EL MALESTAR EN LA GLOBALIZACIÓN Joseph E. Stiglitz






Joseph E. Stiglitz
           EL MALESTAR EN LA GLOBALIZACIÓN
 





Índice


PRÓLOGO          

Agradecimientos               
 
CAPÍTULO 1. LA PROMESA DE LAS INSTITUCIONES GLOBALES
CAPÍTULO 2. PROMESAS ROTAS                                      
CAPÍTULO 3.  ¿LIBERTAD DE ELEGIR ?                    
CAPÍTULO 4.  LA CRISIS DEL ESTE ASIÁTICO.
DE CÓMO LAS POLÍTICAS DEL FMI LLEVARON AL MUNDO AL BORDE DE UN COLAPSO GLOBAL
CAPÍTULO 5.  ¿QUIÉN PERDIÓ A RUSIA?                                         
CAPÍTULO 6. LEYES COMERCIALES INJUSTAS  Y OTROS AGRAVIOS           
CAPÍTULO 7.  MEJORES CAMINOS HACIA EL MERCADO                       
CAPÍTULO 8.  LA  OTRA AGENDA DEL FMI
CAPÍTULO 9. CAMINO AL FUTURO

 

PRÓLOGO

   En 1993 abandoné la vida académica para trabajar en el Consejo de Asesores Económicos del presidente Clinton. Tras años de in­vestigación y docencia, ésa fue mi primera irrupción apreciable en la elaboración de medidas políticas y, más precisamente, en la polí­tica. De ahí pasé en 1997 al Banco Mundial, donde fui economista jefe y vicepresidente senior durante casi tres años, hasta enero de 2000. No pude haber escogido un momento más fascinante para entrar en política. Estuve en la Casa Blanca cuando Rusia empren­dió la transición desde el comunismo; y en el Banco Mundial du­rante la crisis financiera que estalló en el Este asiático en 1997y llegó a envolver al mundo entero. Siempre me había interesado el desarrollo económico, pero lo que vi entonces cambió radicalmente mi visión tanto de la globalización como del desarrollo. Escribo este libro porque en el Banco Mundial comprobé de primera mano el efecto devastador que la globalización puede tener sobre los paí­ses en desarrollo, y especialmente sobre los pobres en esos países. Creo que la globalización —la supresión de las barreras al libre co­mercio y la mayor integración de las economías nacionales— pue­de .ser una fuerza benéfica y su potencial es el enriquecimiento de to­dos, particularmente los pobres; pero también creo que para que esto suceda es necesario replantearse profundamente el modo en el que la globalización ha sido gestionada, incluyendo los acuerdos comerciales internacionales que tan importante papel han desempeñado en la eliminación de dichas barreras y las políticas impues­tas a los países en desarrollo en el transcurso de la globalización.
   En tanto que profesor, he pasado mucho tiempo investigando y reflexionando sobre las cuestiones económicas y sociales con las que tuve que lidiar durante mis siete años en Washington. Creo que es importante abordar los problemas desapasionadamente, dejar la ideología a un lado y observar los hechos antes de concluir cuál es el mejor camino. Por desgracia, pero no con sorpresa, compro­bé en la Casa Blanca —primero como miembro y después como pre­sidente del Consejo dé Asesores Económicos (un panel de tres ex­pertos nombrados por el Presidente para prestar asesoramiento económico al Ejecutivo norteamericano)— y en el Banco Mundial que a menudo se tomaban decisiones en función de criterios ideo­lógicos y políticos. Como resultado se persistía en malas medidas, que no resolvían los problemas pero que encajaban con los intere­ses o creencias de las personas que mandaban. El intelectual fran­cés Pierre Bourdieu ha escrito acerca de la necesidad de que los políticos se comporten más como estudiosos y entren en debates científicos basados en datos y hechos concretos. Lamentablemen­te, con frecuencia sucede lo contrario, cuando los académicos que formulan recomendaciones sobre medidas de Gobierno se politi­zan y empiezan a torcer la realidad para ajustarla a las ideas de las autoridades.
   Si mi carrera académica no me preparó para todo lo que encon­tré en Washington D. C., al menos me preparó profesionalmente. Antes de llegar a la Casa Blanca había dividido mi tiempo de traba­jo e investigación entre la economía matemática abstracta (ayudé a desarrollar una rama de la ciencia económica que recibió desde entonces el nombre de economía de la información), y otros temas más aplicados, como la economía del sector público, el desarrollo y la política monetaria. Pasé más de veinticinco años escribiendo so­bre asuntos como las quiebras, el gobierno de las corporaciones y la apertura y acceso a la información (lo que los economistas lla­man «transparencia»); fueron puntos cruciales ante la crisis finan­ciera global de 1997. También participé durante casi veinte años en discusiones sobre la transición desde las economías comunistas ha­cia el mercado. Mi experiencia sobre cómo manejar dichos proce­sos comenzó en 1980, cuando los analicé por primera vez con las autoridades de China, que daba sus primeros pasos en dirección a una economía de mercado. He sido un ferviente partidario de las políticas graduales de los chinos, que han demostrado su acierto en las últimas dos décadas, y he criticado con energía algunas de las estrategias de reformas extremas como las «terapias de choque» que han fracasado tan rotundamente en Rusia y algunos otros paí­ses de la antigua Unión Soviética.
   Mi participación en asuntos vinculados al desarrollo es ante­rior, Se remonta a ruando estuve en Kenia como profesor (1969-1971), pocos años después de su independencia en 1963. Parte de mi labor teórica más relevante fue inspirada por lo que allí vi. Sabía que los desafíos de Kenia eran arduos pero confiaba en que sería posible hacer algo para mejorar las vidas de los miles de millones de personas que, como los keniatas, viven en la extrema pobreza. La economía puede parecer una disciplina árida y esotérica, pero de hecho las buenas políticas económicas pueden cambiar la vida de esos pobres. Pienso que los Gobiernos deben y pueden adoptar políticas que contribuyen al crecimiento de los países y que también procuren que dicho crecimiento se distribuya de modo equitati­vo. Por tocar sólo un tema, creo en las privatizaciones (digamos, vender monopolios públicos a empresas privadas) pero sólo si lo­gran que las compañías sean más eficientes v reducen los precios a los consumidores. Esto es más probable que ocurra si los mercados son competitivos, lo que es una de las razones por las que apoyo vi­gorosas políticas de competencia.
   Tanto en el Banco Mundial como en la Casa Blanca existía un» estrecha relación entre las políticas que yo recomendaba en mi obra económica previa, fundamentalmente teórica, asociada en buena parte con las imperfecciones del mercado: por qué los mercados no operan a la perfección, en la forma en que suponen los modelos simplistas que presumen competencia e información perfectas. También aporté a la política mi análisis de la economía de la información, en particular las asimetrías, como las diferencias en la información entre trabajador y empleador, prestamista y prestatario, asegurador y asegurado. Tales asimetrías son generalizadas en todas las economías. Dicho análisis planteó los fundamentos de teorías más realistas sobre los mercados laborales y financieros y explicó por ejemplo, por qué existe desempleo y por qué quienes más necesitan crédito a menudo 110 lo consiguen —en la jerga de los economistas: el racionamiento del crédito—. Los modelos que los economistas han empleado durante generaciones sostenían que los mercados funcionaban a la perfección —incluso negaron la existencia del paro— o bien que la única razón de la desocupación estribaba en los salarios excesivos, y sugerían el remedio obvio: ba­jarlos. La economía de la información, con sus mejores interpre­taciones de los mercados de trabajo, capital y bienes, permitió la construcción de modelos macroeconómicos que aportaron enfo­ques más profundos sobre el paro, y dieron cuenta de las fluctua­ciones, recesiones y depresiones que caracterizaron al capitalismo desde sus albores. Estas teorías ofrecen claros corolarios políticos —algunos de los cuales son evidentes para casi todos los que cono­cen el mundo real— como que la subida de los tipos de interés has­ta niveles exorbitantes arrastra a la quiebra a las empresas suma­mente endeudadas, y que ello es malo para la economía. Aunque me parecían innegables, esas prescripciones políticas eran contra­rias a las que el Fondo Monetario Internacional solía insistir en re­comendar.
   Las políticas del FMI, basadas en parte en el anticuado supuesto de que los mercados generaban por sí mismos resultados eficien­tes, bloqueaban las intervenciones deseables de los Gobiernos en los mercados, medidas que pueden guiar el crecimiento y mejoran la situación de todos. Lo que centra, pues, muchas de las disputas que describo en las páginas siguientes son las ideas y las concepciones sobre el papel del Estado derivadas de las mismas.
   Aunque tales ideas han cumplido un papel relevante en el deli­neamiento de prescripciones políticas —acerca del desarrollo, el manejo de las crisis, y la transición— también son claves de mi pensamiento sobre la reforma de las instituciones internacionales que supuestamente deben orientar el desarrollo, administrar las crisis y facilitar las transiciones económicas. Mi estudio sobre la in­formación hizo que prestara especial atención a las consecuencias de la falta de información; me alegró apreciar el énfasis en la trans­parencia durante la crisis financiera global de 1997-1998, pero no la hipocresía de instituciones como el FMI o el Tesoro de los EE UU, que la subrayaron en el Este asiático cuando ellos eran de lo menos transparente que he encontrado en mi vida pública. Por eso en la discusión de las reformas destaco la necesidad de una mayor transparencia, la mejora de la información que los ciudadanos tienen sobre esas instituciones, que permita que los afectados por las políticas tengan más que decir en su formulación. El análi­sis sobre la información en las instituciones políticas surgió de modo bastante natural de mi trabajo previo sobre la información en economía.
   Uno de los aspectos estimulantes de acudir a Washington fue la oportunidad no sólo de entender mejor cómo funciona el Estado sino también de contrastar alguna de las perspectivas derivadas de mi investigación. Por ejemplo, en tanto que presidente del Consejo de Asesores Económicos de Clinton, traté de fraguar una filosofía y una política económicas que vieran a la Administración y a los mer­cados como complementarios, como socios, y que reconocieran que si los mercados son el centro de la economía, el Estado ha de cumplir un papel importante, aunque limitado. Yo había estudia­do los fallos tanto del mercado como del Estado, y no era tan inge­nuo como para fantasear con que el Estado podía remediar todos los fallos del mercado, ni tan bobo como para creer que los merca­dos resolvían por sí mismos todos los problemas sociales. La desigualdad, el paro, la contaminación: en estos campos el Estado debía asumir un papel importante. Trabajé en la iniciativa de «reinventar la Administración»: hacer al Estado más eficiente y sensible; había visto cuándo el Estado no era ninguna de las dos cosas y sabía que las reformas eran difíciles, pero también que, por modestas que parecieran, eran posibles Cuando pasé al Banco Mundial esperaba aportar esta visión equilibrada, y las lecciones aprendidas, a los mu­chos más arduos problemas del mundo desarrollado.
   En la Administración de Clinton disfruté del debate político, gané algunas batallas y perdí otras. Como miembro del gabinete del Presidente, estaba en una buena posición no sólo para observar los debates y sus desenlaces, sino también para participar en ellos, es­pecialmente en áreas relativas a la economía. Sabía que las ideas cuentan pero también cuenta la política, y una de mis labores fue persuadir a otros de que lo que yo recomendaba era económica pero también políticamente acertado. En la esfera internacional, en cambio, descubrí que ninguna de esas dos dimensiones prevale­cía en la formulación de políticas, especialmente en el Fondo Mo­netario Internacional. Las decisiones eran adoptadas sobre la base de una curiosa mezcla de ideología y mala economía, un dogma que en ocasiones parecía apenas velar intereses creados. Cuando la crisis golpeó, el FMI prescribió soluciones viejas, inadecuadas aunque «estándares», sin considerar los efectos que ejercerían sobre los pueblos de los países a los que se aconsejaba aplicarlas. Rara vez vi predicciones sobre qué harían las políticas con la pobreza; rara vez vi discusiones y análisis cuidadosos sobre las conse­cuencias de políticas alternativas: sólo había una receta y no se buscaban otras opiniones. La discusión abierta y franca era desa­nimada: no había lugar para ella. La ideología orientaba la pres­cripción política y se esperaba que los países siguieran los criterios del FMI sin rechistar.
   Esas actitudes me provocaban rechazo; no sólo porque sus resul­tados eran mediocres, sino también por su carácter antidemocráti­co. En nuestra vida personal jamás seguiríamos ciegamente unas ideas sin buscar un consejo alternativo, y sin embargo a países de todo el mundo se les instruía para que hicieran exactamente eso. Los problemas de las naciones en desarrollo son complejos, y el FMI es con frecuencia llamado en las situaciones más extremas, cuando un país se sume en una crisis. Pero sus recetas fallaron tantas veces como tuvieron éxito, o más. Las políticas de ajuste estructural del FMI —diseñadas para ayudar a un país a ajustarse ante crisis y desequilibrios más permanentes— produjeron hambre y disturbios en muchos lugares, e incluso cuando los resultados no fueron tan de­plorables y consiguieron a duras penas algo de crecimiento duran­te un tiempo, muchas veces los beneficios se repartieron despro­porcionadamente a favor de los más pudientes, mientras que los más pobres en ocasiones se hundían aún más en la miseria. Pero lo que más me asombraba era que dichas políticas no fueran pues­tas en cuestión por los que mandaban en el FMI, por los que adoptaban las decisiones clave; con frecuencia lo hacían en los paí­ses en desarrollo, pero era tal su temor a perder la financiación del FMI, y con ella otras fuentes financieras, que las dudas eran ar­ticuladas con gran cautela —o no lo eran en absoluto— y en cualquier caso sólo en privado. Aunque nadie estaba satisfecho con el sufrimiento que acompañaba a los programas del FMI, dentro del Fondo simplemente se suponía que todo el dolor provocado era parte necesaria de algo que los países debían experimentar para llegar a ser una exitosa economía de mercado, y que las medi­das lograrían de hecho mitigar el sufrimiento de los países a lar­go plazo.
   Algún dolor era indudablemente necesario, pero a mi juicio el padecido por los países en desarrollo en el proceso de globalización y desarrollo orientado por el FMI y las organizaciones económicas internacionales fue muy superior al necesario. La reacción contra la globalización obtiene su fuerza no sólo de los perjuicios ocasio­nados a los países en desarrollo por las políticas guiadas por la ideo­logía, sino también por las desigualdades del sistema comercial mundial. En la actualidad —aparte de aquellos con intereses espu­rios que se benefician con el cierre de las puertas ante los bienes producidos por los países pobres— son pocos los que defienden la hipocresía de pretender ayudar a los países subdesarrollados obli­gándolos a abrir sus mercados a los bienes de los países industriali­zados más adelantados y al mismo tiempo protegiendo los merca­dos de éstos: esto hace a los ricos cada vez más ricos y a los pobres cada vez más pobres... y cada vez más enfadados.
   El bárbaro atentado del 11 de septiembre ha aclarado con toda nitidez que todos compartimos un único planeta. Constituimos una comunidad global y como todas las comunidades debemos cum­plir una serie de reglas para convivir. Estas reglas deben ser —y de­ben parecer— equitativas y justas, deben atender a los pobres y a los poderosos, y reflejar un sentimiento básico de decepción y justicia social. En el mundo de hoy, dichas reglas deben ser el desenlace de procesos democráticos; las reglas bajo las que operan las autori­dades y cuerpos gubernativos deben asegurar que escuchen y respondan a los deseos y necesidades de los afectados por políticas y decisiones adoptadas en lugares distantes.
   Este libro se basa en mis experiencias. Carece de tantas notas al pie y citas como las que tendría un ensayo académico. En vez de ello, he intentado describir los acontecimientos de los que fui testigo y relatar algo de lo que he oído. Aquí no hay armas humeantes: usted no encontrará pruebas de una terrible conspiración en Wall Street o el FMI para dominar el mundo. Yo no creo que tal conspiración exista. La verdad es más sutil. A menudo lo que determinó el resul­tado de las discusiones en las que participé fue un tono de voz, una reunión a puerta cerrada, o un memorando. Muchas de las perso­nas a las que critico dirán que estoy equivocado, e incluso puede que presenten datos que contradicen mi versión de lo sucedido, pero cada historia tiene muchas facetas y sólo puedo presentar mi interpretación sobre lo que vi.
   Al ingresar en el Banco Mundial mi intención era dedicarme so­bre todo a las cuestiones del desarrollo y los problemas de los paí­ses que intentaban la transición hacia la economía de mercado, pero la crisis financiera mundial y los debates sobre la reforma de la arquitectura económica internacional —que gobierna el sistema económico y financiero global— para procurar una globalización más humana, efectiva y equitativa, absorbieron buena parte de mi tiempo. Visité docenas de países en todo el mundo y hablé con miles de funcionarios, ministros de Hacienda, gobernadores de bancos centrales, académicos, trabajadores del desarrollo, perso­nas de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), banque­ros, hombres de negocios, estudiantes, activistas políticos y agri­cultores. Me encontré con la guerrilla islámica en Mindanao (la isla de Filipinas que desde hace largo tiempo se halla en estado de rebelión), recorrí el Himalaya para llegar a escuelas remotas en Bhután o a un pueblo en Nepal con un proyecto de riego, compro­bé el impacto de los créditos rurales y los programas de moviliza­ción femenina en Bangladesh, y el efecto de los programas de reducción de la pobreza en poblados de los parajes montañosos más pobres de China. Contemplé cómo se hace la historia y aprendí mu­chísimo. En este libro he intentado destilar la esencia de lo que vi y aprendí.
   Espero que el libro abra un debate, un debate que no debe transcurrir sólo en la reclusión de los despachos de los Gobiernos y las organizaciones internacionales, ni tampoco limitarse a la at­mósfera más abierta de las universidades. Aquellos cuyas vidas se verán afectadas por las decisiones sobre la gestión de la globaliza­ción tienen derecho a participar en este debate, y a saber cómo se tomaron esas decisiones en el pasado. Como mínimo, mi libro de­bería aportar más información sobre lo que ocurrió en la década pasada. Seguramente la mayor información llevará a mejores políticas que obtendrán mejores resultados. Si ello es así, serviré que algo he aportado.


Agradecimientos

Hay una lista interminable de personas con las que estoy en deu­da, porque sin ellas no habría podido escribir este libro: el presi­dente Bill Clinton y el presidente del Banco Mundial Jim Wolfensohn me dieron la oportunidad de servir a mi país y a los pueblos del mundo en desarrollo, y también la oportunidad, relativamente infrecuente para un académico, de entrever la toma de decisiones que afectan a todas nuestras vidas. Estoy en deuda con cientos de co­legas en el Banco Mundial, no sólo por las vigorosas discusiones que tuvimos durante años sobre todas las cuestiones tratadas en este libro, sino por compartir conmigo sus años de experiencia so­bre el terreno. También me ayudaron a organizar los numerosos viajes mediante los cuales yo mismo obtuve perspectivas únicas acerca de lo que estaba pasando en los países subdesarrollados. Vacilo antes de nombrar a alguien en particular, no vaya a ser que margine a otros, pero al mismo tiempo sería un descuido no reconocer al menos a algunos con los que trabajé más de cerca, como Masad Ahmed, Lude Albert, Amar Rhattacharya, Frangois Bourgignon, Gerard Caprio, Ajay Chhibber, Uri Dadush, Cari Dahlman, Bill Easterly, Giovanni Ferri, Coralie Gevers, Noemi Giszpenc, Maria lonata, Roumeen Islam, Anupam Khanna, Lawrence MacDonald, Ngozi Ojonjo-Iweala, Guillermo Perry, Boris Pleskovic, Jo Ritzen, Halsey Rogers, Lyn Squire, Vinod Thomas, Maya Tuclor, Mike Walton, Shaliid Yusuí y Kassan Zaman.
   Otras personas del Banco Mundial a las que me gustaría trans­mitir mi agradecimiento son: Martha Ainsworth, Myrna Alexander, Shaida Badiee, Stijn Claessens, Paul Collier, Kemal Dervis, Dennos de Tray, Shanta Devarajan, Ishac Diwan, David Dollar, Mark Dutz, Alan Gelb, Isabel Guerrero, Cheryl Gray, Robert Holzman, Ishrat Husain, Greg Ingram, Manny Jimenez, Mats Karlsson, Danny Kaufman, Ioannis Kessides, Homi Kharas, Aart Kray, Sarwar Lateef, Danny Leipzinger, Brian Levy, Johannes Linn, Oey, Astra Meesook, Jean-Claude Milleron, Pradeep Mitra, Mustafá Nabli, Gobind Nankani, John Nellis, Akbar Noman, Fayez Ornar, John Page, Guy Pfeffermann, Ray Rist, Christof RuehI, Jessica Seddon, Marcelo Selowski, Jean Michel Severino, Ibrahim Shihata, Sergio Shmuckler, Andrés Solimano, Eric Swanson, Marilou Uy, Tara Viswanath, Debbie Wetzel, David Wheeler y Roberto Zagna.
   También estoy en deuda con mucha gente de otras organizacio­nes económicas internacionales con quienes discutí los numerosos asuntos sobre los que aquí se reflexiona, como Rubén Recupero, de la Unctad (el Comité de la ONU sobre el Comercio y el Desarrollo), Marc Malloch-Brown del PNUD, Enrique Iglesias, Nancy Birdsall y Ricardo Haussman, del Banco Interamericano de Desarrollo, Jacques de Larosiére, antiguo jefe del Banco Europeo de Reconstruc­ción y Desarrollo, y muchos otros en las oficinas regionales de la ONU y de los Bancos de Desarrollo de Asia y África. Junto con mis colegas del Banco Mundial, quizá con los que más me relacioné fue con los del Fondo Monetario Internacional y, aunque se verá cla­ramente en las páginas que siguen que a menudo estuve en contra de mucho de lo que hacían, y de cómo lo hacían, aprendí bastan­te de ellos y de las largas discusiones que mantuvimos, y no fue lo menos importante el comprender mejor sus puntos de vista. Debo ser claro: aunque soy muy crítico, también valoro el duro trabajo que realizaron, las difíciles circunstancias bajo las que lo hicieron, y su disposición a nivel personal a entablar discusiones mucho más abiertas y libres que lo que pueden hacer a nivel oficial.
   También estoy agradecido a numerosos funcionarios en los paí­ses en desarrollo, desde países grandes como China y la India, has­ta naciones pequeñas como Uganda y Bolivia, desde primeros mi­nistros y jefes de Estado a ministros de Hacienda y gobernadores de bancos centrales, ministros de Educación y otros miembros de los gabinetes, y de allí para abajo, que compartieron francamente su tiempo conmigo para discutir sus ideas sobre sus países, y también los problemas y frustraciones que nos aquejaban. En nuestras largas reuniones, solían hablarme en confianza. Muchos de ellos, como Vaclav Klaus, el ex primer ministro de la República Checa, es­tarán en desacuerdo con buena parte de lo que digo, pero de todos modos aprendí mucho hablando con ellos. Otros, como Andrei Illarionov, actual asesor económico principal de Putin, y Grzegorz W. Kolodko, ex viceprimer ministro y ministro de Hacienda de Po­lonia, Meles Zanawi, primer ministro de Etiopía, o Yoweri Museveni, presidente de Uganda, simpatizarán con mucho o con la mayor parte de lo que digo. Algunos que me han ayudado en las organiza­ciones económicas internacionales me han pedido que no los nom­bre, y cumpliré su deseo.
   Aunque dediqué buena parte de mi tiempo a discutir con fun­cionarios estatales, también me reuní con numerosos empresarios, que me brindaron también su tiempo, me describieron los desa­fíos que afrontaban y me plantearon su interpretación acerca de lo que estaba sucediendo en sus países. Es difícil destacar a una sola persona, pero debo mencionar a Howard Golden, cuyas detalladas descripciones de experiencias en un gran número de países fueron particularmente esclarecedoras.
   En tanto que académico tenía mi propia entrada en los países que visité, y podía enfocar los temas desde perspectivas que no eran dictadas por las «posiciones oficiales». Este libro debe mucho a di­cha red global de colegas académicos —uno de los aspectos más sa­ludables de la globalización—. Estoy particularmente agradecido a mis colegas de Stanford, Larrv Lau, entonces al frente del Asia Pa­cific Center, Masa Aoki, hoy director de investigación en el Ministe­rio de Economía y Comercio Internacional de Japón, y Yingi Qian, no sólo por las ideas que me dieron sobre Asia, sino por las muchas puertas que me abrieron. A lo largo de los años colegas académicos y antiguos estudiantes como Jungyoll Yun en Corea, Mrinal Datta Chaudhuri en la India, K. S. Jomo en Malaisia, Justin Lin en China, y Amar Siamwalla en Tailandia me ayudaron a conocer y compren­der sus países. Estoy muy en deuda con la Brookings Institution, Staríord, y Columbia y con mis colegas y estudiarles en esas instituciones— por los valiosos debates que mantuve ellos acerca de las ideas  aquí          presentadas, y a mis socios Ann Floríni y Tim Kessler, que trabajaron conmigo en la creación de  Initiative for Policy Dialogue, originalmente con base en la Universidad de Stanford y el Carnegie Endowment for Peace, y ubicada hoy en la Universidad de Columbia (www.gsb.edu/ipd), que promueve la clase de discu­siones democráticas informadas sobre políticas alternativas que re­comiendo en el presente libro. Durante este periodo también recibí apoyo financiero de las Fundaciones Ford, Macarthur y Rockefeller, la Agencia Internacional de Desarrollo de Canadá y el PNUD.
   Al escribir el libro, aunque me apoyé sobre todo en mis propias experiencias, éstas fueron ampliadas no sólo por mis colegas sino por una multitud de informadores. Un tema del libro que espero tenga alguna resonancia es la importancia del libre acceso a la infor­mación: muchos de los problemas que cito surgen porque hay de­masiadas cosas que suceden a puerta cerrada. Siempre he creído que una prensa activa y libre es un freno fundamental contra los abusos, y es necesaria para la democracia; y muchos de los informa­dores que traté con regularidad se dedicaban a dicha misión. Apren­dí mucho de ellos cuando compartíamos nuestras interpretaciones sobre lo que estaba sucediendo. Otra vez, y a riesgo de mencionar sólo a un puñado cuando hay tantos que deberían ser reconocidos: Chrystia Freeland fue de gran ayuda en el capítulo sobre Rusia, y Paul Blustein y Mark Clifford me aportaron valiosas ideas sobre los hechos en el Este asiático.
   La economía es la ciencia de la elección. Con la masa de ideas y datos sobre asuntos tan complicados y fascinantes como los aquí analizados se podrían escribir volúmenes enteros. Lamentablemen­te, uno de mis grandes desafíos al escribir este libro fue que los vo­lúmenes que de hecho escribí debían ser ajustados a una narración bastante más breve. Debí dejar de lado algunas ideas y pasar por alto algunas matizaciones, por importantes que me parecieran. Me había acostumbrado a dos tipos de escritos: los serios tomos acadé­micos y las breves charlas populares. Para mí esta obra representa un género nuevo. El libro no habría sido publicado sin los esfuerzos infatigables de Anya Schiffrin, «que durante meses me ayudó en la escritura y la revisión, colaborando para que realizara esas duras elecciones, que a veces parecían tan dolorosas. Drake McFeely—mi editor desde hace veinte años— me animó y apoyó en todo el proceso. La edición de Sarah Stewart fue sobresaliente, Jim Wade tra­bajó incansablemente para organizar la versión final del original, y Eve Lazovitz prestó una ayuda significativa en varias etapas clave.
   Nadia Roumani ha sido mi mano derecha durante años. Nada sería posible sin ella. Sergio Godoy y Mónica Fuentes comproba­ron los datos con diligencia y hallaron las estadísticas que necesita­ba. Leah Brooks colaboró mucho en los primeros borradores. Nini Khor y Ravi Singh, mis ayudantes de investigación en Stanford, tra­bajaron laboriosamente en la penúltima versión.
   Esta obra se apoya en un vasto cuerpo de trabajo académico, tan­to mío, en unión con un gran número de coautores, como de otros, que otra vez son demasiados como para citarlos. He aprovechado también innumerables discusiones con colegas de todo el mundo. Debo mencionar al profesor Robin Wade de la London School of Economics, antiguo funcionario del Banco Mundial, que ha escri­to de forma clarividente no sólo sobre los problemas generales de las instituciones económicas internacionales, sino también sobre varios de los asuntos concretos considerados aquí, el Este de Asia y Etiopía. La transición desde el comunismo hasta una economía de mercado ha sido una cuestión que atrajo mucho interés de los eco­nomistas académicos durante los últimos quince años. Me he be­neficiado en particular de las ideas déjanos Kornai. Debo citar también a otros cuatro destacados académicos: Peter Murrell, Jan Svejnar, Marshall Goldman, y Gerard Roland. Un tema central de este libro es el valor del debate abierto, y he aprendido mucho le­yendo a y debatiendo con personas con tuyas interpretaciones de los hechos no estaba de acuerdo a veces, o quizá a menudo —en particular Richard Layard, Jeff Sachs, Anders Asiund y Andrei Shleifer—. También me enriquecieron los debates con una multi­tud de académicos en las economías en transición, incluidos los ru­sos Oleg Bogomolov y Stanislav Menshikov.
   Steve Lewis, Peter Eigen, y Charles Harvey me dieron ideas so­bre Botsuana a partir de sus experiencias de primera mano, y Char­les Harvey me brindó comentarios detallados sobre el capítulo 2. A lo largo de los años han influido especialmente en mi modo de pencar el trabajo y las discusiones con Nick Stein (que fue mi sucesor en el Banco Mundial después de ser economista jefe en el BERD) Partha Dasgupta. Ravi Kanbur (que fue responsable del crucial In­forme Mundial del Desarrollo sobre la Pobreza, de 2001, iniciado cuando yo aún era economista jefe del Banco Mundial), Avi Braverman (hoy presidente de la Universidad Ben-Gurion, pero durante mucho tiempo investigador en el Banco Mundial), Karla Hoff, Raaj Sah, David Bevan, Mark Gersovitz, David Newbery, Jim Mirrlees, Amartya Sen y David Ellerman. Estoy particularmente en deuda con Ancly Weiss, por sus visiones prácticas sobre los problemas de la transición, por sus análisis empíricos sobre las consecuencias de la privatización y por sus ideas generales sobre las imperfecciones del mercado de capitales. Mi trabajo anterior sobre el Este asiático para el Banco Mundial, hecho con Marilou Uy junto a, entre otros, Howard Pack, Nancy Birdsall, Danny Leipzinger y Kevin Muidoch, me aportó enfoques de la región que me colocaron en buena posición a la hora de tratar la crisis cuando ésta tuvo lugar. Ten­go una especial deuda de gratitud con Jason Furman, que colaboró conmigo tanto en la Casa Blanca como en el Banco Mundial, por todo su trabajo pero especialmente por el del Este asiático y la críti­ca del Consenso de Washington. Debo dar las gracias a Mal Varían por sugerir el título. Cualquiera que lea este libro verá claramente la influencia de las ideas sobre la información imperfecta y los mer­cados— que a mi juicio son centrales para comprender cómo fun­ciona cualquier economía de mercado, y especialmente una en desarrollo. El trabajo con Cari Shapiro, Michael Rothschild, Sandy Grossman, Steve Salop y Richard Arnott me ayudó a formar ideas sobre el paro, las imperfecciones del mercado de capitales, las limi­taciones de la competencia y la importancia de las instituciones —y sus limitaciones—. Al final de todo siempre está Bruce Greenwald —mi colaborador y amigo desde hace más de veinticinco años.




Capítulo 1

LA PROMESA DE LAS INSTITUCIONES GLOBALES



   Los burócratas internacionales —símbolos sin rostro del orden económico mundial— son atacados por doquier. Las reuniones de oscuros tecnócratas en torno a temas tan anodinos como los prés­tamos preferenciales o las cuotas comerciales se han transformado en escenarios de iracundas batallas callejeras y grandes manifesta­ciones. Las protestas en la reunión de Seattle de la Organización Mundial de Comercio en 1999 fueron una sacudida, pero desde entonces el movimiento ha crecido y la furia se ha extendido. Prác­ticamente todas las reuniones importantes del Fondo Monetario In­ternacional, el Banco Mundial y la OMC equivalen ahora a conflic­tos y disturbios. La muerte de un manifestante en Génova en 2001 fue la primera de las que pueden ser muchas más víctimas de la guerra contra la globalización.
   Los alborotos y las protestas contra las políticas y medidas de las instituciones de la globalización no son desde luego una novedad. Durante décadas los pueblos del mundo subdesarrollado se han re­belado cuando los programas de austeridad impuestos en sus paí­ses han sido demasiado severos, pero sus quejas no solían tener eco en Occidente. Lo nuevo es hoy la ola de condenas en los países de­sarrollados.            |
   Asuntos como los préstamos de ajuste estructural (programas diseñados para ayudar a que los países se ajusten y capeen las crisis) y las cuotas del plátano (los límites que algunos países de Europa establecen a las importaciones de plátanos de países que no sean sus antiguas colonias) interesaban sólo a unos pocos. Aflora hay chi­cos de dieciséis años en los suburbios que tienen opiniones tajantes sobre tratados corno el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio) y el NAFTA (el área norteamericana de libre comercio, acuerdo firmado en 1992 entre México, EE UU y Canadá, que per­mite el libre movimiento de bienes, servicios y capitales —pero no personas— entre dichos países). Las protestas han provocado un enorme caudal de exámenes de conciencia desde el poder políti­co. Incluso los políticos conservadores, como el presidente francés Jacques Chirac, han manifestado su preocupación porque la globalización no está mejorando la vida de quienes más necesitan de sus prometidas ventajas1. Es claro para casi todo el mundo que algo ha funcionado terriblemente mal. Prácticamente de la noche a la ma­ñana, la globalización se ha vuelto el asunto más apremiante de nuestro tiempo, que se discute en salas de juntas y en páginas edito­riales y en escuelas de todo el planeta.
   ¿Por qué la globalización —una fuerza que ha producido tanto bien— ha llegado a ser tan controvertida? La apertura al comercio internacional ayudó a numerosos países a crecer mucho más rápi­damente de lo que habrían podido en caso contrario. El comercio exterior fomenta el desarrollo cuando las exportaciones del país lo impulsan; el crecimiento propiciado por las exportaciones fue la cla­ve de la política industrial que enriqueció a Asia y mejoró la suerte de millones de personas. Gracias a la globalización muchas perso­nas viven hoy más tiempo y con un nivel de vida muy superior. Pue­de que para algunos en Occidente los empleos poco remunera­dos de Nike sean explotación, pero para multitudes en el mundo subdesarrollado trabajar en una fábrica es ampliamente preferible a permanecer en el campo y cultivar arroz.
   La globalización ha reducido la sensación de aislamiento expe­rimentada en buena parte del mundo en desarrollo y ha brindado a muchas personas de esas naciones acceso a un conocimiento que hace un siglo ni siquiera estaba al alcance de los más ricos del pla­neta. Las propias protestas antiglobalización son resultado de esta mayor interconexión. Los vínculos entre los activistas de todo el mundo, en particular los forjados mediante la comunicación por Internet, dieron lugar a la presión que desembocó en el tratado in­ternacional sobre las minas antipersona —a pesar de la oposición de muchos Gobiernos poderosos—. Lo han firmado 121 países des­de 1997, y ha reducido la probabilidad de que niños y otras vícti­mas inocentes puedan ser mutilados por las minas. Análogamente, una bien orquestada presión forzó a la comunidad internacional a condonar la deuda de algunos de los países más pobres. Incluso aunque la globalización presente facetas negativas, a menudo ofre­ce beneficios; la apertura del mercado lácteo de Jamaica a las im­portaciones desde EE UU en 1992 pudo perjudicar a los producto­res locales pero también significó que los niños pobres pudieran consumir leche más barata. Las nuevas empresas extranjeras pue­den dañar a las empresas públicas protegidas, pero también fomen­tan la introducción de nuevas tecnologías, el acceso a nuevos mer­cados y la creación de nuevas industrias.
   La ayuda exterior, otro aspecto del mundo globalizado, aunque padece muchos defectos, a pesar de todo ha beneficiado a millones de personas, con frecuencia por vías que no han sido noticia: la guerrilla en Filipinas, cuando dejó las armas, tuvo puestos de tra­bajo gracias a proyectos financiados por el Banco Mundial; los proyectos de riego duplicaron sobradamente las rentas de los agri­cultores que accedieron así al agua; los proyectos educativos expandieron la alfabetización a las áreas rurales; en un puñado de países los proyectos contra el sida han contenido la expansión de esa letal enfermedad.
   Quienes vilipendian la globalización olvidan a menudo sus ven­tajas, pero los partidarios de la misma han sido incluso más sesga­dos; para ellos la globalización (cuando está típicamente asociada a la aceptación del capitalismo triunfante de estilo norteamericano) es el progreso; los países en desarrollo la deben aceptar si quieren crecer y luchar eficazmente contra la pobreza. Sin embargo, para muchos en el mundo subdesarrollado la globalización no ha cum­plido con sus promesas de beneficio económico.
   La creciente división entre los poseedores y los desposeídos ha dejado a una masa creciente en el Tercer Mundo sumida en la más abyecta pobreza y viviendo con menos de un dólar por día. A pesar de los repetidos compromisos sobre la mitigación de la pobreza en la última década del siglo XX, el número de pobres ha aumentado en casi cien millones2. Esto sucedió al mismo tiempo que la renta mundial total aumentaba en promedio un 2,5 por ciento anual.
   En África, las ambiciosas aspiraciones que siguieron a la inde­pendencia colonial se han visto en buena parte frustradas. En vez de ello, el continente se precipita cada vez más a la miseria, las ren­tas caen y los niveles de vida descienden. Las laboriosamente con­quistadas mejoras en la expectativa de vida de las décadas recientes han empezado a revertirse. Aunque el flagelo del sida está en el centro de este declive, la pobreza también mata. Incluso los países que abandonaron el socialismo africano y lograron establecer Go­biernos razonablemente honrados, equilibrar sus presupuestos y contener la inflación han comprobado que simplemente no son capaces de atraer inversores privados; sin esta inversión no pueden conseguir un desarrollo sostenible.
   La globalización no ha conseguido reducir la pobreza, pero tampoco garantizar la estabilidad. Las crisis en Asia y América Lati­na han amenazado las economías y la estabilidad de todos los paí­ses en desarrollo. Se extiende por el mundo el temor al contagio fi­nanciero y que el colapso de la moneda en un mercado emergente represente también la caída de otras. Durante un tiempo, en 1997 y 1998, la crisis asiática pareció cernirse sobre toda la economía mundial.
   La globalización y la introducción de la economía de mercado no han producido los resultados prometidos en Rusia y la mayoría de las demás economías en transición desde el comunismo hacia el mercado. Occidente aseguró a esos países que el nuevo sistema económico les brindaría una prosperidad sin precedentes. En vez de ello, generó una pobreza sin precedentes; en muchos aspectos, para el grueso de la población, la economía de mercado se ha reve­lado incluso peor de lo que habían predicho sus dirigentes comunistas. El contraste en la transición rusa, manejada por las institu­ciones económicas internacionales, y la china, manejada por los propios chinos, 110 puede ser más acusado. En 1990 el PIB chino era el 60 por ciento del ruso, y a finales de la década la situación se había invertido; Rusia registró un aumento inédito de la pobreza y China un descenso inédito.
    Los críticos de la globalización acusan a los países occidentales de hipócritas, con razón: forzaron a los pobres a eliminar las barre­ras comerciales, pero ellos mantuvieron las suyas e impidieron a los países subdesarrollados exportar productos agrícolas, privándolos de una angustiosamente necesaria renta vía exportaciones. EE UU fue, por supuesto, uno de los grandes culpables, y el asunto me tocó muy de cerca. Como presidente del Consejo de Asesores Económi­cos batallé duramente contra esta hipocresía, que no sólo daña a las naciones en desarrollo sino que cuesta a los norteamericanos, como consumidores por los altos precios y como contribuyentes por los costosos subsidios que deben financiar, miles de millones de dólares. Con demasiada asiduidad mis esfuerzos fueron vanos y prevalecieron los intereses particulares, comerciales y financieros —cuando me fui al Banco Mundial aprecié con toda claridad las consecuencias para los países en desarrollo—.
   Incluso cuando Occidente no fue hipócrita, marcó la agenda de la globalización, y se aseguró de acaparar una cuota desproporcio­nada de los beneficios a expensas del mundo subdesarrollado. No fue sólo que los países industrializados se negaron a abrir sus mer­cados a los bienes de los países en desarrollo —por ejemplo, mantuvieron sus cuotas frente a una multitud de bienes, desde los texti­les hasta el azúcar— aunque insistieron en que éstos abrieran los suyos a los bienes de las naciones opulentas; no fue sólo que los paí­ses industrializados continuaron subsidiando la agricultura y difi­cultando la competencia de los países pobres, aunque insistieron e n que éstos suprimieran los subsidios a sus bienes industriales. Los «términos del intercambio» —los precios que los países desarrolla­dos y menos desarrollados consiguen por las cosas que producen— después del último acuerdo comercial de 1995 (el octavo) revelan que el efecto neto fue reducir los precios que algunos de los países más pobres del mundo cobran con relación a lo que pagan por sus importaciones3 El resultado fue que algunas de las naciones más pobres de la Tierra empeoraron aún más su situación.
   Los bancos occidentales se beneficiaron por la flexibilización de los controles sobre los mercados de capitales en América Latina y Asia, pero esas regiones sufrieron cuando los flujos de dinero caliente especulativo (dinero que entra y sale de un país, a menudo de la noche a la mañana, y que no suele ser más que una apuesta sobre si la moneda va a apreciarse o depreciarse) que se habían derra­mado sobre los países súbitamente tomaron la dirección opuesta. La abrupta salida de dinero dejó atrás divisas colapsadas y sistemas bancarios debilitados. La Ronda Uruguay también fortaleció los derechos de propiedad intelectual. Las compañías farmacéuticas norteamericanas y occidentales podían ahora impedir que los la­boratorios indios o brasileños les “robaran” su propiedad intelec­tual. Pero esos laboratorios del mundo subdesarrollado hacían que medicamentos vitales fueran asequibles por los ciudadanos a una fracción del precio que cobraban las empresas occidentales. Hubo así dos caras en las decisiones adoptadas en la Ronda Uruguay. Los beneficios de las empresas farmacéuticas occidentales aumentarían, lo que según sus partidarios brindaría más incentivos para innovar, pero los mayores por las ventas en los países subdesarrollados eran pequeños, puesto que pocos podían pagar los medicamentos, con lo que el efecto incentivo sería en el mejor de los casos limitado. La otra cara fue que miles de personas resultaron de hecho condena­das a muerte, porque los Gobiernos y los ciudadanos de los países subdesarrollados ya no podían pagar los elevados precios ahora im­puestos. En el caso del sida la condena internacional fue tan fir­me que los laboratorios debieron retroceder y finalmente acorda­ron rebajar sus precios y vender los medicamentos al coste a finales de 2001. Pero el problema subyacente —el hecho de que el régi­men de propiedad intelectual establecido en la Ronda Uruguay no era equilibrado y reflejaba sobre todo los intereses y perspectivas de los productores y no de los usuarios, en los países desarrollados o en desarrollo— sigue en pie.
   La globalización tuvo efectos negativos no sólo en la liberalización comercial sino en todos sus aspectos, incluso en los esfuerzos aparentemente bienintencionados. Cuando los proyectos agríco­las o de infraestructuras recomendados por Occidente, diseñados con el asesoramiento de consejeros occidentales, y financiados por el Banco Mundial fracasan, los pueblos pobres del mundo subdesarrollado deben amortizar los préstamos igualmente, salvo que se aplique alguna forma de condonación de la deuda.
   Si los beneficios de la globalización han resucitado en demasia­das ocasiones inferiores a lo que sus defensores reivindican, el precio pagado ha sido superior, porque el medio ambiente fue destruido, los procesos políticos corrompidos y el veloz ritmo de los cambios no dejó a los países un tiempo suficiente para la adaptación cultu­ral. Las crisis que desembocaron en un paro masivo fueron a su vez seguidas de problemas de disolución social a largo plazo —desde la violencia urbana en América Latina hasta conflictos étnicos en otros lugares, como Indonesia—.
   Estos problemas no son precisamente nuevos, pero la reacción mundial cada vez más vehemente contra las políticas que conducen a la globalización constituye un cambio significativo. Durante déca­das, Occidente ha hecho casi oídos sordos a los clamores de los po­bres en África y los países subdesarrollados de otras partes del glo­bo. Quienes trabajaban en las naciones en desarrollo sabían que algo no iba bien cuando asistían a la generalización de las crisis financie­ras y al aumento del número de pobres. Pero ellos no podían cam­biar las reglas de juego o influir sobre las instituciones financieras internacionales que las dictaban. Quienes valoraban los procesos democráticos comprobaron que la «condicionalidad» —los requi­sitos que los prestamistas internacionales imponían a cambio de su cooperación— minaba la soberanía nacional. Pero hasta la llegada de las protestas cabían pocas esperanzas para el cambio y pocas sali­das para las quejas- Algunos de los que protestaban cometieron excesos, algunos defendían aún más barreras proteccionistas contra los países pobres, lo que habría agravado sus apuros. Pero a pesar de estos problemas, los sindicalistas, estudiantes, ecologistas —ciu­dadanos corrientes— que marcharon por las calles de Praga, Seattle, Washington y Génova, añadieron la urgencia de la reforma a la agenda del mundo desarrollado.
   Los manifestantes conciben la globalización de manera muy di­ferente que el secretario del Tesoro de los EE UU, o los ministros de Hacienda y de Comercio de la mayoría de las naciones indus­trializadas. La disparidad de enfoques es tan acusada que uno se pregunta: ¿están los manifestantes y los políticos hablando de los mismos fenómenos, están observando los mismos datos, están las ideas de los poderosos tan nubladas por los intereses particulares y concretos?
   ¿Qué es este fenómeno de la globalización, objeto simultáneo de tanto vilipendio y tanta alabanza? Fundamentalmente, es la inte­gración más estrecha de los países y los pueblos del mundo, produ­cida por la enorme reducción de los costes de transporte y comuni­cación, y el desmantelamiento de las barreras artificiales a los flujos de bienes, servicios, capitales, conocimientos y (en menor grado) personas a través de las fronteras. La globalización ha sido acompa­ñada por la creación de nuevas instituciones; en el campo de la so­ciedad civil internacional hay nuevos grupos como el Movimiento Jubileo, que pide la reducción de la deuda para los países más po­bres, junto a organizaciones muy antiguas como la Cruz Roja Internacional. La globalización es enérgicamente impulsada por corpo­raciones internacionales que no sólo mueven el capital y los bienes a través de las fronteras sino también la tecnología. Asimismo, la globalización ha animado una renovada atención hacia veteranas instituciones internacionales intergubernamentales, como la ONU, que procuran mantener la paz, la Organización Internacional  del Trabajo, fundada en 1919, que promueve en todo el mundo activida­des bajo la consigna «trabajo digno», y la Organización Mundial de la Salud, especialmente preocupada en la mejora de las condicio­nes sanitarias del mundo subdesarrollado.
   Muchos, quizá la mayoría, de estos aspectos de la globalización han sido saludados en todas partes. Nadie desea que sus hijos mueran cuando hay conocimientos y medicinas disponibles en otros lugares del mundo. Son los más limitados aspectos económicos de la globalización los que han sido objeto de polémica, y las institu­ciones internacionales que han fijado las reglas y han establecido o propiciado medidas como la liberalización de los mercados de ca­pitales (la eliminación de las normas y reglamentaciones de mu­chos países en desarrollo que apuntan a la estabilización de los flu­jos del dinero volátil que entra y sale del país).
   Para comprender lo que falló es importante observar las tres instituciones principales que gobiernan la globalización: el FMI, el Banco Mundial y la OMC. Hay además una serie de otras entidades que desempeñan un papel en el sistema económico internacional —unos bancos regionales, hermanos pequeños del Banco Mun­dial, y numerosas organizaciones de la ONU, como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, o la Conferencia de las Na­ciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD)—. La posición de estas organizaciones a menudo difiere marcadamente de la del FMI o el BM. La OIT, por ejemplo, está preocupada por­que el FMI presta escasa atención a los derechos laborales, y el Ban­co de Desarrollo de Asia aboga por un «pluralismo competitivo» que brinde a los países en desarrollo enfoques alternativos sobre estrategias de desarrollo, incluyendo el «modelo asiático» —en el cual los Estados se apoyan en los mercados pero cumplen un papel activo en crear, modelar y guiar los mercados, incluyendo la pro­moción de nuevas tecnologías, y donde las empresas asumen una considerable responsabilidad en el bienestar social de sus emplea­dos—, que dicho Banco califica de claramente distinto del modelo norteamericano propiciado por las instituciones de Washington.
   En este libro me ocupo sobre todo del FMI y del BM, sobre todo porque han estado en el centro de las grandes cuestiones económi­cas durante las últimas dos décadas, como las crisis financieras y la transición de los países ex comunistas a la economía de mercado. El FMI y el BM se originaron en la II Guerra Mundial como resulta­do de la Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Uni­das en Bretton Wocds, New Hampshire, en julio de 1944, y fueron parte del esfuerzo concertado para reconstruir Europa iras la de­vastación de la guerra y para salvar al mundo de depresiones económicas futuras. El nombre verdadero del Banco Mundial —Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo— refleja su misión original; la última parte, «Desarrollo», fue añadido tar­dío. En ese entonces el grueso de los países del mundo subdesarrollado eran aún colonias y se consideraba que los magros esfuerzos del desarrollo económico podían o habrían de ser responsabili­dad de sus amos europeos.
   La más ardua tarea de asegurar la estabilidad económica glo­bal fue confiada al FMI. Los congregados en Bretton Woods tenían muy presente la depresión mundial de los años treinta. Hace casi tres cuartos de siglo, el capitalismo afrontó la crisis más severa de su historia. La Gran Depresión abarcó todo el planeta y registró incre­mentos inéditos del paro. En su peor momento, la cuarta parte de la población activa estadounidense estaba desempleada. El econo­mista británico John Maynard Keynes, que después sería un partici­pante clave en Bretton Woods, planteó una explicación simple y un conjunto correspondientemente sencillo de prescripciones: la fal­ta de una suficiente demanda agregada daba cuenta de las recesiones económicas; las políticas estatales podían estimular la deman­da agregada. En los casos en los que la política monetaria fuera ineficaz, los Gobiernos podían recurrir a políticas fiscales, subien­do el gasto o recortando los impuestos. Aunque los modelos subya­centes al análisis de Keynes fueron posteriormente criticados y re­finados, llevando a una comprensión más cabal sobre por qué las fuerzas del mercado no operan rápidamente para ajustar la econo­mía hasta el pleno empleo, las lecciones fundamentales siguen sien­do válidas.
   Al Fondo Monetario internacional se le encargó impedir una nueva depresión global. Lo conseguiría descargando presión inter­nacional sobre los países que no cumplían con su responsabilidad para mantener la demanda agregada global y dejaban que sus eco­nomías se desplomaran. Si fuera necesario, suministraría liquidez en forma de préstamos a los países que padecieran una coyuntura desfavorable y fueran incapaces de estimular la demanda agregada con sus propios recursos.
   En su concepción original, pues, el FMI se basó en el reconoci­miento de que los mercados a menudo no funcionaban: podían dar lugar a un paro masivo y fallarían a la hora de aportar los fondos imprescindibles para que los países pudiesen recomponer sus eco­nomías. El FMI surgió de la creencia en la necesidad de una acción colectiva a nivel global para lograr la estabilidad económica, igual que la ONU surgió de la creencia en la necesidad de una acción co­lectiva a nivel global para lograr la estabilidad política. El FMI es una institución pública, establecida con dinero de los contribuyen­tes de iodo el mundo. Es importante recordar esto, porque el Fon­do no reporta directamente ni a los ciudadanos que lo pagan ni a aquellos cuyas vidas afecta. En vez de ello, reporta a los ministros de Hacienda y a los bancos centrales de los Gobiernos del mundo. Ellos ejercen su control a través de un complicado sistema de vota­ción basado en buena medida en el poder económico de los países a finales de la II Guerra Mundial. Desde entonces ha habido algu­nos ajustes menores, pero los que mandan son los grandes países desarrollados, y uno solo, los Estados Unidos, ostenta un veto efec­tivo (en este sentido es similar a la ONU. donde un anacronismo histórico determina quién ejerce el veto —las potencias victoriosas de la II Guerra— pero al menos allí ese poder de veto es compartido entre cinco países).
   El FMI ha cambiado profundamente a lo largo del tiempo. Fun­dado en esa creencia de que los mercados funcionan muchas veces mal, ahora proclama la supremacía del mercado con fervor ideoló­gico. Fundado en la creencia de que es necesaria una presión inter­nacional sobre los países para que acometan políticas económicas expansivas —como subir el gasto, bajar los impuestos o reducir los tipos de interés para estimular la economía— hoy el FMI típica­mente aporta dinero sólo si los países emprenden políticas como recortar los déficits y aumentar los impuestos o los tipos de interés, lo que contrae la economía. Keynes se revolvería en su tumba si su­piese lo que ha sucedido con su criatura.
   El cambio más dramático de estas instituciones tuvo lugar en los años ochenta, la era en la que Ronald Reagan y Margaret Thatcher predicaron la ideología del libre mercado en los Estados Unidos y el Reino Unido. El FMI y el Banco Mundial se convirtieron en nue­vas instituciones misioneras, a través de las cuales esas ideas fueron impuestas sobre los reticentes países pobres que necesitaban con urgencia sus préstamos y subvenciones. Los ministros de Hacienda de los países pobres estaban dispuestos, si era menester, a convertir­se para conseguir el dinero, aunque la vasta mayoría de los funcio­narios estatales y, más importante, los pueblos de esos países con frecuencia, permanecieron escépticos. A comienzos de los ochenta hubo una purga en el Banco Mundial, en su servicio de estudios, que orientaba las ideas y la dirección del Banco. Hollis Chenery, uno de los más distinguidos economistas estadounidenses en el campo del desarrollo, un profesor de Harvard que había realizado contribu­ciones fundamentales a la investigación del desarrollo económico y otras áreas, había sido confidente y asesor de Robert McNamara, nombrado presidente del Banco Mundial en 1968. Afectado por la pobreza que había contemplado en el Tercer Mundo, McNamara reorientó los esfuerzos del BM hacia su eliminación, y Chenery congregó a un grupo de economistas de primera fila de todo el mundo para trabajar con él. Pero con el cambio de guardia llegó un nuevo presidente en 1981, William Clausen, y una nueva econo­mista jefe, Anne Krueger, una especialista en comercio internacio­nal, conocida por sus estudios sobre la «búsqueda de rentas»—cómo los intereses creados recurren a los aranceles y otras medidas protec­cionistas para expandir sus rentas a expensas de otros. Chenery y su equipo se habían concentrado en cómo los mercados fracasaban en los países en desarrollo y en lo que los Estados podían hacer para me­jorar los mercados y reducir la pobreza, pero para Krueger el Estado era el problema. La solución de los males de los países subdesarrollados era el mercado libre. Con el nuevo fervor ideológico, muchos de los notables economistas convocados por Chenery se fueron.
   Aunque los objetivos de ambas instituciones seguían siendo dis­tintos, en esta época sus actividades se entremezclaron de modo creciente. En los ochenta el Banco fue más allá de los préstamos para proyectos (como carreteras o embalses) y suministró apoyo en un sentido amplio, en forma de los préstamos de ajuste estructural, pero sólo hacía esto con la aprobación del FMI, y con ella venían las condiciones que el FMI imponía al país. Se suponía que el FMI se concentraba en las crisis, pero los países en desarrollo siempre necesitaban ayuda, de modo que el FMI se convirtió en ingrediente permanente de la vida de buena parte del mundo subdesarrollado. La caída del Muro de Berlín abrió un nuevo terreno para el FMI: el manejo de la transición hacia la economía de mercado en la anti­gua Unión Soviética y los países europeos del bloque comunista. Más recientemente, cuando las crisis se agudizaron e incluso los abultados cofres del FMI resultaron insuficientes, el Banco Mun­dial fue llamado para que aportara decenas de miles de millones de dólares en ayuda de emergencia, pero esencialmente como un socio menor, conforme a los criterios de los programas dictados por el FMI. Regía en principio una división del trabajo. Se supo­nía que el FMI se limitaba a las cuestiones macroeconómicas del país en cuestión, a su déficit presupuestario, su política monetaria, su inflación, su déficit comercial, su deuda externa; y se suponía que el BM se encargaba de las cuestiones estructurales: a qué asignaba el Gobierno el gasto público, las instituciones financieras del país, su mercado laboral, sus políticas comerciales. Pero el FMI adoptó una posición imperialista: como casi cualquier problema estructural podía afectar a la evolución de la economía, y por ello el presupues­to o el déficit comercial, creyó que prácticamente todo caía bajo su campo de acción. A menudo se impacientaba con el Banco Mun­dial, donde incluso en los años donde la ideología del libre merca­do reinó sin disputa había frecuentes controversias sobre las políti­cas que mejor encajarían con las condiciones del país. El FMI tenía las respuestas (básicamente eran las mismas para cualquier país), no veía la necesidad de ninguna discusión, y aunque el Banco Mun­dial debatía sobre lo que debía hacerse, a la hora de las recomendaciones se veía pisando en el vacío.
   Ambas instituciones pudieron haber planteado a los países pers­pectivas alternativas sobre algunos de los desafíos del desarrollo y la transición, y al hacerlo pudieron haber fortalecido los procesos democráticos. Pero ambas fueron dirigidas por la voluntad colecti­va del G-7 (los Gobiernos de los siete países más industrializados)4, y especialmente de sus ministros de Hacienda y secretarios del Te­soro, y con demasiada frecuencia lo último que deseaban era un vivo debate democrático sobre estrategias alternativas.
   Medio siglo después de su fundación, es claro que el FMI no ha cumplido con su misión. No hizo lo que supuestamente debía ha­cer: aportar dinero a los países que atravesaran coyunturas desfavo­rables para permitirles acercarse nuevamente al pleno empleo. A pe­sar de que nuestra comprensión de los procesos económicos se ha incrementado enormemente durante los últimos cincuenta años, y a pesar de los esfuerzos del FMI durante el último cuarto de siglo, las crisis en el mundo han sido más frecuentes y (con la excepción de la Gran Depresión) más profundas. Según algunos registros, casi un centenar de países han entrado en crisis5; y lo que es peor, mu­chas de las políticas recomendadas por el FMI, en particular las pre­maturas liberalizaciones de los mercados de capitales, contribuye­ron a la inestabilidad global. Y una vez que un país sufría una crisis, los fondos y programas del FMI no sólo no estabilizaban la situación sino que en muchos casos la empeoraban, especialmente para los pobres. El FMI incumplió su misión original de promover la estabi­lidad global; tampoco acertó en las nuevas misiones que emprendió, como la orientación de la transición de los países comunistas hacia la economía de mercado.
   El acuerdo de Bretton Woods contemplaba una tercera organi­zación económica internacional, una Organización Mundial de Co­mercio que gobernara las relaciones comerciales internacionales, una tarea parecida al Gobierno por el FMI de las relaciones finan­cieras internacionales. Las políticas comerciales del tipo «empo­brecer al vecino» —por las cuales los países elevaban los aranceles para preservar sus propios mercados pero a expensas de los demás— fueron responsabilizadas por la extensión y profundidad de la De­presión. Se necesitaba una organización internacional no sólo para impedir la reaparición de una depresión sino para fomentar el libre flujo de bienes y servicios. Aunque el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT) consiguió recortar los aranceles considerablemente, era difícil arribar a un acuerdo definitivo; y sólo en 1995, medio siglo después del fin de la Guerra y dos tercios de siglo después de la Gran Depresión, pudo nacer la Organización Mundial de Comercio. Pero la OMC es radicalmente distinta de las otras dos organizaciones: no fija ella las reglas sino que proporcio­na el foro donde las negociaciones comerciales tienen lugar, y ga­rantiza que los acuerdos se cumplan.
   Las ideas e intenciones subyacentes en la creación de las institu­ciones económicas internacionales eran buenas, pero gradualmen­te evolucionaron con los años y se convirtieron en algo muy dife­rente. La orientación keynesiana del FMI, que subrayaba los fallos del mercado y el papel del Estado en la creación de empleo, fue reemplazada por la sacralización del libre mercado en los ochenta, como parte del nuevo «Consenso de Washington» —entre el IMF, el BM y el Tesoro de EE UU sobre las políticas correctas para los países subdesarrollados— que marcó un enfoque completamente distin­to del desarrollo económico y la estabilización.
   Muchas de las ideas incorporadas al Consenso fueron desarro­lladas como respuesta a los problemas de América Latina, donde los Gobiernos habían perdido todo control presupuestario y las po­líticas monetarias habían conducido a inflaciones rampantes. El gran salto en el crecimiento registrado en algunos de los países de la región en las décadas siguientes a la II Guerra Mundial no había tenido conti­nuidad, supuestamente por la excesiva intervención estatal en la economía. Estas ideas, elaboradas para hacer frente a problemas específicos de América Latina, fueron después consideradas aplica­bles a países de todo el mundo. La liberalización de los mercados de capitales fue propiciada a pesar del hecho de que no existen prue­bas de que estimule el crecimiento económico. En otros casos las políticas económicas derivadas del Consenso de Washington y apli­cadas en las naciones subdesarrolladas no eran las apropiadas para países en los primeros estadios del desarrollo o las primeras fases de la transición.
   Por citar sólo unos pocos ejemplos, la mayoría de los países in­dustrializados—incluidos EE UU y Japón— edificaron sus economías mediante la protección sabia y selectiva de algunas de sus in­dustrias, hasta que fueron lo suficientemente fuertes como para competir con compañías extranjeras. Es verdad que el proteccio­nismo generalizado a menudo no ha funcionado en los países que lo han aplicado, pero tampoco lo ha hecho una rápida liberalización comercial. Forzar a un país en desarrollo a abrirse a los pro­ductos importados que compiten con los elaborados por alguna de sus industrias, peligrosamente vulnerables a la competencia de bue­na parte de industrias más vigorosas en otros países, puede tener consecuencias desastrosas, sociales y económicas. Se han destruido empleos sistemáticamente —los agricultores pobres de los países subdesarrollados no podían competir con los bienes altamente subsidiados de Europa y Estados Unidos— antes de que los secto­res industriales y agrícolas de los países pudieran fortalecerse y crear nuevos puestos de trabajo. Aún peor, la insistencia del FMI en que los países en desarrollo mantuvieran políticas monetarias estrictas llevaron a tipos de interés incompatibles con la creación de empleo incluso en las mejores circunstancias. Y como la liberalización comercial tuvo lugar antes del tendido de redes de seguridad, quienes perdieron su empleo se vieron arrastrados a la pobreza. Así, con demasiada frecuencia la liberalización no vino seguida del crecimiento prometido sino de más miseria. Incluso aquellos que conservaron sus puestos de trabajo fueron golpeados por una sen­sación de inseguridad en aumento.
   Los controles de capital son otro ejemplo: los países europeos bloquearon el flujo de capitales hasta los años setenta. Alguien po­dría decir que no es justo insistir en que los países en desarrollo, con un sistema bancario que apenas funciona, se arriesguen a abrir sus mercados. Pero dejando a un lado tales nociones de justicia, es económicamente errado; el flujo de dinero caliente entrando y sa­liendo del país, que tantas veces sigue a la liberalización de los mer­cados de capitales, provoca estragos. Los países subdesarrollados pequeños son como minúsculos botes. La rápida liberalización de los mercados de capitales, del modo recomendado por el FMI, sig­nificó soltarlos a navegar en un mar embravecido, antes de que las grietas de sus cascos hayan sido reparadas, antes de que el capitán haya sido entrenado, antes de subir a bordo los chalecos salvavidas. Incluso en la mejor de las circunstancias había una alta probabili­dad de que zozobraran al ser golpeados por una gran ola.
   La aplicación de teorías económicas equivocadas no habría re­presentado un problema tan grave si el final primero del colonialis­mo y después del comunismo no hubiese brindado al FMI y al BM la oportunidad de expandir en gran medida sus respectivos man­datos originales y ampliar vastamente su campo de acción. Hoy di­chas instituciones son protagonistas dominantes en la economía mundial. No sólo los países que buscan su ayuda, sino también los que aspiran a obtener su «sello de aprobación» para lograr un me­jor acceso a los mercados internacionales de capitales deben seguir sus instrucciones económicas, que reflejan sus ideologías y teorías sobre el mercado libre.
   El resultado ha sido para muchas personas la pobreza y para mu­chos países el caos social y político. El FMI ha cometido errores en todas las áreas en las que ha incursionado: desarrollo, manejo de crisis y transición del comunismo al capitalismo. Los programas de ajuste estructural no aportaron un crecimiento sostenido ni si­quiera a los países que, como Bolivia, se plegaron a sus rigores; en muchos países la austeridad excesiva ahogó el crecimiento; los pro­gramas económicos que tienen éxito requieren un cuidado extre­mo en su secuencia —el orden de las reformas— y ritmo. Si, por ejemplo, los mercados se abren a la competencia demasiado rápi­damente, antes del establecimiento de instituciones financieras fuertes, entonces los empleos serán destruidos a más velocidad que la creación de nuevos puestos de trabajo. En muchos países, los errores en secuencia y ritmo condujeron a un paro creciente y una mayor pobreza6. Tras la crisis asiática de 1997 las políticas del FMI exacerbaron las convulsiones en Indonesia y Tailandia. Las refor­mas liberales en América Latina han tenido éxito en algunos casos —un ejemplo muy citado es Chile—, pero buena parte del resto del continente aún debe recuperarse de la década perdida para el crecimiento que siguió a los así llamados exitosos rescates del FMI a comienzos de los años ochenta, y muchos sufren hoy tasas de paro persistentemente elevadas —las de Argentina, por ejemplo, son de dos dígitos desde 1995— aunque la inflación ha sido conte­nida. El colapso argentino en 2001 es uno de los más recientes fra­casos de los últimos años. Dada la alta tasa de desempleo durante casi siete años, lo asombroso no es que los ciudadanos se amotina­ran sino que sufrieran en silencio durante tanto tiempo. Incluso los países que han experimentado un moderado crecimiento han vis­to cómo los beneficios han sido acaparados por los ricos, y especial­mente por los muy ricos —el 10 por ciento más acaudalado— mien­tras que la pobreza se ha mantenido y en algunos casos las rentas más bajas han llegado a caer.
   En los problemas del FMI y las demás instituciones económicas internacionales subyace un problema de Gobierno: quién decide qué hacen. Las instituciones están dominadas no sólo por los paí­ses industrializados más ricos sino también por los intereses comer­ciales y financieros de esos países, lo que naturalmente se refleja en las políticas de dichas entidades. La elección de sus presidentes sim­boliza esos problemas y con demasiada asiduidad ha contribuido a su disfunción. Aunque casi todas las actividades del FMI y el BM tie­nen lugar hoy en el mundo subdesarrollado (y ciertamente todos sus préstamos), estos organismos siempre están presididos por re­presentantes de los países industrializados (por costumbre o acuer­do tácito el presidente del FMI siempre es europeo, y el del Banco Mundial siempre es norteamericano). Éstos son elegidos a puerta cerrada y jamás se ha considerado un requisito que el presidente posea alguna experiencia sobre el mundo en desarrollo. Las institu­ciones no son representativas de las naciones a las que sirven.
Los problemas también derivan de quien habla en nombre del país. En el FMI son los ministros de Hacienda y los gobernadores de los bancos centrales. En la OMC son los ministros de Comercio. Cada uno de estos ministros se alinea estrechamente con grupos particulares en sus propios países. Los ministros de comercio refle­jan las inquietudes de la comunidad empresarial, tanto los exporta­dores que desean nuevos mercados abiertos para sus productos como los productores de bienes que compiten con las importacio­nes. Estos grupos, por supuesto, aspiran a mantener todas las ba­rreras comerciales que puedan y conservar todos los subsidios cuya concesión hayan obtenido persuadiendo al Congreso (o sus par­lamentos). El hecho de que las barreras comerciales eleven los pre­cios pagados por los consumidores o que los subsidios impongan cargas a los con tribuye Mes es menos importante que los beneficios de los productores —y las cuestiones ecológicas o laborales son aún menos importantes, salvo como obstáculos que han de ser supera­dos—. Los ministros de Hacienda y los gobernadores de los ban­cos centrales suelen estar muy vinculados con la comunidad finan­ciera; provienen de empresas financieras y, después de su etapa en el Gobierno, allí regresan. Robert Rubín, el secretario del Tesoro durante buena parte del periodo descrito en este libro, venía del mayor banco de inversión, Goldman Sachs, y acabó en la empresa (Citigroup) que controla el mayor banco comercial: Citibank. El nú­mero dos del FMI durante este periodo, Stan Fischer, se marchó di­rectamente del FMI al Citigroup. Estas personas ven naturalmente el mundo a través de los ojos de la comunidad financiera. Las decisiones de cualquier institución reflejan naturalmente las perspecti­vas e intereses de los que toman las decisiones; no sorprende, como veremos repetidamente en los capítulos siguientes, que las políti­cas de las instituciones económicas internacionales demasiado a menudo se ajusten en función de intereses comerciales y financie­ros de los países industrializados avanzados.
   Para los campesinos de los países subdesarrollados que se afa­nan para pagar las deudas contraídas por sus países con el FMI, o el empresario afligido por los aumentos en el impuesto sobre el valor añadido, establecidos a instancias del FMI, el esquema actual del FMI es de tributación sin representación. En el sistema internacio­nal de la globalización bajo la égida del FMI trece la desilusión a medida que los pobres en Indonesia. Marruecos o Papua-Nueva Guinea ven reducirse los subsidios al combustible y los alimen­tos: y los de Tailandia comprueban que se extiende el sida como resultado (le los recortes en gastos sanitarios impuestos por el FM1; y las familias en muchos países subdesarrollados, al tener que pa­gar por la educación de sus hijos bajo los llamado:, programas de recuperación de costes, adoptan la dolorosa decisión de no enviar a las niñas a la escuela.
   Sin alternativas, sin vías para expresar su inquietud, para instar a un cambio, la gente se alborota. Es evidente que las calles no son el sido para discutir cuestiones, formular políticas o anudar compro­misos. Pero las protestas han hecho que funcionarios y economis­tas en todo el mundo reflexionen sobre las alternativas a las políti­cas del Consenso de Washington en tanto que única y verdadera vía para el crecimiento y el desarrollo. Queda crecientemente claro no sólo para los ciudadanos corrientes sino también para los que ela­boran políticas, y no sólo en los países en desarrollo sino también en los desarrollados, que la globalización tal como ha sido puesta en práctica no ha conseguido lo que sus partidarios prometieron que lograría... ni lo que puede ni debe lograr. En algunos casos ni siquiera ha generado crecimiento, y cuando lo ha hecho, no ha pro­porcionado beneficios a todos; el efecto neto de las políticas estipu­ladas por el Consenso de Washington ha sido favorecer a la mino­ría a expensas de la mayoría, a los ricos a expensas de los pobres. En muchos casos los valores e intereses comerciales han prevalecido sobre las preocupaciones acerca del medio ambiente, la democra­cia, los derechos humanos y la justicia social.
   La globalización en sí misma no es buena ni mala. Tiene el poder de hacer un bien enorme, y para los países del Este asiático, que han adoptado la globalización bajo sus propias condiciones y a su propio ritmo, ha representado un beneficio gigantesco, a pesar del paso atrás de la crisis de 1997. Pero en buena parte del mundo no ha aca­rreado beneficios comparables. Y a muchos les parece cercana a un desastre sin paliativos.
   La experiencia estadounidense en el siglo XIX constituye un buen paralelo de la globalización actual, y el contraste ilustra los éxitos del pasado y los fracasos del presente. Durante el siglo XIX, cuando los costes de transporte y comunicación cayeron y los mercados antes locales se expandieron, se formaron nuevas economías nacionales y con ellas llegaron empresas nacionales que hacían sus negocios en todo el país. Pero los mercados no se desarrollaron libremente por sí mismos: el Estado desempeñó un papel crucial y moldeó la evolución de la economía. El Gobierno de los EE UU conquistó amplios grados de intervención económica cuando los tribunales interpretaron de modo lato la disposición constitucional que per­mite al Gobierno Federal regular el comercio interestatal. El Go­bierno Federal empezó a regular el sistema financiero, fijó salarios mínimos y condiciones de trabajo y finalmente montó sistemas que se ocuparon del paro y el bienestar, y lidiaron con los problemas que plantea un sistema de mercado. El Gobierno Federal promo­vió también algunas industrias (la primera línea de telégrafo, por ejemplo, fue tendida por el Gobierno Federal entre Baltimore y Washington en 1842) e incentivó otras, como la agricultura, no sólo ayudando a establecer universidades que se encargaran de la inves­tigación, sino aportando además servicios de divulgación para entrenar a los agricultores en las nuevas tecnologías. El Gobierno Federal cumplió un papel central no sólo en el fomento del creci­miento norteamericano. Aunque no emprendiera políticas activas de tipo redistributivo, al menos acometió programas cuyos beneficios fueron ampliamente compartidos —no sólo los que extendieron la educación y mejoraron la productividad agrícola, sino también las cesiones de tierras que garantizaron un mínimo de oportunidades para todos los estadounidenses—.
   En la actualidad, con la caída constante en los costes de trans­porte y comunicación, y la reducción de las barreras creadas por los seres humanos frente al flujo de bienes, servicios y capitales (aun­que persisten barreras importantes al libre movimiento de trabajadores), tenemos un proceso de «globalización» análogo a los pro­cesos anteriores en los que se formaron las economías nacionales. Por desgracia, carecemos de un Gobierno mundial responsable ante los pueblos de todos los países, que supervise el proceso de globalización de modo comparable a cómo los Gobiernos de EE UU y otras naciones guiaron el proceso de nacionalización. En vez de ello, tenemos un sistema que cabría denominar Gobierno global sin Estado global, en el cual un puñado de instituciones —el Banco Mundial, el FMI, la OMG— y unos pocos participantes —los minis­tros de Finanzas, Economía y Comercio, estrechamente vinculados a algunos intereses financieros y comerciales— controlan el esce­nario, pero muchos de los afectados por sus decisiones no tienen casi voz. Ha llegado el momento de cambiar algunas de las reglas del orden económico internacional de asignar menos énfasis a la ideología y de prestar más atención a lo que funciona, de repensar cómo se toman las decisiones a nivel internacional —y en el interés de quién—. El crecimiento tiene que tener lugar. Es crucial que el desarrollo exitoso que hemos visto en el este de Asia sea alcanzado en otros lugares, porque el coste de seguir con la inestabilidad glo­bal es muy grande. La globalización puede ser rediseñada, y cuan­do lo sea, cuando sea manejada adecuadamente, equitativamente, cuando todos los países tengan voz en las políticas que los afectan, es posible que ello contribuya a crear una nueva economía global en la cual el crecimiento resulte no sólo más sostenible sino que sus frutos se compartan de manera más justa.



CAPÍTULO 2


PROMESAS ROTAS



   En mi primer día como economista jefe y vicepresidente sénior del Banco Mundial, el 13 de febrero de 1997, al entrar en su gigantes­co, moderno y flamante edificio principal en la calle 19 de Washing­ton D. C., lo que llamo mi atención antes que nada fue el lema de la institución: nuestro sueño es un mundo sin pobreza. En el centro del atrio, ante los trece pisos, se levanta una estatua de un joven que guía a un hombre ciego, en recuerdo de la erradicación de la cegue­ra de río (onthoirráasis). Antes de que el BM, la OMS y otros unieran sus esfuerzos para combatir esta enfermedad, en África miles de per­sonas quedaban ciegas por este mal evitable. Al otro lado de la calle se alza otro brillante monumento a la riqueza pública, el cuartel ge­neral del Fondo Monetario Internacional. La entrada de mármol, jalonada con abundante flora, sirve para recordar a los ministros de Hacienda de todo el mundo que el FMI representa los centros de riqueza y poder.
   Ambas instituciones, que la opinión pública a menudo confun­de, ofrecen marcados contrastes que signan las diferencias en sus culturas, estilos y objetivos: una está dedicada a la erradicación de la pobreza y la otra a preservar la estabilidad global. Ambas poseen equipos de economistas que se desplazan en misiones tres sema­nas. Pero el BM se ha asegurado de que una fracción sustancial de su personal viva permanentemente en el país al que se pretende asis­tir. Mientras que el FMI generalmente tiene un solo «representante residente», cuyos poderes son limitados. Por lo general, los progra­ma son dictados desde Washington y perfilados por breves misio­nes durante las cuales sus funcionarios escudriñan cifras en los ministerios de hacienda y los bancos centrales, y se relajan en hoteles de cinco estrellas de las capitales. En esta diferencia hay algo que trasciende lo simbólico: uno no puede conocer y amar un país si no se va al campo. No se debe ver el paro como sólo una estadística, un «conteo de cuerpos» económico, víctimas accidentales en la lu­cha contra la inflación o para garantizar que los bancos occidenta­les cobren. Los parados son personas, con familias, cuyas vidas re­sultan afectadas —a veces devastadas— por las políticas económicas que unos extraños recomiendan y, en el caso del FMI, efectivamen­te imponen. La guerra moderna de alta tecnología está diseñada para suprimir el contacto físico: arrojar bombas desde 50.000 pies logra que uno no «sienta» lo que hace. La administración económi­ca moderna es similar: desde un hotel de lujo, uno puede forzar in­sensiblemente políticas sobre las cuales uno pensaría dos veces si conociera a las personas cuya vida va a destruir.
   Las estadísticas confirman lo que aquellos que viajan fuera de las capitales contemplan en los pueblos de África, Nepal, Mindanao o Etiopía; la brecha entre los pobres y los ricos ha aumentado e incluso el número de los que viven en la pobreza absoluta —con menos de un dólar por día— ha subido. Incluso allí donde ha desa­parecido la ceguera de río subsiste la pobreza, a pesar de todas las buenas intenciones y promesas formuladas por las naciones desarrolladas a las subdesarrolladas, muchas de las cuales fueron colo­nias de las primeras.
   Los esquemas mentales no cambian de la noche a la mañana, y esto es verdad tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados. La obtención de la libertad por los países en desarrollo (generalmente tras una escasa preparación para la autonomía) no modificó la actitud de sus antiguas metrópolis, que siguieron pen­sando que sabían más. Persistió la mentalidad colonial, la «carga del hombre blanco» y la presunción de que sabían lo que era mejor para los países en desarrollo. Estados Unidos, que llegó a dominar la escena económica global, tenía mucho menos de legado colonial, pero las credenciales de EE UU también estaban manchadas, no por su «destino manifiesto» expansionista sino por la guerra fría, du­rante la cual los principios democráticos fueron negociados o desdeñados en la contienda omnicomprensiva contra el comunismo.
   La noche antes de empezar en el Banco celebré mi última con­ferencia de prensa romo presidente del Consejo de Asesores Eco­nómicos del Presidente. Con la economía local tan bien controla­da pensé que los mayores desafíos para un economista estaban en el problema creciente de la pobreza mundial. ¿Qué hacer por los 1.200 millones de personas que viven con menos de un dólar dia­rio, o los 2.800 millones que viven con menos de 2 dólares diarios —más del 45 por ciento de la población mundial—?  ¿Qué podía hacer yo para concretar el sueño de un mundo sin pobreza? ¿Cómo podría abordar el sueño más modesto de un mundo con menos po­breza? Concebí una labor triple: pensar las estrategias más eficaces para promover el crecimiento y reducir la pobreza; trabajar con los Gobiernos de los países en desarrollo para aplicar dichas estrate­gias y hacer todo lo que pudiese en los países desarrollados a favor de los intereses e inquietudes del mundo subdesarrollado, presio­nando para que abrieran sus mercados o prestaran una asistencia electiva mayor. Sabía que la tarea era ardua pero jamás imaginé que uno de los mayores obstáculos que afrontan los países en desa­rrollo se debía a seres humanos y estaba justo al otro lado de la calle, en mi institución «hermana», el FMI. Suponía que no todos en las instituciones financieras internacionales o en los Estados que las sos­tienen estarían comprometidos con el objetivo de eliminar la pobreza, pero pensé que habría un debate abierto sobre las estrategias, que en tantas áreas parecían estar fracasando y especialmente en lo que a los pobres atañe. En este aspecto me aguardaba una desilusión.

ETIOPÍA Y LA LUCHA ENTRE LA POLÍTICA DEL PODER Y LA POBREZA

   Tras cuatro años en Washington me había acostumbrado al ex­traño mundo de los burócratas y los políticos. Pero sólo cuando via­jé a Etiopía, uno de los países más pobres del mundo, en marzo de 1997, apenas un mes después de llegar al Banco Mundial, pude su­mergirme plenamente en el asombroso universo de la política y la aritmética del FMI. La renta per cápita de Etiopía era de 110 dóla­res por año, y el país había sufrido sequías y hambrunas sucesivas que habían matado a dos millones de personas. Me encontré con el Primer Ministro Meles Zenawi, que había encabezado durante diecisiete años una guerra de guerrillas contra el sangriento régi­men marxista de Mengistu Haile Mariam. Las fuerzas de Meles ga­naron en 1991 y entonces el Gobierno empezó la dura labor de reconstruir el país. Médico de profesión, Meles había estudiado formalmente economía porque sabía que sacar a su país de siglos de pobreza exigiría nada menos que una transformación económi­ca, y demostró un conocimiento de la economía —y en verdad una creatividad— que lo habrían situado en el primer lugar de cual­quiera de mis clases en la Universidad. Su comprensión de los prin­cipios económicos fue más profunda —y su apreciación de las cir­cunstancias de su país ciertamente mejor— que la de muchos de los burócratas económicos internacionales con los que hube de li­diar en los tres años siguientes.
   Meles combinó tales atributos intelectuales con una integridad personal: nadie dudaba de su honradez y su Gobierno fue objeto de pocas acusaciones de corrupción. Sus adversarios políticos pro­venían de los viejos grupos dominantes en la capital, que habían perdido poder político con su arribo, y plantearon dudas acerca de su apego a los principios democráticos. Pero él no era un autócrata a la antigua usanza. Tanto él como su Gobierno estaban en líneas generales comprometidos con un proceso de descentralización, que acercara la Administración al pueblo y garantizara que el centro no perdiera el contacto con las regiones periféricas. La nueva Consti­tución incluso concedió a cada región el derecho a votar democrá­ticamente su secesión, lo que aseguró que las elites políticas de la capital, cualesquiera que fuesen, no pudieran despreciar las preo­cupaciones de los ciudadanos corrientes en cualquier parte del país, y que ninguna de esas partes pudiera imponer su visión a las demás. El Gobierno cumplió su compromiso cuando Eritrea decla­ró la independencia en 1993 (los hechos —como la ocupación gu­bernamental de la Universidad de Addis Abeba en la primavera de 2000, y el encarcelamiento de algunos estudiantes y profesores— probaron la precariedad de los derechos democráticos fundamen­tales, en Etiopía y en otros lugares).
   Cuando llegué en 1997 Meles libraba una acalorada disputa con el  FMI, y el Fondo había suspendido su programa de préstamos. Los «resultados» macroeconómicos etíopes —en los cuales se supo­nía que el Fondo debía centrarse— eran inmejorables. No había inflación: de hecho los precios caían. La actividad había aumentado firmemente desde que logró echar a Mengistu1. Meles demostró que con políticas correctas hasta un pobre país africano puede lo­grar un crecimiento económico sostenido. Tras años de guerra y re­construcción, la ayuda internacional estaba empezando a retomar al país. Meles, empero, tenía dificultades con el FMI. Lo que estaba en cuestión no eran sólo 127 millones de dólares del FMI a través de su programa de Facilidad Ampliada de Ajuste Estructural (ESAF, un programa de préstamos a tipos muy subsidiados para ayudar a los paí­ses más pobres), sino también la financiación del Banco Mundial.
   El FMI tiene un papel definido en la asistencia internacional. Se supone que analiza la situación macroeconómica de cada país re­ceptor y asegura que el país está viviendo de acuerdo con sus posibi­lidades. Si tal no es el caso, inevitablemente aparecen los problemas. A corto plazo, un país puede vivir por encima de sus posibilidades endeudándose, pero la hora de la verdad eventualmente llega y es­talla una crisis. Al FMI le preocupa particularmente la inflación. Los países cuyos gobiernos gastan más de lo que recaudan en for­ma de impuestos y ayuda exterior a menudo padecen inflación, es­pecialmente si financian sus déficits con emisión monetaria. Existen por supuesto otras dimensiones de una buena política macroeco­nómica además de la inflación. El elemento «macro» se refiere al comportamiento agregado, a los niveles totales de crecimiento, paro e inflación, y un país puede tener una inflación baja pero ningún crecimiento y un desempleo elevado. Para la mayoría de los econo­mistas, ese país tendría un esquema macroeconómico desastroso. Para la mayoría de los economistas la inflación no es tanto un fin en sí mismo sino un medio para un fin: como la inflación excesiva­mente elevada con frecuencia conduce a un crecimiento reducido, y éste a un paro elevado, la inflación es objetada. Pero el FMI parece a menudo confundir los medios con los fines y pierde de vista lo que en última instancia debe preocupar. Un país como la Argenti­na puede obtener un grado «A» aunque su desempleo sea de dos dígitos durante años ¡siempre que su presupuesto parezca equilibra­do y su inflación bajo control!
Si un país no cumple con unos requisitos mínimos, el FMI sus­pende su ayuda; típicamente, cuando lo hace otros donantes ha­cen lo propio. Es razonable que el BM y el FMI no presten a países sin un buen esquema macro. Si el déficit es grande y la inflación elevada, existe el riesgo de que el dinero no se gaste bien. Los Go­biernos que no son capaces de manejar su economía manejarán mal la ayuda exterior. Pero si los indicadores macroeconómicos —inflación y crecimiento— son sólidos, como lo eran en Etiopía, está claro que el esquema macro subyacente debe ser bueno. No sólo Etiopía gozaba de un cuadro macroeconómico satisfactorio sino que además el Banco Mundial tenia pruebas concluyentes de la competencia del Gobierno y su dedicación a los pobres. Etiopía había planteado una estrategia de desarrollo rural, centrada en los pobres y particularmente en el 85 por ciento de la población que vivía de la agricultura. Había recortado dramáticamente los gastos militares —algo notable en un Gobierno que había llegado al po­der por medios militares— porque era consciente de que los fon­dos gastados en armas no podían ser asignados a luchar contra la pobreza. Era sin duda el tipo de Gobierno al que la comunidad in­ternacional debía ayudar. Pero el FMI había suspendido su progra­ma en Etiopía, a pesar de los buenos resultados macroeconómicos, alegando que estaba preocupado por la situación presupuestaria etíope.
   El Gobierno contaba con dos fuentes de ingresos: los impuestos y la ayuda exterior. Un presupuesto está en equilibrio cuando sus ingresos igualan a sus gastos. Etiopía, como muchos países subdesarrollados, derivaba muchos ingresos de la ayuda internacional y al FMI le inquietaba el que esta ayuda pudiera agotarse, porque el país se hallaría entonces en dificultades. Por eso sostenía que la po­sición presupuestaria etíope sólo podría ser considerada sólida si los gastos se limitaban a los impuestos que recaudaba.
   El problema evidente de la lógica del FMI es que supone que ningún país pobre podrá gastar el dinero que recibe como ayuda. Por ejemplo, si Suecia entrega dinero a Etiopía para construir es­cuelas, esa lógica dicta que el país deberá ingresar ese dinero en sus reservas (todos los países guardan, o deberían guardar, reservas en unas cuentas para cuando vengan las proverbiales vacas flacas; el oro es la reserva tradicional, aunque hoy ha sido reemplazado por divisas fuertes y activos denominados en divisas que rindan interés; la forma más común de acumular reservas es en Letras del Tesoro de EE UU). Pero los donantes no ayudan para eso. En Etiopía, los donantes, que operan independientemente y fuera del control del FMI, querían ver construir nuevas escuelas y hospitales, y lo mismo le sucedía a Etiopía. Meles planteó el asunto más enérgicamente: me dijo que no había batallado durante diecisiete años para que un burócrata internacional le advirtiera que no podía levantar es­cuelas y clínicas para su pueblo cuando había convencido a unos donantes de que las pagaran.
   El enfoque del FMI no se fundaba en una antigua preocupación sobre la sostenibilidad de los proyectos. En ocasiones los países ha­bían empleado los dólares de la ayuda para construir escuelas o clí­nicas. Cuando la ayuda se agotaba no había más dinero para mante­nerlas. Los donantes habían reconocido este problema y lo habían incorporado a sus programas de asistencia en Etiopía y otros luga­res. Pero lo que el FMI alegaba en el caso etíope iba más allá de esto. El Fondo afirmaba que la ayuda internacional era demasiado ines­table. A mi juicio la postura del FMI no tenía sentido, y no sólo por sus absurdos corolarios. Yo sabía que la ayuda con frecuencia era mucho más estable que la recaudación tributaria, que puede variar acusadamente conforme a las condiciones económicas. De regreso a Washington, pedí a mis colaboradores que revisaran las estadísti­cas, y ellos me confirmaron que la asistencia internacional era más estable que los ingresos fiscales. Razonando como el FMI sobre las fuentes estables de ingresos, Etiopía y otros países en desarrollo de­bían haber computado la ayuda exterior en sus presupuestos, y no la recaudación impositiva. Y si ni la ayuda ni los impuestos habrían de figurar en el lado de los ingresos en los presupuestos, entonces todos los países serían considerados problemáticos.
   Pero la argumentación del FMI era aún más endeble. Existen va­rias respuestas ante la inestabilidad de los ingresos, como apartar reservas adicionales y mantener la flexibilidad de los gastos. Si los ingresos, de cualquier fuente, descienden, y no hay reservas a las que recurrir, entonces el Gobierno debe prepararse para recortar los gastos. Pero para el tipo de ayuda que constituye el grueso de lo que recibe un país pobre como Etiopía, existe una flexibilidad au­tomática: si el país no recibe el dinero para construir una nueva es­cuela, simplemente no la construye. Los funcionarios etíopes sa­bían lo que estaba en liza, eran conscientes de lo inquietante que podía acontecer si los ingresos fiscales o la ayuda exterior bajaban, y habían diseñado políticas para abordar tales contingencias. Lo que no podían comprender —y yo tampoco— era por qué el FMI no apreciaba la lógica de su posición. Mucho estaba en juego: escuelas y hospitales para algunas de las gentes más pobres de la Tierra. Además del desacuerdo sobre cómo tratar la ayuda exterior, me vi inmediatamente envuelto en otra disputa FMI-Etiopía sobre el pronto repago de los préstamos. Etiopía había liquidado un crédi­to de un banco norteamericano, utilizando parte de sus reservas. La transacción tenía pleno sentido económico. A pesar de la calidad de la garantía (un avión), Etiopía estaba pagando por ese préstamo un interés muy superior a lo que cobraba por sus reservas. Yo tam­bién les habría aconsejado reembolsar el préstamo, sobre todo por­que si los fondos hubieran sido necesarios más tarde, el Gobierno presumiblemente podría haberlos conseguido sin dificultades empleando el avión como garantía. EE UU y el FMI objetaron al reembolso anticipado. No objetaron la estrategia sino el hecho de que Etiopía había actuado sin la aprobación del FMI. Pero ¿por qué debe un país soberano pedir permiso al FMI para cualquier cosa que haga? Uno podría haberlo entendido si la acción de Etio­pía hubiera amenazado su capacidad de pagar lo que debía al FMI, pero era justo al revés: siendo una decisión financiera sensata, for­talecía la capacidad del país para pagar cuando le correspondiese.
   Durante años, las palabras sagradas en las oficinas del FMI en la calle 19 de Washington habían sido responsabilidad y juicio con­forme a resultados. Los resultados de Etiopía, en buena parte autodeterminados, debieron haber probado de modo convincente que era la dueña de su propio destino. Pero el FMI pensaba que los paí­ses a los que entregaba dinero estaban obligados a informar de todo lo que pudiese ser pertinente: no hacerlo justificaba la suspensión del programa, por razonable que fueran las medidas adoptadas. Para Etiopía esto olía a una nueva forma de colonialismo; para el FMI era simplemente el procedimiento operativo habitual.
   Había otros puntos punzantes en las relaciones FMI-Etiopía, que tenían que ver con la liberalización de los mercados financie­ros etíopes. Unos buenos mercados de capitales son signos clave del capitalismo, pero en ningún aspecto la disparidad entre países desarrollados y subdesarrollados es más acusada que en sus mer­cados de capitales. Todo el sistema bancario etíope (medido por ejemplo por el volumen de sus activos) no llega al tamaño del de Bethesda, Maryland, un pequeño suburbio a las afueras de Wa­shington, con una población de 55.277 personas. Y el FMI no sólo quería que Etiopía abriese sus mercados financieros a la competen­cia occidental sino que dividiese su mayor banco en diversas frac­ciones. En un mundo donde las megaentidades financieras estadounidenses como Citibank y Travelers, o Manufacturers Hanover y Chemical alegan que deben fusionarse para competir más eficaz­mente, un banco del tamaño del North East Bethesda National Bank no puede realmente competir con un gigante global como Citibank. Cuando las instituciones financieras globales entran en un país pueden aplastar a los competidores locales. Y aunque pue­dan arrebatar parte del negocio a los bancos locales en un país como Etiopía, serán mucho más atentos y generosos cuando pres­ten a las grandes corporaciones multinacionales que cuando lo ha­gan a los pequeños empresarios y agricultores.
   El FMI aspiraba a algo más que a abrir el sistema bancario a la competencia exterior. Deseaba «fortalecer» el sistema financiero creando un mercado de subastas para las Letras del Tesoro etíopes, una reforma que, por deseable que resulte en muchos países, esta­ba completamente fuera de sintonía con el estadio de desarrollo del país. También quería que Etiopía «liberalizase» su mercado fi­nanciero, es decir, que permitiese que los tipos de interés quedasen determinados libremente por las fuerzas del mercado, algo que EE UU y Europa Occidental no hicieron hasta después de los años setenta, cuando sus mercados, con todo el aparato regulador nece­sario, estaban mucho más desarrollados. El FMI confundía fines con medios. Uno de los objetivos fundamentales de un buen siste­ma bancario es proporcionar crédito en condiciones aceptables a quienes los puedan amortizar. En un país ante todo rural, como Etiopía, es particularmente importante que los agricultores pue­dan obtener préstamos en términos razonables para comprar semi­llas y fertilizantes. La oferta de dicho crédito no es sencilla; incluso en EE UU, en etapas críticas de su desarrollo cuando la agricultura era más relevante, el Estado ocupó un papel protagónico en la con­cesión de préstamos. El sistema bancario etíope parecía bastante eficiente: la diferencia entre las tasas activas y pasivas era mucho menor que en otros países subdesarrollados que habían seguido los consejos del FMI. A pesar de todo el FMI no estaba satisfecho, simplemente porque creía que los tipos de interés debían ser de­terminados libremente por las fuerzas de los mercados internacio­nales, fueran dichos mercados competitivos o no. Para el Fondo un sistema financiero liberalizado era un fin en sí mismo. Su ingenua fe en los mercados le hacía confiar en que un sistema financiero li­beralizado reduciría los tipos de interés de los préstamos y lograría así la disponibilidad de más fondos. El FMI estaba tan convencido de la corrección de su dogmática postura que no tenía interés en observar la realidad.
   Etiopía se resistió a las demandas del FMI para que «abriese» su sistema bancario, y con razón. Había visto lo que les sucedió a algu­nos de sus vecinos del este de Africa cuando cedieron a las presio­nes del FMI. El FMI insistía en la «liberalización» de los mercados financieros porque pensaba que la competencia entre bancos reba­jaría los tipos de interés. Pero los resultados fueron desastrosos: los bancos comerciales locales crecieron muy rápidamente en un mo­mento en el cual la legislación y la supervisión bancaria eran inade­cuadas, con un desenlace previsible: catorce quiebras en Kenia sólo en 1993 y 1994. Los tipos de interés finalmente aumentaron en vez de disminuir. El Gobierno etíope estaba comprensiblemente rece­loso. Se había comprometido a mejorar el nivel de vida de sus ciudadanos en el sector agrícola y temía que la liberalización tuviese un efecto devastador sobre la economía. Los agricultores que ha­bían podido conseguir crédito antes se verían ahora imposibilita­dos de adquirir semillas o fertilizantes porque o bien no lo conseguírían o deberían pagar unos tipos de interés demasiado elevados. Se trataba de un país arruinado por unas sequías que habían produci­do hambrunas masivas. Sus dirigentes no querían empeorar las co­sas. Los etíopes temían que las recomendaciones del FMI ocasiona­ran una caída en las rentas de los agricultores y exacerbaran una situación que ya era lúgubre.
   Ante la resistencia etíope a ceder a sus demandas, el FMI sugirió que el Gobierno no se tomaba las reformas en serio y suspendió su programa. Por suerte, otros economistas en el Banco Mundial y yo mismo conseguimos persuadir a los gestores del Banco de que pres­tar más dinero a Etiopía tenía mucho sentido: el país lo necesitaba desesperadamente, su marco económico era excelente, y su Go­bierno honrado y comprometido a resolver los apuros de sus po­bres; los préstamos del Banco Mundial se triplicaron, aunque debieron pasar meses hasta que el FMI finalmente suavizara su pos­tura. Para revertir la situación monté, con la ayuda y el apoyo valio­sísimos de mis colegas, una decidida campaña de «lobbying intelec­tual». Mis colegas y yo organizamos en Washington conferencias para estimular tanto al BM como al FMI para que reconsideraran la liberalización del sector financiero en las naciones muy subdesarrolladas, y las consecuencias de imponer una austeridad presu­puestaria innecesaria a países pobres muy dependientes de la ayuda exterior, como Etiopía. Intenté contactar con los más altos gestores del Fondo, tanto directamente como a través de colegas en el Ban­co Mundial, y los gestores del Banco que trabajaban en Etiopía rea­lizaron esfuerzos análogos para convencer a sus contrapartes en el Fondo. Recurrí a todas mis influencias en la Administración de Clin­ton, incluyendo una charla con el representante norteamericano ante el Fondo. En suma, hice todo lo que pude para reiniciar el pro­grama del FMI.
   La ayuda fue restaurada y quiero pensar que mis desvelos ayuda­ron a Etiopía. Comprobé, empero, que en una burocracia interna­cional los cambios requieren mucho tiempo y esfuerzo, aunque se trabaje desde dentro. Esas organizaciones no son transparentes sino opacas, y no sólo sale muy poca información de adentro hacia fuera sino que quizá aún menos información penetra desde afuera hacia adentro de la organización. La opacidad también significa que la información asciende con dificultad desde la base de la or­ganización hasta su cúpula.
   El forcejeo sobre los préstamos a Etiopía me enseñó mucho so­bre cómo funciona el FMI. Era evidente que el FMI estaba equivo­cado acerca de la liberalización de los mercados financieros y la posición macroeconómica etíope, pero los economistas del FMI insistían en hacer las cosas a su manera. No buscaban consejo fuera ni escuchaban a otros, por informados y desinteresados que pudie­ran ser. Los asuntos sustanciales se volvieron subsidiarios de las cuestiones de procedimiento. El que tuviera sentido o no que Etio­pía pagara un préstamo era menos importante que el hecho de que no había consultado con el FMI. La liberalización del mercado financiero —cómo se podría hacer mejor en un país en el esta­dio de desarrollo de Etiopía— era un asunto de fondo y se pudo haber consultado a expertos. El hecho de que los expertos no fueran convocados para dirimir lo que sin duda era un asunto polémi­co revela el estilo del FMI, conforme al cual el Fondo se autoadjudica el papel de monopolista de las recomendaciones «sensatas». Incluso cabría haber remitido a expertos independientes las cues­tiones como el reembolso de los préstamos —aunque propiamente no era un tema sobre el cual el FMI debía haber adoptado una posición, porque las medidas etíopes reforzaban y no debilitaban su capacidad de pagar lo que debía— para verificar si las medidas eran «razonables». Pero esto habría sido anatema en el FMI. Como tantas de sus decisiones eran urdidas a puerta cerrada —no había prácticamente debate público sobre los temas que hemos indica­do— el FMI se exponía a las sospechas de que la política, los intere­ses creados u otras razones ocultas no vinculadas con el mandato y los objetivos expresos del FMI estaban influyendo sobre sus políti­cas institucionales y su conducta.
   Incluso a una entidad de cierto tamaño como el FMI le resulta arduo conocer con detalle todas las economías del mundo. Algu­nos de los mejores economistas del FMI fueron designados para trabajar sobre EE UU, pero cuando yo presidí el Consejo de Aseso­res Económicos, a menudo pensé que la limitada comprensión de la economía norteamericana por parte del FMI le había llevado a formular recomendaciones incorrectas para EE UU. Por ejemplo, el FMI creía que la inflación empezaría a crecer en EE UU cuando el paro cayera por debajo del 6 por ciento. En el Consejo, nuestros modelos sugerían que esto era un error, pero ellos no estaban exce­sivamente interesados en nuestra labor. Nosotros acertamos y el FMI se equivocó: el paro en EE UU se situó por debajo del 4 por ciento y la inflación no aumentó. Basados en su deficiente análisis de la economía estadounidense, los economistas del FMI plantea­ron una prescripción inadecuada: elevar los tipos de interés. Por fortuna, la Reserva Federal no les hizo caso.
   Al FMI la falta de conocimientos detallados le parece poco im­portante, puesto que tiende a adoptar el mismo enfoque ante cual­quier circunstancia. Las dificultades de este enfoque se vuelven parti­cularmente acusadas ante los desafíos de las economías en desarrollo y transición. La entidad no reivindica en verdad experiencia en la cuestión del desarrollo —como he señalado, su mandato fundacio­nal es sostener la estabilidad económica global, no mitigar la po­breza en los países subdesarrollados— y sin embargo no titubea en presentar con entusiasmo argumentos triunfales sobre el asunto. Los temas del desarrollo son complicados, y en muchas facetas los países subdesarrollados presentan dificultades muy superiores a las de los países más desarrollados. Esto es así porque en las naciones en desarrollo los mercados a menudo no existen o, cuando lo hacen, a menudo funcionan mal. Abundan los problemas de información y las costumbres pueden afectar significativamente el comporta­miento económico. Lamentablemente, con demasiada frecuencia la formación de los macroeconomistas no los prepara para los pro­blemas con los que habrán de lidiar en los países subdesarrollados. En algunas universidades cuyos graduados el FMI contrata de modo habitual las asignaturas centrales giran en torno a modelos en donde nunca existe el paro. Después de todo, en el modelo com­petitivo —que subyace al fundamentalismo del mercado del FMI— la demanda siempre iguala a la oferta. Si la demanda de trabajo es igual a la oferta nunca hay paro involuntario. Todo el que no traba­je evidentemente ha elegido no hacerlo. En esta interpretación, el desempleo de la Gran Depresión, cuando una de cada cuatro personas estaba sin trabajo, derivó de un súbito incremento en el deseo de ocio. Podrá interesar quizá a los psicólogos el porqué de esta alteración abrupta en el deseo de ocio, o por qué quienes lo disfrutaban parecían tan infelices, pero según el modelo estándar estas cuestiones trascienden el ámbito de la ciencia económica. Estos modelos acaso proporcionen algún entretenimiento a los académicos, pero son particularmente impropios para entender los aprietos de un país como Sudáfrica, que ha sufrido tasas de paro superiores al 25 por ciento desde el desmantelamiento del apartheid.
   Los economistas del FMI no podían, evidentemente, ignorar la existencia del paro. Dado que según el fundamentalismo del mer­cado —en el cual se supone que los mercados funcionan perfecta­mente y la demanda debe igualar a la oferta, sea de trabajo como de cualquier otro bien o factor— no puede haber desempleo, el problema no puede estar en los mercados. Debe provenir de otra parte: de sindicatos codiciosos y políticos que interfieren en la acción de los mercados libres demandando —y consiguiendo— sala­rios excesivamente altos. El corolario de política es obvio: si hay paro se deben reducir los salarios.
   Pero incluso si la formación del macroeconomista típico del FMI hubiese sido más ajustada a las circunstancias de los países subdesarrollados, es improbable que una misión del FMI, en un viaje de tres semanas a Addis Abeba, la capital de Etiopía, o a la capital de cualquier otro país en desarrollo, pudiese realmente elaborar polí­ticas apropiadas para ese país. Esas políticas mucho más probable­mente serán diseñadas por economistas de primera fila, sumamen­te preparados, que ya están en el país, lo conocen en profundidad y trabajan cotidianamente en la solución de sus problemas. La gente de afuera sólo puede cumplir un papel de aportar las experien­cias de otras naciones y ofrecer interpretaciones alternativas de las fuerzas económicas que están actuando. Pero el FMI no quería jugar un papel de mero asesor, compitiendo con otros que podrían también plantear sus ideas. Aspiraba a un papel más central en el diseño de la política. Y podía lograrlo porque su posición se basaba en una ideología —el fundamentalismo del mercado— que reque­ría muy poca o ninguna consideración de las circunstancias con­cretas y los problemas inmediatos de un país. Los economistas del FMI podían desdeñar los efectos de sus políticas sobro el país a corto plazo, satisfechos con la creencia de que el país mejoraría a largo plazo; cualquier impacto adverso a corto sería sólo el dolor necesa­rio como parte del proceso. Las enormes subidas de los tipos de in­terés podían desatar el hambre hoy, pero la eficiencia de los mer­cados exige mercados libres y eventualmente la eficiencia lleva al crecimiento y éste beneficia a todos. El sufrimiento y el dolor se vol­vieron parte del proceso de redención, y prueba de que el país iba por buen camino. Yo también creo que a veces el dolor es necesa­rio, pero no es de por sí una virtud. Las políticas bien diseñadas pueden a menudo evitar mucho dolor, y algunas de las formas del dolor—por ejemplo, el corte tajante en los subsidios a la alimenta­ción, que lleva a disturbios, violencia urbana y disolución del tejido social— son contraproducentes.
   El FMI ha sido eficaz en persuadir a muchos de que sus políticas ideológicamente orientadas eran imprescindibles para que los paí­ses salgan adelante en el largo plazo. Los economistas siempre su­brayan la importancia de la escasez, y el FMI suele decir que él es simplemente el mensajero de la escasez: los países no pueden vivir continuamente por encima de sus medios. Por supuesto, no se ne­cesita una sofisticada institución financiera cuyos empleados sean doctores en economía para advertirle a un país que limite sus gas­tos a sus ingresos. Pero los programas de reforma del FMI van mu­cho más allá de meramente asegurar que los países vivan conforme a sus medios.
   Hay alternativas a los programas del estilo de los del FMI, otros programas que pueden suponer un razonable grado de sacrificio, que no están basados en el fundamentalismo del mercado, y que han tenido resultados positivos. Un buen ejemplo, 2.300 millas al sur de Etiopía, es Botsuana, pequeño país de 1,5 millones de habi­tantes que ha conseguido una democracia estable desde su independencia.
   Cuando Botsuana accedió a la independencia plena en 1966 era un país desesperadamente pobre, como Etiopía y la mayoría de las demás naciones africanas, con una renta per cápita de 100 dólares por año. Era asimismo un país básicamente agrícola, le faltaba agua y sus infraestructuras eran rudimentarias. Y sin embargo, Botsuana es un caso de éxito en el desarrollo. Aunque el país padece hoy los estragos del sida, su crecimiento medio entre 1961 y 1997 superó el 7,5 por ciento.
   A Botsuana le ayudó el que poseía diamantes, pero también abundaban recursos en la República del Congo (antes Zaire), Ni­geria y Sierra Leona; en esos países la riqueza derivada de dicha abundancia alimentó la corrupción y desembocó en elites privile­giadas que se enzarzaron en luchas intestinas para hacerse con la riqueza del país. El éxito de Botsuana provino de su habilidad para mantener un consenso político basado en un amplio sentido de unidad nacional. Ese consenso político, necesario para cualquier contrato social operativo entre gobernantes y gobernados, había sido cuidadosamente fraguado por la Administración, con la cola­boración de asesores externos de una serie de instituciones públi­cas y fundaciones privadas, como la Fundación Ford. Los asesores ayudaron a Botsuana a trazar un programa para el futuro del país. Al revés del FMI, que trata básicamente con los ministerios de Ha­cienda y los bancos centrales, esos asesores explicaron abierta y sinceramente sus políticas mientras trabajaban junto a las autori­dades para obtener apoyo popular para sus programas y políticas. Discutieron su plan con los altos funcionarios de Botsuana, con ministros y parlamentarios, en seminarios abiertos y en reuniones privadas.
   Parte de la razón de este éxito estribó en que las personas más relevantes del Gobierno de Botsuana seleccionaron sus asesores con mucho cuidado. Cuando el FMI se ofreció a aportar un subgobernador para el Banco de Botsuana, no fue aceptado de inmediato sino que el gobernador voló a Washington para entrevistarlo. Finalmente hizo un trabajo espléndido. No hay éxito, como es natural, sin mancha: en otra ocasión el Banco de Botsuana dejó que el FMI le escogiera el Director de Estudios, y resultó un desastre.
   Las diferencias en cómo las organizaciones enfocaban el desa­rrollo se reflejaron no sólo en el crecimiento. Aunque el FMI es de­testado en casi todo el mundo subdesarrollado, la cálida relación entre los asesores y Botsuana quedó simbolizada cuando el país en­tregó su más alta condecoración a Steve Lewis, que cuando fue ase­sor de Botsuana era profesor de economía del desarrollo en Williams (más tarde fue presidente del Carleton College).
   Dicho consenso vital fue amenazado hace dos décadas cuando Botsuana cayó en una crisis económica. Una sequía puso en peli­gro la vida de muchas personas en el sector ganadero, y las dificul­tades en la industria de los diamantes presionaban sobre el presu­puesto del país y su posición cambiaría. Botsuana estaba sufriendo exactamente el tipo de crisis de liquidez para cuya resolución había sido creado el FMI —una crisis que podía ser mitigada financiando un déficit que previniese la recesión y las privaciones—. Sin embar­co, y aunque tal pudiese haber sido la intención de Keynes cuando luchó por el establecimiento del FMI, la entidad no se concibe hoy a sí misma como una financiadora de déficits comprometida con el mantenimiento del pleno empleo. Más bien ha adoptado una pos­tura prekeynesiana de austeridad fiscal ante una recesión, y entre­ga dinero sólo si el país prestatario se pliega a las ideas del FMI sobre las medidas económicas convenientes, que casi siempre compor­tan políticas contractivas que dan pie a recesiones o algo peor. Botsuana, reconociendo la volatilidad de sus dos sectores principales, - la ganadería y los diamantes, había acumulado prudentemente unas reservas ante la eventualidad de una crisis de ese tipo. Vio que esas reservas se agotaban y comprendió que serían imprescindibles unas nuevas medidas. Botsuana se apretó el cinturón y armoniosa­mente pudo superar la crisis. Pero como se había desarrollado a lo largo de los años una amplia comprensión de las políticas económi­cas y del enfoque de elaboración de políticas basado en el consenso, la austeridad no ocasionó la clase de rupturas sociales tan frecuentes bajo los programas del FMI. Posiblemente, si el FMI hubiese hecho lo que debía —aportar financiación rápidamente a países con bue­nas políticas económicas en tiempos de crisis, sin buscar imponer condiciones— el país habría podido dejar atrás los problemas con menos penalidades (fue divertido cuando en 1981 a la misión del FMI le resultó arduo imponer nuevas condiciones, porque Botsuana ya había hecho la mayoría de las cosas en las que ellos habrían insisti­do). Desde entonces, Botsuana no ha pedido ayuda al FMI.
   La colaboración de asesores externos —independientes de las instituciones financieras internacionales— había cumplido antes un papel en el éxito del país. A Botsuana no le habrían ido tan bien las cosas de haberse mantenido el contrato original que la unía al cártel diamantino de Sudáfrica. Poco después de la independencia en 1996 el cártel le pagó a Botsuana 20 millones de dólares para una concesión de diamantes en 1969, que le reportó beneficios de 60 millones por año. En otras palabras, el plazo de recuperación de la inversión fue de ¡cuatro meses! Un abogado brillante y dedicado, enviado al Gobierno de Botsuana desde el Banco Mundial, argu­mentó enérgicamente en pro de una renegociación del contrato a un precio mayor, ante la consternación de los intereses mineros. De Beers (el cártel diamantino sudafricano) intentó aludir a la co­dicia de Botsuana, y procuró presionar políticamente al Banco para detenerlo. Finalmente, consiguió que el Banco Mundial emi­tiera una carta donde especificaba que el abogado no hablaba en nombre del banco. Botsuana respondió: precisamente por eso le estamos escuchando. Al final, el descubrimiento de la segunda gran mina brindó a Botsuana la oportunidad para renegociar toda su vinculación. El nuevo acuerdo ha servido hasta hoy bien a los inte­reses de Botsuana, y ha mantenido al país y a De Beers en una bue­na relación.
   Etiopía y Botsuana son emblemas de los desafíos a los que se en­frentan hoy los países más exitosos de Africa, países cuyos líderes se afanan en el bienestar de sus pueblos, con democracias frágiles y en algunos casos imperfectas, que intentan crear nuevas vidas para sus ciudadanos a partir del naufragio de una herencia colonial que los dejó sin instituciones ni recursos humanos. Ambos países son también símbolos de los contrastes que marcan el mundo subdesarrollado, contrastes entre éxito y fracaso, riqueza y pobreza, espe­ranza y realidad, entre lo que es y lo que pudo haber sido.
   Percibí esos contrastes la primera vez que fui a Kenia, a finales de los años sesenta. Era un país rico y fértil, con parte de su tierra más valiosa aún en manos de los antiguos colonos. Cuando llegué, los funcionarios coloniales aún estaban allí: eran llamados asesores.
   Fui contemplando la evolución del este de Africa en los años que siguieron, regresé en varias visitas después de mi designación como economista jefe del BM, y el contraste entre las aspiraciones de los sesenta y la realidad ulterior era notable. Cuando fui por pri­mera vez se respiraba en el ambiente el espíritu de uhura, que en suahili significa libertad, y ujama, autoayuda. Cuando volví después, en los despachos oficiales había keniatas de fino lenguaje y buena formación, pero la economía se hundía desde hacía años. Algunos de los problemas —la corrupción aparentemente rampante— eran de cosecha propia keniata. Pero cabía al menos en parte achacar a los extranjeros los elevados tipos de interés, derivados de haber se­guido los consejos del FMI, y otros problemas, Uganda había inicia­do su transición quizá en mejor posición que cualquiera de los otros, siendo un país cafetero relativamente rico, pero carecía de administradores y lideres nativos bien formados. Los británicos sólo habían permitido que dos africanos ascendieran al nivel de sargentos mayores de su propio ejército. Uno de ellos, por desgra­cia, era un ugandés llamado Idi Amín, que llegó a ser el General Amín en el ejército de Uganda y derrocó al primer ministro Miltón Obote en 1971 (Amín disfrutó de algún grado de confianza britá­nica gracias al hecho de haber servido en los Reales Fusileros Afri­canos durante la II Guerra Mundial, y en la lucha británica para ahogar la revuelta de los Mau Mau en Kenia). Amín transformó el país en un matadero; trescientas mil personas fueren asesinadas en tanto que opositoras al «Presidente Vitalicio» —así se autoproclamó Amín en 1976. El reinado del terror encabezado por un dicta­dor psicópata sólo acabó en 1979 cuando fue derribado por exilia­dos ugandeses y fuerzas de la vecina Tanzania. Hoy el país está en vías de recuperación, dirigido por un carismático Yoweri Museveni que ha impuesto reformas profundas con gran éxito, reduciendo el analfabetismo y el sida. Es una persona tan interesante hablando de filosofía política como de estrategias de desarrollo.
   Al FMI no le interesa especialmente escuchar las ideas de sus «países clientes» sobre asuntos tales como estrategias de desarrollo o austeridad fiscal. Con demasiada frecuencia el enfoque del Fon­do hacia los países en desarrollo es similar al de un mandatario co­lonial. Una imagen vale más que mil palabras, y una foto de 1998, que recorrió el mundo, se ha grabado en las mentes de millones de personas, sobre todo en las antiguas colonias. El director ejecutivo del FMI, Michel Camdessus (el jefe del FMI es llamado director eje­cutivo), un ex burócrata del Tesoro francés, de baja estatura y atil­dada vestimenta, de pasado socialista, está de pie con expresión se­vera y brazos cruzados junto a un sentado y humillado presidente de Indonesia. El desventurado mandatario está siendo efectivamente forzado a entregar la soberanía económica de su país al FMI a cam­bio de la ayuda que el país necesita. Al final, irónicamente, buena parte del dinero no fue a ayudar a Indonesia sino a rescatar a los acreedores privados de las «potencias coloniales» (oficialmente la «ceremonia» era la firma de una carta de acuerdo que es dictada por el FMI, aunque a menudo se finge que la carta de intención se origina ¡en el Gobierno del país!).
   Los defensores de Camdessus alegan que la foto no fue justa, que no sabía que la estaban tomando y que fue vista fuera de con­texto. Esa es precisamente la cuestión: en los tratos cotidianos, lejos de las cámaras y los periodistas, tal es precisamente la actitud que adoptan los burócratas del FMI, de su líder para abajo. A los súbdi­tos de los países subdesarrollados la foto les planteó una pregunta incómoda: ¿habían cambiado realmente las cosas desde el final «oficial» del colonialismo hace medio siglo? Cuando ví la fotogra­fía me vinieron a la mente imágenes de firmas análogas de «acuer­dos». Me planteé lo parecida que resultaba esa escena a las de la «apertura del Japón» por la diplomacia de la cañonera del almi­rante Perry o el final de las guerras del opio o la rendición de los maharajás en la India.
   La posición del FMI, como la de su jefe, era clara: era la fuente de la sabiduría, el portador de una ortodoxia demasiado sutil como para que la percibiesen en el mundo subdesarrollado. El mensaje transmitido era siempre nítido: en el mejor de los casos había un miembro de una elite —un ministro de Hacienda o el gobernador de un banco central— con el cual el Fondo podía entablar un diá­logo importante. Fuera de este círculo, no valía la pena ni intentar hablar.
   Hace un cuarto de siglo algunos en los países subdesarrollados podían con razón haber tratado con deferencia a los «expertos» del FMI. Pero así como ha habido un desplazamiento en el equili­brio del poder militar, el cambio ha sido aún más dramático en el equilibrio del poder intelectual. El mundo en desarrollo posee ahora sus propios economistas, muchos de ellos formados en los mejores centros académicos del mundo. Estos economistas osten­tan la significativa ventaba de una vida de familiaridad  con la politica, las condiciones y las tendencias locales. El FMI, como tantas otras burocracias, ha intentado repetidamente extender lo que hace más allá de los límites de los objetivos que originalmente le habían sido asignados. A medida que la misión del FMI trascendió su cam­po básico de competencia en macroeconomía, e ingresó en cuestio­nes estructurales, como la privatización, los mercados de trabajo, las reformas de las pensiones, entre otras, y en áreas más amplias de las estrategias de desarrollo, el balance del poder intelectual se volvió aún más desequilibrado.
   El FMI, por supuesto, aduce que nunca dicta sino que negocia las condiciones de cualquier préstamo con el país prestatario, pero se trata de negociaciones desiguales en las que todo el poder está en manos del FMI, básicamente porque muchos de los países que buscan su ayuda necesitan desesperadamente el dinero. Lo había visto claramente en Etiopía y los demás países subdesarrollados de los que me ocupé, y lo evoqué nuevamente en mi visita a Corea del Sur en diciembre de 1997, durante la crisis del Este asiático. Los eco­nomistas coreanos sabían que las políticas recomendadas para su país por el FMI serían desastrosas. Después incluso el FMI admitió que impuso un rigor fiscal excesivo, pero antes eran pocos los eco­nomistas (fuera del FMI) que pensaban que tenía sentido2. Y sin embargo los funcionarios de Corea callaron. Me preguntaba el por qué de su silencio, pero no obtuve una respuesta de los funcio­narios del Gobierno hasta una siguiente visita dos años más tarde, cuando la economía coreana ya se había recuperado. Dada la expe­riencia pasada, la respuesta no me sorprendió: los funcionarios co­reanos, a regañadientes, me explicaron que temían disentir abier­tamente. El FMI no sólo podía haber interrumpido su propia financiación: también podía haber utilizado su intimidante púlpito para desanimar las inversiones privadas, transmitiendo a las entidades financieras del sector privado sus dudas sobre la economía co­reana. El país, pues, no tenia elección. Incluso una crítica implícita de Corea al programa del FMI podría haber tenido un efecto calamitoso: habría sugerido al FMI que el Gobierno no comprendía cabalmente «la economía del FMI», que tenía reservas y que proba­blemente no llevaría a cabo el programa (el FMI recurre a una ex­presión especial para describir tales situaciones: el país está off track o despistado; existe sólo un camino «correcto» y cualquier desvia­ción indica un inminente descarrilamiento). Un anuncio público por parte del FMI de una ruptura de las negociaciones, o incluso un retraso de las mismas, enviaría una señal sumamente negativa a los mercados. En el mejor de los casos, esta señal llevaría a una subi­da de los tipos de interés, y en el peor a una interrupción comple­ta de la financiación privada. Algo más grave para algunos de los países más pobres, que en cualquier caso tienen poco acceso a fon­dos privados, es que otros donantes (el Banco Mundial, la Unión Europea y muchos otros países) facilitan financiación sólo con la aprobación del FMI. Las iniciativas recientes para condonar la deu­da han conferido de hecho aún más poder al FMI, porque si el FMI no aprueba la política económica del país, no hay condonación. Esto otorga al FMI una influencia enorme, y el FMI lo sabe.
   La desproporción del poder entre el FMI y los países «clientes» inevitablemente genera tensiones entre ambos, y la conducta del FMI en las negociaciones exacerba una ya difícil situación. Al dictar los términos de los acuerdos, el FMI de hecho ahoga cualquier dis­cusión con el Gobierno cliente —por no hablar del país en gene­ral— sobre políticas económicas alternativas. En momentos de crisis, el FMI defiende su postura afirmando que no hubo tiempo suficiente, pero su comportamiento es muy diferente dentro de la crisis que fuera de ella. La visión del FMI es simple: las preguntas, particularmente si son planteadas abiertamente y en voz alta, se­rían interpretadas como desafíos a una ortodoxia inviolable. De ser admitidas, podrían incluso minar la autoridad y credibilidad de quien las formula. Las autoridades de los gobiernos lo sabían y obedecían: podían discrepar en privado, pero no en público. La posibilidad de modificar las posiciones del Fondo era endeble, y mucho mayor era la de molestar a sus dirigentes y lograr que endu­recieran su actitud en otros campos. Si se irritaba o enfadaba, el FMI podía retrasar sus préstamos, una perspectiva inquietante para un país que estaba en crisis. Pero el hecho de que los funcionarios del Gobierno parecían secundar las recomendaciones del FMI no significaba que estuvieran de acuerdo. Y el FMI lo sabía.
   Basta una lectura superficial de los acuerdos característicos en­tre el FMI y los países en desarrollo para observar la falta de con­fianza entre el Fondo y los receptores. El personal del FMI vigilaba la evolución no sólo de los indicadores relevantes de una sana macroadministración —inflación, crecimiento y paro— sino de varia­bles intermedias —como la oferta monetaria— a menudo sólo débilmente conectadas con las variables que en última instancia importaban. A los países se les marcaban objetivos estrictos —lo que podían conseguir en treinta, sesenta, noventa días. En algunos casos los acuerdos establecían qué leyes debía aprobar el parlamento del país para cumplir con los requisitos u «objetivos» del FMI —y en qué plazo—.
   Tales objetivos reciben el nombre de «condiciones», y la «condicionalidad» es un asunto vivamente debatido en el mundo subdesarrollado. Cada documento de préstamo especifica naturalmente unas condiciones básicas. Como mínimo un acuerdo de préstamo afirma que éste es concedido a condición de que será reembol­sado, normalmente con un calendario de pagos adjunto. Muchos préstamos imponen condiciones diseñadas para incrementar la probabilidad de su liquidación. La «condicionalidad» se refiere a condiciones más rigurosas, que a menudo convierten el préstamo en una herramienta de política. Por ejemplo, si el FMI desea que una nación liberalice sus mercados financieros, puede devolver el préstamo a plazos, y los subsiguientes abonos están subordinados a pasos verificables hacia la liberalización. Personalmente, creo que la condicionalidad, al menos en la forma y extensión en que la ha utilizado el FMI, es una mala idea: no hay pruebas de que lleve a una mejor política económica, y tiene efectos políticos adversos porque los países se resienten si se les imponen condiciones. Algu­nos defienden la condicionalidad arguyendo que cualquier banquero fija condiciones a los prestatarios para aumentar la proba­bilidad de que los créditos sean devueltos. Pero la condicionalidad del FMI y el BM era muy diferente. En algunos casos llegó incluso a reducir la probabilidad del pago. Por ejemplo, las condiciones que pueden debilitar la economía a corto plazo, sean cuales fueren sus méritos a largo, corren el riesgo de exacerbar la caída y así dificul­tar más que el país pague los créditos a corto plazo al FMI. La eliminación de barreras comerciales, monopolios y distorsiones fiscales pueden propiciar el crecimiento a largo plazo, pero las per­turbaciones de la economía, cuando se esfuerza en ajustarse, pue­den meramente profundizar la recesión. Aunque las condicionalidades no podrían justificarse en términos de la responsabilidad fiduciaria del Fondo, quizá podrían serlo en términos de lo que la entidad podría haber percibido que era su responsabilidad moral, su obligación de hacer todo lo posible para fortalecer las econo­mías de los países que le habían pedido ayuda. Pero el peligro radi­caba en que, por bienintencionadas que fueran, la miríada de con­diciones —en algunos casos más de cien, cada una con su propio y rígido calendario— recortaba la capacidad del país para enfrentar­se con los problemas más importantes y urgentes.
   Las condiciones trascendían la economía e invadían áreas que correspondían realmente a la política. Por ejemplo, en el caso de Corea los préstamos llevaron consigo un cambio en los estatutos del banco central, que lo hiciera más independiente del proceso políti­co, aunque son escasas las pruebas de que los países con bancos centrales independientes crecen más rápido3 padecen menores o más suaves fluctuaciones. Hay una sensación generalizada de que el Banco Central Europeo, que es independiente, acentuó la desa­celeración económica de Europa en 2001 porque actuó igual que un niño y reaccionó de modo displicente ante las naturales preocu­paciones políticas por el aumento del paro: sólo para demostrar que era independiente rehusó bajar los tipos de interés, y nadie pudo evitarlo. Los problemas surgieron en parte porque el manda­to del BCE lo concentra en la inflación, una política que el FMI ha propiciado en todo el mundo, pero que puede sofocar el creci­miento y exacerbar la recesión. En medio de la crisis coreana, se le dijo al banco central que fuera más independiente y se centrara ex­clusivamente en la inflación, a pesar de que Corea no había tenido ningún problema inflacionario y no había razón para pensar que una incorrecta política monetaria guardara relación alguna con la crisis. El FMI simplemente aprovechó la oportunidad que le brin­daba la crisis para hacer cumplir su agenda política. En Seúl le pregunté al equipo del FMI por qué estaban haciendo eso, y su res­puesta fue chocante (aunque para entonces no debía haberme sor­prendido): siempre insistimos en que los países tengan un banco central independiente concentrado en la inflación. Éste era un tema sobre el que tenía fuertes convicciones. Cuando fue el jefe de los asesores económicos del Presidente, bloqueamos un intento de la senadora Connie Mack, de Florida, para cambiar el estatuto del Banco de la Reserva Federal de EE UU, con objeto de enfocarlo ex­clusivamente hacia la inflación. El mandato de la Fed, el banco central estadounidense, lo dirige no sólo a la inflación sino tam­bién al empleo y el crecimiento. El Presidente se opuso al cambio y nosotros sabíamos que el pueblo norteamericano creía que la Fed ya se preocupaba demasiado de la inflación. El Presidente aclaró que éste era un asunto en el que estaba dispuesto a dar la batalla y, una vez que lo comprendieron, los partidarios de la propuesta re­nunciaron a ella. Pero aquí estaba el FMI —en parte bajo el influjo del Tesoro americano— imponiendo a Corea una condición políti­ca que la mayoría de los estadounidenses había considerado ina­ceptable en su país.
   A veces, las condiciones apenas parecían algo más que una sim­ple demostración de fuerza: en el acuerdo de préstamo de 1997 a Corea, el FMI insistió en retrasar la lecha de la apertura de los mer­cados coreanos a ciertos productos japoneses, aunque esto en modo alguno ayudaba a Corea a resolver los problemas de la crisis. Para al­gunos, estas acciones representaban el «aprovechar la oportunidad», utilizar la crisis para presionar en pro de cambios que el FMI y el BM llevaban mucho tiempo recomendando; pero para otros eran puros actos de supremacía política que extraían una conce­sión de valor limitado, y que sólo demostraban quién mandaba allí.
   La condicionalidad generó resentimiento pero no desarrollo. Los estudios del Banco Mundial y otros demostraron no sólo que la condicionalidad no garantizaba que el dinero se gastaba bien y que los países crecían más rápidamente, sino que parecía no funcionar en absoluto. Las buenas políticas no se pueden comprar.
   Varias razones explican el fracaso de la condicionalidad. La más simple tiene que ver con una noción básica de los economistas: la fungibilidad. El dinero que entra con un objetivo libera otro dine­ro para otro objetivo; el impacto neto puede no guardar relación alguna con el objetivo pretendido. Incluso si se imponen condicio­nes que aseguran que un préstamo en concreto se utiliza bien, ese préstamo libera recursos en otro lugar, que pueden usarse bien o no. En un país puede haber dos proyectos de carreteras, uno para facilitar que el presidente llegue a su residencia de verano, y otro para permitir que un gran grupo de agricultores pueda llevar sus bienes hasta un puerto. El país puede tener fondos para uno solo de estos proyectos. El Banco puede insistir en que el dinero vaya al proyecto que incrementa la renta de los campesinos pobres, pero al suministrar la financiación, permite que el Gobierno realice el otro proyecto.
   Hubo otras razones por las cuales la condicionalidad del Fondo no promovió el crecimiento económico. En algunos casos, las con­diciones eran erróneas: la liberalización del mercado financiero en Corea y la austeridad fiscal en el Este asiático ejercieron allí un im­pacto adverso. En otros casos, el modo en que fue impuesta la condi­cionalidad la volvió políticamente insostenible, y sería abandonada al llegar un nuevo Gobierno. Tales condiciones eran consideradas una intrusión en la soberanía del país por parte de una nueva po­tencia colonial. Las políticas no superaban las vicisitudes del proce­so político.
   Había una cierta ironía en la posición del FMI. Pretendía que estaba por encima de la política, pero era claro que su programa de préstamos tenía en parte una orientación política. El FMI insistió en la corrupción en Kenia, e interrumpió su relativamente modes­to programa de préstamos en esencia por la corrupción que allí ob­servó. Y sin embargo mantuvo un flujo de dinero, de miles de millones de dólares, a Rusia e Indonesia. Parecía como si el Fondo pasara por alto el latrocinio en gran escala pero se pusiera estricto con minúsculos robos. No es que debiera haber sido más amable con Kenia, porque el robo era efectivamente abultado con relación al tamaño de la economía: debió haber sido más severo con Rusia. No se trata sólo de una cuestión de equidad o coherencia; el mun­do es un sitio injusto, y nadie realmente esperaba que el FMI trata­se a una potencia nuclear igual que a un pobre país africano de poca relevancia estratégica. El asunto era más sencillo: las deci­siones sobre los préstamos eran políticas, y los juicios políticos en­traban a menudo en los consejos del FMI. El FMI propiciaba las privatizaciones en parte porque creía que cuando el Estado admi­nistraba empresas no podía aislarse de las presiones políticas. La noción misma de que uno puede separar economía y política, o una comprensión amplia de la sociedad, ilustraba la estrechez de miras: si las políticas impuestas por los prestamistas desatan alboro­tos, como ha ocurrido en un país tras otro, las condiciones econó­micas empeoran, el capital huye y las empresas recelan antes de in­vertir más dinero. Tales políticas no sirven ni para el desarrollo ni para la estabilidad económica.
   Las quejas contra la imposición de las condiciones del FMI tras­cendían lo que esas condiciones eran y cómo se imponían, y se diri­gían también hacia la forma en que eran deducidas. El procedi­miento habitual del FMI antes de visitar un país cliente es redactar primero un borrador de informe. Dicha visita simplemente sirve para ajustar el informe y sus recomendaciones, y corregir algunas equivocaciones notorias. En la práctica, el borrador de informe a menudo es un estereotipo, algo con párrafos enteros recortados del informe sobre un país e insertados en un informe sobre otro. Los procesadores de texto facilitan esta labor. Una historia quizá apócrifa dice que en una ocasión el procesador de texto no fue bien empleado para «buscar y reemplazar», de modo tal que el nombre del país cuyo informe había sido copiado prácticamente en su totalidad se dejó en un documento que circuló. Es difícil saber si esto sucedió sólo una vez, debido a la premura del tiempo, pero el fallo confirmó en las mentes de muchos la imagen de unos informes de «talla única».
   Incluso los países que no piden dinero prestado al FMI pueden verse afectados por sus ideas, porque éste impone sus enfoques en todo el inundo no sólo mediante la condicionalidad. El FMI realiza una reunión anual con todos los países del mundo. Estas reuniones, llamadas «Artículo 4» por el artículo de sus estatutos que las autori­za, supuestamente pretenden asegurar que cada país cumple con los artículos del acuerdo por el que fue establecido el FMI (funda­mentalmente garantizar la convertibilidad de las divisas para obje­tivos comerciales). La llegada de las misiones ha afectado este in­forme igual que los demás aspectos de la actividad del FMI: las reuniones reales acerca del Artículo 4 son una parte reducida del proceso de vigilancia total. El informe es en verdad la clasificación de la economía nacional a cargo del FMI.
   Los países pequeños con frecuencia debían atender a las evalua­ciones del Artículo 4, pero EE UU y otros países con economías de­sarrolladas las pasaban básicamente por alto. Por ejemplo, el FMI sufría de paranoia inflacionaria, incluso cuando en EE UU la infla­ción era la más baja en décadas. Su prescripción era predecible: su­bir los tipos de interés para desacelerar la economía. El FMI sim­plemente no se daba cuenta de los cambios que estaban teniendo lugar y que habían sucedido en la década anterior en la economía norteamericana, que le permitieron disfrutar de un crecimiento mayor, un paro menor y una inflación baja, todo al mismo tiempo. De haber seguido el consejo del FMI, EE UU no habría experimen­tado la expansión económica de los años noventa —una expansión que no sólo produjo una prosperidad sin precedentes sino que además permitió convertir un enorme déficit fiscal en un abultado superávit—. El menor desempleo también tuvo profundas conse­cuencias sociales, asunto al que el FMI prestaba poca atención en cualquier país. Millones de trabajadores que habían sido excluidos de la fuerza laboral se incorporaron a ella, lo que redujo la pobreza y el papel del Estado del Bienestar a un ritmo inédito. Esto se tradu­jo a su vez en una menor tasa de criminalidad. Todos los norteame­ricanos se vieron beneficiados. El menor paro, a su vez, animó a los individuos a asumir riesgos, a aceptar empleos sin seguridad, y esa predisposición al riesgo demostró ser un ingrediente esencial en el éxito de EE UU en la «nueva economía».
   Estados Unidos no hizo caso al FMI. Ni la Administración de Clinton ni la Reserva Federal le prestaron mucha atención. Estados Unidos pedía hacerlo impunemente puesto que no necesitaba la ayuda del FMI ni de ningún otro donante, y sabíamos que el merca­do le prestaría casi tan poca atención como hicimos nosotros. El mercado no nos castigaría por desdeñar sus consejos ni nos pre­miaría por seguirlos. Pero los países pobres de la Tierra no tienen tanta suerte: si no hacen caso al Fondo pueden correr riesgos.
   Hay al menos dos razones por las cuales el FMI debería consul­tar en profundidad en el país cuando realiza sus análisis y diseña sus programas. Las personas del país probablemente sepan más acer­ca de su economía que los funcionarios del FMI —algo que pude comprobar claramente incluso en el caso de los Estados Unidos—. Y para que los programas puedan ser llevados a cabo de modo efi­caz y sostenible debe existir un compromiso del país con el progra­ma, fundado en un amplio consenso. La única forma de arribar a dicho consenso es mediante el debate, el tipo de discusión abierta que el FMI había rehuido en el pasado. Para ser justos con el FMI, en medio de una crisis rara vez hay tiempo para un debate franco y para las amplias consultas indispensables para construir un consen­so. Pero el FMI había estado en los países africanos durante años. Si se trata de una crisis, es una crisis permanente. Hay tiempo para consultas y para edificar un consenso, y en algunos casos, como en Ghana, el Banco Mundial (cuando era economista jefe mi predece­sor, Michael Bruno) lo consiguió, y ésos se contaron entre los casos de mayor éxito en la estabilización macroeconómica.
   Cuando yo estuve en el Banco Mundial había una convicción creciente acerca de la importancia de la participación: las políticas y los programas no debían ser impuestos a los países sino que su éxi­to exigía que fueran «asumidos» por ellos, el consenso era esencial, las políticas y estrategias de desarrollo debían adaptarse a la situación del país, debía pasarse de la «condicionalidud» a la «selectividad», retribuir con más fondos a los países que habían demostrado que usaban el dinero bien, confiar en que seguirían haciéndolo, y apor­tarles fuertes incentivos. Esto se reflejó en la nueva retórica del Banco, vigorosamente articulada por su presidente, James D. Wolfensohn: «El país debe ocupar el asiento del conductor». Aun así, muchos críticos alegan que el proceso no ha ido lo suficientemente lejos y que el Banco sigue esperando controlar las cosas. Les preo­cupa que el país esté en el asiento del conductor de un coche con control dual en el cual los mandos respondan realmente al instructor. Estos cambios en actitudes y procedimientos operativos se­rán necesariamente lentos, y marcharán a ritmos distintos en los di­ferentes países. Pero en estos asuntos media una gran brecha entre el Banco y el FMI, tanto en actitudes como en procedimientos.
   Por más que quisiera, el FMI, al menos en su retórica pública, no puede desdeñar totalmente las demandas generalizadas de los países pobres para participar más en la formulación de las estrate­gias de desarrollo y para que se preste una atención mayor a la po­breza. Como resultado, tanto el FMI como el Banco Mundial acor­daron realizar evaluaciones «participativas» de la pobreza en las cuales los países clientes se sumaban a las dos entidades para medir la extensión del problema como un primer paso. En potencia, éste era un cambio dramático de filosofía, pero el FMI no parecía ser plenamente consciente de su importancia, como lo ilustra la siguien­te anécdota. Reconociendo que el BM supuestamente se estaba adelantando en proyectos de pobreza, justo antes de la partida de una primera y teóricamente consultiva misión del FMI a un deter­minado país cliente, el FMI envió un imperioso mensaje al Banco pidiendo que un borrador del informe sobre la evaluación «participativa» de la pobreza del país cliente fuese remitido a sus oficinas centrales “cuanto antes” Algunos de nosotros bromeamos con la confusión del FMI. Creía que el gran cambio filosófico estribaba en que en las misiones conjuntas BM-IMF el Banco podía participar en la elaboración de lo que se escribía. ¡La idea de que los ciudada­nos en el país prestatario pudieran participar también era demasia­do! Estas historias serían divertidas si no fueran profundamente preocupantes.
   Incluso si las evaluaciones participativas de la pobreza no son lle­vadas adelante a la perfección, son un paso en la dirección correc­ta. Incluso si permanece una brecha entre la retórica y la realidad, es importante el reconocimiento de que las personas en los países subdesarrollados deben tener más voz en sus programas. Pero si la brecha persiste durante demasiado tiempo y sigue siendo demasia­do amplia, habrá una sensación de decepción. En algunos lugares ya se plantean dudas, y cada vez más. Aunque las evaluaciones participativas de la pobreza han generado mucha más discusión pública, y más participación, que antes, en muchos países las expectati­vas de participación y apertura no se han concretado plenamente, y el descontento crece.
   En EE UU y otras democracias exitosas los ciudadanos conci­ben a la transparencia, la apertura, el saber lo que hace el Gobierno como algo esencial de la responsabilidad gubernamental. Los ciu­dadanos consideran eso como derechos, no favores concedidos por las autoridades. La Ley sobre Libertad de Información se ha con­vertido en parte relevante de la democracia norteamericana. En contraste, en el estilo de acción del FMI, los ciudadanos (un fasti­dio porque demasiado a menudo se resisten a apoyar los acuer­dos, y más a compartir las percepciones sobre lo que es una buena política económica) no sólo fueron marginados de las discusiones de los acuerdos, sino que ni siquiera fueron informados sobre su contenido. La cultura prevaleciente de secretismo era tan intensa que el FMI mantenía buena parte de las negociaciones y algunos de los acuerdos en secreto incluso para los miembros del Banco Mundial en las misiones conjuntas. El personal del FMI informa­ba sólo sobre la base de «necesita saber». La lista de los «necesita saber» se limitaba al jefe de la misión del FMI, un puñado de per­sonas en el cuartel general del FMI en Washington, y otro puñado en el Gobierno del país cliente. Mis colegas en el BM frecuente­mente se quejaban de que incluso los que participaban en una mi­sión debían acudir al Gobierno del país para que les «filtraran» lo que estaba pasando. En algunas ocasiones me encontré con directo­res ejecutivos (como se llaman los representantes que las naciones nombran conjuntamente para el FMI y el BM) que no sabían nada.
   Un episodio reciente muestra hasta dónde pueden llegar las con­secuencias de la falta de transparencia. Es un hecho ampliamente reconocido que los países en desarrollo tienen poca voz en las institu­ciones económicas internacionales. Pueden plantearse debates so­bre si se trata sólo de un anacronismo histórico o una manifestación de realpolitik. Pero cabría esperar que la Administración estadouni­dense —incluido el Congreso de los EE UU— tuviese algo que decir, al menos en cómo vota su director ejecutivo, que representa a EE UU en el FMI y el BM. El Congreso aprobó y el Presidente firmó en 2001 una ley que ordenaba a EE UU oponerse a las propuestas de cargar sumas para la escolarización elemental (una práctica que se desarrolla bajo la denominación aparentemente inocua de recuperación de costes). Pero el director ejecutivo de EE UU simplemente hizo caso omiso de la ley, y el secretismo de las instituciones hizo difí­cil que el Congreso pudiera enterarse de lo que estaba pasando. El asunto se descubrió gracias a una filtración, que escandalizó incluso a los congresistas acostumbrados a las maniobras burocráticas.
   En la actualidad, a pesar de las repetidas discusiones sobre la apertura y la transparencia, el FM1 aún no reconoce formalmente el básico «derecho a saber» de los ciudadanos: no existe una Ley so­bre Libertad de Información a la que pueda apelar un ciudadano norteamericano —o de cualquier otro país— para averiguar qué hace esta entidad internacional pública.
   Quiero ser claro: todas estas críticas contra el FMI no significan que el dinero y el tiempo del FMI se desperdicien siempre. A veces el dinero ha ido a Gobiernos que aplican buenas políticas econó­micas —aunque no necesariamente porque el FMI las haya reco­mendado—. A veces el dinero ha mejorado las cosas. La condicionalidad en ocasiones ha desplazado el debate interior del país hacia vías que desembocaron en mejores políticas. Los rígidos ca­lendarios que imponía el fondo brotaron en parte de múltiples experiencias en las que los Gobiernos prometían hacer ciertas refor­mas pero, una vez que conseguían el dinero, no las hacían; a veces los calendarios estrictos ayudaron a forzar el ritmo de los cambios. Pero con demasiada frecuencia la condicionalidad no aseguró que el dinero se gastaba bien ni que ocurriesen cambios políticos significativos, profundos y perdurables. La condicionalidad fue a veces incluso contraproducente, porque las políticas no se ajustaban al país o porque el modo en que fueron impuestas despertó la hostili­dad hacia el proceso de reformas. A veces el programa del FMI dejó al país tan pobre como antes pero más endeudado y con una elite dirigente aún más opulenta.
   Las instituciones internacionales han eludido los controles direc­tos que cabe esperar que las entidades públicas en las democracias modernas. Ha llegado el momento de «calificar» la acción de las ins­tituciones económicas internacionales y observar esos programas y lo bien, o mal, que promovieron el crecimiento y redujeron la pobreza.


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