseño gráfico del libro. Y a Todd Manza, mi corrector final, maestro de la palabra y gran filósofo.
Especial gratitud merecen Jeevan Sivasubramanian, director gerente de Berrett-Koehler, y Ken Lupoff, Rick Wilson, María Jesús Aguiló, Pat Anderson, Marina Cook, Michael Crowley; Robin Donovan, Kristen Frantz, Tiffany Lee, Catherine Lengronne, Dianna Platner y el resto del personal de BK, donde la gente comprende la necesidad de aumentar la conciencia social y trabaja incesantemente para hacer de este mundo un lugar mejor.
También debo manifestar mi agradecimiento a todos los hombres y mujeres que trabajaron conmigo en MAIN, desconociendo que sus funciones contribuían a la tarea de los EHM y a configurar el imperio global. Sobre todo, a los que trabajaron directamente a mis órdenes, me acompañaron a remotos países y compartieron conmigo muchos momentos valiosos. Y también a Ehud Sperling y sus colaboradores de Inner Traditions International, que editaron mis obras anteriores sobre culturas indígenas y chamanismo y son, además, buenos amigos que me ayudaron a convertirme en autor.
Quedo eternamente agradecido a los hombres y mujeres que me admitieron en sus hogares de las selvas, los desiertos y las montañas, en las chabolas a orillas de los canales de Yakarta y en los arrabales insalubres de incontables ciudades de todo el mundo. Que compartieron conmigo sus alimentos y sus vidas, y que han sido mi mayor fuente de inspiración.
John Perkins
Agosto de 2004





1. The United Nations Food Programme, http://www.wfp.org/in-dex.asp? section=l (acceso del 27 de diciembre de 2003). Además, la National Association for the Prevention of Starvation estima que «todos los días fallecen 34.000 niños de edad inferior a los cinco años por hambre o enfermedades que son secuelas del hambre, y que serían evitables en otras condiciones» (http://www.napsoc.org, acceso del 27 de diciembre de 2003). Starvation.net estima que «si se suman las dos causas principales de muerte (después de la inanición) de los más pobres entre los pobres, a saber, las enfermedades de origen hídrico y el sida, resulta una mortalidad diaria de 50.000 víctimas» (http://www.starvation.net, acceso del 27 de diciembre de 2003).
2. Conclusiones del U.S. Department of Agriculture publicadas por Food Research and Action Center (FRAC), http://www.frac.org (acceso del 27 de diciembre de 2003).
3. United Nations, Human Development Report, United Nations, Nueva York, 1999.
4. «En 1998, el Programa de Desarrollo de NN.UU. estimó que el suministro de agua potable y servicios sanitarios a toda la población mundial originaría un gasto añadido de 9.000 millones de dólares. Con 12.000 millones más, informan, se cubrirían los servicios de salud reproductiva para todas las mujeres del mundo. Con otros 13.000 millones todos los habitantes del planeta, además de tener suficiente para comer dispondrían de las atenciones sanitarias básicas. Seis mil millones más costaría la educación elemental para todos [...] Todo esto suma 40.000 millones.» De John Robbins, autor de Dietfora New America y The Food Revolution, en http://www.foodrevolution.org (acceso del 27 de diciembre de 2003).




Prólogo

La capital del Ecuador, Quito, se extiende a lo largo de un valle volcánico en los Andes, a más de dos mil ochocientos metros de altitud. Los habitantes de esta ciudad, fundada mucho antes de la llegada de Colón a las Américas, están acostumbrados a ver la nieve en las cumbres que los rodean, y eso que viven pocos kilómetros al sur del ecuador.
La ciudad de Shell, avanzadilla fronteriza y puesto militar roturado en la Amazonía ecuatoriana para servir a los intereses de la petrolera cuyo nombre ostenta, está casi dos mil quinientos metros más baja que Quito. Hirviente de actividad, la habitan sobre todo soldados, obreros del petróleo e indígenas de las tribus shuar y quechua que trabajan para aquéllos como peones y prostitutas.
Viajar de una ciudad a otra obliga a recorrer una carretera tan tortuosa como impresionante. Las gentes de estos lugares dicen que durante el trayecto se pasa por las cuatro estaciones del año en el mismo día.
Aunque he conducido muchas veces por esa carretera, nunca me canso de sus espectaculares paisajes. A un lado, el roquedal desnudo, salpicado por cascadas torrentosas y espesuras de bromeliáceas. Al otro, un despeñadero que desciende abruptamente hasta el abismo por cuyo fondo corre el río Pastaza, un afluente del Amazonas que serpentea Andes abajo. Sus aguas provienen de los glaciares del Cotopaxi, uno de los volcanes activos más altos del planeta considerado una deidad en tiempos de los Incas, y van a volcarse en el océano Atlántico, a unos cinco mil kilómetros de distancia.
En 2003 salí de Quito en un todoterreno Subaru y enfilé hacia Shell provisto de una misión muy distinta de cualquiera de las aceptadas por mí con anterioridad. Iba a tratar de poner fin a una guerra que yo mismo había contribuido a desencadenar. Como en tantos otros casos cuya responsabilidad hemos de asumir nosotros los EHM, esa guerra era prácticamente desconocida fuera del país donde tenía lugar. Yo iba a reunirme con los shuar, los quechua y sus vecinos los achuar, los zaparo y los shiwiar; tribus decididas a impedir que nuestras compañías petroleras siguieran destruyendo sus hogares, sus familias y sus tierras, aunque ello significase poner en peligro sus vidas. Para ellos estaba en juego la supervivencia de sus hijos y de sus culturas, mientras que para nosotros era cuestión de poder, de dinero y de recursos naturales. Ese es uno de los muchos aspectos de la lucha por el dominio del mundo, del sueño de unos hombres codiciosos en busca del imperio global.¹
Construir el imperio global es lo que se nos da mejor a los EHM. Somos una élite de hombres y mujeres que utilizamos las organizaciones financieras internacionales para fomentar condiciones por cuyo efecto otras naciones quedan sometidas a la corporatocracia que dirigen nuestras grandes empresas, nuestro gobierno y nuestros bancos. Al igual que nuestros semejantes de la Mafia, los EHM concedemos favores. Estos adoptan la apariencia de créditos destinados a desarrollar infraestructuras: centrales generadoras de electricidad, carreteras, puertos, aeropuertos o parques industriales. Una de las condiciones de estos empréstitos es que los proyectos y la construcción deben correr a cargo de compañías de nuestro país. Y el resultado es que, en realidad, la mayor parte del dinero nunca sale de Estados Unidos. En esencia, sencillamente se transfiere desde los emporios bancarios de Washington a las constructoras de Nueva York, Houston o San Francisco.
Pese al hecho de que el dinero regresa casi enseguida a las corporaciones que forman parte de la corporatocracia acreedora, el país destinatario queda obligado a reembolsado íntegramente, el principal más los intereses. Si el EHM ha trabajado bien, esa deuda será tan grande que el deudor se declarará insolvente al cabo de pocos años y será incapaz de pagar. Cuando esto ocurre, nosotros, lo mismo que la Mafia, reclamamos nuestra parte del negocio. Lo cual comprende, a menudo, una o varias de las consecuencias siguientes: votos cautivos en Naciones Unidas, establecimiento de bases militares o acceso a recursos preciosos corno el petróleo y el canal de Panamá. El deudor sigue debiéndonos el dinero, por supuesto... y otro país más queda añadido a nuestro imperio global.
Mientras conducía de Quito a Shell en mi coche, en aquel día soleado de 2003, mi memoria retrocedió treinta y cinco años, a la primera vez que vi esa parte del mundo. Había leído que Ecuador, pese a su extensión relativamente modesta de 285.000 kilómetros cuadrados, tiene más de treinta volcanes activos, más del 15 por ciento de las especies de aves que hay en la Tierra y miles de especies vegetales todavía pendientes de clasificación.
Además, es un país multicultural, donde los habitantes que hablan lenguas indígenas son casi tantos como los que hablan español. A mí me pareció fascinante y, desde luego, exótico; pero, sobre todo, las palabras que acudieron a mi mente en aquel entonces fueron puro, intacto e inocente. Mucho ha cambiado en estos treinta años.
En 1968, época de mi primera visita, la Texaco acababa de descubrir petróleo en la Amazonia ecuatoriana. Hoy el crudo representa casi la mitad de las exportaciones del país. El oleoducto transandino construido poco después de mi primera visita ha derramado desde entonces más de medio millón de barriles sobre la frágil selva tropical: más del doble de lo que supuso el vertido del Exxon Vdldez.²  En la actualidad, un nuevo oleoducto de quinientos kilómetros, y 1.300 millones de dólares de coste, construido por un consorcio patrocinado por los EHM, promete convertir Ecuador en uno de los diez primeros proveedores mundiales de crudo de Estados Unidos.³  Se han talado superficies inmensas de selva, los guacamayos y los jaguares prácticamente se han extinguido, tres culturas indígenas ecuatorianas han sido llevadas al borde de la desaparición, y varios ríos antes cristalinos se han convertido en vertederos.
Durante ese mismo período, las culturas indígenas empezaron su lucha de resistencia. El 7 de mayo de 2003, por ejemplo, un grupo de abogados estadounidenses presentó, en representación de más de treinta mil indígenas ecuatorianos, una demanda contra ChevronTexaco Corp por una cuantía de 1.000 millones de dólares. El escrito afirma que de 1971 a 1992 la petrolera gigante derramó en ríos y charcas más de 18 millones de litros diarios de efluentes tóxicos -es decir, aguas contaminadas con petróleo, metales pesados y carcinógenos- y que la compañía dejó a sus espaldas casi 350 pozos a cielo abierto llenos de contaminantes que siguen matando a humanos y animales.⁴
A través de las ventanillas de mi todoterreno podía ver grandes bancos de niebla procedentes de la selva que remontaban las quebradas del Pastaza. Yo llevaba la camisa empapada de sudor y el estómago empezaba a revolvérseme, pero la causa no era sólo el intenso calor tropical y el serpenteo incesante de la carretera. Empezaba a pagar mi tributo, conociendo el papel desempeñado por mí en la destrucción de aquel bello país. Porque debido a la acción de mis colegas EHM y mía, Ecuador está hoy mucho peor de lo que estaba antes de introducir allí las maravillas de la ciencia económica, la banca y la ingeniería modernas. Desde 1970 y durante ese intervalo llamado eufemísticamente el Boom del Petróleo, el índice oficial de pobreza pasó del 50 al 70 por ciento de la población. El desempleo y el subempleo aumentaron del 15 al 70 por ciento, y la deuda pública pasó de 240 millones de dólares a 16.000 millones. Al mismo tiempo, la proporción de la renta nacional que reciben los segmentos más pobres de la población decayó del 20 al 6 por ciento.⁵
El caso de Ecuador, por desgracia, no es excepcional. Casi todos los países congregados por nosotros, los gángsteres económicos, bajo el paraguas del imperio global han corrido una suerte parecida.⁶ La deuda del Tercer Mundo sobrepasa los 2,5 billones de dólares y su coste -más de 375.000 millones de dólares al año según datos de 2004- excede el total de lo que gasta el Tercer Mundo en sanidad y educación, y equivale a veinte veces toda la ayuda extranjera anual que reciben los países en vías de desarrollo. Más de la mitad de la población mundial sobrevive con menos de dos dólares al día por cabeza, más o menos lo mismo que recibía a comienzos de la década de 1970. Mientras tanto, en el Tercer Mundo el 1 por ciento de las familias más ricas acumula entre el 70 y el 90 por ciento de las fortunas privadas y del patrimonio inmobiliario de sus países (el porcentaje varía según el país que consideremos).⁷
Levanté el pie del acelerador para entrar en las calles de Baños, hermoso centro turístico famoso por sus balnearios. Las aguas termales proceden de ríos volcánicos subterráneos que bajan del muy activo monte Tunguragua. Los niños corrieron junto al Subaru agitando los brazos y tratando de vendemos goma de mascar y caramelos. Luego dejamos Baños atrás. La espectacular belleza del panorama desapareció de súbito conforme salíamos del paraíso y entrábamos en una versión moderna del Infierno de Dante.
Sobre el río se alzaba un monstruo descomunal, una inmensa pared gris de hormigón que desentonaba allí por completo. Era algo absolutamente antinatural e incompatible con el paisaje. A mí, por supuesto, no tenía por qué sorprenderme su presencia. Sabía que estaba allí, al acecho, como si me esperase. La había visto muchas veces antes, y la había elogiado como símbolo de los grandes éxitos del gangsterismo económico. Aun así, se me puso la piel de gallina.
Esa pared tan horrorosa como incongruente es el embalse que contiene la fuerza impetuosa del río Pastaza y desvía sus aguas hacia unos gigantescos túneles excavados en la montaña, para transformar su energía en electricidad. Se trata de la planta hidroeléctrica de Agoyan. Con su potencia de 156 megavatios, abastece a las industrias que enriquecen a un puñado de familias ecuatorianas y ha sido fuente de inenarrables desgracias para los campesinos y los pueblos indígenas que viven a orillas del río. Esa central hidroeléctrica no es más que uno de los muchos proyectos desarrollados gracias a mis esfuerzos y los de otros gángsteres económicos. Y esos proyectos son la razón de que Ecuador forme hoy parte del imperio global, y el motivo por el cual los shuar, los quechua y sus amigos amenazan con la guerra a nuestras compañías petroleras.
Gracias a estos proyectos, Ecuador está agobiado por la deuda externa hasta tal punto que se ve obligado a dedicar una proporción exorbitante de su renta nacional a devolver los créditos, en vez de emplear su capital en mejorar la suerte de sus millones de ciudadanos que viven en la pobreza extrema. El único recurso que Ecuador tiene para cumplir sus obligaciones con el extranjero es la venta de sus selvas tropicales a las compañías petroleras. O más exactamente, una de las razones por las que el gangsterismo económico puso sus miras en el Ecuador, para empezar, fue que según algunas estimaciones el océano de petróleo encerrado en el subsuelo de su región amazónica podría rivalizar con los yacimientos de Oriente Próximo.⁸ El imperio global reclama su parte del negocio en forma de concesiones de prospección y explotación.
La demanda cobró especial urgencia después del 11 de septiembre de 2001, cuando Washington temió que se cerrasen las espitas de Oriente Próximo. Para colmo, Venezuela, el tercer proveedor de Estados Unidos, acababa de elegir a un presidente populista, Hugo Chávez, que se pronunciaba enérgicamente en contra de lo que él llamaba el imperialismo estadounidense, y amenazaba con recortar los suministros de petróleo a Estados Unidos. Los gángsteres económicos habíamos fracasado en Iraq y en Venezuela, pero tuvimos éxito en Ecuador. En aquellos momentos se trataba de ordeñar la vaca hasta la última gota.
El caso de Ecuador es típico de entre los países que los EHM han doblegado política y económicamente. De cada 100 dólares de crudo extraídos de las selvas ecuatorianas, las petroleras reciben 75 dólares. Quedan 25 dólares, pero tres de cada cuatro de éstos van destinados a saldar la deuda extranjera. Una parte del resto cubre los gastos militares y gubernamentales, lo que deja unos 2,50 dólares para sanidad, educación y programas de asistencia social en favor de los pobres.⁹  Es decir, que de cada 100 dólares arrancados a la Amazonia, menos de 3 dólares van a parar a los más necesitados -aquellas personas cuyas vidas se han visto perjudicadas por los pantanos, las perforaciones y los oleoductos, y que están muriendo por falta de alimentos y de agua potable.
Todas estas personas - millones en Ecuador, miles de millones en todo el mundo- son terroristas en potencia. No porque crean en el comunismo, ni en el anarquismo, ni porque sean intrínsecamente perversas, sino porque están desesperadas, sencillamente. Al contemplar la presa hidráulica me pregunté, tal como me ha pasado en otros muchos lugares del mundo, cuándo pasarán a la acción esas personas; como los colonos de Norteamérica contra Inglaterra hacia la década de 1770, o los criollos contra los españoles a comienzos del siglo XIX.
La sutileza de los constructores de este imperio moderno deja en evidencia a los centuriones romanos, los conquistadores españoles y las potencias coloniales europeas de los siglos XVIII y XIX. Nosotros los EHM somos hábiles. Hemos aprendido las enseñanzas de la historia. No llevamos espada al cinto. No usamos armaduras ni uniformes que nos diferencien de los demás. En países como Ecuador, Nigeria e Indonesia vamos vestidos como los maestros de escuela o los tenderos locales. En Washington y París adoptamos el aspecto de los burócratas públicos y los banqueros. Parecemos gente modesta, normal. Inspeccionamos las obras de ingeniería y visitamos las aldeas depauperadas. Profesamos el altruismo y hacemos declaraciones a los periódicos locales sobre los maravillosos proyectos humanitarios a que nos dedicamos. Desplegamos sobre las mesas de reunión de las comisiones gubernamentales nuestras previsiones contables y financieras y damos lecciones en la Harvard Business School sobre los milagros macroeconómicos.
Somos personajes públicos, sin nada que ocultar. O por lo menos nos presentamos como tales y como tales se nos acepta. Así funciona el sistema.
Pocas veces hacemos nada ilegal, porque el sistema mismo está edificado sobre el subterfugio. El sistema es legítimo por definición. No obstante (y ésa es una salvedad esencial), cuando nosotros fracasamos interviene otra especie mucho más siniestra, la que nosotros, los gángsteres económicos, denominamos chacales. Esos sí son émulos más directos de aquellos imperios históricos que he mencionado. Los chacales siempre están ahí, agazapados entre las sombras. Cuando ellos actúan, los jefes de Estado caen, o tal vez mueren en «accidentes» violentos.¹⁰  Y si resulta que también fallan los chacales, como fallaron en Afganistán e Iraq, entonces resurgen los antiguos modelos. Cuando los chacales fracasan, se envía a la juventud estadounidense a matar y morir.
Mientras dejaba atrás el monstruo, la pared mastodóntica de hormigón gris que encarcela el río, noté de nuevo el sudor que empapaba mis ropas y la angustia que me atenazaba el estómago. Me dirigía hacia la selva para reunirme con los pueblos indígenas decididos a luchar hasta el último hombre para frenar a ese imperio que yo había contribuido a crear, y me invadían los remordimientos.
¿Cómo era posible que se hubiese metido en tan sucios asuntos un chico de pueblo, un muchacho provinciano de New Hampshire? me preguntaba.

1. Gina Chavez y otros, Tarimiat - Firmes en Nuestro Territorio: FIP-SE vs. ARCO, recop. por Mario Meló y Juana Sotomayor, CDES y CONAIE, Quito, 2002.
2. Sandy Tolan, «Ecuador: Lost Promises», National Public Radio, Morning Edition, 9 de julio de 2003, http://www.npr.org/programs/moming/features/2003/jul/latinoil (acceso del 9 de julio de 2003).
3. Juan Forero, «Seeking Balance: Growth vs. Culture in the Amazon», New York Times, 10 de diciembre de 2003.
4. Abby Ellin, «Suit Says ChevronTexaco Dumped Poisons in Ecuador», New York Times, 8 de mayo de 2003.
5.Chris Jochnick, «Perilous Prosperity», New Internationalist, http://www.newint.org/issue335/perilous.htm.  Para una información más extensa veáse también Pamela Martin, The Globalization of Contentious Politics: The Amazonian Indigenous Rights Movement, Routledge, Nueva York, 2002; Kimerling, Amazon Crude, Natural Resource Defense Council, Nueva York, 1991; Leslie Wirpsa, trad., Upheaval in the Back Yard: ¡Ilegitímate Debts and Human Rights - The Case of Ecuador -Norway, Centro de Derechos Económicos y Sociales, Quito, 2002; y Gregory Palast, «Inside Corporate America», Guardian, 8 de octubre de 2000.
6. Para información sobre el impacto del petróleo en las economías nacionales y la global, véase Michael T. Klare, Resource Wars: The New Landscape of Global Conflict, Henry Holt and Company, Nueva York, 2001 (hay trad. al cast.: Guerras por los recursos. El futuro escenario del conflicto global, Ediciones Urano, Barcelona, 2003); Daniel Yergin, The Prize: Quest for OH, Money & Power, Free Press, Nueva York, 1993; y Daniel Yergin y Joseph Stanislaw, The Commanding Heights: The Battlefor the World Economy, Simón & Schuster, Nueva York, 2001.
7. James S. Henry, «Where the Money Went», Across the Board, marzo-abril de 2004, pp. 42-45. Para más información véase el libro de Henry The Blood Bankers: Tales from the Global Underground Economy, Four Walls Eight Windows, Nueva York, 2003.
8. Gina Chavez y otros, Tarimiat - Firmes en Nuestro Territorio: FIP-SE vs. ARCO, recop. por Mario Meló y Juana Sotomayor, CDES y CONAIE, Quito, 2002; Petróleo, Ambiente y Derechos en la Amazonia Centro Sur, edición Víctor López A., Centro de Derechos Económicos y Sociales, OPIP, IACYT-A bajo el patrocinio de Oxfam America, Sergrafic, Quito, 2002.
9. Sandy Tolan, «Ecuador: Lost Promises», National Public Radio, Moming Edition, 9 de julio de 2003, http://www.npr.org/programs/morning/features/2003/jul/latinoil (acceso del 9 de julio de 2003).
10. Más sobre los chacales y otros tipos de gangsterismo en P. W. Singer, Corporate Warriors: The Rise ofthe Privatized Militar y Industry, Cornell University Press, Ithaca (Nueva York) y Londres, 2003; James R. Davis, Fortune's Warriors: Prívate Armies and the New World Order, Douglas & Mclntyre, Vancouver y Toronto, 2000; Félix I. Rodríguez y John Weisman, Shadow Wanrior: The CÍA Hero of 100 Unknown Battles, Simón and Schuster, Nueva York, 1989.




  
PRIMERA PARTE
1963-197

1
Nace un gángster económico

Todo empezó de forma bastante inocente. Yo fui hijo único, nacido en 1945 de una familia de clase media. Mis progenitores, yanquis de Nueva Inglaterra con tres siglos de solera, eran republicanos acérrimos que habían heredado de muchas generaciones de antepasados puritanos sus actitudes moralizantes y estrictas. En sus respectivas familias, habían sido los primeros en recibir estudios superiores gracias a las becas. Mi madre era profesora de latín en un instituto. Mi padre participó en la Segunda Guerra Mundial como teniente de navío al mando de la dotación militar de uno de aquellos mercantes-cisterna altamente inflamables que cruzaban el Atlántico. El día que nací en Hanover (New Hampshire), él estaba en un hospital de Texas curándose una fractura de cadera. Cuando lo conocí, yo había cumplido ya un año.
Una vez de vuelta a New Hampshire, consiguió plaza de profesor de idiomas en Tilton School, un internado para chicos de la comarca. El campus estaba orgullosamente -algunos dirían arrogantemente encaramado en lo alto de una colina que dominaba el pueblo de su mismo nombre. Era una institución exclusiva, que sólo admitía unos cincuenta alumnos en cada curso desde el grado noveno hasta el duodécimo. La mayoría de los estudiantes eran vástagos de familias adineradas de Buenos Aires, Caracas, Boston y Nueva York.
En mi familia no teníamos dinero, pero desde luego tampoco nos considerábamos pobres. Aunque el instituto pagaba muy poco a sus profesores, teníamos cubiertas todas nuestras necesidades gratis: la comida, la vivienda, la calefacción, el agua y los trabajadores que segaban nuestro césped y quitaban la nieve delante de nuestra puerta. Desde que cumplí cuatro años empecé a comer en el comedor de la escuela elemental, hice de recogepelotas para los equipos de fútbol que entrenaba mi padre y repartí toallas en los vestuarios.
Decir que los profesores y sus esposas se consideraban superiores al resto de sus convecinos sería quedarse corto. Mis padres solían bromear diciendo que ellos eran los señores feudales y amos de aquellos palurdos, es decir, de la gente de la población. Yo sabía que no lo decían del todo en broma.
Los amigos que hice en el parvulario y en la escuela elemental pertenecían a esa clase de los palurdos. Eran muy pobres. Sus padres eran labradores, leñadores y trabajadores del textil. Transpiraban hostilidad contra «esos señoritos de allá arriba». En correspondencia, y a su debido tiempo, mi padre y mi madre quisieron disuadirme de tratar con las muchachas del pueblo, «pendones» y «zorras» según ellos. Pero yo había compartido lápices y cuadernos con esas chicas desde el primer grado, y en el transcurso de los años me enamoré de tres de ellas: Ann, Priscilla y Judy. Me costaba compartir el punto de vista de mis padres. No obstante, me plegaba a su voluntad.
Todos los veranos pasábamos los tres meses de vacaciones de mi padre en una cabaña que construyó mi abuelo en 1921 a orillas de un lago. Estaba rodeada de bosque, y por la noche oíamos las lechuzas y los pumas. No teníamos vecinos. Yo era el único niño en todo el entorno que se pudiese abarcar a pie. Al principio me pasaba los días haciendo como que los árboles eran caballeros de la Tabla Redonda y damas en apuros, llamadas Ann, Priscilla o Judy (según el año). Mi pasión, de eso estaba yo convencido, era tan fuerte como la de Lanzarote por la reina Ginebra... y más secreta todavía.
A los catorce obtuve una beca para estudiar en el Tilton. A instancias de mis padres corté todo contacto con la población, y nunca más vi a mis antiguos amigos. Cuando mis nuevos compañeros marchaban de vacaciones a sus mansiones y a sus apartamentos de verano, yo me quedaba solo en la colina. Sus novias acababan de ser presentadas en sociedad. Yo no tenía novia. No conocía a ninguna chica que no fuese una «zorra». Había dejado de tratar con ellas, y ellas me olvidaron. Estaba solo y tremendamente frustrado.
Mis padres eran unos maestros de la manipulación. Me aseguraban que yo era un privilegiado por gozar de tan magnífica oportunidad, y que algún día lo agradecería. Encontraría a la esposa perfecta, a la mujer capaz de satisfacer nuestras elevadas normas morales. Yo hervía por dentro. Necesitaba compañía femenina y sexo. No dejaba de pensar en las llamadas «zorras».
En vez de rebelarme, reprimí la rabia y expresé mi frustración procurando destacar en todo. Fui matrícula de honor, capitán de dos equipos deportivos del instituto y director del periódico estudiantil. Estaba decidido a darles una lección a aquellos pijos compañeros míos, y a volver las espaldas para siempre al Tilton. Durante el último curso conseguí una beca como deportista para Brown y otra por calificaciones para Middlebury. Preferí Brown, sobre todo porque me atraían más los deportes... y porque estaba ubicada en una ciudad. Mi madre era licenciada por Middlebury y mi padre se había sacado allí su título de máster, así que ellos preferían Middlebury, y eso que Brown era una de las universidades privadas de más prestigio.
-Y si te rompes una pierna, entonces ¿qué? -me preguntó mi padre-. Es mejor aceptar la beca por calificaciones.
Yo me resistía. A mi modo de ver, Middlebury no era más que una versión aumentada y corregida del instituto Tilton, sólo que no estaba en la parte rural de New Hampshire sino en la parte rural de Vermont. Cierto que era mixta, pero yo me vería pobre, y ricos a casi todos los demás. Por otra parte, hacía cuatro años que no trataba con compañeras del género femenino. Me faltaba aplomo, me sentía descolocado y avergonzado. Le supliqué a papá que me permitiera saltarme un año, o dejarlo. Quería mudarme a Boston, vivir la vida, conocer mujeres. Él dijo que ni hablar. «¿Cómo haré creer que preparo para la universidad a los hijos de otros, si no soy capaz de hacer que se ponga a estudiar el mío?», se preguntaba.
Con el tiempo he comprendido que la vida se compone de una serie de coincidencias. Todo depende de cómo reaccionamos a ellas, de cómo ejercitamos eso que algunos llaman libre albedrío. Las opciones que adoptamos dentro de los límites que nos imponen los altibajos del destino determinan lo que somos. En Middlebury ocurrieron dos coincidencias que tuvieron un papel principal en mi vida. La primera se presentó bajo la forma de un iraní, hijo de un general que era consejero privado del sha; la segunda fue una hermosa joven que se llamaba Ann, lo mismo que mi ídolo de la infancia.
El primero, a quien llamaremos en adelante Farhad, había sido futbolista profesional en Roma. Estaba dotado de una constitución atlética, pelo negro ensortijado, ojos grandes de mirada aterciopelada y unos modales y un carisma que lo hacían irresistible para las mujeres. Lo contrario de mí en muchos aspectos. Me esforcé mucho por conquistar su amistad, y él me enseñó muchas cosas que me fueron muy útiles en los años venideros. También conocí a Ann. Aunque salía en serio con un muchacho que iba a otra universidad, en cierta manera me adoptó. Nuestra relación platónica fue el primer amor auténtico que yo había conocido.
Farhad me animó a beber, a frecuentar las fiestas, a no hacer caso de mis padres. Deliberadamente había decidido abandonar los estudios, romperme la pierna académica para rebatir el argumento de mi padre. Mis calificaciones cayeron en picado y perdí la beca. En mitad del segundo año decidí dejar la universidad. Mi padre me amenazó con el repudio, mientras Farhad me incitaba. Irrumpí en el despacho del decano y me despedí de la institución. Fue un momento crucial de mi vida.
Farhad y yo celebramos en un bar de la ciudad mi última noche de universitario. Un granjero borracho, un coloso de hombre, se encaró conmigo porque según él estaba guiñándole el ojo a su esposa. Me levantó en vilo y me arrojó contra la pared. Farhad se interpuso, sacó una navaja y le rajó la mejilla al campesino. Luego cruzó el local conmigo a rastras y escapamos por una ventana para salir a una cornisa de roca que se asomaba al Otter Creek. Saltamos, y siguiendo por la orilla del río conseguimos regresar a la residencia.
La mañana siguiente, cuando me interrogó el servicio de orden, mentí y negué tener ningún conocimiento del incidente. Pero a Farhad lo expulsaron de todos modos. Juntos nos mudamos a Boston, donde compartimos un apartamento. Conseguí empleo en las oficinas de unos periódicos de Hearst, Record American/Sunday Advertiser, donde ingresé como adjunto al redactor jefe del Sunday Advertiser.
Más tarde, aquel mismo año de 1965, varios de mis amigos de la redacción recibieron la tarjeta de reclutamiento. Para evitar un destino similar me matriculé en la Escuela de Administración de Empresas de Boston. Para entonces Ann había roto con su antiguo novio y bajaba a menudo desde Middlebury para estar conmigo. Atención que desde luego mereció mi agradecimiento. Ella se licenció en 1967, cuando a mí todavía me faltaba un año para terminar en la EADE de Boston, y se negó rotundamente a venirse a vivir conmigo antes de casarnos. Yo bromeaba diciendo que esto era un chantaje, y en efecto me sentí un poco extorsionado por lo que, según me parecía, era una prolongación de las arcaicas y mojigatas normas morales de mis padres. Pero lo pasábamos bien juntos y yo deseaba estarlo más, así que nos casamos.
El padre de Ann era un ingeniero brillante que había puesto a punto el sistema automático de navegación para una importante categoría de misiles, lo que le valió un alto cargo en el Departamento Naval. Su mejor amigo, un hombre al que Ann llamaba tío Frank (no era Frank, pero le llamaremos así en este libro), era un ejecutivo del máximo nivel en la Agencia Nacional de Seguridad (National Security Agency, NSA), el menos conocido y en muchos aspectos el más importante de los servicios de espionaje estadounidenses.
Poco después de nuestro matrimonio los militares me llamaron para la revisión física, que pasé, de modo que me enfrentaba a la perspectiva de ir destinado al Vietnam una vez terminase los estudios. La idea de pelear en el Sudeste asiático me desgarraba emocionalmente, aunque la guerra siempre me ha fascinado. A mí me amamantaron con las historias de mis antepasados de la época colonial, entre los cuales figuran patriotas como Thomas Paine y Ethan Allen, y había visitado en Nueva Inglaterra y en el Estado de Nueva York todos los escenarios de las batallas que se recuerdan de las guerras del francés, contra los indios y de la Independencia contra los ingleses. A decir verdad, cuando intervinieron en el Sudeste asiático las primeras unidades de fuerzas especiales del ejército estuve a punto de alistarme. Pero luego fui cambiando de opinión, a medida que los medios de comunicación denunciaban las atrocidades y las contradicciones de la política estadounidense. A menudo me preguntaba de parte de quién se habría colocado Paine. Estaba seguro de que habría abrazado la causa de nuestro enemigo el Vietcong.
Fue tío Frank quien me sacó del apuro, al decirme que un empleo en la NSA permitía solicitar prórroga y aplazar la entrada en el servicio militar. Gracias a su mediación fui entrevistado varias veces en su agencia, incluida una penosa jornada de interrogatorios bajo el detector de mentiras. A mí se me dijo que esas pruebas servirían con el fin de determinar mi idoneidad para ser reclutado y entrenado por la NSA. En caso afirmativo suministrarían además un perfil de mis puntos fuertes y débiles, que serviría para planificar mi carrera. Dada mi actitud en cuanto a la guerra de Vietnam, yo estaba seguro de no pasar las pruebas.
Cuando me lo preguntaron, confesé que en mi condición de ciudadano leal a su país yo estaba en contra de la guerra. Quedé sorprendido cuando los entrevistadores no insistieron en este punto y prefirieron interrogarme sobre mi formación, mis actitudes para con mis padres y las emociones que había suscitado en mí el hecho de haberme criado como un puritano pobre entre muchos señoritos ricos y hedonistas. Exploraron también mi frustración por la falta de mujeres, de sexo y de dinero en mi vida, así como el mundo de fantasías en que me había refugiado a consecuencia de ello. También me extrañó la curiosidad que les mereció mi relación con Farhad y el interés que suscitó mi voluntad de mentirle a la policía del campus con tal de proteger a mi amigo.
Al principio supuse que todos estos detalles les parecerían negativos y motivarían el rechazo de mi candidatura a entrar en la NSA. Pero las entrevistas, a pesar de ello, continuaron. No fue hasta varios años más tarde cuando comprendí que, con arreglo a los criterios de la NSA, aquellos resultados negativos habían sido positivos en realidad. Para la evaluación de ellos, no importaba tanto la supuesta lealtad a mi país como el conocimiento de las frustraciones de mi vida. El resentimiento contra mis progenitores, la obsesión con las mujeres y el afán de darme la gran vida eran los anzuelos donde ellos podían prender su cebo. Yo era seducible. Mi determinación de sobresalir en las clases y en los deportes, la insubordinación definitiva contra mi padre, la capacidad para avenirme con personas extranjeras y la facilidad para mentirle a la policía respondían precisamente a las cualidades que ellos buscaban. Más tarde supe también que el padre de Farhad trabajaba para los servicios de inteligencia estadounidenses en Irán. Por tanto, mi amistad con aquél debió constituir un punto importante a mi favor.
Algunas semanas después de estas pruebas en la NSA, se me ofreció un empleo para iniciar mi formación en el arte del espionaje. Debía incorporarme tan pronto como recibiese el diploma de la EADE, para lo que me faltaban varios meses. No obstante, y cuando aún no había aceptado oficialmente esta oferta, obedeciendo a un impulso me apunté a un seminario que daba en la Universidad de Boston un reclutador del Peace Corps (Cuerpo de Paz). Uno de los «ganchos» que utilizaba era que el ingreso en el Peace Corps, lo mismo que los empleos de la NSA, servía de pretexto para prorrogar la incorporación a filas.
Mi decisión de participar en el seminario fue una de esas coincidencias a las que no se atribuye importancia en su momento, pero cuyas consecuencias cambian luego la vida de una persona. El reclutador describió varios lugares del mundo especialmente necesitados de voluntarios. Uno de ellos era la selva amazónica, donde, según señaló, los pueblos indígenas seguían viviendo casi como los nativos de Norteamérica en tiempos de la llegada de los europeos.
Yo siempre había soñado vivir como los abnaki, los pobladores aborígenes de New Hampshire en la época en que se establecieron allí mis antepasados. Sabía que llevaba en mis venas un poco de sangre abnaki, y deseaba conocer las costumbres de aquellas gentes y la vida en los bosques que había sido tan familiar para ellos. Fui a hablar con el reclutador después de su charla y le interrogué en cuanto a la posibilidad de ser destinado a la Amazonia. Él me aseguró que hacían falta muchos voluntarios para esa región, y que podía contar con una gran probabilidad de ser admitido. Llamé a tío Frank.
Con no poca sorpresa por mi parte, tío Frank me animó a considerar esa posibilidad. En plan confidencial me dijo que después de la caída de Hanoi, que muchos en posiciones similares a la suya daban por cierta en aquellos tiempos, la Amazonia iba a pasar al primer plano del interés.
«Está que rebosa de petróleo -dijo-. Necesitaremos buenos agentes ahí, individuos que sepan entender a los nativos.» Me aseguró que el servicio en el Peace Corps sería un entrenamiento excelente para mí, y me instó a que procurase dominar cuanto antes la lengua española así como varios dialectos indígenas. «Es posible que acabes al servicio de una compañía privada, no del gobierno», dijo con sorna.
En aquel entonces no comprendí lo que había querido decir con estas palabras. Estaba siendo ascendido de espía a agente del gangsterismo económico, aunque aún no hubiese oído jamás esa expresión, y aún iba a tardar varios años más en oírla por primera vez. Desconocía por completo la existencia de cientos de hombres y mujeres que, repartidos por todo el mundo, trabajaban por cuenta de consultarías y otras empresas privadas, sin recibir nunca ni un centavo de salario de ninguna agencia gubernamental, pero sirviendo, no obstante, a los intereses del imperio. Ni podía adivinar entonces que hacia el fin del milenio iban a ser miles los representantes de una nueva especie, denominada más eufemísticamente, y que yo iba a representar un papel señalado en el crecimiento de semejante ejército.
Ann y yo solicitamos el ingreso en el Peace Corps y ser destinados a la Amazonia. Cuando nos llegó el aviso de incorporación, al principio sufrí un fuerte desengaño. La carta decía que íbamos destinados al Ecuador.
¡No, caramba!, pensé. Yo había solicitado la Amazonia, no África. Fui a buscar un atlas, para mirar dónde quedaba Ecuador. Cuál no sería mi contrariedad al no localizarlo en el continente africano. En el índice, sin embargo, descubrí que estaba en Latinoamérica. Y en el mapa pude ver la red fluvial que bajaba desde los glaciares andinos hasta el poderoso Amazonas. Otras lecturas me aseguraron que las selvas ecuatorianas figuraban entre las más variadas y formidables del mundo, y que sus pobladores indígenas continuaban viviendo como habían venido haciéndolo durante miles de años. De modo que aceptamos.
Ann y yo pasamos la instrucción para el Peace Corps en el sur de California. En septiembre de 1968 partimos hacia Ecuador. En la Amazonia convivimos con los shuar, cuyo estilo de vida, efectivamente, se asemejaba al de los aborígenes de Norteamérica en la época precolombina. También trabajamos en los Andes con los descendientes de los incas. Estaba yo descubriendo un aspecto del mundo cuya existencia ni siquiera sospechaba. Hasta entonces, los únicos latinoamericanos que yo había visto eran los señoritos ricos que asistían a las clases de mi padre en el instituto. Descubrí que me caían bien aquellos nativos cazadores y agricultores. Me sentía extrañamente emparentado con ellos, y por alguna razón me recordaban a los pueblerinos que había dejado en mi país.
Hasta el día que apareció en la pista de aterrizaje comarcal un individuo en traje de ciudad. Era Einar Greve, vicepresidente de la Chas. T. Main Inc. (MAIN), consultoría internacional que practicaba una política empresarial de gran discreción. Por entonces, estaba encargado de estudiar si el Banco Mundial debía prestar a Ecuador y países limítrofes los miles de millones de dólares necesarios para la construcción de embalses hidroeléctricos y otras infraestructuras. Además, Einar era coronel de la Reserva estadounidense.
Para empezar, se puso a hablarme de las ventajas de trabajar para una compañía como MAIN. Cuando mencioné que había sido admitido por la NSA antes de ingresar en el Peace Corps, y que estaba considerando la posibilidad de incorporarme a aquélla, él puso en mi conocimiento que algunas veces actuaba de enlace con la NSA. Mientras lo decía, me miraba de una manera que me hizo sospechar que venía con el encargo de evaluar mi capacidad, entre otras cosas. Hoy creo que estaba poniendo al día mi perfil y, sobre todo, tratando de calibrar mis aptitudes para sobrevivir en unos entornos que la mayoría de mis compatriotas juzgarían hostiles.
Pasamos juntos un par de días en el Ecuador y luego seguimos en contacto por correo. Él me había pedido que le enviase informes sobre las perspectivas económicas del país. Yo tenía una pequeña máquina de escribir portátil y me gustaba escribir, de manera que atendí su petición con mucho gusto. En el plazo de un año le envié a Einar unas quince cartas bastante extensas. En ellas especulaba sobre el porvenir económico y político del Ecuador y comentaba la creciente intranquilidad de las comunidades indígenas enfrentadas a las compañías petroleras, a las agencias internacionales de desarrollo y a otras tentativas de introducirlos en el mundo moderno aunque fuese a puntapiés.
Cuando nuestra toumée con Peace Corps finalizó, Einar me invitó a una entrevista de empleo en la sede central que tenía MAIN en Boston. En una conversación privada conmigo subrayó que, si bien el negocio principal de MAIN eran los proyectos de ingeniería, últimamente su principal cliente, el Banco Mundial, venía indicándole que contratase a economistas a fin de elaborar los pronósticos económicos indispensables para determinar la viabilidad y la magnitud de los mencionados proyectos. Y me confesó que antes de hablar conmigo había contratado a tres economistas muy cualificados, de credenciales impecables: dos profesores y un licenciado. Pero habían fracasado miserablemente.
- Ninguno de ellos estaba en condiciones de elaborar proyecciones económicas sobre países donde no se cuenta con estadísticas fiables explicó Einar.
Además, siguió diciendo, ninguno de ellos había aguantado hasta la fecha de expiración de sus contratos, cuyas condiciones incluían desplazamientos a lejanas regiones de países como Ecuador, Indonesia, Irán y Egipto para entrevistar a los dirigentes locales e inspeccionar personalmente las perspectivas de desarrollo económico. Uno de ellos sufrió una crisis nerviosa en una remota aldea panameña. La policía del país tuvo que escoltarlo hasta el aeropuerto y meterlo en el avión de regreso a Estados Unidos.
-Las cartas que enviaste me dieron a entender que no se te caen los anillos y que sabes buscar datos cuando no están disponibles. Y después de ver tus condiciones de vida en el Ecuador, creo que podrás sobrevivir casi en cualquier parte.
Por último, me contó que había despedido ya a uno de aquellos economistas, y que estaba dispuesto a hacer lo mismo con los otros dos si yo aceptaba su ofrecimiento.
Así fue como, en enero de 1971, me vi candidato a un empleo de economista en MAIN. Acababa de cumplir veintiséis años, la edad mágica a la que ya no podía alcanzarme la tarjeta de reclutamiento. Lo consulté con Ann y su familia. Ellos me animaron a aceptarlo, en lo que me pareció notar la influencia del tío Frank. Entonces recordé su comentario sobre la posibilidad de acabar trabajando para una compañía privada. Sobre esto nunca se comentó nada de manera explícita, pero tuve la convicción de que mi empleo en MAIN era consecuencia de las disposiciones tomadas por tío Frank tres años antes, sumando mis experiencias en Ecuador y mi disposición para enviar informes sobre la situación económica y política del país.
Sentí vértigo durante varias semanas y andaba por ahí con el ego bastante henchido. Yo sólo tenía una licenciatura por la Universidad de Boston, poca cosa para ingresar en el servicio de estudios económicos de tan empingorotada consultoría. Muchos ex compañeros míos de Boston rechazados por los militares y que habían continuado estudios hasta el máster y otros títulos de tercer ciclo se morirían de envidia cuando lo supieran. Me veía a mí mismo como brillante agente secreto destinado en países exóticos, acostado en una tumbona al lado de la piscina de mi hotel de lujo, el martini en la mano y rodeado de espectaculares mujeres en bikini.
Eran sólo fantasías, pero más tarde hallé que contenían algún elemento verdadero. Aunque Einar me había contratado como economista, pronto descubrí que mi verdadera misión iba mucho más allá, y se asemejaba mucho más a las de James Bond de lo que parecía a primera vista.

2
«Para toda la vida»

En términos legales podría decirse que MAIN era un coto cerrado. . Apenas un 5 por ciento de sus dos mil empleados, los llamados socios principales, tenían todas las acciones. Su posición era muy envidiada. No sólo mandaban sino que además se llevaban la mayor parte del pastel. Su actitud fundamental, la discreción. Porque trataban con jefes de Estado y otros altos dirigentes acostumbrados a exigir de sus asesores, como abogados y psicoterapeutas por ejemplo, el mayor respeto a las normas de la más estricta confidencialidad. Hablar con la prensa era tabú. No se toleraba, y punto. Como resultado, casi nadie fuera de la empresa sabía quién era MAIN, a diferencia de otras competidoras nuestras más conocidas como Arthur D. Little, Stone & Webster, Brown & Root, Halliburton y Bechtel.
He utilizado la palabra «competidoras» en sentido figurado, porque MAIN en realidad era jugadora única en su propia liga. La mayoría de los profesionales contratados eran ingenieros, pero no teníamos ninguna maquinaria ni construíamos nada, ni que fuese un barracón para guardar trastos. Muchos empleados eran exoficiales, pero no teníamos ningún contrato con el Departamento de Defensa ni ningún otro organismo de los militares. Estábamos en una rama comercial tan diferente de las normales, que me costó varios meses averiguar de qué se trataba. Sólo sabía que mi primer destino real iba a ser Indonesia y que formaría parte de un equipo de once hombres enviados a elaborar un plan maestro de aprovisionamiento energético para la isla de Java.
También me di cuenta de que Einar y los demás que me comentaban la misión andaban empeñados en persuadirme de que la economía de Java estaba en fase de rápido crecimiento. Y que, si quería perfilarme como buen observador (digno de ofrecerle un ascenso, por tanto), mis proyecciones económicas debían demostrar eso precisamente.
«Están que se salen del mapa», gustaba decir Einar. Alzaba los dedos del papel simulando un vuelo planeado y agregaba: «¡Una economía que va a despegar como un pájaro!»
Einar salía a menudo de viaje, pero sus ausencias solían durar sólo dos o tres días. Nadie hablaba mucho de ello, ni parecía que estuvieran enterados de a dónde iba.
Cuando aparecía por los despachos, a menudo me invitaba al suyo para tomar unos cafés y charlar. Entonces me preguntaba por Ann, por nuestro nuevo apartamento o por el gato que nos habíamos traído de Ecuador. Cuando empecé a conocerlo un poco más, me animé a dirigirle preguntas sobre su trabajo y sobre lo que se esperaba que yo hiciera en el mío. Pero nunca recibí una contestación satisfactoria. Era maestro en el arte de desviar las conversaciones. Una de esas veces me asestó una mirada peculiar.
-No tienes de qué preocuparte -dijo-. Tenemos grandes planes para ti. El otro día estuve en Washington y ... -Se interrumpió a sí mismo, con una sonrisa inescrutable-. En cualquier caso, ya sabes que tenemos un proyecto importante en Kuwait. Será poco antes de que salgas para Indonesia. Te aconsejo que aproveches algo de tu tiempo para informarte acerca de Kuwait. La biblioteca pública de Boston es un sitio estupendo para ello, y podemos conseguirte pases para la del MIT y la de Harvard.
En consecuencia, pasé muchas horas en esas bibliotecas, sobre todo en la pública de Boston, pues quedaba cerca de la oficina y casi pegada a mi apartamento en Back Bay. Me familiaricé con Kuwait y además descubrí muchos libros de estadística económica publicados por Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Sabiendo que se me exigiría la elaboración de modelos econométricos para Indonesia y Java, se me ocurrió que podría entrenarme preparando uno para Kuwait.
Sin embargo, yo había estudiado administración de empresas y no estaba preparado para realizar cálculos econométricos, así que dediqué la mayor parte del tiempo a tratar de cubrir esa laguna. Incluso me apunté a un par de cursos sobre la cuestión. En este proceso descubrí que las estadísticas pueden manipularse y dar lugar a una gama de conclusiones muy amplia, incluyendo las que corroboren las preferencias del analista.
MAIN era una corporación machista. En 1971 sólo empleaba a cuatro mujeres en cargos profesionales. Sin embargo, tendrían unas doscientas empleadas entre la dotación de secretarias personales: una para cada vicepresidente y cada director de departamento y el equipo de mecanógrafas a disposición de todos nosotros, los demás. Yo estaba acostumbrado a esta discriminación de género, por lo que me sorprendió especialmente lo que sucedió cierto día en la sala de lectura de la biblioteca pública.
Una atractiva morena se acercó y fue a sentarse en el sillón de enfrente.
Se veía muy sofisticada con su traje sastre verde. Al observarla mientras procuraba hacerme el indiferente, o el disimulado, me pareció algunos años mayor que yo. Al cabo de un rato, sin decir palabra, ella empujó hacia mí un libro abierto. Contenía una tabla con información sobre Kuwait que yo había solicitado anteriormente, y una tarjeta de visita. El nombre decía Claudine Martin y el cargo: «Asesora especial en Chas. T. Main, Inc.» Al levantar los ojos me tropecé con la seductora mirada de sus ojos verdes. Ella me tendió la mano. «Tengo instrucciones de ayudarte en tu preparación» anunció. No podía creer que aquello me estuviera sucediendo a mí.
A partir del día siguiente nos reunimos en el apartamento que Claudine tenía en Beacon Street, no lejos de las oficinas centrales de MAlN en el Prudential Center. En nuestra primera hora de diálogo me manifestó que mi posición era poco común y exigía, entre otras cosas, la más estricta confidencialidad. Me explicó por qué nadie me había dado una descripción de mi puesto de trabajo. Nadie estaba autorizado a hacerlo... excepto ella. Y por último me aclaró que su misión consistía en hacer de mí un gángster económico.
La expresión evocaba asociaciones de gabardinas largas y revólveres ocultos. Se me escapó una risa nerviosa, que me dejó un poco avergonzado. Ella sonrió y me aseguró que el efecto humorístico era uno de los motivos de la elección del término. «Quién se lo va a tomar en serio», comentó. -
Confesé mi total ignorancia en cuanto a las funciones de un gángster económico.
- No eres el único - rió ella -. Somos una especie rara y estamos en un negocio sucio. Nadie debe conocer tu actividad, ni siquiera tu mujer. - A continuación se puso seria y agregó -: Voy a hablarte con plena franqueza y voy enseñarte todo lo que sé durante las semanas de que disponemos. Después de eso, te tocará a ti decidir. Será una decisión definitiva. Cuando se entra en esto, se entra para toda la vida.
Después de esta conversación casi nunca volvió a utilizar la expresión completa de economic hit man. Éramos unos EHM y nada más.
Ahora sé una cosa que desconocía entonces: que Claudine aprovechó todas mis debilidades, recogidas en el perfil de mi carácter trazado por la NSA. Ignoro quién le comunicaría la información, si fue Einar, la NSA, el departamento de personal de MAIN o alguna otra fuente. Pero supo explotarla con maestría. Aplicó una combinación de seducción física y manipulación verbal que parecía expresamente diseñada para mí. Y sin embargo, luego la he visto utilizada numerosas veces en muchos tipos diferentes de negociación, cuando el envite es cuantioso y hay mucha prisa por cerrar el lucrativo acuerdo. Ella supo desde el primer momento que yo jamás pondría en peligro mi matrimonio con la revelación de unas actividades clandestinas que, según dejó claro con brutal franqueza; me obligarían a sumergirme en aguas más bien turbias.
En cuanto a quién le pagaba su salario, en realidad no tengo ni la menor idea, aunque tampoco tengo razones para dudar de que fuese efectivamente MAIN, como decía su tarjeta. En aquella época yo era demasiado ingenuo y muy tímido, y estaba demasiado confuso para formular las preguntas que hoy me parecen obvias.
Claudine enumeró los dos objetivos principales de mi trabajo. En primer lugar, yo debía justificar los grandes créditos internacionales cuyo dinero regresaría canalizado hacia MAIN y otras compañías estadounidenses (como Bechtel, Halliburton, Stone & Webster y Brown & Root) en pago de grandes proyectos de ingeniería y construcción. Segundo, debía conseguir la quiebra de los países que hubiesen recibido esos créditos (aunque no antes de que hubiesen pagado a MAIN y a las demás empresas contratistas estadounidenses, como es natural), a fin de dejarlos prisioneros para siempre de sus acreedores. Y así serían receptivos cuando les pidiéramos favores como bases militares, sus votos en Naciones Unidas o el acceso a sus recursos naturales, como el petróleo y otros.
Mi trabajo, siguió explicando, consistiría en estudiar los países y elaborar previsiones sobre los efectos de esas inversiones multimillonarias en dólares. Concretamente, debía producir estudios que anticipasen el ritmo del desarrollo económico a veinte o veinticinco años vista y que evaluasen el impacto de una serie de proyectos. Por ejemplo, si se tomaba la decisión de prestar 1.000 millones de dólares a un país para disuadir a sus dirigentes de alinearse al lado de la Unión Soviética, yo tendría que comparar las ventajas de invertir dicha suma en centrales generadores de energía o en una nueva red nacional de ferrocarriles, o en un sistema de telecomunicaciones. O si las órdenes eran que se le concediese al país la oportunidad de dotarse de un moderno sistema público de suministro eléctrico, yo debía presentar cifras que demostrasen que dicho sistema produciría un desarrollo económico suficiente para justificar la cuantía del empréstito. En todos los casos, el factor crítico era el producto interior bruto (PIB). Ganaba el proyecto que produjese el mayor crecimiento anual del PIB. Y cuando fuese uno solo el proyecto considerado, mis cifras demostrarían que su realización produciría superiores beneficios en términos del PIB.
En cada uno de estos proyectos, el aspecto tácito era la intención de originar sustanciosos beneficios para las contratistas y hacer muy feliz al puñado de las familias más ricas e influyentes del país receptor. Al mismo tiempo, dicho país quedaba sumido en la dependencia financiera por muchos años, y cautiva la voluntad de sus dirigentes políticos. Y así en todo el mundo: cuanto más grandes los créditos, mejor. La carga de la deuda privaría de atenciones sanitarias, educación y otros beneficios sociales a los ciudadanos más pobres, también durante muchos años, pero eso no se tomaba en consideración.
Claudine y yo discutimos con franqueza la naturaleza engañosa del PIB. Por ejemplo, puede reflejarse un crecimiento del PIB incluso cuando éste aproveche a una sola persona, como podría ser el caso del propietario único de la empresa monopolizadora de un servicio público, y aunque la mayoría de la población quede agobiada por el lastre de la deuda. Los ricos se vuelven cada vez más ricos, y los pobres cada vez más pobres. Pero desde el punto de vista estadístico, el resultado figura como un progreso económico.
Lo mismo que la ciudadanía estadounidense en general, muchos empleados de MAIN creían que estábamos haciendo favores a los países donde se construían las centrales eléctricas, las carreteras y los puertos. Nuestras escuelas y nuestros periódicos nos han enseñado a percibir como actos de altruismo todo lo que hacemos. En los años transcurridos he escuchado muchas veces comentarios como el siguiente: «Puesto que no hacen más que salir a quemar nuestra bandera y a manifestarse delante de nuestra embajada, ¿por qué no nos vamos de su condenado país y que se revuelquen en su propia miseria?»
Las personas que dicen cosas así, muchas veces tienen diplomas que certifican su excelente educación. Pero esas personas no tienen ni idea de que establecemos embajadas en todos los países del mundo para servir a nuestros intereses. Y éstos, durante la segunda mitad del siglo XX, se han concretado en la metamorfosis de la república estadounidense en un imperio global. Pese a sus títulos, las personas aludidas son tan ignorantes como aquellos colonizadores del siglo XVIII cuando creían a pie juntillas que los indios que peleaban por defender sus tierras eran siervos del Diablo.
Transcurridos algunos meses, yo viajaría a la isla de Java, perteneciente al Estado indonesio y descrita en la época como la parcela más superpoblada del planeta. Dicho sea de paso, Indonesia era país productor de petróleo, además de musulmán y semillero de actividades comunistas.
«Es la ficha siguiente del dominó después de Vietnam. Es preciso que nos ganemos a los indonesios. Si ellos también se unen al bloque comunista, bueno... », me dijo una vez Claudine cruzándose la garganta con el dedo índice mientras sonreía dulcemente. «Limitémonos a decir que debes presentar una proyección muy optimista sobre esa economía y de cómo prosperará una vez que estén construidas todas esas centrales y líneas de distribución eléctrica. Eso proporcionará a USAID y a la banca internacional la justificación para los créditos. Tú recibirás una buena remuneración, por supuesto, y podrás pasar a nuevos proyectos en otros lugares exóticos. El mundo es tu carrito del supermercado.»
Pero no dejó de advertirme que mi trabajo iba a ser duro. «Los expertos de los bancos irán por ti. El trabajo de ellos consiste en descubrir los fallos de tus proyecciones. Ellos quedan bien cuando consiguen hacerte quedar mal.»
Cierto día le recordé a Claudine que el equipo que MAIN enviaría a Java estaba formado por diez hombres además de mí, y le pregunté si todos estaban recibiendo el mismo tipo de entrenamiento. Ella me aseguró que no. «Ellos son ingenieros - dijo -. Proyectan las centrales, las líneas de transporte y de distribución, así como los puertos y las carreteras para traer el combustible. Tú eres el que predice el futuro. De tus previsiones depende el tamaño de los sistemas que ellos proyecten... y la magnitud de los créditos. Ya lo ves. Tú eres la clave.»
Al salir del apartamento de Claudine siempre me preguntaba si estaría haciendo bien. En el fondo de mi corazón sospechaba que no. Pero me asediaban las frustraciones de mi pasado. Al parecer, MAIN me ofrecía todo lo que siempre había echado en falta. A pesar de ello, no dejaba de preguntarme qué habría dicho Tom Paine. Por último me convencí de que aprendiendo más, acumulando experiencias, más tarde podría denunciarlo todo. La vieja justificación de «conocer el pecado para combatirlo mejor».
Cuando le confié esta idea a Claudine, ella me dirigió una mirada llena de perplejidad. «No seas ridículo. Una vez que has entrado ya no se puede salir. Debes decidirlo tú antes de comprometerte más a fondo.» Lo entendí, pero lo que dijo me espantó. Al salir anduve pensativo por Cornmonwealth Avenue y, después de doblar por Dartmouth Street, me persuadí de que yo sería la excepción. Una tarde, varios meses después, Claudine y yo estábamos sentados junto a la ventana viendo caer la nieve sobre Bacon Street.
-Formamos parte de un club reducido y selecto -dijo-o Se nos paga, y muy bien por cierto, para estafar miles de millones de dólares a muchos países de todo el mundo. Buena parte de tu trabajo consistirá en estimular a los líderes de esos países para que entren a formar parte de la extensa red que promociona los intereses comerciales de Estados Unidos.
En último término esos líderes acaban atrapados en la telaraña del endeudamiento, lo que nos garantiza su lealtad. Podemos recurrir a ellos siempre que los necesitemos para satisfacer nuestras necesidades políticas, económicas o militares. A cambio, ellos consolidan su posición política porque traen a sus países complejos industriales, centrales generadoras de energía y aeropuertos. Y los propietarios de las empresas estadounidenses de ingeniería y construcción se hacen inmensamente ricos.
Esa tarde, en el idílico ambiente del apartamento de Claudine, descansando junto a la ventana mientras la nieve se arremolinaba en el exterior, conocí la historia de la profesión en que me disponía a ingresar. Claudine me recordó cómo se han construido los imperios de casi todas las épocas: mediante el uso de la fuerza militar, o la amenaza de usarla. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, con la emergencia de la Unión Soviética y el espectro del holocausto nuclear, la solución militar llegó a ser demasiado peligrosa.
El momento decisivo se produjo en 1951 con la rebelión de Irán contra una compañía petrolera británica que estaba esquilmando los recursos naturales del país y explotando a su gente. Esta compañía fue la antecesora de British Petroleum, la actual BP. En respuesta, un primer ministro iraní democráticamente elegido y muy popular (fue el Personaje del Año de la revista Time en 1951), Mohammad Mosaddeq, nacionalizó todos los yacimientos petrolíferos iraníes. Los indignados ingleses solicitaron ayuda a sus aliados de la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses. Pero ambos países temieron que unas represalias militares provocasen la reacción soviética en favor de Irán.
Por tanto, en vez de enviar la Infantería de Marina, Washington despachó a Kermit Roosevelt, nieto de Theodore y agente de la CÍA. Su actuación fue brillante. Conquistó muchas voluntades mediante amenazas y sobornos. Con estas complicidades organizó algaradas callejeras y manifestaciones violentas, lo cual creó la impresión de que Mosaddeq era un ministro tan impopular como inepto. Finalmente Mosaddeq cayó (y pasó el resto de su vida en arresto domiciliario). El proamericano Mohammad Reza Shah se erigió en dictador indiscutible. De esta manera, Kermit Roosevelt creó el escenario para una nueva profesión, la misma a cuyas filas me disponía a sumarme.¹
Además de reconfigurar toda la historia del Oriente Próximo, la táctica de Roosevelt arrinconaba de una vez por todas las viejas estrategias de la construcción de imperios. También coincidió con los primeros experimentos de «acciones militares limitadas no nucleares», de cuya doctrina resultaron finalmente para Estados Unidos las humillaciones de Corea y Vietnam. En 1968, el año en que fui entrevistado por la NSA, era ya evidente que si Estados Unidos quería realizar el sueño de un imperio global (tal como lo habían planteado hombres como los presidentes Johnson y Nixon), tendría que recurrir a estrategias calcadas del ejemplo iraní sentado por Roosevelt. Era la única manera de derrotar a los soviéticos sin incurrir en el riesgo de una guerra nuclear.
Restaba un problema, no obstante. Kermit Roosevelt había sido un agente de la CIA. Las consecuencias habrían podido ser funestas si lo hubiesen atrapado. Él orquestó la primera operación de Estados Unidos para derribar a un gobierno extranjero. Era probable que se recurriese a este expediente muchas veces más, pero interesaba buscar un planteamiento que no implicase directamente a Washington.
Por fortuna para los estrategas, la década de 1960 fue también testigo de otra revolución: el auge de las corporaciones multinacionales y de los organismos internacionales como el Banco Mundial y el FMl. Estos dependían para su financiación principalmente de Estados Unidos y de nuestros primos europeos, también constructores de imperios. Se desarrolló una relación simbiótica entre el gobierno, las empresas y los organismos internacionales.
En la época en que me matriculé en la EADE de Boston, la solución al problema «Roosevelt percibido como agente de la CIA» estaba ya bien diseñada. Las agencias de inteligencia estadounidenses, entre ellas la NSA, identificarían a posibles EHM y estos podrían a continuación ser contratados por las multinacionales. A los gángsteres económicos jamás les pagaría ningún organismo público, sino que serían asalariados del sector privado. En consecuencia, su trabajo sucio, caso de resultar descubierto, sería atribuido a la codicia de las empresas, no a la política gubernamental. Las compañías que los contratasen, aunque pagadas por las agencias gubernamentales y sus colaboradores necesarios de la banca internacional (con dinero del contribuyente), no estaban sometidas a la fiscalización del Congreso ni a los criterios de la opinión pública. Además quedarían protegidas por un escudo legislativo cada vez más sólido, formado por leyes sobre la propiedad comercial, el comercio internacional y restricciones de la libertad de información.²
- Ya lo ves -concluyó Claudine-. No somos más que la segunda generación, herederos de la tradición gloriosa que comenzó cuando tú estabas en el tercer año de la escuela elemental.

3
Indonesia: lecciones de gangsterismo económico   

Además de prepararme para mi nueva carrera, hice muchas lecturas sobre Indonesia. «Cuanto más sepas acerca de un país antes de visitarlo, más fácil te resultará la tarea», me había aconsejado Claudine. Me lo tomé a pecho.
Cuando Colón zarpó en 1492, lo que buscaba era Indonesia, conocida entonces como las islas de las especias. En toda la época colonial estuvieron consideradas un tesoro mucho más importante que las Américas. En especial Java, con sus ricas telas, sus fabulosas especias y sus opulentos reinos, era la joya de la corona y el escenario de violentas rivalidades entre los aventureros españoles, holandeses, portugueses y británicos. Holanda quedó vencedora en 1750, pero si bien controlaron Java, los holandeses necesitaron más de ciento cincuenta años para llegar a dominar los confines del archipiélago.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los japoneses invadieron Indonesia. Poca resistencia pudieron ofrecer las guarniciones holandesas. De ello resultaron terribles padecimientos para los indonesios y en especial para los javaneses. Después de la rendición del Japón surgió un líder carismático, Sukarno, que declaró la independencia. Tras cuatro años de hostilidades, los holandeses finalmente arriaron la bandera el 27 de diciembre de 1949, y devolvieron la soberanía a un pueblo que no había conocido otra cosa más que guerras y dominaciones durante más de tres siglos. Sukarno fue el primer presidente de la nueva república.
Gobernar Indonesia, sin embargo, se evidenció corno un reto mucho más difícil que derrotar a los holandeses. Ese archipiélago de unas 17.500 islas, lejos de ser homogéneo, era un hervidero de tribalismos, culturas divergentes, docenas de idiomas y dialectos y grupos étnicos que albergaban enemistades seculares. Los conflictos eran frecuentes y brutales, y Sukarno intervino con mano de hierro. Disolvió el Parlamento en 1960 y se hizo nombrar presidente vitalicio en 1963. Selló estrechas alianzas con los regímenes comunistas a cambio de instructores y material militar. Envió sus tropas pertrechadas por los rusos a la vecina Malasia en un intento de extender el comunismo por el Sudeste asiático y merecer así la aprobación de los líderes socialistas del planeta.
Surgió la oposición, y hubo un golpe de Estado en 1965. Sukarno se salvó de ser asesinado sólo gracias a la astucia de su amante. Muchos de sus altos mandos militares y colaboradores más íntimos tuvieron menos suerte. La sucesión de los hechos recuerda la de Irán en 1953. En el desenlace final, se echó la culpa de todo al partido comunista y en especial a sus facciones prochinas. Las matanzas subsiguientes, inducidas por los militares, hicieron de trescientas mil a medio millón de víctimas, según estimaciones. El líder de los golpistas, el general Suharto, asumió la presidencia en 1968.¹
En 1971 el interés de Estados Unidos en alejar a Indonesia de la órbita comunista era enorme, porque el desenlace de la guerra de Vietnam empezaba a verse muy incierto. El presidente Nixon había iniciado una serie de retiradas de tropas en verano de 1969 y Estados Unidos empezaba a adoptar una estrategia nueva, de un tipo más global. El objetivo de dicha estrategia consistía en contrarrestar el «efecto dominó», es decir, evitar que los países fuesen cayendo uno tras otro bajo regímenes comunistas. Se fijaron las prioridades en un par de países, pero Indonesia era la clave. El proyecto de electrificación de MAIN era parte de un plan más amplio con el objeto de asegurar el dominio estadounidense en el Sudeste asiático.
La premisa de la política exterior estadounidense era que Suharto se pondría al servicio de Washington de la misma manera que el sha en Irán. Además, Estados Unidos confiaba en que aquel país sirviera de modelo para otros de la región. En parte, Washington basaba su estrategia en la suposición de que las ventajas logradas en Indonesia repercutirían positivamente sobre todo el mundo islámico y particularmente en la explosiva región del Oriente Próximo. Por si eso no fuese incentivo suficiente, Indonesia tenía además yacimientos de petróleo. No se conocía con exactitud ni el tamaño ni la calidad de sus reservas, pero los sismólogos de las petroleras rebosaban optimismo en cuanto a sus posibilidades.
Mientras empollaba los libros de la biblioteca pública de Boston mi entusiasmo aumentaba. Mi imaginación me sugería una vida de aventuras. Como empleado de MAIN, iba a reemplazar el espartano estilo de vida del Peace Corps por un tren mucho más espléndido y lujoso. Mis ratos con Claudine habían significado ya la realización de una de mis fantasías. Casi era demasiado bueno para ser cierto, y me sentí resarcido, al menos en parte, por mis años de encierro en el internado masculino.
Al mismo tiempo sucedían otras cosas en mi vida. Ann y yo estábamos cada vez más distanciados. Supongo que debió darse cuenta de que yo llevaba una doble vida. Yo me justificaba ante mí mismo acudiendo al resentimiento que había provocado el casarme por obligación. Aunque ella siempre estuvo a mi lado y soportó conmigo la aspereza de la misión del Peace Corps en Ecuador, para mí Ann seguía representando la continuación de aquella pauta de sumisión a las voluntades de mis padres. Ahora que paso revista a los acontecimientos estoy seguro de que mi relación con Claudine también tuvo mucho que ver, por supuesto. Esto no podía mencionárselo a Ann, pero ella lo adivinaba. En cualquier caso, decidimos mudarnos a apartamentos separados.
Cierto día de 1971 -faltaba más o menos una semana para la fecha de partida a Indonesia-, al llegar al piso de Claudine vi la mesita de la sala puesta con un surtido de canapés y quesos variados, y también una buena botella de Beaujolais. Ella me recibió con un brindis.
-Lo has conseguido -dijo con una sonrisa, que sin embargo me pareció algo ambigua-. Ya eres de los nuestros.
Charlamos alegremente como media hora. Y luego, mientras apurábamos la botella, me dirigió una mirada que nunca le había visto. -Jamás le hables a nadie de nuestros encuentros -dijo con voz enérgica -. Nunca te lo perdonaría, y además negaría haberte conocido alguna vez.
Después de asestarme otra ojeada tan severa que por primera vez llegué a sentirme amenazado, soltó una carcajada sarcástica y agregó:
-Si mencionaras algo de esto, la vida podría llegar a ponerse peligrosa para ti. Quedé petrificado. La sensación fue terrible. Pero más tarde, mientras regresaba solo al Prudential Center, admiré la astucia del procedimiento. De hecho, todas nuestras entrevistas habían ocurrido en el apartamento de ella. No existía ninguna prueba de nuestra relación, ni mediación alguna demostrable por parte de nadie de MAIN. Por otro lado, tuve que reconocer que me había hablado con franqueza, sin tratar de torcer mi voluntad como lo hicieron mis padres con lo de Tilton y lo de Middlebury.

4
Salvar a una nación del comunismo

Yo tenía una visión idealizada de Indonesia, el país donde iba a vivir durante los próximos tres meses. En algunos de los libros que había leído había visto fotos de bellas mujeres envueltas en sarongs de luminosos colores, exóticas bailarinas balinesas, chamanes que escupían fuego y guerreros en sus largas canoas de troncos ahuecados remando por aguas de color esmeralda a los pies de volcanes coronados de humo. Me sorprendió especialmente una serie dedicada a los magníficos galeones de los infames piratas Bugi, con sus impresionantes velas negras, que todavía surcaban las aguas del archipiélago, y que en otros tiempos atemorizaron a los marineros europeos hasta tal punto que, cuando éstos regresaban a sus hogares y les tocaba reprender a sus hijos, solían decirles: «Si no te portas bien llamaré a los piratas Bugi y vendrán por ti». ¡Ah! ¡Cómo agitaban mi espíritu esas imágenes!
La historia y las leyendas del país presentaban una galería de personajes descomunales: dioses iracundos, dragones de Komodo, opulentos sultanes tribales. Leyendas ancestrales muy anteriores al nacimiento de Cristo habían viajado a través de las cordilleras asiáticas y los desiertos de Persia para cruzar el Mediterráneo y quedar profundamente grabadas en los repliegues más escondidos de nuestra psicología colectiva. Hasta los nombres de aquellas fabulosas islas -Java, Sumatra, Borneo, las Célebes- seducían a la imaginación. Eran tierras de misticismo, de leyenda y de erótica belleza, el tesoro que Colón buscó y nunca pudo alcanzar, la princesa deseada y jamás poseída por España, por Holanda, por los portugueses y los japoneses. Una fantasía y un sueño.
Mis expectativas eran elevadas, como las de aquellos grandes exploradores, supongo. Pero, al igual que Colón, debí haber aprendido a moderar mis fantasías. Tal vez era de prever que el faro del destino no siempre apunta a los horizontes que habíamos imaginado. Indonesia ciertamente ofrecía tesoros, pero no era la cornucopia de todas las riquezas que yo esperaba. En efecto, mis primeros días bajo la tórrida atmósfera de su capital, Yakarta, en el verano de 1971, me reservaban muchas sorpresas.
Ciertamente, la belleza estaba allí. Mujeres espléndidas que vestían sarongs multicolores, jardines exuberantes, cargados de flores tropicales. Exóticas bailarinas balinesas. Triciclos pintados con escenas de vivos colores hasta en los respaldos de los asientos, donde los pasajeros se arrellanaban de cara al hombre que pisaba los pedales. Mansiones de estilo colonial holandés y mezquitas con minaretes. Pero la ciudad presentaba también su lado sórdido y trágico. Leprosos que alzaban muñones ensangrentados en vez de manos. Muchachas que vendían su cuerpo a cambio de unas monedas. Los canales construidos por los holandeses, antaño espléndidos, convertidos en cloacas a cielo abierto. Barracas de cartón donde vivían familias enteras sobre los vertederos que cubrían las orillas de los ríos de aguas inmundas. Bocinazos incesantes y humos apestosos. Lo bello y lo feo, lo elegante y lo vulgar, lo espiritual y lo profano. Eso era Yakarta, donde los perfumes tentadores del clavo y de la orquídea competían con las miasmas de aquellos albañales.
Sin embargo, no era la primera vez que yo veía la pobreza. Algunos de mis compañeros de colegio en New Hampshire vivían en barracas cubiertas de cartón alquitranado y se presentaban a clase vistiendo chaquetas deshilachadas y viejas zapatillas de tenis en pleno invierno, con temperaturas exteriores bajo cero, los cuerpos sin lavar que apestaban a sudor rancio y a estiércol. En los Andes había convivido con campesinos cuya dieta consistía casi exclusivamente de maíz seco y patatas, y donde a veces parecía que los recién nacidos tenían tantas probabilidades de morir como de llegar a cumplir su primer año. La pobreza, pues, no me era desconocida, pero no estaba preparado para lo de Yakarta.
Nuestro grupo se alojaba en el hotel más elegante de la ciudad, por supuesto, que era el Intercontinental Indonesia, propiedad de la Pan American Airlines como todos los de la cadena Intercontinental, presente en todo el planeta. Allí, los extranjeros ricos veían atendidos todos sus caprichos; en especial los ejecutivos de las compañías petroleras y las familias de éstos. La primera noche de nuestra estancia, Charlie Illingworth, el director de nuestro proyecto, nos agasajó con una cena en el fastuoso restaurante del ático.
Charlie era entendido en temas bélicos; dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a leer libros de historia y novelas históricas sobre grandes caudillos militares y batallas célebres. Era el paradigma del estratega de tertulia, y partidario de la guerra de Vietnam. Como de costumbre, aquella noche vestía pantalón bombacho color caqui y camisa también de color caqui, de manga corta y con presillas en los hombros al estilo militar.
Después de darnos la bienvenida encendió un puro. «Por la buena vida», suspiró levantando la copa de champagne. «Por la buena vida», le hicimos eco, y las copas tintinearon.
Rodeado de volutas de humo, Charlie paseó la mirada por el salón.
-Estaremos bien atendidos aquí - dijo acompañando las palabras con varios cabezazos de satisfacción. Los indonesios cuidarán de nosotros, y también los de nuestra embajada. Pero no olvidemos que hemos venido con una misión que cumplir. Miró un puñado de fichas que tenía delante.
- Sí. Estamos aquí a fin de desarrollar un plan maestro para la electrificación de Java, el lugar más poblado del mundo. Pero eso no es más que la punta del iceberg. Su expresión se ensombreció, me recordó al actor George C. Scott en su papel de General Patton, uno de los héroes de Charlie.
- Estamos aquí para salvar el país de las garras del comunismo. Que no es poca cosa. Como saben ustedes, Indonesia tiene una historia larga y trágica. Ahora, cuando se disponía a entrar definitivamente en el siglo XX, se ha visto enfrentada a una nueva prueba. Es nuestra responsabilidad conseguir que Indonesia no siga los pasos de sus vecinos del norte, Vietnam, Camboya y Laos. El sistema eléctrico integrado será un elemento clave. Con eso, más que con ningún otro factor, salvo la posible excepción del petróleo, quedará asegurada la presencia del capitalismo y de la democracia.
Después de una pausa para inhalar del puro y barajar sus anotaciones, prosiguió:
-Y hablando de petróleo. Todos sabemos hasta qué punto lo necesita nuestro país.
Indonesia puede llegar a ser una aliada poderosa en tal sentido. De manera que, cuando desarrollen ustedes ese plan maestro, tengan la bondad de recordar lo que van a necesitar la industria del petróleo y las demás que dependen de ella, los puertos, los oleoductos, las constructoras. Debe proporcionárseles lo que haga falta en términos de consumo eléctrico para los veinticinco años de vigencia de ese plan.
Alzó los ojos de sus fichas y se encaró directamente conmigo mientras continuaba diciendo:
- Más vale exagerar, que quedarnos cortos. No vaya a caer sobre nuestras cabezas la sangre de los niños de Indonesia, o la nuestra. No vayan a tener que vivir bajo la hoz y el martillo, ¡o bajo la bandera roja de China!
Aquella noche, acostado en mi cama a muchos metros de altura sobre la ciudad, entre la seguridad y el lujo de una suite de primera clase, evoqué la imagen de Claudine. Me desvelaban sus discursos sobre la deuda externa. Intenté tranquilizarme recordando mis cursos de teoría macroeconómica en la escuela de administración de empresas. Al fin y al cabo, me decía, estoy aquí para ayudar a Indonesia, para que salga de su economía medieval y pase a ocupar su lugar en el mundo industrial moderno. Pero yo sabía que al amanecer, cuando echase la primera ojeada desde mi ventana, más allá de la opulencia de los jardines del hotel y de las piscinas, podría ver los barrios de barracas que se extendían alrededor, hasta muchos kilómetros de distancia. No ignoraba que ahí fuera estaban muriendo muchos niños por falta de alimento y de agua potable, y que tanto los menores como los adultos padecían enfermedades horribles y soportaban condiciones de vida inhumanas.
Seguí dando vueltas en mi cama sin pegar ojo. Era innegable que tanto Charlie como los demás miembros del equipo estábamos allí por motivos egoístas. Promovíamos la política exterior de Estados Unidos y los intereses corporativos. Nos impulsaba la codicia y no un supuesto deseo de mejorar las condiciones de vida de la gran mayoría de los indonesios. Una palabra acudió a mi mente: la corporatocracia. No consigo recordar si la había escuchado en alguna parte o la inventé yo mismo, pero me pareció perfecta para describir la nueva clase dominante que se había metido entre ceja y ceja el afán de dominar el planeta.
Era una cofradía de unos pocos, estrechamente unidos por unos objetivos comunes. Los miembros de esa cofradía pasaban con facilidad de los consejos de administración a los cargos públicos, y viceversa. Se me antojaba que el entonces presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, era el ejemplo perfecto. Había pasado de su puesto de presidente de Ford Motor Company a la secretaría de Defensa con los gabinetes de Kennedy y Johnson, y en aquellos momentos era la autoridad máxima de la institución financiera más poderosa del mundo.
Comprendía también que mis profesores de la EADE no habían captado la verdadera naturaleza de las magnitudes macroeconómicas. Que en muchos casos, contribuir al crecimiento económico de un país sólo servía para enriquecer todavía más a los que estaban en la cima de la pirámide, sin hacer nada por los de abajo excepto empujarlos más abajo “todavía”. En efecto, la promoción del capitalismo muchas veces produce un sistema parecido a las sociedades feudales de la Edad Media. Si alguno de mis profesores lo sabía, nunca nos lo contó, probablemente porque las grandes empresas y los hombres que las dirigen financian las universidades. Si aquellos profesores nos hubieran enseñado la verdad, sin duda les habría costado el empleo, lo mismo que podían costármelo a mí unas revelaciones por el estilo.
Esos pensamientos me hicieron pasar en vela todas las noches que estuve en el Hotel Intercontinental Indonesia. En el fondo, no tenía más argumentos para mi defensa que los de orden personal: había luchado mucho para escapar de aquel pueblo de New Hampshire, de aquella escuela y del servicio militar. Mediante una combinación de coincidencias y el trabajo asiduo, me había ganado una poltrona en la buena vida. También me consolaba diciéndome que mi actuación era correcta según las normas de mi propia cultura. Estaba en vías de convertirme en un analista económico prestigioso y respetado. Hacia lo que la escuela de administración de empresas nos preparaba para hacer. Iba a implementar un modelo de desarrollo sancionado por las mejores cabezas de los mejores equipos pensantes del mundo.
De madrugada, no obstante, me consolaba muchas veces con una promesa: que algún día denunciaría la verdad. Después de esto me adormecía leyendo una novela de Louis l'Amour sobre aventuras de pistoleros del viejo Oeste


5
Cómo vendí mi alma

Nuestro equipo de once personas pasó seis días en Yakarta para registrarse en la embajada, reunirse con varios funcionarios, organizarse y descansar junto a la piscina. Me sorprendió la gran cantidad de estadounidenses que vivían en el InterContinental. Me gustaba contemplar a las jóvenes y bellas esposas de los ejecutivos de las petroleras y constructoras estadounidenses, que se pasaban los días en la piscina y las noches cenando en la media docena de elegantes restaurantes del hotel y de los alrededores.
Hasta que Charlie dio la orden de trasladarnos a Bandung, una ciudad de la región montañosa. Allí el clima era más suave, la pobreza menos visible y las distracciones más escasas. Nos alojamos en un parador público llamado Wisma, con gerente, cocinero, jardinero y demás personal de servicio. Construido durante la época colonial holandesa, el Wisma era un remanso. Tenía una terraza espaciosa, con vistas a las grandes plantaciones de té que cubrían las suaves ondulaciones de las colinas y subían por las laderas de los volcanes de lava, al fondo. Además del alojamiento se nos suministraron once todo terrenos Toyota, cada uno con su chófer y su intérprete. Por último fuimos obsequiados con la inscripción gratuita en el exclusivo Bandung Golf and Racket Club e instalados en una suite de despachos perteneciente al cuartel general de la Perusahaan Umum Listrik Negara (PLN), la compañía eléctrica de titularidad pública.
Para mí, los primeros días de estancia en Bandung consistieron en una serie de entrevistas con Charlie y con Howard Parker. Era éste un septuagenario jubilado, que había sido jefe de previsión de carga de New England Electric System. En aquellos momentos era el responsable de pronosticar la cantidad de energía y la capacidad de generación (la «carga») que iba a necesitar la isla de Java en el transcurso de los próximos veinticinco años. Además, debía desglosar esas magnitudes por regiones y por ciudades. Y corno la demanda de electricidad guarda una correlación estrecha con el crecimiento económico, las previsiones de Parker dependían de mis proyecciones económicas. Los demás del equipo elaborarían entonces el plan maestro con arreglo a estos datos, lo que significaba ubicar y proyectar las centrales generadoras, las líneas de transporte y distribución y los sistemas de transporte del combustible para abastecer las centrales, todo ello bajo la condición de satisfacer nuestras predicciones con la mayor eficiencia posible. Durante nuestras reuniones Charlie subrayaba sin cesar la importancia de mi trabajo, y me incordiaba con la necesidad de ser muy optimista en mis proyecciones. Claudine tenía razón. Yo era la clave de todo el plan maestro.
-Dedicaremos nuestras primeras semanas aquí a recopilar los datos -explicó Charlie.
Él, Howard y yo ocupábamos unos grandes sillones de mimbre en el fastuoso despacho particular de Charlie. Las paredes estaban decoradas con tapices de batik que representaban batallas de la antigua epopeya hindú del Ramayana. Charlie exhalaba vaharadas de un grueso puro.
- Los ingenieros van a reunir información detallada del sistema eléctrico actual, de las capacidades portuarias, las carreteras, los ferrocarriles y todo eso.
Y luego, apuntándome con el puro, añadió:
- Necesitaremos que trabaje usted con rapidez. A finales del primer mes Howard necesitará poder hacerse una idea bastante exacta de la envergadura de los milagros económicos que se producirán cuando conectemos la nueva red. A finales del segundo mes se necesitará un desglose detallado por regiones, y el último mes acabaremos de atar cabos sueltos. Estos plazos son críticos. Vamos a ponernos manos a la obra y a colaborar estrechamente, de manera que antes de salir del país tengamos la seguridad de haber reunido toda la información necesaria. Mi lema es: «Todos en casa para el Día de Acción de Gracias». No vamos a volver aquí.
Howard aparentaba ser un abuelete cordial y amable, pero no tardé en darme cuenta de que era un viejo amargado, desengañado de la vida. Nunca consiguió llegar a la cumbre en New England Electric System, y por eso estaba lleno de resentimiento. «Me postergaron porque no quise avenirme a la política de la compañía» me repitió varias veces. Jubilado a la fuerza, e incapaz de convivir en casa con su mujer, aceptó el trabajo de asesor para MAIN. Aquélla era su segunda misión, y tanto Einar como Charlie me habían advertido que desconfiase de él. Lo describían con términos como obstinado, ruin y vengativo.
En realidad Howard fue uno de mis mejores maestros, aunque yo no supiera verlo así por aquel entonces. Él no recibió el tipo de entrenamiento que Claudine me había dispensado a mí. Supuse que lo consideraban demasiado viejo, o tal vez demasiado tozudo. O quizá lo empleaban sólo provisionalmente, hasta que consiguieran fichar a otro más flexible, como yo, y que trabajase con plena dedicación. En todo caso, desde el punto de vista de ellos aquel hombre era un problema. Howard había entendido con claridad la situación y el papel que se le asignaba, y estaba decidido a no ser un peón de esa partida. Todos los adjetivos que usaban Einar y Charlie para describirle eran apropiados, pero su obstinación derivaba, al menos en parte, de la decisión personal de no ser un títere. No creo que nunca hubiese oído el término gángster económico, pero sabía que pretendían utilizarle para promover una forma de imperialismo con la que él no estaba de acuerdo.
Después de una de nuestras reuniones con Charlie, me llevó aparte.
Usaba audífono, y se puso a manipular el diminuto cajetín que llevaba debajo de la camisa y que servía para regular el volumen.
-Que quede entre nosotros -empezó Howard en voz baja.
Estábamos de pie junto a la ventana del despacho que compartíamos, contemplando el canal de aguas estancadas que serpenteaba cerca del edificio de la PLN. Una mujer joven se bañaba en aquellas aguas pestilentes. Procuraba mantener un simulacro de pudor ciñéndose un sarong alrededor del cuerpo desnudo -. Quieren convencerte de que la economía de este país va a subir como un cohete - dijo -. Ese Charlie no tiene escrúpulos. No permitas que te influya.
Al oír estas palabras me dio un vuelco el estómago y sentí deseos de llevarle la contraria y demostrar que Charlie tenía razón. Mi carrera dependía de tener contentos a mis jefes en MAIN.
-Sin duda esta economía va a explotar -dije sin apartar los ojos de la bañista -. No tienes más que mirar a tu alrededor.
- Conque ésas tenemos -murmuró, creo que sin prestar atención a la escena-. Así que estás con ellos.
Un movimiento junto al canal distrajo mi atención. Un tipo de edad madura se acercó a la orilla, se bajó los pantalones y se agachó para cumplir con las exigencias de la naturaleza. La bañista lo vio pero no dio muestras de inmutarse y siguió bañándose. Me aparté de la ventana y me encaré con Howard.
- No soy ningún novato -dije-. Podré parecerte joven, pero acabo de regresar después de pasar tres años en Suramérica. He visto lo que puede ocurrir cuando se descubre petróleo. Las cosas cambian muy deprisa.
- ¡Ah! Yo tampoco soy ningún novato -se burló él-. He dado muchas vueltas por ahí, muchacho, y voy a decirte una cosa. Me importan un comino tus descubrimientos de petróleo y todo eso. Llevo toda la vida pronosticando cargas de electricidad. Durante la Depresión y la Segunda Guerra Mundial, en épocas de alza y en épocas de baja. He visto lo que supuso para Boston el llamado «Milagro de Massachusetts» de la Ruta 128. Y puedo afirmar que la carga eléctrica nunca creció más de un siete a nueve por ciento anual durante un período sostenido. Ni siquiera en los mejores tiempos. Un seis por ciento sería la cifra más razonable.
Me quedé mirándole. En parte sospechaba que tenía razón. Pero me hallaba a la defensiva y sentí la necesidad de persuadirle, porque mi propia conciencia me reclamaba una justificación.
-Esto no es Boston, Howard. En este país la gente no había tenido electricidad hasta hoy. Las cosas son diferentes aquí.
Él giró sobre sus talones e hizo un ademán, como para barrer mis argumentos.
- Adelante -gruñó-. Sigue vendiéndome la moto. Me importa un comino lo que digas. -Sacó el sillón de detrás de su escritorio y se dejó caer en él antes de continuar-:
Yo haré mi pronóstico de la demanda eléctrica basándome en lo que creo, no en ningún estudio económico de vuestra cocina -y tomó un lápiz y se puso a garabatear en un bloc.
Era un desafío que yo no podía pasar por alto. Me planté delante de su escritorio.
-Vas a quedar como un necio si yo presento lo que todo el mundo espera, un boom como el de la fiebre del oro de California, y tú presentas un crecimiento de la demanda eléctrica comparado con el de Boston en la década de 1960.
Golpeó el escritorio con el lápiz y me lanzó una ojeada furibunda. -¡Falta de escrúpulos! ¡Eso es lo que es! Tú... todos vosotros... -se corrigió con un aspaviento que abarcaba la totalidad de los despachos-, habéis vendido el alma al diablo. Estáis en esto por la pasta y nada más. Y ahora... - forzó una mueca y se llevó la mano bajo la camisa -. ¡Ahora desconecto mi audífono y me vuelvo a mi trabajo!
Yo temblaba de pies a cabeza. Salí de estampida y enfilé hacia el despacho de Charlie. A medio camino, sin embargo, me detuve lleno de incertidumbre. Volví sobre mis pasos y continué escaleras abajo para salir a la luz vespertina. La bañista acababa de salir del canal ciñéndose el sarong y el hombre había desaparecido. Unos chicos chapoteaban en el canal chillando y echándose agua. Una vieja, sumergida hasta las rodillas, se cepillaba los dientes, y otra se dedicaba a hacer la colada.
Sentí un nudo en la garganta. Me senté sobre una losa rota de hormigón, procurando no hacer caso de la pestilencia del canal Mientras intentaba contener las lágrimas, me pregunté por qué me sentía tan abatido.
Estáis en esto por la pasta. Las palabras de Howard resonaban en mi cabeza. Había puesto el dedo en la llaga.
Los chicos siguieron bañándose y cortando el aire con sus risas estridentes. ¿Qué hacer?, me pregunté. ¿Llegaría yo a vivir alguna vez tan despreocupado como aquellos muchachos? Las dudas me atormentaban mientras contemplaba la feliz inocencia de sus juegos, al parecer inconscientes del riesgo que corrían bañándose en aquellas aguas fétidas. Apareció un anciano encorvado que se apoyaba en su garrote. Al ver a los chicos detuvo su paseo por la orilla del canal y sonrió con su boca desdentada.
Quizá debería confiarme a Howard, pensé. Juntos, tal vez podríamos alcanzar una solución. Al instante me sentí aliviado. Recogí un guijarro y lo lancé al canal. Al disiparse la agitación del agua, sin embargo, se extinguió también mi optimismo. Sabía que era imposible. Howard era un viejo amargado. Como no tenía ya ninguna oportunidad de promoción, para qué iba a dar su brazo a torcer. En cambio yo era joven, estaba empezando y desde luego no tenía ninguna intención de acabar como él.
Mientras contemplaba el maloliente canal evoqué una vez más las imágenes del instituto en la colina, allá en New Hampshire, donde pasé los veranos a solas mientras los demás asistían invitados a los bailes de las chicas que se presentaban en sociedad. Poco a poco fui comprendiendo que, una vez más, no tenía a nadie en quien confiar.
Aquella noche, tumbado en la cama, permanecí largo rato recordando a las personas que habían intervenido en mi vida. Howard, Charlie, Claudine, Ann, Einar, el tío Frank. Me preguntaba qué habría sido de mí si no las hubiese conocido. Una cosa era segura: que no me hallaría en Indonesia. También me interrogaba acerca de mi futuro. ¿A dónde me llevaría todo aquello? Medité sobre la decisión que se me planteaba. Según había dejado bien claro Charlie, se esperaba que Howard y yo planteásemos un crecimiento anual del 17 por ciento como mínimo. ¿Qué tipo de pronóstico iba a presentar yo?
De súbito se me ocurrió una idea que me tranquilizó. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! La decisión no era de mi incumbencia. ¿No había dicho Howard que haría lo que él considerase justo, con independencia de mis conclusiones? Yo podía complacer a mis jefes presentando un crecimiento económico elevado, y él decidiría lo que le pareciese. Mi trabajo no tendría ninguna influencia en el plan maestro. Todo el mundo hacía hincapié en la importancia de mi función, pero estaban equivocados. Sentí que se desprendía de mis hombros un peso enorme, y me quedé profundamente dormido.
Pocos días más tarde, Howard cayó enfermo de una grave infección.
Lo llevamos de urgencias al hospital de la misión católica. Los médicos le recetaron fármacos pero recomendaron su evacuación inmediata a Estados Unidos. Él nos aseguró que tenía ya todos los datos necesarios y que completaría el estudio de cargas en Boston. Sus palabras de despedida para mí fueron una repetición de su anterior advertencia.
« No hay necesidad de maquillar los números -dijo-. Di lo que quieras sobre los milagros del desarrollo económico, pero yo no voy a ser cómplice de esa estafa».



SEGUNDA
PARTE
1971 -1975


6
Mi papel de inquisidor    

Según nuestros contratos con las autoridades indonesias, el Asian Development Bank y USAID, una persona de nuestro equipo debía inspeccionar los principales núcleos habitados de la región abarcada por el plan maestro. Fui nombrado para encargarme de esta misión. Como dijo Charlie:
«Has sobrevivido en la Amazonia, así que ya sabes cómo arreglártelas entre insectos, serpientes y agua no potable».
Junto a mi chófer y un intérprete visité muchos lugares espléndidos y me alojé en sitios bastante lúgubres. Hablé con los hombres de negocios y los dirigentes políticos locales y escuché sus opiniones sobre las perspectivas de desarrollo económico. No obstante, me pareció notar una cierta reticencia a compartir información conmigo. Era como si les intimidase mi presencia. Por norma me decían que tenían que consultarlo con sus jefes, con las agencias de la administración o con los despachos centrales de sus empresas en Yakarta.
Llegué a sospechar si existía algún tipo de conspiración de silencio contra mí. Estos desplazamientos solían ser breves, de dos o tres días como mucho.
Entre uno y otro yo regresaba al Wisma de Bandung. La mujer que lo regentaba tenía un hijo algunos años más joven que yo. Se llamaba Rasmon, pero todo el mundo excepto su madre le llamaba Rasy. Estudiaba ciencias económicas en la universidad local y no tardó en manifestar interés por mi trabajo. Intuí que tarde o temprano acabaría pidiéndome un empleo. Al mismo tiempo empezó a enseñarme el indonesio bahasa.
La creación de un idioma fácil de aprender había sido la primera preocupación del presidente Sukarno cuando consiguió librar a Indonesia de los holandeses. En ese archipiélago se hablan más de 350 lenguas y dialectos; ¹ Sukarno comprendió que su país necesitaba un lenguaje común a fin de unificar a los pobladores de las numerosas islas y culturas. Para ello contrató a un equipo internacional de lingüistas, y el indonesio bahasa fue el resultado, con muy buena fortuna, por cierto. Basado en el malayo, evitaba buena parte de las conjugaciones, los verbos irregulares y otras complicaciones características de muchas lenguas naturales. A comienzos de la década de 1970 lo hablaba la mayoría de los indonesios, aunque estos seguían empleando el javanés y los demás dialectos locales dentro de sus respectivas comunidades. Rasy era un maestro estupendo, con gran sentido del humor, y comparado con el shuar, o incluso el español, el estudio del bahasa resultaba fácil.
Rasy tenía un ciclomotor y se empeñó en mostrarme su ciudad y su gente. «Voy a enseñarte un aspecto de Indonesia que todavía no has visto», me prometió una tarde, invitándome a montar detrás de él en su máquina.
Pasamos por teatrillos de sombras, orquestas de instrumentos tradicionales, escupefuegos, malabaristas y buhoneros que vendían toda clase de artículos, desde música americana de contrabando hasta las más curiosas artesanías indígenas. Por fin aterrizamos en una minúscula cafetería poblada de hombres y mujeres jóvenes cuya indumentaria, sombreros y peinado habrían quedado perfectos en un recital de los Beatles a fines de la década de 1960. Pero todos ellos eran inconfundiblemente indonesios. Rasy me presentó a un grupo que ocupaba una de las mesas, y que nos hizo un hueco.
Todos hablaban inglés con mayor o menor soltura, pero agradecieron y elogiaron mis esfuerzos por expresarme en bahasa. Abordando el tema con franqueza me preguntaron por qué los estadounidenses nunca se tomaban la molestia de aprender su idioma. No supe qué contestar. Ni conseguía explicarme por qué era yo el único americano o europeo en aquella parte de la ciudad, cuando pululaban tantos de ellos en el Golf and Racket Club, los restaurantes finos, los cines y los supermercados de lujo.
Esa noche la recordaré toda la vida. Rasy y sus amigos me trataron como a uno de los suyos. Experimenté una sensación de euforia al hallarme allí compartiendo su ciudad, su comida y su música, aspirando el humo de los cigarrillos de clavo y otros aromas característicos de sus vidas, bromeando y riendo con ellos. Era como volver al Peace Corps y me pregunté qué me había hecho querer viajar en primera clase y alejarme de personas como aquéllas.
Conforme avanzaba la velada empezaron a tirarme de la lengua, deseosos de conocer mis opiniones sobre su país y sobre la guerra que estábamos haciendo en Vietnam. Todos se manifestaron escandalizados por lo que llamaban «una invasión ilegal» y muy aliviados al comprobar que yo compartía sus puntos de vista.
Cuando regresamos era tarde y el parador estaba a oscuras. Le agradecí efusivamente a Rasy que me hubiese invitado a su mundo y él me dio las gracias por haber hablado con franqueza a sus amigos. Prometimos repetirlo en otra ocasión, nos despedimos con un abrazo y nos encaminamos a nuestras respectivas habitaciones.
Esta experiencia con Rasy despertó mi interés por pasar más tiempo lejos de mis colegas de MAIN. La mañana siguiente tenía prevista una reunión con Charlie. Le conté mis dificultades para obtener información de los dirigentes locales. Además, muchas de las estadísticas que yo necesitaba para desarrollar las predicciones económicas se encontraban sólo en los despachos oficiales de Yakarta. En consecuencia, ambos convinimos que yo debía pasar en la capital una o dos semanas.
Charlie me expresó su pesar por verme obligado a abandonar Bandung para sumergirme en el bochorno de la metrópoli y yo fingí aceptarlo de mala gana.
En mi fuero interno, sin embargo, aguardaba con impaciencia la oportunidad de pasar algún tiempo a solas, explorar Yakarta y alojarme en el elegante hotel Intercontinental Indonesia. Pero cuando llegué a Yakarta descubrí que ahora lo contemplaba todo desde una perspectiva diferente. La velada en compañía de Rasy y los jóvenes indonesios, así como mis viajes por el país, me habían cambiado. Por otra parte, también veía bajo una luz diferente a mis compatriotas.
Las jóvenes americanas me parecían menos atractivas. La valla metálica que rodeaba el recinto de la piscina y las rejas de hierro en las ventanas de las plantas inferiores ahora cobraban para mí un aspecto ominoso, cuando antes apenas había reparado en ellas. La comida de los lujosos restaurantes del hotel empezó a parecerme insípida.
Y otra cosa más. Durante mis reuniones con los dirigentes políticos y empresariales había observado algunos detalles sutiles del trato que me dispensaban. Detalles a los que no había concedido importancia al principio, pero que ahora veía como indicios de que les molestaba mi presencia. Por ejemplo, cuando uno de ellos me presentaba a otro, solía utilizar palabras en bahasa que según mi diccionario se traducían por inquisidor e interrogador.
Preferí ocultarles mi conocimiento del idioma (incluso mi intérprete estaba convencido de que yo sólo sabía recitar un par de frases convencionales) y me compré un buen diccionario bahasa-inglés, que consultaba con frecuencia tan pronto como salía de las reuniones.
Pensé si aquellos apelativos serían coincidencias idiomáticas o interpretaciones mías equivocadas de las acepciones del diccionario. Intenté persuadirme de que era esto último. Pero, cuanto más tiempo pasaba reunido con aquellas gentes, más me convencía de que yo era para ellas un intruso, aunque hubiesen recibido órdenes superiores de cooperar conmigo y no tuviesen más remedio que soportarme. Yo no sabía si esas órdenes procedían de algún funcionario del gobierno, de un banquero, de un general o de la embajada estadounidense. Sólo sabía que, por mucho que me recibiesen en sus despachos, me ofreciesen té y contestasen cortésmente a mis preguntas, en el fondo quedaba una sombra de resignación y de rencor.
Empezaba a dudar también de sus contestaciones a mis preguntas y de la validez de sus datos. Por ejemplo, yo nunca podía presentarme por las buenas en los despachos con mi intérprete. Era obligado concertar cita previa. Lo cual, en sí, no constituía ningún hecho extraño, aunque implicase para mí unas pérdidas de tiempo enormes. Como los teléfonos casi nunca funcionaban, era preciso lanzarse a la caótica circulación de aquel laberinto de calles, cuyo trazado era tan complicado que a veces tardábamos una hora en llegar a unos edificios situados a menos de un kilómetro de distancia. Y una vez allí, nos obligaban a cumplimentar unos impresos. Al cabo de un rato, a lo mejor hacía acto de presencia un secretario, quien, sonriendo educadamente —siempre con esa sonrisa cortés tan característica de los javaneses— me preguntaba qué tipo de información venía a solicitar. Y, al final me daban día y hora para la entrevista.
Invariablemente, esa fecha quedaba para varios días más tarde y, cuando por fin lograba hacerme recibir, se limitaban a entregarme una carpeta con materiales preparados de antemano. Los industriales me comunicaban sus programaciones a cinco y diez años. Los banqueros ofrecían gráficos y tablas. Y los funcionarios oficiales tenían listas de los proyectos a punto de emerger de las oficinas técnicas para convertirse en motores del crecimiento económico. Todo lo que transmitían esos capitanes de la industria y de la autoridad pública, y todo lo que manifestaban durante las entrevistas, tendía a indicar que Java se disponía a abordar el boom posiblemente más grande que ninguna economía hubiese conocido antes. Nadie, ni uno solo, cuestionó nunca esa premisa ni me ofreció ninguna información de signo negativo.
Mientras regresaba a Bandung, sin embargo, yo iba lleno de dudas en cuanto a estas experiencias, en cuyo trasfondo se adivinaba algo muy inquietante. Era como si todo lo que estábamos haciendo en Indonesia fuese una especie de juego sin relación con la realidad. Más bien como una partida de póquer, las cartas ocultas y todos desconfiando de las informaciones que intercambiábamos. Pero ésta era una partida a muerte, pues de sus resultados iban a depender millones de vidas durante los próximos decenios.


7
La civilización a prueba 

Quiero que conozcas a un dalang —anunció Rasy, radiante—. Ya sabes, los famosos titiriteros indonesios. —Era evidente su satisfacción por tenerme de nuevo en Bandung—. Esta noche da una función muy importante en el barrio.
Me llevó con su ciclomotor por partes de la ciudad que no sabía ni que existieran, atravesando barriadas de kampong, casas tradicionales de Java que parecían templos en miniatura pero en versión pobre, con cubiertas de teja. Allí no se veían las espléndidas mansiones coloniales holandesas ni los edificios de oficinas a los que yo estaba acostumbrado. La población era visiblemente humilde pero lo llevaba con gran dignidad. Vestían sarongs estampados en batik, deshilachados pero limpios, blusas de vivos colores y sombreros anchos de paja.
En todas partes fuimos recibidos con sonrisas y cordialidad. Cuando nos detuvimos, los niños acudieron corriendo a tocarme y a palpar la tela de mis vaqueros. Una chiquilla me prendió en el cabello una fragante flor de frangipani.
Estacionamos la motocicleta cerca de un teatro al aire libre donde se habían congregado ya varios centenares de personas, unas de pie y otras sentadas en sillas plegables. El cielo completamente despejado auguraba una noche espléndida. Aunque estábamos en el centro de la ciudad vieja de Bandung, no había alumbrado público y las estrellas titilaban sobre nuestras cabezas. En el aire flotaban aromas de cacahuete, de clavo, de hogueras de leña.
Rasy desapareció entre la multitud y regresó enseguida, acompañado de muchos de los jóvenes que me había presentado en la cafetería. Me invitaron a té caliente con galletas y sate, que son bocaditos de carne frita en aceite de cacahuete. Debí poner cara de perplejidad al verlos, porque una de las jóvenes apuntó con el dedo a un fogón pequeño: «Carne muy fresca —rió— recién hecha».
Entonces comenzó la música, la mágica y alucinante melodía del gamelan, un instrumento cuyo sonido recuerda las campanas de los templos.
—El dalang toca toda la música él solo —susurró Rasy—. También mueve todos los muñecos y compone todas las voces en varios idiomas. Iremos traduciéndote lo que diga.
Fue una representación notable, en la que se combinaron las leyendas tradicionales con los acontecimientos de actualidad. Más tarde me enteré de que el dalang es un chamán que actúa en estado de trance. Tenía más de un centenar de títeres y hablaba por cada uno de ellos con voz diferente. Fue una noche inolvidable para mí, que ha ejercido una influencia perdurable en toda mi vida.
Después de recitar una selección de textos clásicos del antiguo Ramayana, el dalang sacó un muñeco que era Richard Nixon, con la inconfundible nariz en pico de pato y los mofletes. El presidente de Estados Unidos iba vestido de Tío Sam, con el chaqué y el sombrero de copa a rayas y estrellas como la bandera nacional. Le daba la réplica otro muñeco, éste luciendo un traje de rayadillo financiero. En una mano llevaba un cesto decorado con el símbolo del dólar y en la otra empuñaba una bandera americana, con la que daba viento a Nixon como un criado abanicando a su amo.
Detrás de estos dos personajes apareció un mapa de Oriente Próximo y Extremo Oriente. Los distintos países estaban colgados de ganchos en sus posiciones. Nixon se acercó enseguida al mapa, desenganchó Vietnam y se lo llevó a la boca. En seguida se puso a gritar y lo que dijo me fue traducido como: «Está amargo ¡Puaf! ¡Ya tenemos suficiente!», y lo arrojó al cesto.
A continuación fue haciendo lo mismo con otros países. Para sorpresa mía, sin embargo, no continuó con las demás naciones asiáticas según la «teoría del dominó». Lo hacía con los del Oriente Próximo, como Palestina, Kuwait, Arabia Saudí, Iraq, Siria e Irán. Luego continuó con Pakistán y Afganistán. Cada vez, el muñeco de Nixon gritaba algún epíteto antes de arrojar el país al cesto. Y todas esas veces, sus gritos eran improperios anti-islámicos: «perros musulmanes», «engendros de Mohammed» y «demonios islámicos».
La multitud empezaba a soliviantarse y la tensión crecía cada vez que otro país iba a parar al cesto. La gente, por lo visto, no sabía si reír, asombrarse o montar en cólera. A veces parecía que los escandalizaban las palabras del titiritero. Empecé a preocuparme. En medio de aquella multitud, mi aspecto y estatura llamaban la atención, y pensé que la indignación popular podría volverse contra mí. Entonces Nixon dijo una cosa que me puso los pelos de punta cuando Rasy me la tradujo.
—Este se lo daremos al Banco Mundial. Veamos si se puede sacar un poco de dinero de Indonesia.
Descolgó Indonesia del mapa y se acercó al cesto para arrojarla también, pero en ese preciso instante saltó a escena un nuevo protagonista. Representaba a un indonesio en camisa de batik y pantalón caqui de soldado. Llevaba un parche con su nombre claramente legible.
—Es un político popular aquí en Bandung —explicó Rasy.
El muñeco se interpuso entre Nixon y el hombre del cesto, y alzó la mano.
— ¡Alto! — gritó—. ¡Indonesia es un país soberano!
La multitud rompió en un aplauso. Entonces el hombre del cesto enarboló la bandera a modo de lanza y atravesó con ella al indonesio, que trastabilló y falleció muy dramáticamente. El público prorrumpió en abucheos, imprecaciones y gritos, agitando los puños alzados al aire. Nixon y el hombre del cesto se quedaron mirándonos, impasibles, hicieron sendas reverencias y abandonaron el escenario.
— Creo que será mejor que me vaya —le dije a Rasy. Él me rodeó los hombros con el brazo en un gesto protector—. Tranquilo —dijo—. No va contra ti personalmente.
Yo no estaba tan seguro. Cuando nos hubimos puesto a buen recaudo en la cafetería, Rasy y los demás me aseguraron que no estaban informados de que iba a haber un corto satírico Nixon-Banco Mundial.
—Nunca se sabe por dónde van a salir esos titiriteros —dijo uno de los jóvenes.
Cavilé en voz alta si se habría montado expresamente para mí. Uno de ellos rió y comentó que yo tenía un concepto muy elevado de mí mismo. «Típicamente americano», dijo dándome unas palmaditas en la espalda.
—Los indonesios somos gente muy politizada —dijo otro que estaba sentado detrás de mí—. ¿Es que en Norteamérica no tienen espectáculos como éste?
Enfrente, una mujer muy bella, estudiante de lengua inglesa en la universidad, se inclinó hacia mí y me preguntó:
— ¿Es verdad que usted trabaja para el Banco Mundial?
Le dije que actualmente era empleado del Asian Development Bank y de la USAID, la Agencia estadounidense para el desarrollo internacional.
—Pero ¿no son lo mismo? —y sin aguardar respuesta, prosiguió—: ¿No son como la función que hemos visto esta noche? ¿No es cierto que el gobierno de usted mira a Indonesia y a otros países como un cesto de...? —Se detuvo buscando la palabra.
— ¿Un cesto de uvas? — ofreció uno de sus amigos.
—Exacto. Un cesto de uvas. Puedes escoger este racimo y este otro. Me quedo con Inglaterra. A China, me la como. Indonesia, no la quiero.
—Pero no sin llevarse antes todo el petróleo —remachó otra mujer. Intenté defenderme, pero era mucha tarea para mí solo. Quise alabarme por haber entrado en aquel barrio y por haber contemplado toda la función sin protestar contra su anti-americanismo, que además podía haberme tomado como una ofensa personal. Quise que apreciaran lo que yo había hecho, que supieran que yo era el único de todo mi equipo que se había molestado en aprender bahasa y deseaba conocer su cultura, y señalar que había sido el único extranjero presente en la función. Pero decidí que sería mejor no mencionar nada de eso. Era preferible cambiar de conversación. Les pregunté por qué, en opinión de ellos, el dalang se había fijado en los países islámicos, con excepción de Vietnam.
La bella estudiante de inglés soltó una carcajada.
— ¡Porque ése es el plan!
—Vietnam no es más que una maniobra de diversión —intervino uno de los hombres—. Como Holanda lo fue para los nazis. Un peldaño de la escalada.
—El blanco real es el mundo musulmán —continuó la mujer.
Pensé que no podía dejarlo pasar sin réplica.
—Sin duda no creerán ustedes que Estados Unidos va contra el islam — protesté.

—Ah ¿no? —preguntó ella—. ¿Y desde cuándo no es así? No tiene más que leer a uno de sus propios historiadores. El británico Toynbee. Allá por los años cincuenta, él predijo que la auténtica guerra del próximo siglo no estaría entre comunistas y capitalistas, sino entre cristianos y musulmanes.
—¿Arnold Toynbee dijo eso? —pregunté con asombro.
—Sí. Lea usted El juicio a la civilización y El mundo y el Occidente.
—Pero ¿por qué iba a producirse tal animosidad entre musulmanes y cristianos? —planteé.
Cambiaron miradas entorno a la mesa. Como si les costase creer que alguien fuese capaz de formular una pregunta tan tonta.
—Porque Occidente... —empezó muy despacio, como quien habla a un interlocutor algo lento de entendimiento, o duro de oído—, y en especial su líder, Estados Unidos, está decidido a apoderarse del mundo, a convertirse en el imperio más grande de la historia. Ya se halla muy cerca de conseguirlo. La Unión Soviética es la única que se lo impide, pero los soviéticos van a durar poco. Toynbee supo verlo. No tienen ninguna religión, ninguna fe, ninguna sustancia más allá de su ideología. La historia demuestra que la fe, lo espiritual, la creencia en un poder superior, es esencial. Nosotros los musulmanes la tenemos. Tenemos de eso más que nadie en el mundo, incluso más que los cristianos.
Así que estamos a la espera, mientras tanto nos hacemos cada vez más fuertes.
—Nos tomaremos nuestro tiempo —intervino otro—, y luego atacaremos como la serpiente.
— ¡Qué idea más horrible! —exclamé sin poder contenerme—, ¿Qué podemos hacer para cambiar esto?
La estudiante de inglés me miró a los ojos.
—Dejar de ser tan codiciosos. Y tan egoístas —dijo—. Comprender que hay algo más en el mundo que vuestros rascacielos y vuestras tiendas de lujo. La gente se muere de hambre y vosotros sólo os preocupáis de que no falte combustible para vuestros coches. Los niños se mueren de sed mientras vosotros buscáis las últimas modas en las revistas. Las naciones, como la nuestra, se están hundiendo en la miseria, pero vuestro pueblo no escucha los gritos pidiendo auxilio. No escucháis a quienes intentan contaros estas cosas. Los llamáis radicales, o comunistas. Sería preciso que abrierais los corazones a los pobres y desamparados, en vez de empujarlos hacia una pobreza y una servidumbre más grandes todavía. No os queda mucho tiempo. Si no cambiáis, estáis acabados.
Pocos días más tarde, el popular político de Bandung, cuyo muñeco se había rebelado contra Nixon y había sido atravesado con una lanza por el hombre del cesto, murió atropellado por un conductor que se dio a la fuga.


8
Un Jesús diferente

El recuerdo de aquel dalang me perseguía. Y lo mismo las palabras de la bella estudiante de inglés. Esa noche en Bandung me catapultó a un plano nuevo del pensamiento y del sentimiento. Aunque no sería exacto decir que antes hubiese ignorado las implicaciones de lo que estábamos haciendo en Indonesia, por lo general yo conseguía tranquilizarme apelando al raciocinio, a los precedentes históricos, al imperativo biológico. Justificaba nuestra intervención como un aspecto de la condición humana y me persuadía de que Einar, Charlie y los demás obrábamos, sencillamente, como siempre lo han hecho los hombres: atendiendo a las necesidades propias así como a las de nuestras familias.
Pero mi discusión con aquellos jóvenes indonesios me había obligado a ver otro aspecto de la cuestión. Mirando a través de los ojos de ellos, me daba cuenta de que un planteamiento egoísta en política exterior no sirve ni protege a las generaciones futuras en ninguna parte. Es una postura tan miope como los informes anuales de las empresas y las estrategias electorales de los políticos que definen esa política exterior.
Mientras tanto, resultaba ser cierto que la búsqueda de datos para mis proyecciones económicas me imponía frecuentes visitas a Yakarta. De este modo contaba con muchos ratos a solas para cavilar sobre estas cuestiones y escribir mis reflexiones en un diario. Caminaba por las calles de la ciudad repartiendo monedas a los mendigos y tratando de entablar conversación con leprosos, prostitutas y pillos callejeros.
Al mismo tiempo, meditaba sobre la naturaleza de la ayuda exterior y consideraba el papel legítimo que los países desarrollados (los PD en la jerga del Banco Mundial) podían ejercer para contribuir a paliar el atraso y la miseria de los países menos desarrollados (los PMD). Empezaba a plantearme cuándo es auténtica la ayuda y cuándo no es más que codicia e interés egoísta. O mejor dicho, empezaba a dudar de que tal ayuda fuese alguna vez altruista. Y si no lo era, me preguntaba, ¿qué hacer para cambiar esa situación? Sin duda los países como el mío estaban obligados a hacer algo decisivo para ayudar a los enfermos y los hambrientos del planeta, pero yo estaba bastante seguro de que ése no solía ser el móvil principal de nuestra intervención.
Con lo que retornábamos a la cuestión principal: si la finalidad de la ayuda exterior era el imperialismo, ¿tan malo era eso? Con frecuencia envidiaba a hombres como Charlie, tan convencidos de la bondad de nuestro sistema que andaban empeñados en imponérselo al resto del mundo. Dada la limitación de los recursos del planeta, me parecía dudoso que toda la población mundial pudiese alcanzar el opulento nivel de vida de Estados Unidos. ¡Si incluso este país tiene a millones de sus ciudadanos en condiciones de pobreza! Además, no quedaba del todo claro para mí que las gentes de otras naciones quisieran realmente vivir como nosotros. Nuestras estadísticas sobre violencia, depresiones, toxicomanías, divorcios y delincuencia indicaban que pese a ser una de las sociedades más ricas de la historia, tal vez éramos también una de las menos felices. ¿Para qué iban a desear imitarnos las demás?
Tal vez Claudine me lo había advertido. Ya no estaba muy seguro de lo que ella había tratado de explicarme. En cualquier caso, y discusiones intelectuales aparte, para mí resultaba dolorosamente claro que mis días de inocencia habían terminado.
Escribí en mi diario:
¿Se puede ser inocente en Estados Unidos? Es verdad que quienes ocupan la cúspide de la pirámide económica cosechan grandes ganancias, pero millones de nosotros, los demás, dependemos directa o indirectamente de la explotación de los países menos desarrollados. Los recursos y la mano de obra barata que utilizan casi todas nuestras empresas provienen de lugares como Indonesia, que apenas reciben nada a cambio. Los créditos de la ayuda exterior son la garantía de que sus hijos y nietos seguirán siendo rehenes nuestros. Tendrán que permitir el saqueo de sus recursos naturales por nuestras empresas y seguirán privándose de educación, sanidad y demás servicios sociales, simplemente para pagarnos la deuda. En esa fórmula no interviene el hecho de que nuestras compañías hayan recibido ya la mayor parte del pago por la construcción de esas centrales generadoras, esos aeropuertos y esos complejos industriales. Que la mayoría de los estadounidenses desconozcan estas realidades, ¿es excusa suficiente? Desinformados y mal informados adrede, sí, pero... ¿inocentes?
Por supuesto, yo tenía que enfrentarme al hecho de ser uno de los dedicados activamente a informar mal.
El concepto de una guerra santa mundial era inquietante, pero cuanto más lo pensaba más me convencía de su posibilidad. Sin embargo, me parecía que, caso de producirse la yihad, ésta no sería tanto de musulmanes contra cristianos como de los PMD contra los PD, quizá con el mundo islámico en funciones de avanzadilla. Nosotros los PD éramos los usuarios de los recursos, y los PMD eran los proveedores. Es decir, el retomo del sistema mercantil colonial, y todo dispuesto en favor de los que tuviesen el poder y pocos recursos naturales, a fin de explotar a los que tenían recursos pero no el poder.
No traía conmigo ningún ejemplar de los libros de Toynbee, pero sabía de historia lo necesario para entender que cuando la explotación de los proveedores se prolonga, éstos acaban por rebelarse. No tenía más que fijarme en Tom Paine y nuestra guerra de independencia. Recordé que los británicos justificaban el cobro de tributos argumentando que Inglaterra proporcionaba ayuda a las colonias, en forma de protección militar frente a los franceses y los indios. Pero los colonos interpretaron la situación de una manera muy diferente.
Lo que Paine ofreció a sus compatriotas en su brillante panfleto Sentido Común era lo mismo que habían dicho mis amigos indonesios: un espíritu, una idea, la fe en la justicia de un poder superior y una religión de la libertad y la igualdad diametralmente opuesta a la monarquía inglesa y su elitista sistema de clases. Los musulmanes ofrecían algo similar: la fe en un poder superior y la creencia de que los países desarrollados no tenían derecho a subyugar y explotar a los demás países del mundo. Como aquellos minutemen de la colonia (voluntarios para formar en menos de un minuto cuando se diese la voz de alarma), los musulmanes estaban dispuestos a luchar por sus derechos. Y nosotros, lo mismo que los británicos en 1770, calificábamos sus acciones de atentados terroristas. Más que nunca, parecía cierto aquello de que la historia se repite.
Me preguntaba qué clase de mundo tendríamos si Estados Unidos y sus aliados hubiesen dedicado el dinero que gastaron en guerras coloniales, como la de Vietnam, a erradicar el hambre o a facilitar educación y servicios básicos de sanidad a todos, incluidos los nuestros. Me pregunté cómo se verían afectadas las generaciones del futuro si nos dedicásemos a eliminar las causas de la miseria y a proteger los acuíferos, los bosques y las comarcas naturales que además de proporcionarnos agua potable y aire puro aportan otras cosas que alimentan el espíritu tanto como el cuerpo. Yo no podía creer que nuestros padres fundadores hubiesen propuesto que el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad existiera sólo para los estadounidenses. En consecuencia, ¿por qué impulsábamos ahora estrategias tendentes a implantar valores imperialistas, como los que ellos habían combatido?
Durante mi última noche en Indonesia me despertó una pesadilla. Me senté en la cama y encendí la luz. Tenía la sensación de no estar solo en la habitación. Miré a mi alrededor contemplando el conocido mobiliario del Hotel Intercontinental, sus tapices de batik, los muñecos articulados del teatro de sombras colgados en marcos. Entonces recordé lo que acababa de soñar.
Me había visto en presencia de Jesucristo. Parecía el mismo con quien yo hablaba todas las noches cuando era niño para confiarle mis pensamientos después de recitar las oraciones de rigor. Excepto que el Jesús de mi infancia era rubio y de piel blanca, y éste tenía el pelo ensortijado y la tez oscura.
Inclinándose, cargó algo sobre sus espaldas. Pero no era la cruz, sino un eje de automóvil. Una de las llantas sobresalía por encima de su cabeza a manera de aureola de metal. Por su frente rodaban gotas de grasa, en vez de sangre. Al incorporarse me miró cara a cara, y dijo:
—Si yo regresara hoy, me verías de otra manera —y al preguntarle por qué, agregó—: Porque el mundo ha cambiado.
El despertador me informó de que faltaba poco para el amanecer. Consciente de que no conseguiría volver a conciliar el sueño, me vestí, bajé con el ascensor a la recepción, que estaba desierta, y salí al jardín contiguo a la piscina. La noche era de luna llena y las orquídeas perfumaban el aire. Me senté en una tumbona y me pregunté qué estaba haciendo allí y cómo las coincidencias de la vida me habían llevado por ese camino. ¿Por qué Indonesia? Mi vida había cambiado, pero aún no sabía hasta qué punto.
A mi regreso, Ann y yo coincidimos en París para intentar una reconciliación.
Pero incluso durante aquellas vacaciones francesas seguimos peleándonos. Aunque hubo muchos momentos especiales y hermosos, creo que ambos acabamos por comprender que los largos años de cólera y resentimiento eran un obstáculo insalvable. Estaban además las muchas cosas que yo no podía contar. La única persona con quien podía compartir mis impresiones era Claudine y pensaba en ella constantemente. Ann y yo aterrizamos en el bostoniano aeropuerto de Logan y el taxi nos llevó a nuestros apartamentos separados de Back Bay.


9
Una oportunidad en la vida

La verdadera prueba de Indonesia me aguardaba en el cuartel general de MAIN. Acudí al edificio Prudential Center a primera hora de la mañana. Mientras esperaba el ascensor junto con docenas de empleados, me enteré de que Mac Hall, el enigmático y octogenario presidente y consejero delegado de MAIN, había nombrado a Einar presidente de la oficina de Portland (Oregón). En consecuencia, yo pasaba a rendir cuentas oficialmente a Bruno Zambotti.
A Bruno le llamaban «el zorro plateado» por el color de sus cabellos y por su prodigiosa habilidad para eliminar a cualquier rival que se atreviese a desafiarle. De aspecto pulcro y atildado cual Cary Grant, tenía gran elocuencia y dos títulos superiores en ingeniería y administración de empresas. Entendía de cálculos econométricos y era vicepresidente de la división de generación eléctrica de MAIN, con lo que recaía bajo su responsabilidad la mayor parte de nuestros proyectos internacionales. Era también el candidato predestinado a ocupar la presidencia de la corporación cuando se jubilase su anciano mentor Jake Dauber. Como la mayoría de los empleados de MAIN, a Bruno Zambotti yo le tenía pánico y un respeto reverencial.
Poco antes de la hora del almuerzo me llamó a su despacho. Después de un cordial diálogo acerca de Indonesia me dijo una cosa que casi me hizo saltar del asiento.
—Voy a despedir a Howard Parker. No es necesario entrar en detalles, excepto que ese hombre ha perdido el sentido de la realidad. —Sonreía con desconcertante satisfacción, sin embargo, mientras repicaba con el índice en un montón de papeles que tenía sobre el escritorio —. El ocho por ciento anual, ¡figúrate! Ésa ha sido su previsión de carga. ¡Para un país con el potencial de Indonesia!
La sonrisa se desvaneció mientras me miraba a los ojos.
— Charlie Illingworth me ha dicho que tu proyección económica cumple los objetivos y justificará un crecimiento de la carga entre el diecisiete y el veinte por ciento. ¿Es cierto eso? Le aseguré que lo era.
Él se puso en pie y me tendió la mano.
—Te felicito. Acabas de ganar un ascenso.
Lo oportuno tal vez habría sido salir y celebrarlo en un buen restaurante con los compañeros de MAIN... o siquiera fuese a solas. Pero yo sólo pensaba en Claudine. Me moría de ganas de contarle lo del ascenso así como todas mis aventuras en Indonesia. Ella me había advertido que nunca la llamase desde el extranjero, y yo me había abstenido de hacerlo. Con no poca contrariedad por mi parte, ahora descubría que su teléfono estaba desconectado y sin ningún mensaje de continuidad que indicase un nuevo número. Salí a buscarla.
Su apartamento estaba ocupado por una pareja joven. Aunque era mediodía, me pareció que los había sacado de la cama. Visiblemente molestos, dijeron no saber nada de Claudine. Fui a hablar con la agencia inmobiliaria haciéndome pasar por un primo de ella. Según los archivos, el apartamento nunca estuvo alquilado a nombre de ninguna Claudine. El inquilino anterior había sido un hombre que prefirió mantenerse en el anonimato. Regresé al Prudential Center. En el departamento de personal de MAIN tampoco constaba el nombre. Lo que sí reconocieron fue que tenían un fichero de «asesores especiales», pero yo no estaba autorizado a consultarlo.
Por la tarde me sentí agotado y emocionalmente exhausto. Para colmo, empezaba a acusar los efectos de un fuerte jet lag. En mi solitario apartamento me sentí desesperadamente abandonado. El ascenso no significaba ningún aliciente para mí. Peor aún, lo que significaba era que yo estaba dispuesto a venderme.
Me arrojé sobre la cama, abrumado por la desesperación. Claudine me había utilizado y luego se había deshecho de mí. Decidí silenciar mis emociones para no permitir que se apoderase de mí la angustia. Tumbado en la cama me quedé contemplando las paredes desnudas durante lo que me parecieron horas.
Al fin conseguí rehacerme. Poniéndome en pie, vacié de un trago una cerveza y rompí la botella contra la mesa. A continuación me asomé afuera. Me pareció verla que salía de una bocacalle lejana y caminaba hacia mí. Me precipité hacia la puerta, pero enseguida regresé otra vez a la ventana para asegurarme. La mujer estaba más cerca. Era atractiva y sus andares me recordaban los de Claudine, pero no era ella. El corazón me dio un vuelco y mis sentimientos pasaron de la cólera y el despecho al miedo.
Por un instante pasó ante mis ojos la imagen de Claudine derrumbándose, cayendo bajo una lluvia de balas, asesinada. Sacudí la cabeza, me tomé un Valium y seguí bebiendo hasta quedar dormido.
A la mañana siguiente, una llamada del departamento de personal de MAIN me despertó de mi estupor. El jefe, Paul Mormino, me aseguró que comprendía mi necesidad de descansar, pero que no dejara de pasarme por el despacho aquella misma tarde.
—Son buenas noticias. Lo mejor para rehacerse de la travesía, — dijo.
Obedecí y me enteré de que Bruno había cumplido sobradamente su palabra. No me colocaban en el puesto de Howard, sino que me ascendían a economista jefe y me daban un aumento de sueldo. Eso me levantó un poco el ánimo.
Me tomé la tarde libre y fui a pasear a orillas del río Otarles con una botella de cerveza en la mano. Me senté a contemplar las regatas mientras combatía los efectos combinados del jet lag y de la resaca. Me convencí de que Claudine se había limitado a hacer su trabajo y luego había pasado al siguiente. Ella siempre hacía hincapié en la necesidad del secreto. Me llamaría ella. Mormino tenía razón. La fatiga de la travesía —y la ansiedad— se disiparon.
Durante las semanas siguientes procuré no pensar en Claudine. Me dediqué a escribir mi dictamen sobre la economía indonesia, así como a corregir los pronósticos de Howard. Hasta dejar en limpio el tipo de estudio que mis jefes querían ver: un crecimiento medio del 19 por ciento en la demanda eléctrica anual durante los primeros doce años, a contar desde la puesta en marcha del nuevo sistema, disminuyendo poco a poco hasta el 17 por ciento durante los ocho años siguientes, y manteniéndose finalmente en un crecimiento del 15 por ciento durante los últimos cinco años, de los veinticinco que contemplaba la previsión.
Presenté mis conclusiones en una reunión formal con las agencias financieras internacionales encargadas de los créditos. Sus equipos de expertos me interrogaron largamente y sin contemplaciones. Para entonces mis emociones se habían convertido en una especie de determinación obstinada, no muy diferente de la rebeldía que me inflamaba en mis tiempos de instituto. Sin embargo, el recuerdo de Claudine nunca me abandonaba. Cuando un economista joven e impertinente del Asian Development Bank deseoso de destacar delante de sus jefes me acribilló a preguntas durante toda una tarde, recordé el consejo que muchos meses antes me había dado Claudine, sentados los dos en su apartamento de Beacon Street. « ¿Quién es capaz de prever el futuro a veinticinco años vista? —había preguntado—. Tus conjeturas valen tanto como las de ellos. »
Sólo es cuestión de tener confianza en uno mismo.» Así pues, me convencí a mí mismo de que era un experto. Recordé que tenía más experiencia de la vida en los países menos desarrollados que muchos de los presentes, algunos de los cuales me doblaban en edad, reunidos para juzgar mi trabajo. Yo había estado en la Amazonia y había visitado lugares de Java por donde ellos ni siquiera se atreverían a pasar. Había asistido a un par de cursillos acelerados, orientados a enseñar nociones de cálculo econométrico a los ejecutivos. Me consideraba miembro de la nueva generación de jóvenes prodigio fanáticos de la estadística y enamorados de la econometría, émulos de McNamara, el altanero presidente del Banco Mundial, ex presidente de Ford Motor Company y ex secretario de Defensa en tiempos de Kennedy. Ése fue un hombre que se labró su reputación con los números, con la teoría de las probabilidades, con los modelos matemáticos, y —sospechaba yo— con una elevadísima opinión de sí mismo.
Traté de imitar a McNamara y a Bruno, mi jefe, adoptando algunos giros de expresión del primero y los andares jactanciosos del segundo, con el maletín colgado balanceándose a mi paso. Ahora que lo recuerdo, me admiro de mi propia osadía. A decir verdad, mis conocimientos eran muy limitados. Lo que me faltaba en cuanto a formación y práctica lo suplí a base de audacia.
Y salió bien. A su debido tiempo, el grupo de expertos puso su sello de «visto bueno» a mis informes.
Durante los meses siguientes asistí a reuniones en Teherán, Caracas, Guatemala, Londres, Viena y Washington. Fui presentado a personajes famosos como el Sha de Irán, los ex presidentes de varios países y el mismo Robert McNamara en persona. Al igual que mi instituto, era un mundo exclusivamente masculino. Me sorprendió comprobar cómo afectaban a las actitudes de otras personas para conmigo tanto mi nuevo título como el rumor de mis triunfos  recientes ante las instituciones financieras internacionales.
Al principio, todas estas atenciones se me subieron a la cabeza. Empecé a creerme un mago Merlín cuya varita mágica agitada sobre un país haría brotar la luz eléctrica y desplegarse las industrias como otras tantas flores. Más tarde me desengañé, y desconfiaba de mis propios motivos tanto como de los de todas las personas que me rodeaban. Me parecía que ni las licenciaturas ni otros títulos más sonoros calificaban a nadie para comprender la condición lamentable de un leproso que vive al lado de una cloaca en Yakarta; y dudaba de que la habilidad para manipular estadísticas implicase ninguna capacidad para ver el futuro. Cuanto más conocía a las personas responsables de las decisiones que determinaban la marcha del mundo, más crecía mi escepticismo en cuanto a su capacidad y sus intenciones. Y cuando los veía cerca de mí, sentados a las mesas de reunión, me costaba un gran esfuerzo disimular mi cólera.
Con el tiempo, no obstante, también esta manera de ver las cosas cambió. Pude comprender que la mayoría de aquellos hombres se hallaban convencidos de estar haciendo lo bueno y lo justo. Lo mismo que Charlie, creían que el comunismo y el terrorismo eran fuerzas del Mal, no las previsibles reacciones frente a decisiones tomadas por ellos mismos o por sus antecesores. Y se consideraban en el deber de conseguir la conversión de todo el planeta al capitalismo, por obligación ante sus países, ante sus hijos y nietos y ante Dios.
Además creían en el principio de la supervivencia de los más aptos: ya que ellos habían tenido la buena suerte de nacer en el seno de una clase privilegiada, y no en una barraca de cartones, debían transmitir esa herencia a sus descendientes.
Yo dudaba de considerar a tales personas verdaderos conspiradores o simplemente miembros de una cofradía que maquinaba el propósito de dominar el mundo. Más tarde me dio por compararlos con los amos de las plantaciones sureñas de antes de la guerra civil. Serían, por consiguiente, unos hombres unidos por unas creencias comunes y unos intereses compartidos, sin necesidad de presuponer ningún grupo exclusivo que se reuniese en recónditas madrigueras para tramar sus siniestros planes. Esos latifundistas autócratas habían crecido rodeados de sirvientas y de esclavos, y se les había educado en la creencia de que tenían derecho a ello por nacimiento. E incluso se creían obligados a hacerse responsables de los «paganos» y convertirlos a la religión y al modo de vida de los amos. Aunque aborreciesen la esclavitud desde el punto de vista filosófico, siguiendo a Thomas Jefferson podían justificarla como necesidad, cuyo desmoronamiento habría desencadenado el caos económico y social. Los dirigentes de las oligarquías modernas, o lo que yo empezaba a llamar la corporatocracia, parecían encajar en ese molde.
Al mismo tiempo empezaba a plantearme quién se beneficia con la guerra y la producción en masa de armamento, la construcción de grandes presas y la destrucción del medio ambiente y de las culturas indígenas. ¿A quién beneficia la muerte de cientos de miles de seres humanos por inanición, por beber aguas contaminadas, por enfermedades curables en otras latitudes?, me preguntaba. Poco a poco fui comprendiendo que, a la larga, eso no beneficia a nadie pero, a corto plazo, sí parecía beneficiar a los que ocupaban la cúspide de la pirámide, como mis jefes y yo. Al menos materialmente.
Pero esto planteaba otras muchas preguntas. ¿Por qué persiste tal situación? ¿Por qué ha sido tolerada tanto tiempo? ¿Reside la respuesta simplemente en el viejo principio de «la razón de la fuerza»? ¿Los que tienen el poder perpetúan el sistema?
Aducir que la situación se apoyaba en el mero uso de la fuerza no me parecía suficiente. Aunque la proposición de que los fuertes se alzan con la razón explica muchas cosas, yo intuía la presencia de otro factor más decisivo. Recordé a un profesor de teoría económica de mis tiempos en la EADE, hombre oriundo del norte de la India que solía tratar los temas de la limitación de recursos, la necesidad humana del progreso y los orígenes del esclavismo como sistema. Según aquel profesor, todos los sistemas capitalistas que han tenido éxito se han basado en jerarquías con una cadena de mando rígida, en donde un grupo reducido controlaba desde la cumbre los estratos sucesivos de subordinados, hasta llegar a la gran masa de los trabajadores, mano de obra cautiva en el sentido económico del término.
Finalmente, llegué a la conclusión de que apoyamos este sistema porque la corporatocracia nos ha convencido de que Dios nos otorga el derecho a situar a algunos de los nuestros en la cima de esa pirámide capitalista y a exportar nuestro sistema al resto del mundo.
No hemos sido los primeros, por supuesto. La lista de los antecedentes se retrotrae a los antiguos imperios del norte de África, de Oriente Próximo y de Asia; y continúa con los persas, los griegos, los romanos, los cruzados cristianos y todos los europeos constructores de imperios de la época poscolombina. Ese afán imperialista fue y continúa siendo la causa de buena parte de las guerras, la contaminación, las hambrunas, la desaparición de especies y los genocidios. Y, desde siempre, ha cobrado un severo tributo a la conciencia y al bienestar de los ciudadanos, ha contribuido al malestar social y ha dado lugar a una situación en la que las culturas más prósperas de la historia de la humanidad se hallan afectadas por los índices más elevados de suicidios, toxicomanías y delitos violentos.
Sobre estas cuestiones reflexionaba asiduamente, pero procurando evitar la consideración de mi propio papel en todo ello. Trataba de verme a mí mismo no como un gángster económico sino como un economista jefe. ¡Sonaba tan legítimo!, y si necesitaba alguna confirmación no tenía más que mirar las liquidaciones de mi sueldo: todas provenían de MAIN, una corporación privada.
A mí no me daban un céntimo ni la NSA ni ningún otro organismo público. Y de este modo me tranquilizaba. Casi. Una tarde, Bruno me llamó a su despacho. Me invitó a sentarme, se colocó al lado de mi sillón y me dio una palmada en el hombro.
—Ha hecho usted un trabajo excelente —ronroneó —. Para demostrarle que lo apreciamos, vamos a darle la gran oportunidad de su vida. Lo que muchos hombres que le doblan a usted en edad no han conseguido nunca.


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