EL IMPERIO DE LA VERGÜENZA Jean Ziegler





JEAN ZIEGLER

EL IMPERIO
DE LA
VERGÜENZA








Introducción


   En 1776, Benjamín Franklin fue nombrado primer embaja­dor de la joven República estadounidense en Francia. Tenía 70 años. Franklin llegó a París el 21 de diciembre, procedente de Nantes, tras una larga y peligrosa travesía en el Reprisal.

   El gran sabio se instaló en una modesta casa de Passy. Los ga­cetilleros empezaron muy pronto a espiar cada uno de sus mo­vimientos. El de La Gazette escribió: «Nadie le llama “Monsieur”... todo el mundo se dirige a él simplemente como “Doctor Fran­klin”... como hubieran hecho con Platón o Sócrates». Otro dijo: «Afín de cuentas, Proteo sólo era un hombre. Igual que Benja­mín Franklin... ¡pero qué hombres!»1. Voltaire, que a los 84 años prácticamente no salía de su casa, se desplazó hasta la Real Aca­demia para recibirlo solemnemente.
  Coautor, junto con Thomas Jefferson, de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, firmada el 4 de julio de 1776 en Filadelfia, Franklin gozó enseguida en los círcu­los revolucionarios y en los salones literarios de París de un prestigio inmenso. ¿Qué decía aquella declaración? Releamos su preámbulo:


   Consideramos que las siguientes verdades son evidentes por sí mismas: todos los hombres han sido creados iguales; el Creador les ha conferido derechos inalienables; los primeros de estos derechos son: el derecho a la vida, el derecho a la libertad, el derecho a la felicidad [...].
   Para garantizar el disfrute de estos derechos, los hombres se han dotado de gobiernos cuya autoridad pasa a ser legítima por el consentimiento de los administrados
   Cuando un gobierno, sea cual sea su forma, se aleja de estos objetivos, el pueblo tiene derecho a cambiarlo o a abolirlo, y a establecer un nuevo gobierno que se base en estos principios, organizándolo en la forma que le parezca más adecuada para que le procure seguridad y felicidad2.

   Situado en el centro del barrio de Saint-Germain, el café Procope era el lugar predilecto de los jóvenes revoluciona­rios. Allí celebraban sus reuniones y organizaban sus fiestas. Benjamín Franklin cenaba allí de vez en cuando, en compa­ñía de la hermosa madame Brillon. Una noche, un joven abogado de 20 años, Georges Danton, se dirigió a él muy ex­citado: «El mundo sólo es injusticia y miseria. ¿Dónde está la sanción? Su declaración no tiene ningún poder judicial ni militar para obligar a que la respeten...».
Franklin le contestó: «¡Se equivoca! Tras esta declaración hay un poder considerable, eterno: el poder de la vergüenza (the power of shame) ».

   El diccionario Petit Robert dice de la vergüenza: «Desho­nor humillante. [...] Sentimiento penoso de inferioridad, de indignidad o de humillación ante otros, de degradación en la opinión ajena (sentimiento de deshonor). [...] Sentimien­to de malestar provocado por escrúpulos de conciencia».
   Los hambrientos del bairo de Pela Porco en San Salvador de Bahía conocen perfectamente esta sensación y las emo­ciones que despierta: «Prerío tirar la vergonha de catar no lixo...» («Debo superar la vergüenza para rebuscar en la basura...»).
   Si no consigue superar su vergüenza, el hambriento muere.
    En la escuela, los niños brasileños a veces se desmayan de inanición a causa de la anemia. En las obras, los obreros des­fallecen por falta de comida. En las barriadas de chabolas de Asia, Africa y América Latina, púdicamente llamadas «há­bitats insalubres» por las Naciones Unidas, en las que vive el 40 por ciento de la población mundial, las ratas disputan a las amas de casa la escasa comida familiar. El sentimiento de inferioridad tortura a los que allí viven.
   Los seres famélicos que deambulan por las calles de las megalópolis de Asia meridional y del Africa negra también están asediados por la vergüenza.
   La sensación de deshonor impide al parado harapiento llegar a los barrios ricos, en los que podría quizá encontrar un trabajo para comer y dar de comer a su familia. La ver­güenza le impide exponerse a las miradas de la gente.
   En las favelas del norte de Brasil, las madres suelen hervir agua por la noche en una marmita, introduciendo en ella piedras calientes. Cuando sus hijos lloran de hambre, les dicen: «La comida estará enseguida...» con la esperanza de que mientras tanto los niños se hayan dormido. ¿Se puede medir la vergüenza que siente una madre ante sus hijos mar­tirizados por el hambre y a los que es incapaz de alimentar?

   Edmond Kaiser escapa cuando es un adolescente de los esbirros de la policía de Vichy y de la deportación. Como juez de instrucción militar en el ejército del general Leclerc, des­cubre en Alsacia, y después en Alemania, el horror de los campos nazis. Cuando se exilia en Lausana, funda una orga­nización internacional de ayuda a la infancia, Terre des Hommes. Muere a los 82 años, a las puertas del nuevo mile­nio, en un orfanato del sur de la India3.
   Edmond Kaiser escribió: «Si abriéramos la marmita del mundo, su clamor haría retroceder al cielo y la tierra. Porque ni la tierra, ni el cielo, ni ninguno de nosotros es realmente consciente de la terrorífica trascendencia de la desgracia de los niños, ni del peso de los poderes que los trituran»4.
   En su fuero interno, muchos occidentales, perfectamente informados de los sufrimientos de los hambrientos africanos o de los parados paquistaníes, soportan difícilmente su complicidad cotidiana con el orden caníbal del mundo. Sienten vergüenza, que pronto es sustituida por una sensación de impotencia. Y pocas veces tienen el valor —como Edmond Kaiser— de alzarse contra este estado de cosas. Para calmar sus escrú­pulos, la tentación de buscar justificaciones es muy fuerte.
   Los pueblos terriblemente endeudados de Africa son «pe­rezosos», se suele decir, «corruptos», «irresponsables», inca­paces de construir una economía autónoma, «deudores natos», insolventes por definición. En cuanto al hambre, se suele invocar el clima para explicarla... a pesar de que las con­diciones climáticas son infinitamente más duras en el hemis­ferio norte, donde la gente come, que en el hemisferio sur, donde mueren por hambre y alimentación insuficiente.
   Sin embargo, los señores también sienten vergüenza. Co­nocen perfectamente las consecuencias de sus actos: la des­trucción de las familias, el martirio para los trabajadores infrapagados, la desesperación de los pueblos no rentables no tienen secretos para ellos.
   Algunos indicios nos muestran su malestar. Daniel Vasella, príncipe de Novartis, gigante suizo de la farmacia, construye actualmente en Singapur el Novartis Institute for Tropical Diseases (NITD)5, que deberá producir, en cantidad limitada, pastillas contra la malaria, un medicamento que se venderá en los países pobres a precio de coste. El señor de Nestlé, Peter Brabeck-Lemathe, entrega a cada uno de sus 275.000 empleados, que trabajan en 86 países, una «biblia» redacta­da por él que les pide que sean humanos y «benevolentes» con los pueblos a los que explotan6.
   Para Emmanuel Kant, la sensación de vergüenza procede del deshonor. Expresa la rebelión ante una conducta, una si­tuación, unas acciones, intenciones envilecedoras, degra­dantes, ignominiosas, contrarias al «honor de ser un hombre». Para representar la vergüenza en todas sus acepciones, Kant recurre a dos términos prácticamente intraducibies: die Schandey die Scham. Tengo vergüenza (Scham) por el insulto que le hago al otro y que, por ello, es infligido a mi honor de ser un hombre (Schande) 7. El imperio de la vergüenza tiene como horizonte el deshonor que sufre cada hombre a causa del sufrimiento de sus semejantes.
   En la noche del 4 de agosto de 1789, los diputados que componían la Asamblea Nacional abolieron el sistema feudal en Francia. En cambio, ahora estamos viviendo la vuelta del mundo al sistema feudal. Los señores despóticos han vuelto. Los nuevos sistemas feudales capitalistas tienen ahora un poder que ningún emperador, ningún rey, ningún papa ha­bía poseído antes.
   Las quinientas multinacionales capitalistas más poderosas del mundo —en la industria, el comercio, los servicios, la banca— controlaban, en 2004, el 52 por ciento del producto mundial bruto: es decir, más de la mitad de todas las riquezas producidas en un año en nuestro planeta.
   Sí, el hambre, la miseria, el quebrantamiento de los po­bres son más temibles que nunca.
   Los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, Washington y en Pensilvania han provocado una acele­ración dramática del proceso de vuelta al sistema feudal. Han sido la ocasión para los nuevos déspotas de apropiarse del mundo. De apoderarse en exclusiva de los recursos necesa­rios para el bienestar de la humanidad. De destruir la demo­cracia.
   Las últimas barreras de la civilización están a punto de caer. El derecho internacional se encuentra en estado agóni­co. La Organización de las Naciones Unidas y su secretario general son maltratados y difamados. La barbarie cosmócrata avanza a pasos agigantados. De esta nueva realidad ha na­cido este libro.

   La sensación de vergüenza es uno de los elementos cons­titutivos de la moral. Es indisociable de la conciencia de la identidad, a su vez constitutiva del ser humano. Si estoy heri­do, si tengo hambre, si —en mi carne y en mi espíritu— sufro la humillación de la miseria, siento dolor. Como espectador del sufrimiento infligido a otro ser humano, experimento en mi conciencia un poco de su dolor, que despierta mi compa­sión, suscita un impulso de solicitud, me abruma también de vergüenza. Y me veo empujado a la acción.


   Sé, por intuición, por el ejercicio de la razón, por mi exi­gencia moral, que todos los hombres tienen derecho al tra­bajo, a la alimentación, a la salud, al conocimiento, a la li­bertad y a la felicidad.

   Si la conciencia de la identidad habita en todo ser huma­no, y también en los cosmócratas, ¿cómo es posible que éstos tengan una acción tan devastadora? ¿Cómo se explica que combatan con tanto cinismo, ferocidad y astucia las aspira­ciones elementales a la felicidad?
   Están atrapados en una contradicción fundamental: ser un hombre, sólo un hombre, o enriquecerse, dominar los mercados, ejercer plenos poderes, convertirse en los amos. En nombre de la guerra económica, que declaran de forma permanente a sus posibles competidores, decretan el estado de emergencia. Implantan un régimen de excepción, que se escapa de la moral común, y suspenden, a veces quizá inclu­so contra sus deseos, los derechos humanos fundamentales (sin embargo avalados por todas las naciones de la tierra), las reglas morales (sin embargo afirmadas en democracia), los sentimientos ordinarios (que ya sólo practican en familia o entre amigos).
   Si manifiesto compasión, si expreso mi solidaridad con los demás, mi competidor se aprovechará instantáneamente de mi debilidad. Me destruirá. Por consiguiente, contra mi vo­luntad, para mi mayor vergüenza (reprimida), me veo obli­gado, en cada instante del día y de la noche, independiente­mente del precio humano que deba pagar, a buscar el máximo beneficio y a practicar la acumulación, a garantizar­me la plusvalía más elevada en el lapso de tiempo más corto y al precio de coste más bajo posible.
   La supuesta guerra económica permanente exige sacrifi­cios, como cualquier guerra. Sin embargo, ésta parece bien programada para no tener nunca final.

   Muchas teorías e ideologías de pacotilla oscurecen la con­ciencia de los hombres y mujeres de buena voluntad en Occidente. De esta forma, muchos de ellos consideran que el actual orden caníbal del mundo es inmutable. Esta creencia impide que transformen en acciones de solidaridad y de re­beldía la vergüenza sumergida en el fondo de ellos mismos.
   Lo primero es destruir estas teorías.
   La misión histórica de los revolucionarios, tal y como la describen los Enragés en 1793, consiste en combatir a favor de la justicia social planetaria. Deben despertar las cóleras con­tenidas, estimular la capacidad de resistencia democrática co­lectiva. El mundo debe volver a estar erguido, con la cabeza alta y los pies en la tierra. Hay que triturar la mano invisible del mercado. La economía no es un fenómeno natural. Sólo es un instrumento que conviene colocar al servicio de un ob­jetivo único: la búsqueda del bienestar común.
   Macerado en su penosa sensación de inferioridad, en su in­dignidad, al descubrir que ni el hambre ni la deuda son inevi­tables, el hombre avergonzado del tercer mundo también puede tomar conciencia y alzarse. El hambriento, el parado, el hombre humillado, hundido en el deshonor, se tragará su ver­güenza mientras considere su situación inmutable. Si comba­te, se transforma en insurgente, en rebelde, en cuanto asoma la esperanza, en cuanto la supuesta fatalidad revela sus grietas. La víctima se convierte así en actor de su destino. Este libro quiere contribuir a poner en marcha el proceso.
   Benjamin Franklin y Thomas Jefferson fueron los prime­ros que formularon el derecho del hombre a buscar la feli­cidad. Esta reivindicación, que asumieron los Enragés de Jacques Roux, se convirtió en el principal motor de la Revolución Francesa. Para ellos, la idea de felicidad individual y colectiva resumía un proyecto político, que querían aplicar de forma in­mediata y concreta.

   ¿Cuáles son los obstáculos que se alzan hoy en día ante la realización del derecho del hombre a buscar la felicidad? ¿Cómo desmantelar estos obstáculos? ¿Cómo dar libre curso a la búsqueda de la felicidad común? Son preguntas a las que este libro trata de responder.

   Éste es su plan.
   En la historia universal de las ideas, la Revolución France­sa introdujo una ruptura radical. Fue la plasmación política de los preceptos filosóficos de la Ilustración y del racionalis­mo liberador. Algunos de sus actores principales, especial­mente los Enragés, evocaron el horizonte de todos los com­bates presentes y futuros por la justicia social planetaria. La primera parte de este libro, titulada «Del derecho a la felici­dad», les da la palabra. También describe el movimiento de vuelta al feudalismo que han emprendido las sociedades ca­pitalistas privadas transcontinentales, el régimen de violencia estructural que han instituido y las fuerzas todavía oscuras que se alzan contra ellas. Una sección importante se consa­gra a la agonía del derecho.
   La segunda parte está consagrada a la exposición general de las relaciones de causa y efecto entre la deuda y el hambre, estas armas de destrucción masiva desplegadas contra los más débiles. ¿El hambre? Podría ser vencida en breve plazo mediante la im­posición de algunas medidas a los que manejan estas armas.
   El pueblo etíope, afligido por una hambruna crónica y por el desmoronamiento del precio del único producto ex­portable que podrían transformar en divisas —los granos de café—, sufre, pero se organiza. En el otro extremo del mun­do, en Brasil, está en marcha una revolución silenciosa: vícti­ma también de la subalimentación permanente de gran parte de sus habitantes y de una deuda aplastante, este país está forjando unos instrumentos inéditos de liberación. Consagro la tercera y la cuarta parte a estas nuevas experiencias de lucha o de resistencia.
   Las sociedades transcontinentales privadas, propietarias de las tecnologías, los capitales, los laboratorios más podero­sos que haya conocido la humanidad, son la columna verte­bral de este orden injusto y mortífero. La quinta parte de mi libro ilustra sus prácticas más recientes.

   Del conocimiento nace el combate; del combate, la libertad y las condiciones materiales de la búsqueda de la felicidad. La destrucción del orden caníbal del mundo es el trabajo de los pueblos. Régis Debray escribe: «La tarea del intelectual es enunciar lo que es. Su tarea no es seducir, sino armar»8. Escu­chemos también a Gracchus Babeuf, que tras el tiroteo del Campo de Marte, en julio de 1791, pronuncia este discurso:

   Pérfidos, gritáis que hay que evitar la guerra civil, que no hay que lanzar contra el pueblo las chispas de la discordia. ¿Qué guerra civil es más injusta que la que coloca en un bando a todos los asesinos y en otro a todas las víctimas sin defensa?
   ¡Que comience el combate sobre el famoso capítulo de la igualdad y la propiedad!
   ¡Que el pueblo destruya todas las antiguas instituciones bár­baras! Que la guerra del rico contra el pobre deje de caracteri­zarse por tener toda la audacia de un lado y toda la cobardía de otro. Sí, lo repito, todos los males están llegando al máximo y no pueden empeorar. Sólo se pueden reparar mediante una re­volución total9.

   Quiero contribuir a armar las conciencias para buscar esa transformación.





primera parte

del derecho a la felicidad

I
El fantasma de la libertad



   En París, el verano de 1792 es de una miseria extrema. En los barrios populares ronda el hambre. Las Tullerías, el pala­cio del rey, excitan la imaginación de los hambrientos. Cir­culan rumores. Se dice que en los apartamentos reales hay montañas de pan, vituallas abundantísimas...
   Durante la noche del 9 al 10 de agosto, se ilumina el Hotel de Ville. La animación es intensa. De todos los barrios, todos los pueblos afluyen los diputados de las secciones. Se consul­tan, negocian y al alba proclaman la Comuna insurreccional de París. Queda disuelto el antiguo ayuntamiento.
   La guardia nacional queda descabezada y Mandat, su co­mandante, es ajusticiado. Santerre ocupa su lugar.
   Los insurgentes deciden atacar las Tullerías. Dos colum­nas de hombres y mujeres, armados con fusiles, picos, horcas, puñales, rodeados por los sans-culottes, convergen hacia el pa­lacio. Una viene del Faubourg Saint Antoine, en la orilla de­recha del Sena, la otra de la orilla izquierda.
   El palacio, prácticamente vacío1, está defendido por 171 mercenarios suizos. Morirá hasta el último de ellos.
   Los saqueadores se apoderan de los tesoros —muebles, ropa, vajilla— que encuentran en el palacio y se los llevan. Cuando los primeros de ellos, cargando con su botín, llegan a los muelles del Sena, los milicianos, en su mayor parte jacobi­nos, los detienen y los cuelgan de las farolas. El pillaje, el aten­tado contra la propiedad privada, aunque sea la del rey tan de-testado, se castiga con pena de muerte. En este episodio de mantenimiento del orden público vemos aparecer un valor central —el respeto absoluto de la propiedad privada—, que representa la nueva clase ascendente, la burguesía comer­ciante y protoindustrial. Pronto se harían con las riendas de la Revolución.
   Y precisamente contra estos burgueses demócratas se al­zarán pronto los Enragcs, dirigidos por el sacerdote Jacques Roux.

   Escuchemos a Jacques Roux:

   La libertad sólo es un fantasma vano cuando una clase de hom­bres puede dejar hambrientos a otra impunemente. La igualdad sólo es un fantasma vano cuando el rico, con su monopolio, ejer­ce el derecho de vida y de muerte sobre su semejante. La repúbli­ca sólo es un fantasma vano cuando la contrarrevolución se impo­ne día tras día, a través del precio de la comida, a la que las tres cuartas partes de los ciudadanos no puede acceder sin quebranto.

Y más adelante:

   La aristocracia comerciante, más terrible que la aristocracia nobiliaria y sacerdotal, ha convertido en un juego cruel el ex­polio de las fortunas individuales y los tesoros de la república; además ignoramos cuándo llegará el fin de sus exacciones, pues el precio de las mercancías aumenta de forma terrorífica, de la mañana a la noche. Ciudadanos representantes, ha llegado el momento de poner fin al combate a muerte que el egoísta libra contra la clase trabajadora.

También de Roux:

   Diputados de la Montaña, si hubierais subido desde el pri­mero al cuarto piso de las casas de esta ciudad revolucionaria, os hubieran conmovido las lágrimas y los gemidos de un pueblo inmenso sin pan y sin ropa, reducido a este estado de desampa­ro e infelicidad por la especulación y el acaparamiento, porque las leyes han sido crueles con el pobre, porque han sido hechas por los ricos y para los ricos. ¡Rabia y vergüenza! ¿Quién podría creer que los representantes del pueblo francés que han decla­rado la guerra a los tíranos del exterior han sido lo bastante co­bardes como para no aplastar a los del interior?2

   ¿Para qué sirve a un analfabeto la proclamación de la li­bertad de prensa? A un hambriento, el derecho al voto no le sirve para nada. El que morirá de enfermedad, y su familia de miseria, no se preocupa de las libertades de pensamiento y de reunión.
   Sin justicia social, la república no vale nada.
   Saintjust hace eco a Roux: «La libertad sólo puede ser ejercida por hombres al amparo de la necesidad»3.
   El derecho a la felicidad es el primero de los derechos hu­manos. También Saint-Just: «La revolución no se detendrá hasta la perfección de la felicidad»4.

   En Angola no existe más que un hospital para quemados, el hospital de los Queimados, en Luanda. El uso masivo de napalm y bombas de fósforo contra la población civil consi­derada «hostil», por estar ligada la Unita, uno de los mo­vimientos armados en lucha contra el poder establecido du­rante una guerra civil de dieciocho años, causó numerosos quemados.
   Los Queimados acoge a una media anual de unos 780 niños menores de diez años. El 40 por ciento muere al llegar a causa de la gravedad de sus quemaduras.
   Sus sufrimientos son tales que a veces es imposible cam­biarles los vendajes. Y sin cambio de vendajes, se desarrollan las infecciones.
   El paracetamol, la morfina, y también las técnicas medi- coquirúrgicas poco costosas son los remedios principales contra los sufrimientos causados por las quemaduras. En Angola no hay acceso a estos medicamentos y estas técnicas. Más de 500 niños murieron en los tres últimos años entre dolores atroces5.

   En cada lugar del mundo, las multinacionales farmacéu­ticas adaptan sus precios a la situación económica del lugar. En el Africa negra, la mayor parte de los países sólo dispo­nen de un mercado interior muy reducido: la inmensa ma­yoría de la población carece de recursos. Los cárteles farma­céuticos prefieren adaptar sus precios al poder adquisitivo de la escasa clase dirigente autóctona. Prefieren vender poco, pero caro.
   Como no constituyen un mercado digno de este nombre y no disponen de ningún poder adquisitivo, las familias de los niños quemados no pueden procurarse los medicamentos necesarios. En cuanto al Estado angoleño, es inútil esperar su ayuda: está prácticamente en quiebra.
   Para la inmensa mayoría de los 4.800 millones de seres hu­manos que viven actualmente en los 122 países llamados del tercer mundo, las palabras pronunciadas en París por Gracchus Babeuf en 17916 resuenan con una actualidad terrorífica.

   Se llama «utópicos» a los que, en él seno del movimiento revolucionario francés, daban prioridad absoluta a la lucha por la justicia social planetaria y al derecho del hombre a la felicidad7. Todos estos hombres murieron jóvenes y de muer­te violenta. Saint-Just y Babeuf fueron guillotinados. Saint-Just tenía 27 años y Babeuf 37. Roux se suicidó con un puñal cuando le condenó a muerte el Tribunal revolucionario. Marat fue asesinado. Aunque la guillotina y el puñal destru­yeron sus cuerpos, no pudieron hacer nada contra la espe­ranza en una justicia social planetaria nacida de su combate. Su espíritu vive así en la conciencia de millones de hombres de hoy, en forma de una nueva utopía.
   La palabra «utopía» viene del fondo de los siglos.
   Tomás Moro, canciller de Inglaterra, amigo de Erasmo y de los maestros del Renacimiento, fue decapitado el 6 de julio de 1535. ¿Su principal crimen? Cristiano convencido, había publicado un libro radicalmente crítico contra la Inglaterra discriminatoria e injusta del rey Enrique VIII. Su tí­tulo: De optimo Republicae statu de que Nova Insula Utopia8.

   Antes de él, Joaquín de Fiore y los primeros franciscanos, Giordano Bruno y sus discípulos habían luchado por una hu­manidad reconciliada bajo el imperio del iusgeníiumy del de­recho inalienable de todos los hombres a la seguridad de su persona, a la felicidad y a la vida9.
   En el centro de todas las prédicas, de todos los libros, de todos los preceptos que desarrollaron Joaquín de Fiore, Gior­dano Bruno y Tomás Moro, se encuentra el derecho a la feli­cidad.
   A partir del sustantivo griego topos (lugar) y del prefijo U (prefijo de negación), Moro había creado un neologismo: U-Topia. El no lugar. O más precisamente: el lugar, el mundo que todavía no existe.
   La utopía es el deseo de lo completamente diferente. De­signa lo que nos falta en nuestra corta vida en la tierra. Abar­ca la justicia éxigible. Expresa la libertad, la solidaridad, la felicidad compartida, cuyo advenimiento y cuyas fronteras anticipa la conciencia humana. Esta carencia, este deseo, esta utopía constituyen la fuente más íntima de toda la acción hu­mana a favor de la justicia social planetaria. Sin esta justicia, ninguna felicidad es posible para ninguno de nosotros.

   Si la utopía es —junto con la vergüenza— la fuerza más poderosa, es también la más misteriosa de la historia. ¿Cómo funciona?
   Ernst Bloch responde:

   El deseo más ínfimo que llevamos en nosotros es una señal significativa. No sufriríamos tanto por nuestras carencias si algo en nuestro interior no nos estimulase. Si no existieran estas voces que, en lo más profundo de nosotros mismos, tratan de guiarnos y de hacernos ir más allá de todo aquello que afecta a nuestro cuerpo y al mundo que existe alrededor de nosotros. [...] También podemos sentir las cosas como los niños y esperar que la caja cerrada con llave que esconde el secreto de nuestros orígenes se abrirá algún día... Tenemos aquí en acción la am­plia masa imperfecta de las tendencias volitivas y perceptoras, fuerza irreprimible de los deseos, verdadero espíritu del alma utópica en marcha10.

   El hombre es esencialmente un ser inacabado11. La utopía habita su ser más íntimo. También Bloch: «En el momento de la muerte, cada uno de nosotros necesitaría mucha más vida para acabar con la vida»12.
   Evidentemente esta vida adicional no la encontraremos en la tierra. ¿Qué nos queda por hacer? Entregarnos a la utopía. O más precisamente, entregarnos al deseo de todo lo que ha­bitará en cada uno de los que vengan después de nosotros.
   Bloch: «En el momento de nuestra agonía, lo queramos o no, debemos entregarnos —es decir, entregar nuestro yo— a los demás, a los supervivientes, a los que vengan detrás de no­sotros, y son miles de millones, porque ellos y sólo ellos po­drán terminar nuestra vida inacabada»13.
   Una paradoja gobierna la utopía: exige una práctica po­lítica, social, intelectual inmanente. Da nacimiento a mo­vimientos sociales y a obras filosóficas. Orienta combates de individuos concretos. Y al mismo tiempo, sólo adquiere su realidad más allá del horizonte del sujeto que actúa.
   Jorge Luis Borges plantea esta paradoja: «La utopía sólo es visible para el ojo interior».
   Paradoja doblemente paradójica: Borges era ciego. Su texto lleva el título: «... Con los ojos cerrados de par en par».
   La utopía es una fuerza devastadora, pero nadie la ve. Es histórica porque hace historia. «El tiempo», dice Borges, «es la sustancia de que estoy hecho [...]. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río»14.

   Henri Lefebvre publicó su famoso libro Hegel, Marx, Nietzsche (o el reino de las sombras) a mediados de la década de 197015. Un periodista de Radio France le pregunta: «No quisiera ofender­le, pero se dice que es usted un utópico...». Y Lefebvre contesta:

   Todo lo contrario... me honra... reivindico esta cualidad... Los que se contentan con detener la mirada en el horizonte y se limitan a mirar lo que se ve, los que reivindican el pragmatismo y tra­tan de arreglarse únicamente con lo que tienen, no tienen ningu­na posibilidad de cambiar el mundo... Sólo los que miran hacia lo que no se ve, los que miran más allá del horizonte son realistas. Son los únicos que tienen la posibilidad de cambiar el mundo. La utopía es lo que está más allá del horizonte... Nuestra razón analí­tica sabe con precisión lo que no queremos, lo que hay que cam­biar absolutamente. Pero lo que debe venir, lo que queremos, el mundo totalmente ajeno, nuevo, sólo nos lo muestra nuestra mi­rada interior, solamente la utopía.

   Y más adelante: «... La razón analítica es un corsé... La uto­pía es el ariete»16.
   Ante los miembros del Comité de Salud Pública de París, que serán sus jueces, Saint-Just exclama: «Desprecio el polvo del que estoy hecho y que ahora os habla. Me podrán perse­guir y hacer que este polvo enmudezca. Pero os desafío a que me arranquéis esta vida independiente que me he dado por los siglos y en los cielos»17.
   Al día siguiente, 27 de julio de 1794, Saint-Just subía al ca­dalso de la plaza de la Concordia (entonces plaza de la Revo­lución), en París.
   Es difícil incluir entre los héroes triunfantes a los portado­res de utopía. Están más cerca de la guillotina, de la hoguera o del cadalso que de las reuniones victoriosas y los futuros es­plendorosos. Y sin embargo, sin ellos, toda la humanidad, toda la esperanza habrían desaparecido hace tiempo de nues­tro planeta.


II
La escasez organizada


   Hoy han aparecido nuevos sistemas feudales, infinitamen­te más poderosos, más cínicos, más brutales y más astutos que los antiguos. Se trata de las sociedades transcontinentales privadas de la industria, la banca, los servicios y el comercio. Estos nuevos déspotas ya no tienen nada que ver con los especuladores, los acaparadores de grano, los traficantes de papel moneda combatidos por Jacques Roux, Saintjusty Babeuf. Las empresas capitalistas transcontinentales privadas ejercen un poder planetario.
   He dado el nombre de cosmócratas a estos nuevos señores feudales. Son los amos del imperio de la vergüenza.
   Observemos el mundo que han creado.
   Ni el hambre ni la deuda son fenómenos nuevos en la his­toria. Desde la noche de los tiempos, los fuertes han contro­lado a los débiles a través de la deuda. En el mundo feudal, caracterizado por la ausencia de trabajo asalariado, el señor sometía a sus siervos a través de la deuda. El sistema de los <<vales» practicado por el latifundio ecuatoriano, paraguayo o guatemalteco, forma arcaica de la producción agrícola que ha sobrevivido hasta nuestros días, somete de la misma forma al trabajador rural1.
   El hambre también acompaña a la humanidad desde su aparición sobre la tierra. Las sociedades neolíticas africanas, que son los grupos exogámicos más antiguos que se conocen, vivían de lo que encontraban. Sus miembros recogían raíces, hierbas y frutas silvestres de una temporada de lluvias a la siguiente. No conocían ni la agricultura ni la domesticación de los animales, y sólo practicaban la caza de pequeñas presas. El infanticidio fue su primera institución social. Al comenzar la temporada seca (largo periodo de unos siete meses, durante el cual no era posible recoger nada y la caza era escasa), los ancianos contaban las bocas que debían alimentar y las provisio­nes disponibles. En función de una evaluación prospectiva, ha­cían que los padres eliminaran a un número variable de niños2.
   En el corazón de la inmensa obra de Karl Marx yace una preocupación fundamental: la definición de la carencia. Hasta su último aliento, Marx estuvo convencido de que el hombre viviría en el reino de la necesidad durante muchos siglos más. A la pareja maldita del amo y el esclavo le queda­ba mucho tiempo de vida.
   Marx recurre, para tratar esta cuestión, a una expresión difícil de traducir: «Der objektive Mangel» («la carencia objeti­va»). Esta palabra designa una situación en la que los bienes materiales disponibles en la tierra son objetivamente insuficientes para satisfacer todas las necesidades mínimas elementales de los hombres3. En vida de Marx (como en todos los siglos anteriores), la carencia objetiva gobernó el planeta, pues los bienes disponibles sobre la tierra eran muy insufi­cientes para satisfacer las necesidades vitales de los hombres4. Toda la teoría marxista de la división del trabajo, las clases so­ciales, el origen del Estado y la lucha de clases se basa en esta hipótesis de la carencia objetiva de bienes.
   Sin embargo, desde la muerte de Marx, y más especial­mente durante la segunda mitad del siglo XX, una formidable sucesión de revoluciones industriales, tecnológicas y científi­cas ha dinamizado las fuerzas productoras. Ahora el planeta desborda de riquezas.
   Es decir, el infanticidio, tal y como se practica día tras día, ya no obedece a ninguna necesidad.
   Los señores del imperio de la vergüenza organizan la es­casez a conciencia, de acuerdo con la lógica del máximo be­neficio.
   El precio de un bien depende de su escasez. Cuanto más escaso es un bien, más elevado es su precio. La abundancia y la gratuidad son las pesadillas de los cosmócratas, que dedi­can esfuerzos sobrehumanos a conjurar su perspectiva. Sólo la escasez garantiza el beneficio. ¡Organicémosla!
   Los cosmócratas aborrecen la gratuidad que viene de la naturaleza. La consideran una competencia desleal insopor­table. Las patentes sobre seres vivos, plantas y animales genéticamente modificados, la privatización de las fuentes de agua, deben acabar con esta intolerable disponibilidad. Vol­veremos sobre este tema.
   Organizar la escasez de los servicios, de los capitales y de los bienes es la actividad prioritaria de los señores del impe­rio de la vergüenza. Sin embargo, esta escasez organizada destruye cada año la vida de millones de hombres y mujeres sobre la tierra.
   Hoy podemos decir que la miseria ha alcanzado un nivel más horroroso que en ninguna otra época de la historia. Así es como más de 10 millones de niños de menos de 5 años mueren cada año de desnutrición, epidemias, contamina­ción de las aguas e insalubridad. El 50 por ciento de estos fa­llecimientos tienen lugar en los seis países más pobres del planeta. El 42 por ciento de los países del Sur acumulan el 90 por ciento de las víctimas5.
   Estos niños no son destruidos por una carencia objetiva de bienes, sino por una distribución desigual de éstos. Es decir, por una carencia artificial.
   Del 14 al 18 de junio de 2004 se celebró en Sao Paulo (Bra­sil) la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo. Celebraba el cuadragésimo aniversario de la fundación de la UNCTAD6. Al mismo tiempo, era la despedida de su secretario general, Rubens Ricupero.
   En el universo equívoco y turbio de las Naciones Unidas, Ricupero es un hombre aparte. Tiene un cuerpo ascético, filiforme, una voz dulce y una mirada azul, capaz de atravesar los glaciares. Militante contra la dictadura militar brasileña en su juventud, ahora opositor tenaz de los cosmócratas, cristíano insumiso y lleno de determinación, es como un Jacques Roux contemporáneo.
   Para 86 de los 191 países miembros de la ONU, los pro­ductos agrícolas representan lo esencial de sus ingresos proce­dentes de la exportación. Sin embargo, el poder adquisitivo que representan estos productos sólo es ya de un tercio o menos de lo que era hace cuarenta años, cuando se fundó la UNCTAD.
   Los 122 países del tercer mundo concentran el 85 por ciento de la población mundial, pero su participación en el comercio internacional es del 25 por ciento.
   El planeta cuenta actualmente con más de 1.800 millones de seres humanos que vegetan en una indigencia extrema, con meiios de un dólar al día, mientras que el 1 por ciento de los habitantes más ricos ganan tanto dinero como el 57 por ciento de las personas más pobres de la tierra.
   Hay 850 millones de adultos analfabetos y 325 millones de niños en edad escolar que no tienen ninguna posibili­dad de frecuentar la escuela.
   Enfermedades curables mataron el año pasado a 12 mi­llones de personas, esencialmente en los países del hemisfe­rio sur.
   En el momento de la fundación de la UNCTAD, la deuda externa acumulada de los 122 países del tercer mundo as­cendía a 54.000 millones de dólares. Actualmente es de más de dos millardos de dólares.
   En 2004,152 millones de recién nacidos no tenían el peso necesario al nacer. La mitad de ellos está condenada a sufrir alguna insuficiencia en su desarrollo psicomotor.
   La cuota en el comercio mundial de los 42 países más po­bres del mundo era del 1,7 por ciento en 1970. En 2004 había caído al 0,6 por ciento.
   Hace cuarenta años, 400 millones de personas sufrían desnutrición permanente y crónica. Actualmente son 842 millones.
   Desde el comienzo del nuevo milenio, atentados y catás­trofes, en una escalada del espanto, sacuden el planeta. De Nueva York a Bagdad, del Cáucaso a Bali, de Gaza a Madrid, millares de seres humanos han sido descuartizados, quema­dos, decenas de miles han sido heridos.
   En los países del hemisferio sur, los cementerios de las epidemias y el hambre se llenan de víctimas cada vez más nume­rosas. La exclusión y el paro causan estragos en Occidente.
   Los nuevos sistemas feudales capitalistas, por otra parte, no dejan de prosperar. El ROE (retum on equity, rentabilidad de fondos propios) de las 500 sociedades transcontinentales más poderosas del mundo ha sido del 15 por ciento anual desde 2001 en Estados Unidos, del 12 por ciento en Francia.
Los medios financieros de las sociedades superan con mucho sus necesidades de inversión: la tasa de autofinanciación asciende al 130 por ciento en Japón, al 115 por ciento en Estados Unidos y al 110 por ciento en Alemania. ¿A qué la dedican los nuevos señores feudales? Compran masivamente en la Bolsa sus propias acciones. Pagan a los accionistas dividen­dos fabulosos y a sus directivos gratificaciones astronómicas7.
   ¡No importa! Los beneficios superfluos siguen creciendo.

   El monopolio y la multinacionalización son vectores fundamentales de la forma de producción capitalista. Muchos historiadores consideran incluso que el proceso de vuelta al feudalismo, el carácter progresivamente autónomo del capi­tal, el nacimiento de grupos financieros mundialmente po­derosos, capaces de enfrentarse al interés general y a los de­cretos normativos del Estado, empezaron en el corazón mismo del proceso revolucionario francés.
   Por razones de oportunismo político, porque le preocupa­ba garantizar la unidad nacional frente a la amenaza extranje­ra, Maximilien Robespierre excluyó de la acción civilizadora y normativa de la Revolución los movimientos de capital priva­do. Por esta razón, Jacques Roux, Gracchus Babeuf, Jean-Paul Marat —pero no Saint-Just— atacaron violentamente a Robespierre. La representación nacional acabó dando la razón a este último. Roux, Marat, Babeuf pagaron con su vida su oposición intransigente a los poderes económicos.
   Ante la Asamblea Nacional de abril de 1793, Maximilien Robespierre declara: «La igualdad de las fortunas es una quimera...». En la sala, los especuladores, los nuevos ricos, los há­biles rentabilizadores de la miseria del pueblo, que habían obtenido ganancias apreciables de los cambios revoluciona­rios, respiraron aliviados. Robespierre les dijo: «No quiero tocar vuestros tesoros»8.
   Mediante esta declaración, e independientemente de sus intenciones reales, Robespierre le abría al capital privado el camino del dominio mundial.
   Las 374 mayores sociedades transcontinentales que figu­ran en el índice Standard and Poor’s poseen en la actualidad entre todas 555.000 millones de dólares de reservas. Esta suma se ha duplicado desde 1999. Ha aumentado un 11 por ciento desde 2003. La mayor empresa del mundo, Microsoft, guarda en sus arcas un tesoro de 60.000 millones de dólares. Desde comienzos de 2004, estas reservas crecen mil millones de dólares al mes...
   Eric Le Boucher lo comenta sobriamente: «Las multina­cionales están sentadas sobre considerables montañas de oro [...] con las que ya no saben qué hacer»9.
   Para los hombres y las mujeres de buena voluntad, parece imponerse una solución basada en el sentido común: ¿por qué no reducir el precio de venta de los productos? Es una forma de que los cosmócratas devuelvan una parte de los beneficios acumulados. También podrían aumentar los salarios y las primas, o crear nuevos puestos de trabajo. ¿Ypor qué no realizar inversiones sociales, especialmente en los países del hemisferio sur?
   Sin embargo, a los cosmócratas les horroriza cualquier intervención voluntarista en el libre funcionamiento del mer­cado. En lugar de pensar en redistribuir, aunque sea una parte ínfima de sus beneficios adicionales, siguen suprimiendo puestos de trabajo por centenares de miles, reduciendo sala­rios, restringiendo el gasto social y realizando fusiones a costa de los trabajadores.
   El capitalismo globalizado ha alcanzado una fase inédita que ni Jacques Roux, ni Saint-Just, ni Babeuf podían anticipar: el del crecimiento rápido y constante sin creación de em­pleo, sin promoción de los trabajadores y sin aumento del poder adquisitivo de los consumidores.

   En 2003, el número de millonarios en dólares, sumando todos los países, ascendía a 7,7 millones de personas. Se trata de un crecimiento del 8 por ciento comparado con las cifras de 2002. En otras palabras: en el plazo de un año han aparecido 500.000 nuevos millonarios en dólares.
   Cada año, el banco de negocios estadounidense Merrill Lynch, asociado al gabinete de consultoría Capgemini, censa el número de «ricos», es decir, de personas que poseen más de un millón de dólares en fortuna propia. Podemos comprobar que, si bien los ricos viven ante todo en América del Norte y Europa, su número crece rápidamente en China y en India. En este último país, su número ha crecido en un año (de 2002 a 2003) un 12 por ciento, y en China un 22 por ciento10.
   ¿Y en Africa? En la mayor parte de los países del continen­te, como es sabido, la acumulación de capitales es escasa, el producto de los impuestos es casi inexistente y las inversiones públicas son deficientes. Sin embargo, en un año (de 2002 a 2003), el número de millonarios en dólares originarios de alguno de los 52 países de Africa ha aumentado un 15 por cien­to. Actualmente son más de 100.000. Los africanos ricos po­seen 600.000 millones de dólares en capitales privados, frente a los 500.000 millones de dólares de 2002.
   En la mayor parte de los países del continente, el hambre y las epidemias causan estragos entre sus habitantes: los niños carecen de escuelas dignas de este nombre. El paro perma­nente y masivo destruye las familias. Sin embargo, los riquísi­mos africanos sólo invierten excepcionalmente en la econo­mía de su país de origen. Invierten su dinero allá donde obtengan la máxima rentabilidad. Un millonario de Ma­rruecos, Benin o Zimbabue especulará en la bolsa de Nueva York o en el sector inmobiliario de Ginebra, sin preocuparse en absoluto por las necesidades en inversiones sociales de sus compatriotas.
   Entre los depredadores de las economías africanas hay una gran mayoría de altos funcionarios, ministros y presiden­tes autóctonos. El aumento espectacular, en la lista Merrill Lynch/Capgemini, del número de millonarios africanos en dólares se explica fácilmente por la corrupción.
   En Ginebra tengo un amigo que trabajó en la banca pri­vada y se ha convertido en gestor particular de fortunas. Tra­baja sobre todo con Marruecos. Entre sus clientes más anti­guos hay una personalidad que —desde hace más de veinte años— le lleva todos los años aproximadamente un millón de dólares en efectivo para que los invierta en Occidente. Mi amigo está asqueado por este estado de cosas, pero no por ello deja de hacer su trabajo. Es padre de familia y, como dice con razón: «Si rompo con este cliente, no por ello dejará de saquear su país... Simplemente cambiará de agente».
   El patrimonio privado acumulado de los 7,7 millones de millonarios en dólares ascendía en 2003 a 28.800 millardos. ¡Qué diferencia con las fortunas privadas de los especuladores sobre el grano que denunciaba Jacques Roux a finales del siglo XVlll En poco más de doscientos años, la desigualdad de las condiciones ha aumentado en proporciones astronómicas, pero como en tiempos de los Enragés, la acumulación de la fortuna de los ricos sigue matando a los hijos de los pobres. Para ellos, la libertad y la felicidad siguen siendo fantasmas vanos.
   De Manila a Karachi, de Nuakchot a Sao Paulo y a Quito, en todas las megalópolis del hemisferio sur, centenares de miles de niños sin familia ni domicilio fijo deambulan por las calles. Tratan de sobrevivir como pueden: llevándose mer­cancía de las tiendas, vendiendo su cuerpo o robando por cuenta de la policía. Algunos son «aviones», como los llaman en las favelas de Río de Janeiro: transportistas de cocaína por cuenta de un jefe mafioso local.
   Su vida no vale un pimiento. Algunas asociaciones de comerciantes pagan a policías corruptos para que los maten. Las redes criminales obligan a las niñas a prostituirse. A veces, policías sádicos, por puro placer, los hacen sufrir. Pocos de estos «menores abandonados» llegan a la mayoría de edad.
   Pequeño, frágil, con una mirada intensa detrás de las gafas de montura fina, Helio Bicudo es desde comienzos de la dé­cada de 1990 un héroe nacional en Brasil. Diputado federal por Río de Janeiro, ha conseguido llevar a puerto el proceso conocido como el de «la matanza de la Candelaria». Unos policías militares degollaron y ametrallaron a trece niños de la calle que dormían en el pórtico de la catedral de la Can­delaria, en el centro de la ciudad. Cuatro víctimas tenían menos de seis años, cinco eran niñas.
   Uno de los niños escapó. Bicudo lo puso a salvo en Euro­pa (en Zúrich) con el fin de conservarlo con vida para que pudiera atestiguar en el proceso.
   Fue inaudito, pero el proceso se celebró. Cinco policías, uno de ellos capitán, fueron condenados a penas de cárcel.
   Otro milagro: a pesar de muchas amenazas y dos atenta­dos, el intrépido jurista sigue vivo.
   Lo vi en marzo de 2003, en la Maison des Associations de Ginebra, con ocasión de una reunión del consejo de la Organización Mundial contra la Tortura (es uno de sus princi­pales pilares). Bicudo me dijo: «El año pasado, más de 4.000 niños de la calle fueron asesinados. La mayor parte de ellos a manos de la policía [...]. Son las cifras aportadas por el juez de menores [...], pero el número de víctimas es como míni­mo dos veces más elevado».

   El subdesarrollo económico actúa sobre los seres huma­nos como una prisión. Los encierra en una existencia sin es­peranza.
   El encierro es persistente, la evasión casi imposible, el sufrimiento no tiene fin. Son pocos los que consiguen cortar sus barrotes. En las barriadas de chabolas de Fortaleza, de Dacca, de Tegucigalpa o de Karachi, el sueño de una vida me­jor se asemeja a un sueño irreal. La dignidad humana es una quimera. El dolor del presente es un dolor para la eternidad. Aparentemente no deja ningún resquicio para la esperanza.
   Para estos seres, la realidad de una sociedad con fuerzas de producción subdesarrolladas, que sufren sin defensa los decretos de los cosmócratas, se limita a algunas evidencias: falta de escuelas (y por lo tanto de movilidad social), de hospitales, de atención médica (y por lo tanto de salud), de alimentación regular, de trabajo remunerado, de seguridad, de autonomía personal.

   «It’s hell to bepoor» («La pobreza es un infierno»), dice Charles Dickens11.


III
La violencia estructural



   En el imperio de la vergüenza, gobernado por la escasez organizada, la guerra ya no es episódica, sino permanente. Ya no constituye una patología, sino la normalidad. Ya no equi­vale a un eclipse de la razón. Es la razón de ser del propio im­perio.
   Llamo violencia estructural a esta cosmogonía y a esta práctica nuevas.
   Durante mucho tiempo, en la historia de los hombres, se ha considerado la violencia como una patología, un desmo­ronamiento brusco y recurrente de las normas organizativas y morales en las que se basa la sociedad civilizada. Max Horkheimer analizó esta patología. La llama «eclipse de la razón» («Die Verfinsterungder Vemunft»1), título de uno de sus ensayos más famosos.
   En la historia, abundan los ejemplos de violencia extrema. Por ejemplo, ciento cuarenta años antes del nacimiento de Cristo, Escipión Emiliano quiebra la resistencia de los últi­mos combatientes de Cartago. La victoria estuvo precedida por una guerra implacable. El conquistador romano entra en una ciudad de 700.000 habitantes. Decide borrarla del mapa.
   Huyen centenares de miles de habitantes. Decenas de miles son degollados.
   Escipión Emiliano pasa el arado sobre el emplazamiento en el que en otro tiempo estuvo Cartago. Extiende sal sobre los surcos.
   La destrucción de Cartago ilustra lo que Horkheimer llama el eclipse de la razón (romana, en este caso), porque de vuelta a Roma, Escipión Emiliano vuelve a someterse al ius gentium, sistema de derecho que estructura el imperio y sus relaciones con los otros pueblos.
   En cambio, ahora el ejercicio de la violencia extrema ha pasado a formar parte de la cultura. Su dominio es total y permanente. Es la forma de expresión ordinaria—ideológi­ca, militar, económica, política— de los sistemas feudales ca­pitalistas. Habita el orden del mundo.
   En lugar de suponer un eclipse pasajero de la razón, pro­duce su propia cosmogonía y su propia teoría de la legitimi­dad. Genera una forma original de superyó colectivo plane­tario. Está en el corazón de la organización de la sociedad internacional. Es estructural.
   Con respecto a los valores fundadores de la Ilustración, es testimonio de una regresión evidente, y aparentemente sin retorno.
   Se manifiesta en los cuerpos descarnados de los campesi­nos congoleños, en los ojos ausentes de las mujeres bengalíes que buscan algo de comer para sus familias, en la humilla­ción del mendigo errante por la plaza de la Candelaria, en Río de Janeiro, abofeteado por un policía.
   Jean-Paul Sartre describió espléndidamente los mecanis­mos ocultos de la violencia estructural que se extiende por el mundo de la escasez organizada:

   En la reciprocidad modificada por la escasez, el otro se nos aparece como el contrahombre, en la medida en que este mismo hombre aparece como radicalmente Otro. Es decir, portador para nosotros de una amenaza de muerte. O también: compren­demos más o menos sus fines (son los nuestros), sus medios (te­nemos los mismos), sus estructuras dialécticas y sus actos, pero los comprendemos como si fueran los caracteres de otra espe­cie, nuestro doble demoníaco2.

   La ruptura de la reciprocidad produce catástrofes. De nue­vo Sartre:

En realidad, la violencia no es necesariamente un acto [...]. Está ausente como acto de numerosos procesos [...]. Tampoco es un rasgo de la Naturaleza o una Virtualidad oculta [...]. Es la inhumanidad constante de conductas humanas como escasez interiorizada, es decir, lo que hace que cada cual vea en los demás el Otro y el principio del Mal. [...] Por lo tanto, no es necesario —para que la economía de la escasez se convierta en violencia— que haya matanzas y prisiones, un uso visible de la fuerza [...]. Ni siquiera el proyecto actual de recurrir a ella. Basta con que las relaciones de producción se establezcan y se desarrollen en un clima de temor, de desconfianza mutua, con individuos siempre dispuestos a creer que el Otro es un contrahombre y que pertenece a la especie extranjera; en otros términos, que el Otro, sea quien fuere, siempre puede manifestarse ante los Otros como «el que empezó». Eso quiere decir que la escasez como negación en el hombre del hombre por la materia es un principio de inteligibilidad dialéctica3.

   La violencia estructural no es un concepto abstracto. Se re­vela en el sistema de asignación de los recursos disponibles en el planeta.
   Ralph Bunch, subsecretario general de la ONU de 1959 a 1971 y Premio Nobel de la Paz en 1950, escribió: «Peace, to have a meaningfor many who have known only suffering in both peace and war, musí be translated into bread or rice, shelter, health and education as wellasfreedom and human dignity». («Para que la paz tenga sentido para la multitud de seres humanos que hasta ahora sólo han conocido el sufrimiento, en tiempo de paz y en tiempo de guerra, debe convertirse en pan o en arroz, en vivienda estable, salud y educación, así como en dig­nidad humana y libertad»4).
   En una inmensa pared blanca que se encuentra sobre la galería de visitantes, a la entrada de la sala del Consejo de Se­guridad, en la primera planta del rascacielos de la ONU en Nueva York, hay un gráfico. Una pirámide invertida muestra, en sus dos tercios superiores, el gasto militar mundial en un año y en su tercio inferior el coste anual de los principales programas sociales, medioambientales y de desarrollo de la ONU. El gráfico corresponde a los datos del 1 de enero de 2000. Desde entonces, las cifras han cambiado, pero la estructura presupuestaria mundial es la misma.
   Estamos muy lejos de las aspiraciones de Bunch.

   El gasto en armamento de todos los Estados del mundo ha superado el billón de dólares en 2004. El 47 por ciento de este gasto ha sido realizado por Estados Unidos.

   El mundo gastó en 2003, para financiar armas de guerra, un 18 por ciento más que dos años antes5. Este aumento, como el del año anterior, corresponde a los cinco miembros perma­nentes del Consejo de Seguridad, especialmente Estados Uni­dos. Según el SIPRI (Stockholm International Peace Research Institute), esta tendencia proseguirá al menos hasta 2009.
   La actual «guerra mundial contra el terrorismo» que man­tiene el gobierno de los Estados Unidos es una ilustración casi perfecta de la violencia estructural que habita el orden de los cosmócratas.
   En Times Square, Manhattan, la asociación Project Billboard ha instalado un contador electrónico gigante, destina­do a indicar el coste, que crece todos los días, de la guerra en Irak. Situado en el cruce de las calles 47 y Broadway, el con­tador empezó a funcionar el miércoles 25 de agosto de 2004, con la cifra de 134.500 millones de dólares. La cifra aumen­ta en torno a 177 millones por día, 7,4 millones por hora y 122.820 dólares por minuto6. La guerra de Irak cuesta a Es­tados Unidos 4.800 millones de dólares al mes (periodo de cálculo: de septiembre de 2003 a septiembre de 2004).

   Erasmo había avanzado esta idea interesante: la paz tiene un precio. Es posible comprar la paz. En otras palabras, si pusiéramos precio a la paz, la guerra desaparecería de la tierra. En su Querella de la paz, escribió: «No calculo aquí las sumas de dinero que pasan por las manos de los proveedores de armas y de sus empleados, y entre las manos de los generales. Si tras realizar un cálculo exacto de todos estos gastos, no queda demostrado que con la décima parte habría sido posi­ble comprar la paz, sufriré con resignación que me expulsen de todas partes»7.        

Gráfico:














   Contra los crímenes cometidos por George W. Bush, Ariel Sharon y Vladimir Putin (en Irak, en Palestina y en Chechenia) se alzan grupúsculos fanatizados de terroristas san­grientos. Al terrorismo de Estado responde el terrorismo grupuscular. Y aunque sus dirigentes proceden a menudo de las clases acomodadas de Arabia Saudí, Egipto y otros países, sus «soldados» se suelen reclutar entre las poblaciones más desfavorecidas de los shanty tawns de Karachi, las barriadas de chabolas de Casablanca o las aldeas desoladas de las monta­ñas del Indu Kush. Lo absurdo de los gastos militares salta así a la vista: la miseria es el caldo de cultivo del terrorismo grupuscular; la humillación, la miseria, la angustia por el futuro favorecen considerablemente la acción de los kamikazos.
   Una fracción de las sumas invertidas en la «guerra mun­dial contra el terrorismo» sería perfectamente suficiente para erradicar las peores plagas que afligen a las poblaciones olvidadas del planeta. En su informe anual de 2004, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) considera que un gasto anual de 80.000 millones de dólares durante un periodo de diez años permitiría garantizar a todos los seres humanos el acceso a la educación básica, a la asistencia sanitaria básica, a una comida adecuada, al agua potable y a infraestructuras sanitarias, y para las mujeres acceso a la atención ginecológica y obstétrica...
   Sin embargo, la «guerra mundial contra el terrorismo» ciega a los que la dirigen.
   Esta guerra no tiene enemigos claramente identificados. Tampoco tiene un final previsible. Es una guerra de mil años.

   Poco antes de su asesinato, el 30 de enero de 1948, a manos de Natural Godse, el Mahatma Gandhi se dirigió por última vez a la inmensa multitud. Las matanzas entre hindúes y musulmanes acababan de costar la vida a más de 5.000 personas en Calcuta.
   La multitud clamaba venganza.
   Gandhi les dijo: «¿Queréis venganza? ¿Ojo por ojo? [...] Seguid así y pronto toda la humanidad estará ciega».

   Los cosmócratas y sus auxiliares en la Casa Blanca, en el Pentágono y en la CIA, es decir, todos los responsables de la «guerra mundial contra el terrorismo», desarrollan una con­cepción ontológica del mal. Ellos mismos definen con total libertad lo que consideran terrorismo. En esta definición no interviene ningún elemento de orden objetivo. Es terrorista aquel que los gobernantes (estadounidenses, israelíes, rusos, etcétera) designan como tal. Practican la guerra preventiva.
   Escuchemos a Donald Rumsfeld, secretario de Defensa estadounidense: «Mi opinión es que estamos en guerra, en guerra mundial contra el terror, y que los que no están de acuerdo con ello son en su mayor parte terroristas8».
   Los cosmócratas colocan por delante de los principios de la Carta de las Naciones Unidas, de la seguridad colectiva, de los derechos humanos y del derecho internacional, su subjetividad, es decir, sus intereses privados.
   ¡Menuda hipocresía! Pretenden luchar (bombardear, asesi­nar...) para restablecer la justicia y la paz en el mundo, y en rea­lidad sólo persiguen sus intereses personales, privados. Porque detrás de las guerras preventivas de los Estados Unidos, todos lo sabemos, como primera motivación están los intereses financieros de las sociedades transcontinentales capitalistas.
   Volvamos al ataque estadounidense contra Irak en marzo de 2003.
   El subsuelo mesopotámico ocupa el segundo lugar en el rango de las reservas petroleras conocidas en el mundo hasta la fecha: el equivalente de unos 112.000 millones de barriles. Como bien sabemos, un barril equivale a 159 litros. Entre Kirkuk y Basora, las reservas iraquíes ascienden a 18.000 millardos de litros. Y los expertos consideran que las reservas sin descubrir son gigantescas.
   Antes de 2003, Irak explotaba 1.821 pozos de petróleo. Los 800 pozos explotados en el territorio de Estados Unidos producen juntos tanto como un único pozo iraquí.
   Y más importante que la extensión de los campos petrolí­feros es la situación geológica del petróleo iraquí. Tanto en el norte como en el sur del país está cerca de la superficie. Basta perforar unos metros para que brote el oro negro. Si el precio de coste de un barril de bruto es de 10 dólares en Texas y de 15 dólares en el mar del Norte, en Irak asciende a menos de un dólar.
   Las sociedades transcontinentales Halliburton, Kellogg and Root, Chevron y Texaco desempeñaron un papel deter­minante en la preparación del asalto estadounidense contra los campos petrolíferos iraquíes. El vicepresidente Dick Cheney había sido presidente de Halliburton; la actual ministra de Asuntos Exteriores, Condoleezza Rice, había dirigido Chevron, al igual que el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. El presidente George W. Bush debe su considerable fortuna personal al petróleo tejano.
   El New York Times del 29 de octubre de 2004 nos informa de que en el primer semestre de 2004 los beneficios netos de las siete mayores sociedades petroleras estadounidenses aumentaron una media del 43 por ciento.
   Otro ejemplo. Las sociedades transcontinentales de fabri­cación y comercio de armas de guerra, así como los fondos de inversión especializados en financiación de electrónica militar (como el Carlyle Group), se benefician día tras día del aumento masivo del presupuesto militar justificado por la «amenaza terrorista». Muchas grandes cadenas de televisión en Estados Unidos, cuya audiencia diaria se valora en dece­nas de millones de personas, pertenecen a los fabricantes de armas. La NBC, por ejemplo, es propiedad de General Elec­tric, uno de los mayores fabricantes mundiales de electróni­ca militar.
   ¿Quién se puede extrañar de que en estas condiciones, sal­tando alegremente de la mentirijilla a la mentira de Estado, la «guerra mundial contra el terrorismo» recurra tan fácilmente a la manipulación a través del miedo, al rechazo del otro, a la xenofobia y al racismo?
   Richard Labéviére escribe: «Esta manipulación es típica de los regímenes totalitarios [...]. La guerra sin fin contra el terrorismo no sólo supone operaciones militares (en todos los continentes), también genera un enfoque carcelario que es una pura y simple política de apartheid»9.
   ¿Cómo hacen los cosmócratas para que los Estados y los pueblos del mundo acepten su estrategia? En la base de su acción está la ecuación, incansablemente repetida, «búsqueda de la paz» = «guerra contra el terrorismo». Todo el mundo quiere la paz, así que todo el mundo se pliega a las exigencias fijadas por los cosmócratas.
   Las fuentes ideológicas de esta violencia totalitaria son numerosas y variadas. El gran rabino Marc Raphaél Guedj de Ginebra, asociado al pastor Albert de Pury, nos cita algunas de ellas: «Generar un discurso absolutista para encadenar las conciencias, sacralizar una tierra, reivindicar la exclusiva de la salvación, considerarse de esencia superior, considerarse heredero legítimo del patrimonio ajeno, tomar al pie de la letra los textos que preconizan la guerra santa, o también convertir en mesiánicas las empresas humanas: éstas son al­gunas de las fuentes potenciales de violencia»10.
   En el siglo XIII, antes de cada una de sus campañas de ra­piña y pillaje contra las desgraciadas familias campesinas de Polonia y Lituania, los caballeros teutónicos rezaban duran­te largo tiempo, intensamente y —sobre todo— públicamente. Invocaban, en palabras del rabino Guedj, «la exclusividad de la salvación».

   «El ejército de Dios, en la casa de Dios, en el reino de Dios [...]. Hemos sido educados para esta misión [la lucha contra el terror islámico] [...]. Los musulmanes nos odian porque somos una nación cristiana [...]. El enemigo es un tipo que se llama Satán [...]. Mi Dios es más grande que el suyo [...]. Sé que mi Dios es un Dios verdadero y el suyo un ídolo».
   ¿Quién lo dijo?
   Pues bien, el autor de estas palabras inmortales es uno de los generales en activo más prestigiosos de las fuerzas arma­das estadounidenses. Es un soldado de élite que sirvió en los comandos Delta de Somalia. En junio de 2003, el presidente George W. Bush le nombró subsecretario adjunto de Defen­sa, responsable de información militar. Su nombre: general William «Jerry» Boykin11.
   ¿Cómo no rebelarse al ver las fotos publicadas por el International Herald Tribune, que muestran al presidente George W. Bush y a sus principales cómplices, con las manos juntas, los ojos cerrados, los codos sobre la inmensa mesa de made­ra de caoba de la Cabinet Room, invocando la bendición de Dios para que triunfase el bombardeo de las ciudades superpobladas de Mesopotamia y Afganistán?12



IV
La agonía del derecho


  ¿Cómo explicar que la guerra preventiva sin fin, la agresi­vidad permanente, la arbitrariedad, la violencia estructural de los nuevos déspotas puedan reinar sin trabas? Actualmen­te, la mayor parte de las barreras del derecho internacional se han desmoronado. La propia ONU está exangüe.
   Según la bella fórmula de Maximilien Robespierre, el dere­cho existe para organizar «la coexistencia de las libertades». Incapaz de cumplir esta función, el derecho internacional actualmente agoniza. ¿Por qué este desmoronamiento?

   El derecho internacional tiene como objetivo principal ci­vilizar y domesticar la violencia arbitraria de los poderosos. Expresa la voluntad normativa de los pueblos. La.Carta de las Naciones Unidas se abre con estas palabras: «We, thepeople of the united nations...» («Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas...»).
   En realidad, como es sabido, las Naciones Unidas es una organización de Estados. Al igual que las demás grandes organizaciones internacionales nacidas en su estela. Y especialmente la Organización Mundial de Comercio, el Banco Mun­dial, el Fondo Monetario Internacional... Es decir, el derecho internacional obliga en primer lugar, y hasta ahora casi exclusivamente, a los Estados. ¿En qué consiste?
   En primer lugar, están los derechos humanos. La Decla­ración Universal del 10 de diciembre de 1948 los proclama. Cada nuevo Estado que desea incorporarse a la ONU debe firmar la declaración. Los derechos humanos son teórica­mente imperativos. En la práctica, sin embargo, no lo son, pues no existe a escala mundial un Tribunal de Derechos Humanos1. La Comisión de Derechos Humanos, formada por cincuenta y tres Estados elegidos (por un mandato de tres años) por la Asamblea General, vigila que se respeten estos derechos. Su única arma en caso de violación: votar una resolución de condena.
   Segundo límite: hija de la Declaración de Filadelfia de 1776 y de la francesa de 1789, la Declaración Universal de la ONU (y la exégesis que hicieron de ella sus principales redactores, Eleonore Roosevelty René Cassin), se ocupa básicamente de los de­rechos civiles y políticos (libertad de prensa, de asociación, de expresión, libertad religiosa, etcétera). En su artículo 25, la De­claración evoca también el ejercicio de algunos derechos económicos y sociales (protección de la maternidad, derecho a la alimentación, seguridad en caso de desempleo, viudez, invalidez, derecho a la vivienda, a la atención médica, protección de la infancia...). Sin embargo, la guerra fría, a partir del golpe de Estado de Praga en 1948, congeló el debate internacional so­bre los derechos humanos, obstaculizando especialmente el re­conocimiento de los derechos económicos y sociales.
   Hasta la implosión de la Unión Soviética, en agosto de 1991, uno de cada tres hombres de la tierra vivía en un régimen comunista. Los regímenes comunistas rechazaban la democracia pluralista, el sufragio universal y el ejercicio de las libertades públicas que son su fundamento. Practicaban un sistema de partido único, vanguardia y expresión de la voluntad popular. Los regímenes comunistas daban prioridad absoluta al pro­greso social de sus poblaciones. Por esta razón preferían que se concretasen los derechos económicos, sociales y culturales del hombre frente a los derechos civiles y políticos.
   La comisión encargada de elaborar la Declaración Univer­sal se reunió por primera vez en la primavera de 1947. El em­bajador de Gran Bretaña atacó desde un principio: «¡Quere­mos hombres libres, no esclavos bien alimentados!»
   El embajador de la Unión Soviética contestó: «Incluso los hombres libres pueden morir de hambre».
   Desde el principio de la guerra fría, un diálogo de sordos, que a veces degeneraba en intercambio de insultos, enfrentó a las dos mitades del mundo. Occidente acusaba al mundo comunista de negar los derechos civiles y políticos, con el fin de impedir el ejercicio de las libertades y el advenimiento de la democracia. Los gobiernos comunistas, por su parte, re­prochaban a los occidentales su democracia de fachada, ol­vidando la lucha por una justicia social.
   Butros Butros-Ghali, secretario general de la ONU de 1992 a 1995, tuvo la intuición de convocar la conferencia de Viena. Dos años después de la caída de la Unión Soviética, convocó en la capital austríaca la primera conferencia mundial sobre los Derechos Humanos. Gracias a su sutileza, su energía, su paciencia informada, se produjo la reconciliación de las dos formas de entender los Derechos Humanos. Así es como la Declaración de Viena (1993) consagra la equivalencia entre los derechos civiles y políticos, por una parte, y los derechos sociales, económicos y culturales, por otra.
   «Una papeleta electoral no da de comer al hambriento», escribió Bertolt Brecht.
   Sin derechos económicos, sociales y culturales, los dere­chos cívicos y políticos son bastante inoperantes. Ningún pro­greso social duradero es posible sin libertad individual, sin democracia.
   Todos los derechos humanos se consideran ahora univer­sales, indivisibles e interdependientes. Entre ellos no existe ninguna jerarquía.
   A la Declaración Universal de 1948 se sumarán seis gran­des convenciones (contra la tortura, sobre la eliminación de la discriminación contra la mujer, contra la discriminación racial, sobre los derechos del niño, por los derechos econó­micos, sociales y culturales, por los derechos civiles y políti­cos). La mayor parte de los Estados las han ratificado.
   Algunas de estas convenciones van acompañadas de pro­tocolos adicionales que permiten a las personas que se consideran perjudicadas dirigirse directamente al comité encar­gado de la aplicación de dicha convención. Es el caso, por ejemplo, de la convención contra la tortura: el torturado o su familia pueden pedir una reparación ante el comité.
   Con el paso de los años un número variable de Estados ha ido firmando multitud de nuevas convenciones: contra la producción y la exportación de minas terrestres antipersona, contra la contaminación atmosférica, contra las armas bioló­gicas y químicas, sobre la protección del clima, de las aguas y de la biodiversidad, etcétera.
   La Corte Penal Internacional persigue a los responsables de crímenes de guerra, crimen de genocidio y crímenes de lesa humanidad2.
El Consejo de Seguridad y la Asamblea General son fuen­tes constantes de derecho internacional. Ni la Carta ni nin­gún otro documento les habilitan para hacerlo, pero lo hacen no obstante y sus resoluciones son la base de un derecho con­suetudinario. Ejemplo: el derecho a la injerencia nació de una resolución del Consejo de Seguridad. Cuando un go­bierno viola gravemente los derechos de su pueblo (o de una minoría que forma parte del mismo), la comunidad internacional tiene derecho de intervención y derecho de protec­ción. Los kurdos de Irak deben su supervivencia a una reso­lución de este tipo3.
   Desde 1945, la Asamblea General ha votado más de 700 resoluciones fundamentales y el Consejo de Seguridad más del 30.
   Además del derecho internacional propiamente dicho, está el amplio arsenal del derecho llamado humanitario. Su base está formada por los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 y sus dos protocolos adicionales (sobre el trato debido a los prisioneros de guerra, los derechos de las poblaciones civiles en tiempos de guerra, las obligaciones de las potencias ocupantes, los deberes de los beligerantes en caso de con­flictos no estatales, etcétera).
   Es decir, desde el punto de vista de los textos y de la jurisprudencia, el derecho internacional propiamente dicho y el derecho internacional humanitario están en una evolución constante y rápida. Entonces, ¿por qué estamos asistiendo a un desmoronamiento de la capacidad normativa del derecho internacional?
   En primer lugar, vemos aquí los efectos reforzados de una economía globalizada sometida a la dictadura de los cosmócratas, directivos de las principales sociedades transcontinen­tales privadas del mundo. Para rentabilizar al máximo y en el tiempo más corto posible sus capitales, los nuevos señores feu­dales no necesitan a los Estados ni a la ONU. La Organización Mundial de Comercio, la Unión Europea y el Fondo Moneta­rio Internacional son suficientes: los han convertido en ejecu­tores dóciles de sus estrategias. Ya lo he dicho, los principales súbditos del derecho internacional son los Estados, estos mis­mos Estados cuyos poderes de soberanía se disuelven como la nieve al sol dentro del marco de la economía globalizada. De ahí la pérdida radical de eficacia normativa del derecho in­ternacional estatutario o convencional.
   Hay otra razón para la agonía del derecho internacional, y por ende de la ONU. Se trata de una razón más difícil de percibir.
   En el seno mismo del aparato de Estado estadounidense, principal brazo armado de los cosmócratas de todas las nacionalidades, se ha producido una mutación.
   En 1957, Henry Kissinger, quincuagésimo sexto secretario de Estado de los Estados Unidos, publicaba su tesis doctoral, con el título: A worid restored: Meítemich, Castlereagh and theproblems ofpeace 1812-182214. En ella desarrollaba la teoría impe­rialista que después aplicó, de 1969 a 1975, como miembro del Consejo Nacional de Seguridad, y de 1973 a 1977, como secretario de Estado. Su tesis central es la siguiente: la diplo­macia multilateral sólo produce el caos. El estricto respeto del derecho a la autodeterminación de los pueblos y la soberanía de los Estados no permite garantizar la paz. Sólo una potencia planetaria tiene medios materiales y capacidad de intervención rápida en periodo de crisis. Es la única capaz de imponer la paz.
   Henry Kissinger es con seguridad uno de los mercenarios más cínicos del imperio de la vergüenza. Sin embargo, en una conferencia del Centro de Estudios Estratégicos del Ins­tituto Universitario de Altos Estudios Internacionales, que se celebró en el sótano del hotel Président Wilson en Ginebra, en 1999, analizó de forma penetrante el conflicto mortífero de Bosnia. Escuchándole, sentí crecer la duda en mi interior. ¿Y si tuviera razón?
   Durante veintiún meses, Sarajevo estuvo rodeada, bombar­deada por los serbios: hubo 11.000 muertos, decenas de miles de heridos, prácticamente todos civiles. La mayoría eran niños. Las Naciones Unidas y los Estados europeos eran incapaces de devolver la razón a los asesinos de Milosevic. Hasta el día en que la potencia estadounidense decidió bombardear a los artilleros serbios apostados alrededor de Sarajevo, imponer la reu­nión de Dayton y pacificar por la fuerza los Balcanes.
   Vemos que la teoría de Kissinger no es totalmente absurda... pues las disfunciones de la diplomacia multilateral saltan a la vista. Durante el decenio 1993-2003, cuarenta y tres guerras consideradas de baja intensidad (menos de 10.000 muertos al año) asolaron el planeta. La ONU no pudo impedir ninguna. En cualquier caso, la teoría imperial de Kissinger se ha conver­tido en la ideología dominante en Estados Unidos.
   En el enunciado de Kissinger hay implícita una hipótesis: la fuerza moral, la voluntad de paz, la capacidad de organi­zación social del imperio son superiores a las del resto de los poderes. Precisamente esta hipótesis es sistemáticamente desmentida por la acción del aparato político y militar estadou­nidense.

   Théo Van Bowen, relator especial de la Comisión de De­rechos Humanos sobre la Tortura, tomó la palabra el miér­coles 27 de octubre de 2004 ante la Asamblea General de la ONU en Nueva York. En un silencio absoluto, ante una sala aterrorizada, enumeró meticulosamente los métodos de tor­tura aplicados por la potencia ocupante en Irak y en Afganis­tán con los prisioneros de guerra o simples sospechosos: privación de sueño durante largos periodos, encierro enjaulas en las que el cautivo no puede estar de pie, ni sentarse ni tumbarse, traslado de detenidos a prisiones secretas o a paí­ses en los que se practican los métodos más atroces de muti­lación, violaciones y humillaciones sexuales, ejecuciones fin­gidas, mordeduras de perros, etcétera.
   El 18 de septiembre de 2004, el presidente de los Estados Unidos firmó una orden presidencial secreta que permite la creación de comandos que operan al margen de las leyes nacionales o internacionales. La tarea de estos comandos es dete­ner, interrogar y ejecutar en todo el mundo a los «terroristas». En su libro Obediencia debida: del 11-S a las torturas de Abu Ghraib, el ex periodista del New York Times, Seymour Hersh, presenta al­gunos ejemplos precisos de la acción de estos comandos5.
   Lo más asombroso es que el presidente estadounidense decide libremente cuáles de los detenidos, capturados por las autoridades estadounidenses, cuentan con la protección de las Convenciones de Ginebra, de sus protocolos adicionales y de los principios generales del derecho humanitario y cuá­les quedarán «legalmente» librados a la arbitrariedad de sus carceleros.
   El 7 de junio de 2004, el Wall Street Journal publicaba los elementos principales de un memorando de cien páginas preparado por los juristas del Pentágono. Este texto indicaba que todos los agentes del gobierno (soldados, infantes de marina, aviadores, agentes secretos, funcionarios de prisiones, etcétera) que actúan bajo la autoridad del presidente y al servicio de la seguridad nacional gozan de total inmunidad judicial. Aunque humillaran, violaran, mutilaran, desfiguraran o mataran a los detenidos, no podrían ser perseguidos6.
   Los agentes secretos, funcionarios de prisiones, policías y soldados al servicio del presidente de los Estados Unidos pueden ignorar sin problemas la Convención contra la tor­tura de la ONU o los Convenios de Ginebra ratificados por Estados Unidos.
   El argumento de los juristas del Pentágono es el siguien­te: todas las leyes y convenciones de las Naciones Unidas contra la tortura quedan derogadas «por la autoridad cons­titucional, inherente a la presidencia, que actúa para prote­ger al pueblo de los Estados Unidos» («the inherent constitutional authority to manage a military campaign toproted the American people»).
  Y más adelante: «Bans on torture must be construed as inapplicable to interrogations undertakenpursuant to his authority as commanderin chief» («La prohibición de la tortura queda suspen­dida para los interrogatorios realizados bajo la autoridad del comandante en jefe»).
   Los crímenes de guerra cometidos actualmente por los funcionarios estadounidenses en los campos de concen­tración del desierto afgano y en las celdas de tortura de Abu Ghraib en Bagdad son un terrible desmentido a la preten­sión, implícita en la teoría imperialista, de una superioridad moral del poder imperial, aunque estos crímenes sean juz­gados. Protegido y alentado por este mismo poder imperial, el gobierno de Ariel Sharon oprime de la peor manera posible a cuatro millones de seres humanos en Palestina. El régimen de Vladimir Putin, otro gran aliado de los cosmócratas, ase­sina a decenas de miles de chechenos. Desde 1995, 180.000 civiles han sido asesinados por el ocupante ruso, es decir, un 17 por ciento de la población total de Chechenia.

   ¿Cómo se las arreglan los nuevos déspotas feudales y el aparato político y militar que les sirve para paralizar la acción de las Naciones Unidas?
   El gobierno de Washington financia el 26 por ciento del presupuesto ordinario de funcionamiento de la ONU, la mayor parte del presupuesto especial para operaciones de mantenimiento de la paz (los 72.000 cascos azules activos en países) y gran parte de los presupuestos de las veintidós organizaciones especializadas. En cuanto al Programa Mundial de Alimentos (PMA), que dio de comer a 91 millones de personas en 2004, Washington contribuye en un 60 por ciento, principalmente entregando alimentos procedentes de los excedentes estadounidenses.
   Desde hace más de cinco años (septiembre de 2000), ejerzo mi mandato de relator especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación. Este cargo no me convierte en funcionario. Me garantiza inmunidad y la independencia más absoluta.
   Observo el aparato. Puedo comprobar que prácticamente ningún funcionario por encima del grado P-5, independien­temente del lugar que ocupe en el sistema amplio y comple­jo de las Naciones Unidas, e independientemente de su na­cionalidad de origen, puede optar a ninguna promoción sin el aval explícito de la Casa Blanca.
   Abro aquí un paréntesis: los gobiernos de la Unión Europea, especialmente el de Francia, no se preocupan prácticamente, o bien lo hacen de forma bastante torpe, de los contratos y ascensos de sus nacionales y aliados en el seno del sistema de las Naciones Unidas. De este modo, aunque Francia suele desempeñar en el Consejo de Seguridad y en la Asamblea General un papel agresivo e independiente, su influencia es prácticamente nula dentro del aparato. La situación es la misma para España.
   En cambio, en el sótano de la Casa Blanca hay una oficina con un equipo específico formado por altos funcionarios y diplomáticos. Se encarga del seguimiento de la carrera y de los movimientos de cada uno de los principales cargos de las Naciones Unidas o de sus organizaciones especializadas7. Si alguien se desmarca tiene pocas posibilidades de sobrevivir en el sistema. Tarde o temprano será eliminado por decreto o caerá en una trampa preparada por esta célula.
   Un ejemplo: Kosovo es actualmente un protectorado internacional8. Las Naciones Unidas, que autorizaron en 2001 el recurso a la fuerza (a través de la OTAN) contra los ocu­pantes serbios, ejercen actualmente una especie de soberanía temporal. Sin embargo, las tropas que están allí estacio­nadas, la administración civil y los recursos presupuestarios de Kosovo proceden de la Unión Europea.
   El Alto Representante de la comunidad internacional en Prístina, que está al mando de las fuerzas militares interna­cionales y de la administración civil, es propuesto por el Consejo de Ministros de la Unión Europea. Su elección es objeto de una ratificación puramente formal del secretario general de la ONU, Kofi Annan.
   En 2003, el alemán Michael Steiner, ex asesor diplomático del canciller Schróder, llegó al término de su mandato de Alto Representante. La Unión Europea nombró para sucederle a Pierre Schori.
   Schori había sido el amigo más íntimo y el confidente de Olof Palme. Ministro de Cooperación e Inmigración, euro­diputado, embajador de Suecia en la ONU en Nueva York, también es uno de los diplomáticos más competentes y más respetados de Europa.
   ¡Gran furia en la célula subterránea de la Casa Blanca!
   Hay que decir que en su juventud Pierre Schori se había manifestado —junto con Olof Palme y la práctica totalidad de los dirigentes socialistas suecos— en contra de la agresión de Estados Unidos a Vietnam. Acusado de «antiamericanis­mo» por la célula, la Casa Blanca exigió inmediatamente que se retirara su candidatura. Kofi Annan recibió cuatro visitas sucesivas de Colin Powell...
   La amenaza era explícita: si el secretario general ratifica­ba la elección europea, los Estados Unidos interrumpirían sus relaciones con la alta representación en Prístina.
   Como suele suceder, Kofi Annan debió ceder al chantaje y se negó a ratificar el nombramiento de Schori.
   Cualquier crítica de la guerra entablada contra el «terro­rismo», de lo que he llamado violencia estructural o de cual­quier otra violación del derecho internacional es castigada sin piedad por la Casa Blanca, a propuesta de la célula.
   De esta forma, limitado a sus actividades más técnicas —combate contra las epidemias, reparto de comida, ayuda a la escolarización de los niños pobres, etcétera—, el papel de las Na­ciones Unidas se ha debilitado considerablemente.
   En junio de 2005 celebraron su 60 aniversario, pero es po­sible que no duren mucho tiempo más.


V
LA BARBARIE Y SU ESPEJO



   El imperio de los cosmócratas y de sus auxiliares políticos se está enfrentando hoy en día al terrorismo de la Yihad Islámi­ca, de Al Qaeda, de los Grupos Islámicos Armados (GIA) ar­gelinos o de Yamá al Islamiya en Egipto, el movimiento sala- fista y otras organizaciones del mismo tipo. Actualmente, estos movimientos son el único adversario realmente eficaz —en todo caso en el plano militar— de la violencia estructu­ral practicada por los cosmócratas y sus mercenarios de las fuerzas armadas estadounidenses.
   Régis Debray resume la situación: «Podemos optar entre un imperio exasperante y una Edad Media insoportable»1.
   Se impone una precisión: recurro al término «islamista» porque ya forma parte del vocabulario corriente, tanto en el mundo árabe como en Occidente. No hace falta decir que las matanzas ciegas de niños, mujeres, hombres, la obsesión por la teocracia y el racismo antijudío y anticristiano son totalmente contrarios a la fe musulmana o a las enseñanzas del Corán.
   Desde la noche de los tiempos, los pueblos se rebelan.
   En el primer siglo de nuestra era, un pastor tracio captura­do por los romanos y convertido en gladiador se escapó del acantonamiento de Capua, con setenta de sus compañeros. Espartaco llamó a la rebelión de los esclavos contra el Imperio Romano. A la cabeza de varias decenas de miles de rebeldes, derrotó sucesivamente a varios ejércitos romanos. Quemó los latifundios liberó a los esclavos a su paso y trató de llegar a Sicilia. En el año 71, las legiones al mando de Licinio Craso pusie­ron fin a su marcha triunfal en Lucania. Espartaco y miles de combatientes fueron hechos prisioneros y crucificados a lo largo de la vía Apia.
   En una noche de septiembre de 1831, los muros de Varsovia se cubrieron de carteles, incluso bajo las ventanas del ma­riscal de campo Paskievitch, verdugo ruso de Polonia. En ca­racteres latinos y cirílicos se podía leer: «Por nuestra libertad y por la vuestra». Pocos soldados del ejército de ocupación ruso comprendieron el mensaje. La insurrección se aplastó en un baño de sangre. (Habrá que esperar a 1989 y la victo­ria pacífica de Solidarnosc para que la violencia colonial rusa saque las manos de Polonia.)
   Más cerca de nosotros, del FLN argelino al Frente Farabundo Martí del Salvador y el CNA sudafricano, de la UPC camerunesa al Frente Sandinista de Nicaragua, la lista de mo­vimientos armados de liberación es impresionante. Muchos de ellos han sido aplastados por sus enemigos. Otros han sa­lido victoriosos, pero una vez llegados al poder se han hun­dido en la corrupción o la burocracia. Otros —como el EPFL de Eritrea (Eritrean People’s Liberation Front, Frente Popular para la Liberación de Eritrea)— han caído en terribles velei­dades bonapartistas. Sin embargo, todos ellos, de forma dis­creta o deslumbrante, han sido portadores de esperanza.
   Todos los movimientos que acabo de nombrar, y en pri­mer lugar los revolucionarios de 1789 en Francia, se sentían portadores de una misión universal. Todos estaban conven­cidos de que no luchaban únicamente por la liberación de su territorio y su pueblo, sino por la felicidad, la dignidad de todos los hombres. Los valores que inspiraba su sacrificio afectaban a toda la humanidad.

   Escuchemos de nuevo a Robespierre:

   ¡Franceses, una gloria inmortal os espera! Deberéis comprarla con grandes esfuerzos. Tenemos que elegir entre la esclavitud más odiosay una libertad perfecta [...]. La suerte de todas las naciones está vinculada a la nuestra. El pueblo francés debe sostener el peso del mundo y defenderse al mismo tiempo de los tiranos que lo maltratan [...]. ¡Que todos despierten, que todos tomen las armas! ¡Que los enemigos de la libertad vuelvan a las tinieblas! ¡Que suene el clarín en París y que se oiga en todo el mundo!2.

   En agosto de 1942, Missak Manouchian sucedió a Boris Holban a la cabeza del grupo de francotiradores del MOI (Movimiento de Obreros Inmigrados). Los ocupantes nazis habían colgado por París un cartel rojo con los rostros de algunos de los miembros del grupo y sus nombres. Como eran de origen extranjero, armenios o polacos sobre todo, los nazis trataban de hacer creer que la resistencia armada fren­te al terror estaba en manos de extranjeros.
   En noviembre, un traidor entregó el grupo a la Gestapo. Manouchian y más de sesenta compañeros, hombres y muje­res, incluidos los veintitrés del famoso «cartel rojo», fueron detenidos.
   Fueron atrozmente torturados por los alemanes y después fusilados en el Mont Valérien, el 21 de febrero de 1943.
   La noche anterior a su ejecución, Manouchian escribió a su mujer: «No siento odio hacia el pueblo alemán».
   Antes de la batalla de Matanzas, que le costaría la vida, José Martí escribió en su diario: «Patria es humanidad»3.
   Augusto César Sandino dirigió la primera guerra popular de liberación nacional de Nicaragua. En enero de 1934, el úl­timo marine estadounidense abandonaba la ciudad de Mana­gua. La noche del 22 de febrero de 1934, Sandino salió del palacio de gobierno para dirigirse a la catedral. Pedro Altamirano le acompañaba. Los asesinos de Somoza le espera­ban. Sandino cayó mortalmente herido. Altamirano se incli­nó sobre él. Entonces Sandino murmuró: «Hemos querido traer la luz al mundo»4.
   Recuerdo un lejano día de marzo de 1972. Estaba en San­tiago de Chile. Era la época de la ofensiva de los revolucio­narios vietnamitas en el paralelo 17. Una mañana, cuando ba­jaba al vestíbulo del hotel, me encontré con un inmenso cartel que los trabajadores del Crillon habían confeccionado durante la noche. Habían pintado en grandes letras rojas esta pregunta: «¿Qué prueba puede haber más hermosa que esta ofensiva de la fuerza del espíritu humano?» Masacrados, quemados con napalm, bombardeados, sus aldeas incendiadas, sus hospitales destruidos, sus niños mutilados, su país ataca­do por el ejército más poderoso del mundo, y a pesar de todo los vietnamitas habían encontrado coraje suficiente para pasar a la ofensiva. La onda de choque de su acción había cruzado el mar. Ahora llegaba a la conciencia de decenas de miles de trabajadores de la costa occidental del Pacífico. Ali­mentaba su esperanza y les devolvía la fuerza tras el desánimo que les había ganado a partir de la primera campaña de sa­botaje de los transportistas chilenos (enero de 1972) contra el gobierno democrático de Salvador Allende.
   ¿Los movimientos islamistas hacen soñar a los pueblos? Evidentemente no.
   ¿Qué nos proponen? La sharia, las manos cortadas a los ladrones, la lapidación de las esposas sospechosas de adulterio, la reducción de las mujeres a la condición de seres infrahu­manos, el rechazo a la democracia, la regresión intelectual, social y espiritual más abominable.
   Desde hace más de treinta años, el pueblo mártir de Pa­lestina sufre una ocupación militar especialmente feroz y cí­nica. ¿Quiénes son actualmente los resistentes palestinos más virulentos frente al régimen colonial de Sharon basado en el terrorismo de Estado? Son los militantes de Hamas y de la Yihad Islámica, hombres y mujeres que, si triunfasen, hundi­rían a la sociedad palestina, plurirreligiosa y pluriétnica, en el fundamentalísimo más aterrador.
   Desde el principio de la primera agresión rusa, en 1995, ya lo he dicho, el 17 por ciento de la población chechena ha si­do masacrado por los asesinos de Vladimir Putin. En la im­punidad más total, las tropas rusas cometen los crímenes más atroces: tortura de los detenidos hasta la muerte, detenciones arbitrarias y ejecuciones nocturnas, «desapariciones» puras y simples de jóvenes, extorsión a las familias que desean recu­perar el cuerpo mutilado de sus hijos.
   ¿Y quiénes son los adversarios más eficaces de los esbirros de Putin? Son los wahabíes (jordanos, saudíes, turcos, chechenos) de Shamil Basáiev, comandante de las bases de los boiviki, resistentes instalados en las montañas del sur.
   ¿Liberadores wahabíes? Si por casualidad se instalasen en Grozny, el pueblo checheno sufriría el yugo de una teocracia insoportable.
   ¿Y qué decir del recuerdo que ha dejado en la memoria colectiva magrebí y africana Nabil Sahraoui, alias Mustafa Abu Ibrahim; Amara Saif, conocido como «Abderrezak el-Para», y Abdelaziz Abi, conocido como «Okada el-Para», los tres difuntos jefes del Grupo Salafista de la Predicación? El primero, nacido en 1966 en Constan tina, era un teólogo eru­dito, loco de la informática, y los otros dos unos brutos san­guinarios, desertores del ejército argelino. El nombre de estos tres hombres quedará asociado para siempre a los ase­sinatos, torturas y pillajes infligidos a pastores y campesinos en ambas orillas del Sahara.
   Abdelaziz Al-Mukrin había sido jefe de Al Qaeda para la península arábiga. Casualmente, fue abatido el mismo día que Nabil Sahraoui, el 18 de junio de 2004. Al-Mukrin murió en un barrio elegante de Riad, Sahraoui en un bosque de Cabilia.
   ¿Se considerará a Al-Mukrin como un Che Guevara o un Lumumba árabe? ¡De ninguna manera! Su único legado son unas grabaciones repletas de oraciones confusas y llenas de odio, cuerpos triturados abandonados en la calle de las ciu­dades saudíes, tras la explosión de camiones bomba o de bom­bas artesanales cargadas de clavos.
   El terrorismo islamista alimenta la violencia estructural y la guerra permanente que están en la base del imperio de la vergüenza. Refuerza la lógica de la escasez organizada. La legitima, por así decirlo.
   El imperio, por su parte, explota el terror islamista con una habilidad admirable. Sus vendedores de armas, sus ideó­logos de la guerra preventiva sacan partido de todo ello.
   Hay años luz de distancia entre los yihadistas y los combatientes por la justicia social planetaria. El sueño de la yihad es un sueño de destrucción, venganza, demencia y muerte. El de los hijos e hijas de Jacques Roux (de Saint-Just, de Babeuf) es una utopía de la libertad y la felicidad común.
   La violencia irracional de los yihadistas es un espejo de la barbarie de los cosmócratas. El movimiento democrático es el único que está en condiciones de acabar con esta doble lo­cura.

   La autonomía de las conciencias es la mejor conquista de la Ilustración. Estas conciencias, unidas y coaligadas, son ca­paces de crear un mar de fondo que puede erosionar, o in­cluso arrasar, el imperio de la vergüenza.
   Las armas de la liberación son las heredadas de los revolucionarios estadounidenses y franceses de finales del siglo XVIII: los derechos y libertades de hombres y mujeres, el sufragio universal, el ejercicio del poder mediante delegación revocable. Estas armas están disponibles, al alcance de la mano. Aquellos que conciban el mundo en términos de reversibilidad y solidaridad deben hacerse con ellas sin tardanza. «Adelante, hacia las raíces», dice Ernst Bloch5.
   Un imperativo moral nos habita. Emmanuel Kant lo defi­ne así: «Actúa en cada momento sólo de acuerdo con la má­xima que —por tu propia voluntad— quisieras ver convertida en una ley universal»6. Porque Kant soñaba con «un mundo de una esencia muy diferente» («Eine Welt von ganz anderer Art»). Este mundo puede nacer de la insurrección de las conciencias autónomas coaligadas.
   Restaurar la soberanía popular y volver a abrir el camino de la búsqueda de la felicidad común constituyen actual­mente el imperativo más urgente.



SEGUNDA PARTE
ARMAS DE DESTRUCCIÓN MASIVA

VI
LA DEUDA


   Los pueblos de los países pobres se matan trabajando para financiar el desarrollo de los países ricos. El Sur financia al Norte, especialmente a las clases dominantes de los países del Norte. El medio de control más poderoso del Norte sobre el Sur es actualmente el servicio de la deuda.
   Los flujos de capitales Sur-Norte son excedentarios con respecto a los flujos Norte-Sur. Los países pobres pagan anualmente a las clases dirigentes de los países ricos mucho más dinero del que reciben de ellas, en forma de inversiones, créditos de cooperación, ayuda humanitaria o ayuda llamada al desarrollo.
   En 2003, las ayudas públicas al desarrollo aportadas por los países industriales del Norte a los 122 países del tercer mundo ascendió a 54.000 millones de dólares. Durante el mismo año, estos últimos transfirieron a los cosmócratas de los bancos del Norte 436.000 millones de dólares en concepto de servicio de la deuda. Esta es la expresión misma de la violencia estructural que habita el orden actual del mundo.
   No hacen falta ametralladoras, napalm, carros blindados para dominar y someter a los pueblos. Para eso, ya está la deuda.
   Jubileo 2000 es una amplia organización de cristianos procedentes de los países europeos más variados. Con ocasión del paso al nuevo milenio, estas mujeres y estos hombres han lanzado una campaña pública de enorme eficacia con el fin de que los crímenes cometidos en nombre de la deuda sean transparentes para la conciencia occidental.
   Para esta asociación, la presión ejercida por los acreedores (del FMI, de los bancos privados) sobre las mujeres faméli­cas, los hombres y los niños de Africa, de Asia del Sur, del Ca­ribe y de América Latina equivale a una negación de sobe­ranía.
   La época del dominio a través de la deuda se sitúa en la continuidad del periodo colonial. La violencia sutil de la deuda ha sustituido a la brutalidad visible del poder metropolitano. Un ejemplo: a comienzos de la década de 1980, el FMI impuso un plan de ajuste estructural especialmente severo en Brasil. El gobierno tuvo que reducir masivamente el gasto. Entre otras cosas, tuvo que interrumpir una campaña nacional de vacunación contra la rubéola. En 1984 se declaró en Brasil una te­rrible epidemia de rubéola. Murieron decenas de miles de niños sin vacunar.
   La deuda los mató.
   Jubileo 2000 ha calculado que en 2004 cada cinco se­gundos un niño de menos de 10 años murió a causa de la deuda1.

   La deuda es provechosa para dos categorías de personas: los cosmócratas (los acreedores extranjeros) y los miembros de las clases dominantes autóctonas. Veamos en primer lugar a los acreedores.
   Infligen a los países deudores unas condiciones draco­nianas. Los gobiernos del tercer mundo deben pagar, a cam­bio de sus préstamos, unos tipos de interés de cinco a siete veces más elevados que los que se practican en los mercados financieros. Los cosmócratas imponen algunas condiciones más: privatizaciones y venta al extranjero (precisamente a los acreedores) de sus pocas empresas, minas, servicios pú­blicos (telecomunicaciones, etcétera) rentables, privilegios fiscales exorbitantes para las empresas transcontinentales, compras de armas forzosas para equipar al ejército autócto­no, etcétera.
   Sin embargo, la deuda también es provechosa para las cla­ses dominantes de los países deudores. De esta forma, muchos gobiernos del hemisferio sur sólo representan los intereses de una escasa fracción de su pueblo, las clases denominadas «compradores». ¿Qué designa esta palabra? Dos tipos de formaciones sociales.
   Primer tipo: en tiempos de la colonización, el amo ex­tranjero tuvo necesidad de auxiliares autóctonos. Les conce­dió privilegios, puso en sus manos algunas funciones, les dio una conciencia (alienada) de clase. La mayor parte del tiem­po, ésta sobrevivió a la marcha del colonizador y se convirtió en la nueva clase dirigente del Estado poscolonial.
   Segundo tipo: la mayor parte de los Estados del hemisferio sur están actualmente dominados desde el punto de vista económico por el capital financiero extranjero y las sociedades transcontinentales privadas. Las potencias extranjeras utilizan sobre el terreno a directivos y mandos locales que financian a los abogados de negocios locales, periodistas, etcétera, y tienen en nómina (discretamente) a los principales generales y jefes de la policía. Forman un segundo conjunto «comprador».
   La burguesía compradora es la burguesía «comprada» por los nuevos señores feudales. Defiende los intereses de estos últimos, y no los del pueblo del que procede.
   Hosni Mubarak, rais de Egipto, preside un régimen preva­ricador y corrupto. Su política interior, como su política re­gional, están totalmente dictadas por los decretos y los inte­reses de sus tutores estadounidenses. Pervez Musharraf reina sobre Pakistán. Los servicios secretos estadounidenses lo pro­tegen y mantienen. Sus órdenes proceden directamente de Washington. ¿Yqué decir de las clases terratenientes de Hon­duras y de Guatemala, de las clases dirigentes de Indonesia y Bangladesh? Sus intereses están íntimamente ligados a los de las sociedades transcontinentales activas en sus respectivos países. Se burlan de los intereses elementales, de las necesi­dades vitales de sus pueblos.
   En Sudán, los diferentes consorcios petroleros mantienen financieramente a diferentes fracciones de la clase dirigente «compradora». Ornar Bongo, en Gabón, y Sassou N’Guesso, en Brazzaville, no podrían permanecer mucho tiempo en el poder sin el dinero, la asesoría, la protección que les concede ELF, la sociedad transcontinental de petróleo de origen francés.
   La alienación cultural de las élites de algunos países del tercer mundo no deja de sorprender por su profundidad.
   Recuerdo una velada en una suntuosa villa de Kwame N’krumah Crescent, en el barrio Asokoro, en Abuya. Había sido invitado a cenar por el director general de uno de los principales ministerios de la Federación de Nigeria. Este hombre, de origen haussa, era culto, simpático y elocuente. Estaba cerca del presidente Olusegun Obasanjo.
   El director general se quejaba —probablemente con razón— de su pesada carga de trabajo. De repente, su esposa, también nativa del estado de Kano, lo interrumpió: «...Sí, es cierto, ¡trabajas demasiado! Pero, felizmente, pronto nos toca home leave». Es decir: en unos días estaremos «en casa», tran­quilos, de vacaciones, en nuestra vivienda de Montagu Place, en el corazón de Londres. La dama no paraba de hablar de la vista desde su balcón londinense sobre la placita y los árboles, de la riqueza de los programas cinematográficos de Soho, de la excitación que le provocaban las carreras del Derby...
   Home leave es una expresión colonial típica, muy usada en los círculos de los funcionarios británicos del Colonial Office durante más de un siglo. La expresión es corriente en la ac­tualidad entre algunos dirigentes de Nigeria2. Marbella, Algeciras, Cannes, el cabo Saintjacques son los destinos de vaca­ciones predilectos de las clases «compradoras» de Marruecos, uno de los países más pobres, más corruptos también, del he­misferio sur. Algunos de los barrios más lujosos de Miami están poblados casi exclusivamente de familias de ricos abogados de negocios, o de directores de sociedades multinacio­nales extranjeras, originarios de Colombia o de Ecuador. En Brickell Bay Drive, las clases «compradoras» del Caribe tienen sus restaurantes, clubes y bares de uso exclusivo.
   ¡Por supuesto, habría que escuchar las conversaciones de las damas de las grandes familias guatemaltecas o salvadoreñas, hablando de sus criados indios o de los peones de sus fin­cas de la costa! El desprecio más abismal por su propio pue­blo es patente en cada una de sus frases.
   Las clases «compradoras», que están formalmente en el poder en sus países, tienen una dependencia mental y eco­nómica absoluta de las sociedades transcontinentales y de los gobiernos extranjeros. Lo que no les impide despachar, para uso exclusivo de su pueblo, discursos patrióticos inflamados.
   La Organización Mundial de Comercio (OMC) tiene su sede en el 157 de la calle Lausanne, en Ginebra. Por razones profesionales, debo asistir a algunas de sus reuniones. El representante de Honduras habla encantado del «derecho sagrado» de la nación hondureña a las cuotas de exportación de los plátanos hondureños. Danton no encontraría acen­tos más conmovedores. La realidad es que prácticamente toda la industria del plátano de Honduras está en manos de la empresa estadounidense Chiquita (antes United Fruit) y el embajador lee un texto —con talento, hay que admitir­lo— que probablemente le ha preparado el departamento de relaciones públicas del cuartel general neoyorquino de Chiquita.
   Honduras es uno de los países más pobres del mundo: el 77,3 por ciento de sus habitantes viven en la pobreza absolu­ta3. Más de 700 niños de la calle han sido abatidos por los es­cuadrones de la muerte en Tegucigalpa, la capital, y San Pe­dro Sula, centro industrial, entre febrero de 2003 y agosto de 20044.
   En el seno de las clases «compradoras», la casta de los ofi­ciales autóctonos suele desempeñar un papel importante. Honduras es un buen ejemplo de ello. El general Gustavo Alvarez, jefe de estado mayor en la década de 1980, un bruto con bigote, era en aquella época, según las fuentes de la opo­sición democrática, el jefe oculto del batallón 316. Este bata­llón es considerado responsable del asesinato premeditado de unos 200 hondureños opuestos a que su país fuera utilizado como portaaviones de Estados Unidos contra la Nicaragua sandinista. Entonces, Alvarez estaba en estrecho contacto con John D. Negro ponte —conocido como «el procónsul»—, em­bajador de Estados Unidos en Tegucigalpa entre 1981 y 1985. La administración Rehagan concedió la Legión del Mérito al general Alvarez en 1983, por haber «fomentado la democra­cia». En cuanto a John D. Negroponte, fue nombrado emba­jador en Bagdad en junio de 2004. En 2006 Negroponte es co­ordinador general del servicio secreto de Estados Unidos.

   Las clases «compradoras» están instaladas desde hace tan­to tiempo, su discurso patriótico es tan agresivo, que muchos pueblos los aceptan como dominantes «naturales». Les cues­ta percibir el papel que desempeñan junto a sus amos cosmócratas.
   Para las clases dominantes de los países dominados, la deuda presenta numerosas ventajas. Si los gobiernos de Mé­xico, Indonesia, Guatemala, la República Democrática del Congo, Bangladesh... tienen que construir infraestructuras, presas, carreteras, instalaciones portuarias, aeródromos, si deben abrir un mínimo de escuelas y de hospitales, tienen dos soluciones. O bien suben los impuestos mediante una fiscalidad progresiva, o bien piden un préstamo a un consorcio de bancos extranjeros.
   ¿Pagar impuestos? ¡Qué horror!
   ¿Endeudarse? ¡Nada más fácil!
   Una gran mayoría de los gobiernos del tercer mundo están completamente dominados por los intereses de las cla­ses «compradoras» y eligen con una regularidad matemática la segunda solución. Y los bancos extranjeros acuden a la pri­mera señal.
   La deuda trae algunas otras ventajas a las clases dominan­tes autóctonas. Son las primeras que se aprovechan de las inversiones en infraestructuras pesadas financiadas por los préstamos. Con los créditos extranjeros, el Estado construye prioritariamente carreteras de acceso a sus fincas, mejoran los puertos para facilitar la exportación de algodón, café y azúcar, pero también invierten en la apertura de líneas aéreas interiores, la construcción de cuarteles... y de cárceles.
   El servicio de la deuda (pago de los intereses y amortiza­ción del capital) absorbe la mayor parte de los recursos del país endeudado. Después ya no queda nada para financiar las inversiones sociales: la escuela pública, los hospitales públi­cos, los seguros sociales, etcétera.
   Cuando hay amenaza de insolvencia, el lazo se aprieta. Los acreedores presionan. Los esbirros del FMI llegan de Washington. Examinan la situación económica del país, redactan una letter of intent (carta llamada «de intenciones»). El go­bierno del país endeudado deberá aceptar «libremente» una nueva vuelta de tuerca.
   Habrá que realizar nuevos recortes presupuestarios. ¿Qué se va a recortar?
   En ningún caso el presupuesto del ejército, los servicios secretos o la policía. Estas instituciones son esenciales para garantizar la seguridad de las inversiones extranjeras. El ejército, los paramilitares y los policías siempre protegen a los cosmócratas depredadores y sus instalaciones contra las amenazas, vengan de donde vengan. El FMI tampoco tocará la fiscalidad. Los impuestos indirectos, y especialmente al consumo, son aceptables: afectan en primer lugar a los pobres. Sin embargo, un impuesto progresivo sobre la renta (o sobre el patrimonio) se considera una herejía. El FMI no está para ayudar a la redistribución de la renta nacional. Existe para apretar las tuercas y garantizar el pago regular de los intereses de la deuda.
   Gran número de países del hemisferio sur están gangrenados por la corrupción. Los altos funcionarios de Marrue­cos, Honduras, Bangladesh, Camerún, toman prioritariamen­te de los créditos abonados al Tesoro Público por los bancos extranjeros las sumas que después transferirán a sus cuentas personales en bancos privados de Ginebra o a los grandes bancos de negocios de Londres o de Nueva York.
   Volvamos a la famosa carta «de intenciones». Cuando existe una amenaza de insolvencia, el país deudor se ve obligado por el FMI a reducir los gastos que figuran en el presupuesto del Estado. ¿Quién paga las consecuencias? En primer lugar las personas modestas, por supuesto. El latifundista de Brasil, el ge­neral indonesio no tienen el mayor interés en el cierre de las escuelas. Sus hijos estudian en colegios de Francia, Suiza o Estados Unidos. ¿Cierre de hospitales públicos? No importa: sus familias utilizan el hospital cantonal de Ginebra, el hospital estadounidense de Neuilly o las clínicas de Londres o de Miami.
   El peso de la deuda recae exclusivamente sobre los pobres.

   Con el fin de explicar mejor la configuración de la deuda en los países del Sur, reproduzco aquí algunas tablas. Las he tomado del Comité para la Abolición de la Deuda en el Ter­cer Mundo (CADTM), organización no gubernamental de origen belga, fundada y dirigida hasta ahora por Éric Toussaint. Profesor, matemático, sindicalista, Éric Toussaint estu­dia la evolución de la deuda en los países del Sur con una precisión y una paciencia de benedictino. Gracias a él y a los jóvenes hombres y mujeres que le ayudan, el CADTM se ha impuesto como un auténtico contrapoder frente a las insti­tuciones nacidas de los acuerdos de Bretton Woods y el Club de París5. Toussaint y su equipo de investigadores han de­mostrado un talento pedagógico considerable6.
   Del estudio de este dominio se deduce que sería totalmen­te erróneo pensar que sólo los países muy pobres, de econo­mía poco desarrollada y rentas frágiles están estrangulados por la deuda. Con una deuda externa de más de 240.000 mi­llones de dólares de los Estados Unidos, que corresponde al 52 por ciento de su producto interior bruto, Brasil es el se­gundo país más endeudado del hemisferio sur. Brasil es la un­décima potencia económica del planeta. Sus aviones, sus coches, sus medicamentos están en la vanguardia del progreso tecnológico y científico. Muchas de sus universidades públicas o privadas están entre las mejores del mundo. Sin embargo, 44 millones de los 176 millones de brasileños viven en estado de subalimentación crónica. La desnutrición y el hambre matan cada año, directa o indirectamente, a decenas de miles de niños brasileños.

Gáfico:


   Aunque la inmensa mayoría de los países afectados pagan escrupulosamente los plazos previstos, su deuda externa no deja de aumentar.
   Observemos las cifras de los dos últimos decenios:

Gáfico:





   ¿Cómo explicar este fenómeno? Las razones son numero­sas. La primera: los países deudores suelen ser países produc­tores de materias primas, especialmente agrícolas. Deben im­portar la mayor parte de los bienes industriales (máquinas, camiones, medicamentos, cemento, etcétera) que necesitan. En el mercado mundial, a lo largo de los veinte últimos años, los precios de los bienes industriales por lo menos se han multiplicado por seis8. En cambio, los precios de las materias pri­mas agrícolas (algodón, azúcar de caña, aceite de cacahuete, cacao, etcétera) no han dejado de caer. Algunos precios, como el del café o el azúcar de caña, se han desmoronado directamente. De esta forma, para financiar el servicio de la deuda, evitando así la quiebra y la imposibilidad en la que se encuentran de importar bienes industriales esenciales, los países deu­dores deben aceptar nuevos préstamos.
   Otra razón. El saqueo del Tesoro Público de los países del tercer mundo (y de muchos países ex soviéticos), la corrupción rampante, la prevaricación organizada con total complicidad con algunos bancos privados suizos, estadounidenses, france­ses, están causando estragos. La fortuna privada del difunto dic­tador de Zaire, actualmente República Democrática del Congo, el mariscal Joseph Désiré Mobutu, asciende a unos 8.000 millo­nes de dólares. Este botín está escondido en algunos bancos occidentales. En 2004, la deuda externa de la República Democrática del Congo ascendía a 13.000 millones de dólares...
   Haití es el país más pobre de América Latina y el tercero más pobre del mundo9. Durante su reinado de más de vein­ticuatro años, el clan de los Duvalier robó de las cajas del Es­tado y transfirió a cuentas privadas en bancos occidentales 920 millones de dólares. La deuda exterior de Haití asciende precisamente a esta suma.
   Tercera razón: las sociedades transcontinentales del sector agroalimentario, los bancos internacionales, las sociedades transcontinentales de servicios, industria y comercio contro­lan actualmente amplios sectores de las economías de los paí­ses del hemisferio sur. En la mayor parte de los casos sus be­neficios son astronómicos. La mayor parte de estos beneficios son repatriados a su país de origen, en Europa, América del Norte ojapón. Sólo una fracción de estos beneficios se reinvierte en moneda local en el propio país.
   Los acuerdos firmados por la sociedad transcontinental con el país de acogida suelen prever la «retransferencia» de los beneficios en forma de divisas. Ejemplo: una sociedad extranjera instalada en Perú genera beneficios en soles, pero evidentemente se niega a repatriar soles. Su director se diri­ge al banco central, en Lima. El banco pone a su disposición dólares libremente transferibles.
   Cuarta razón: la mayor parte de las sociedades transcontinentales que trabajan en el tercer mundo utilizan patentes pertenecientes a su sociedad matriz. Por ejemplo, Perulac y Chiprodal, sociedades de Nestlé en Perú y en Chile respectivamente, dependen del holding Nestlé, inscrito en el registro mercantil de la pequeña localidad de Cham, en el cantón de Zoug, en Suiza. El uso de estas patentes está remunerado por lo que se conoce como royalties. Como los beneficios de las empresas, estos royalties son transferidos a Europa, Japón, América del Norte, o hacia paraísos fiscales del Caribe, y no en moneda local, sino en divisas.
   Y finalmente, última razón: para el mercado mundial de los capitales, los Estados (empresas, etcétera) del tercer mun­do constituyen deudores de alto riesgo. Lógicamente, los grandes bancos occidentales imponen a los deudores del Sur unos tipos de interés incomparablemente más elevados que a los del Norte. Estos intereses desorbitados contribuyen evi­dentemente a la hemorragia de capitales sufrida por los paí­ses del Sur.

   Como un cuerpo humano pierde su sangre tras una agre­sión y una herida grave, los países del hemisferio sur ven des­truida su sustancia vital por el saqueo de los acreedores y sus cómplices, las clases «compradoras». Aquí tenemos un ejem­plo, que considero especialmente ilustrativo.
En la década de 1970, la deuda externa acumulada de los Estados de América Latina ascendía a unos 60.000 millones de dólares. En 1980, ascendía a 240.000 millones. Diez años más tarde, esta suma se había duplicado con creces: 483.000 millones de dólares. En 2001, la deuda externa de América Latina oscilaba alrededor de 750.000 millones de dólares10. Esta deuda está en el origen de una transferencia hacia los acreedores de una media de 24.000 millones de dólares al año, desde hace treinta años. Es decir, durante tres décadas, el continen­te ha debido consagrar cada año al reembolso de la deuda entre el 30 y el 35 por ciento de sus ingresos obtenidos de la exportación de bienes y servicios. Y en 2001, cada habitante de América Latina (incluidos los ancianos y los bebés) debían como media 2.550 dólares a los acreedores del Norte11.
   En principio, la obtención de un crédito debe permitir al país que lo solicita invertir, y por lo tanto financiar el desarro­llo de sus propias infraestructuras y sus fuerzas productivas general. Gracias a este desarrollo, reembolsará su deuda. Sin embargo, esta lógica se va pervirtiendo por el camino. Y ahora, los países del tercer mundo pagan unos intereses cada vez más elevados, reembolsan parcialmente su deuda... y se empobre­cen cada vez más.
   La deuda externa actúa como un cáncer sin tratar. Aumen­ta constantemente. Inexorablemente. Este cáncer impide que los pueblos del tercer mundo salgan de la miseria. Y los con­duce a la agonía.

   ¿Qué ocurriría si un país se negase a servir la deuda, a pa­gar intereses a los banqueros del Norte o al FMI?
   No existen procedimientos de quiebra (de suspensión de pagos, etcétera) para los Estados que no pagan. Sobre este punto, el derecho internacional permanece mudo. Sin em­bargo, en la práctica, un país insolvente recibe el mismo tratamiento que una empresa privada o un individuo insolvente total o parcialmente.
   Un ejemplo: hace unas dos décadas, el gobierno peruano de Alan García, considerando que la situación financiera catastrófica del país no le permitía atender en su totalidad al servicio de su deuda externa, contraída con las instituciones de Bretton Woods y con los bancos privados extranjeros, de­cidió pagar únicamente un 30 por ciento de su valor total. ¿Cuáles fueron las consecuencias?
   El primer barco con bandera peruana, cargado de harina de pescado, que atracó en el puerto de Hamburgo, fue em­bargado por la justicia alemana a petición de un consorcio de bancos acreedores alemanes. En aquel entonces, la Repúbli­ca de Perú contaba con una flota aérea internacional de cali­dad. Los primeros aparatos que aterrizaron en Nueva York, Madrid, Londres, en los días siguientes al anuncio de la re­ducción unilateral de los pagos de las amortizaciones y de los intereses de la deuda peruana fueron embargados a petición de los acreedores en cuestión.
   Es decir: a menos que esté en condiciones de encerrarse en la autarquía total —y por lo tanto de aceptar la interrupción de todo tipo de intercambios internacionales—, ningún país endeudado del tercer mundo puede elegir hoy en día el camino de la insolvencia intencionada.
   Existe una gran desproporción en la mayor parte de los 122 Estados del hemisferio sur, entre los gastos presupuesta­rios asignados a los servicios sociales y los que se consagran al servicio de la deuda. Algunos ejemplos:

Gráfica12




   La ausencia de servicios sociales (y de puestos de trabajo) significa miseria y humillación para las familias. Esta angustia por el futuro a veces está suavizada por las transferencias monetarias de un hijo, una hija, un pariente emigrado. Sin embargo, este recurso es muy insuficiente para resolver el problema. Actualmente, en el mundo, un trabajador (o una trabajadora) de cada treinta y cinco es un emigrante. En 1970, los emigrantes transferían a sus casas 2.000 millones de dólares. En 1993, esta suma ascendía a 93.000 millones de dólares13. Es totalmente insuficiente para pretender resolver el problema.
   El deterioro de las infraestructuras sociales es especial­mente indignante si tenemos en cuenta el destino de dece­nas de miles de niños excluidos para siempre de la escuela. En los 191 Estados miembros de las Naciones Unidas, 113 millones de niños de menos de 15 años no tienen acceso a la es­cuela. El 62 por ciento son niñas.
   A los europeos les gusta pasar las vacaciones en Marrakech, Agadir, Tánger o Fez. En el reino de Marruecos, el 42 por ciento de los adultos no saben leer ni escribir. El 32 por ciento de los niños entre 6 y 15 años están excluidos de toda forma de escolarización.
   El UNICEF ha realizado este cálculo14: dar acceso a la es­cuela a todos los niños de 6 a 15 años del mundo costaría a todos los Estados afectados unos 7.000 millones de dólares adicionales al año, durante diez años. Esta suma es inferior a lo que gastan anualmente los habitantes de Estados Unidos en compras de productos cosméticos. Es también inferior a lo que gastan durante un año los europeos (habitantes de uno de los quince Estados miembros de la Unión Europea de antes del 1 de mayo de 2004) en helados.

   La República y cantón de Ginebra es un soberbio peque­ño territorio situado en las dos orillas de un lago cuyas aguas proceden del Ródano y de los glaciares de los Alpes Valesianos. Fundada en 1536, cuenta con unos 400.000 habitantes, pertenecientes a 184 nacionalidades diferentes. Su territo­rio nacional es de apenas 247 kilómetros cuadrados. Yo vivo allí y a menudo tengo allí encuentros agradables. Sin em­bargo, hace poco, tuve un encuentro francamente inquie­tante.
   Estamos a viernes 7 de mayo de 2004, al final de la tarde. El director de la oficina de enlace entre la ONU y la UNESCO, Georges Malempré, celebra una fiesta de jubilación en la primera planta de la residencia Moynier. Flores, discursos, calor humano...
   Tras los altos ventanales, la brisa agita las olas negras del lago Leman. Malempré es un hombre profundamente sim­pático y valeroso: durante cuarenta años, se consagró total­mente a la promoción escolar de los niños en los países más pobres. Una multitud de amigos llegó de todas partes para festejar a Georges, su esposa, sus hijas. El ex director general de la UNESCO, Federico Mayor, más vital que nunca, hizo un discurso lleno de delicadeza. El excelente embajador de Bél­gica, Michel Adam, y su mujer también estaban presentes.
   Algo apartado de la gente, descubrí a un hombre elegan­te, joven, esbelto, de mirada vagamente divertida. Visible­mente, no conoce los usos y costumbres de las tribus ginebrinas. Me acerco a él.
   Es un francés, de unos cuarenta años. Acaba de llegar de Washington hace unos días. Por su forma de hablar, de ves­tirse, de moverse en sociedad, lo tiene todo de un gran tecnócrata. Se ocupa de representar los intereses del FMI ante las organizaciones internacionales de Ginebra.
   Me avisa desde el principio: «En realidad, sólo me intereso por la OMC»15. ¿Yla lucha contra las epidemias de la OMS?16 ¿Y la lucha contra el hambre del PMA?17 ¿Y el combate de la OIT18 y su director, Juan Somavía, para imponer unas condiciones de trabajo decentes? ¿Y la OIM19, que lucha por el bienestar de los emigrantes? ¿Y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en su lucha contra la tortura? ¿Y el destino de los refugiados defendidos por el Alto Comisio­nado de las Naciones Unidas para los Refugiados?
   No tiene demasiado interés, aparentemente. Lo que cuen­ta ante todo, a los ojos del elegante mercenario, es la privati­zación de los bienes públicos, es la liberalización de los mer­cados, la libre circulación de los capitales, de las mercancías y de las patentes procedentes de las sociedades transconti­nentales dentro del marco de la OMC.
   Inteligente, competente, brillante en todos sus análisis, C. —con la ayuda del vino blanco de Ginebra— pierde poco a poco su sequedad washingtoniana. Habrá oído hablar de mí, quizá haya ojeado alguno de mis libros. Descubrimos un amigo común en el búnker de hormigón del número 18.181 de H Street, Northwest, en Washington.
   De repente, se detiene y me mira sin simpatía. Levanta las manos hacia el techo. Sus ojos marrones expresan el repro­che. Me dice, más o menos: «Mire... lo que usted hace no está bien... Todos estos jóvenes, estas chicas que le escuchan, están llenos de entusiasmo. Quisieran poder cambiar el mundo... Los entiendo... Pero es peligroso... Se creen lo que les dice... ¿Y después?»
   Le hago algunas objeciones amables.
   Entonces se vuelve hacia los ventanales abiertos y el lago. En la luz declinante del anochecer y el olor de las hojas mo­jadas, añade: «Las leyes del mercado son inevitables, inmuta­bles. Soñar no sirve de nada... de nada».
   El hombre hablaba con total buena fe. Yo estaba horrori­zado por su seguridad. Y sobre todo, por el poder ciego y sordo que ejerce, bien es verdad que en el seno de un equi­po, sobre la vida de centenares de millones de hombres, niños y mujeres de Asia, Africa y América del Sur.
   El FMI no sólo administra la deuda, por medio de cartas de intenciones, planes de ajuste estructural, refinanciación, moratorias y reestructuraciones financieras. También es ga­rante de los beneficios de los especuladores extranjeros. ¿Cómo procede?
   Tomemos el ejemplo de Tailandia. En julio de 1997, los especuladores extranjeros atacaron la moneda nacional, el baht, con la esperanza de obtener beneficios rápidos y considerables sobre una moneda débil. El Banco Central de Bangkok sacó centenares de millones de dólares de sus reservas y compró bahts en el mercado. Trataba de salvar su moneda.
   No sirvió de nada. Después de tres semanas de lucha, exan­güe, el Banco Central tiró la toalla y llamó al FMI. Este impu­so nuevos préstamos al gobierno. Con estos nuevos créditos, Bangkok debía pagar prioritariamente a los especuladores privados. Así es como ninguno de los especuladores extran­jeros (tiburones de la inmobiliaria o de la bolsa) perdió el menor céntimo en Tailandia.
   El FMI obligó también al gobierno a cerrar centenares de hospitales y de escuelas, a reducir el gasto público, a suspen­der la reparación de las carreteras y a revocar los créditos que los bancos públicos habían concedido a las empresas tailan­desas.
   Como resultado, en el plazo de dos meses, centenares de miles de tailandeses y trabajadores inmigrantes perdieron su empleo. Cerraron millares de fábricas.
   Cae la noche sobre el parque Mon-Repos. Los últimos cis­nes vuelven majestuosamente a la orilla. Mi mercenario per­manece imperturbable: «Ahora puede volver a Tailandia... verá que su economía está floreciente».
   ¿Y los sufrimientos, y las angustias vividas durante nueve años por centenares de miles de seres humanos?
   C. no contesta. No importa, yo puedo formular en su lugar la respuesta que tiene sin duda en la punta de la lengua: «La angustia humana no se puede cuantificar, no es un elemento del análisis macroeconómico. Al no poderse medir, no exis­te para el FMI».
   Cruzo a pie el parque sumergido en la noche hasta la ca­rretera de Lausana, convencido de que la batalla será larga, contra un enemigo más poderoso que nunca. Centenares de millones de seres humanos están destinados a una humillación —pero también a una resistencia— de larga duración.

   ¡Y que no me digan que la anulación de la deuda es impo­sible porque pondría en peligro de muerte todo el sistema bancario mundial! Cada vez que un país aplastado por su deuda cae (pasajeramente) en el abismo de la insolvencia (como Argentina en 2002), el Wall Street Journaly el Finanáal Times nos anuncian el apocalipsis... si cuestionamos el siste­ma que lo llevó a la catástrofe. ¿Podemos imputar estas ma­nifestaciones a la fragilidad psicológica de los periodistas?
Evidentemente no. Obedecen a una estrategia hábil. Los telespectadores europeos, por muy pasivos que sean, observan diariamente los efectos de los estragos infligidos por la deuda. Están rebeldes, inquietos. Se plantean preguntas. Y los hombres, mujeres y niños del tercer mundo sufren en su carne los efectos del sistema. Debemos pues «legitimar» la deuda. ¿De qué forma? Haciéndola «inevitable»... De ahí el argumento de los mercenarios del capital, repetido ad náuseam; «Quien toque a la deuda pone en peligro de muerte la economía del mundo».

   Analicemos un poco esta supuesta inevitabilidad. Los depredadores neoliberales tropiezan con un problema con el que no se enfrentaron sus antecesores del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX. En tiempos del poder colonial triunfante, el argumento racista sobraba y bastaba. «Los negros son unos perezosos, sólo entienden la fuerza... Los árabes son unos atrasados, incapaces de organizar ellos mismos y para sí mismos una economía moderna... ¿Y qué decir de los indios de los Andes o de la selva guatemalteca? Salvajes que tienen mu­cha suerte de que nos interesemos por su café». Sin embargo, ahora la situación ha cambiado. Un espacio cibernético unifi­ca el mundo. Las telecomunicaciones se han universalizado. ¡Funcionan en tiempo real! Internet da acceso en modo sincrónico a miles de millones de datos en el mundo. Además, a pesar de todos sus defectos, la televisión emite de forma permanente imágenes del mundo. El turismo de masas mueve a desplazarse, aunque sea por tiempo reducido, pero de forma recurrente, a centenares de millones de blancos (y de japoneses) hacia los países más exóticos. Allí se encuentran con la mi­seria, la humillación, el hambre. En estas nuevas condiciones, el racismo ya no es plenamente operativo. Ya no logra que las naciones del Norte admitan como legítimo el reparto desigual de las riquezas y los capitales sobre la tierra.
   Es, pues, necesario encontrar otra cosa. Así es como los depredadores han avanzado la teoría de las «leyes naturales» que gobiernan presuntamente el flujo de los capitales. Esta supuesta teoría, que conduce a la imposibilidad de cuestio­nar el sistema de endeudamiento de los países del tercer mundo, no se resiste al análisis. Mirémosla más de cerca.
   Los pagos efectuados en los diez últimos años por los 122 países del tercer mundo en concepto de servicio de la deuda a los Estados y los bancos de los países del Norte ascienden a menos del 2 por ciento de la renta nacional acumulada de los países acreedores.
   De 2000 a 2002, una violenta crisis bursátil sacudió la prác­tica totalidad de las plazas financieras, destruyendo miles de millones de dólares en valores patrimoniales. En dos años, la mayor parte de los títulos cotizados en Bolsa perdieron hasta el 65 por ciento de su valor. Para los títulos de alta tecnología cotizados en el Nasdaq, la desvalorización llegó a alcanzar el 80 por ciento. Finalmente, los valores destruidos en Bolsa du­rante este periodo fueron setenta veces más elevados que el valor acumulado del conjunto de los títulos de la deuda ex­terna del conjunto de los 122 países del tercer mundo.
   Sin embargo, a pesar de la amplitud de los capitales aniquilados, la crisis bursátil de 2000-2002 no provocó el desmoronamiento del sistema bancario mundial: en un lapso de tiempo finalmente bastante corto, las plazas financieras se recuperaron. En lugar de arrastrar en su hipotética caída las economías, los puestos de trabajo y el ahorro de las naciones del Norte, el sistema bancario mundial digirió perfectamen­te la crisis. Ningún país del Norte —por no hablar de la eco­nomía mundial en su conjunto— pasó por dificultades.
   Entonces, ¿por qué no proceder a la anulación de la deuda?
Aunque la abolición incondicional, unilateral y completa de la deuda externa de los países pobres no arruinaría con seguridad ninguna economía occidental, ni provocaría la caída de los bancos acreedores, no hay que excluir que algu­na institución pública o privada de Europa o América pudie­ra sufrir algunos daños. Sin embargo, serían daños limitados, y por lo tanto perfectamente aceptables por el conjunto del sistema.
   En sus «Observaciones esenciales sobre la elección de nues­tros delegados para la Asamblea Nacional», publicadas el 1 de octubre de l789, Jean-Paul Marat escribió: «¿Qué son algunas casas saqueadas en un solo día por el pueblo, frente a las exacciones que la nación entera ha sufrido durante quince siglos bajo las tres razas de nuestros reyes? ¿Qué son algunos individuos arruinados frente a millones de hombres despojados por los tratantes, los vampiros, los dilapidadores públicos? [...] Dejemos de lado todos los prejuicios y veamos»20.

   Sí, hay que repetirlo: una anulación pura y simple de la totalidad de la deuda externa de los pueblos del tercer mundo no tendría sobre la economía de los Estados industriales y el bienestar de sus habitantes prácticamente ninguna influen­cia. Los ricos seguirían siendo muy ricos, pero los pobres se­rían un poco menos pobres.
   La pregunta es inevitable: en estas condiciones, ¿por qué los nuevos sistemas feudales capitalistas y sus lacayos de las instituciones de Bretton Woods exigen con tanta rigidez que se abone el más mínimo céntimo de la deuda en el momento preciso en que es exigible? Su motivación no tiene nada que ver con ningún tipo de racionalidad bancaria, sino más bien con la lógica del sistema de dominio y explotación que imponen a los pueblos del mundo.
   El servicio de la deuda es el gesto visible de sumisión.
   El esclavo se arrodilla cada vez que acepta una carta de intenciones del FMI o, un plan de ajuste estructural. Un escla­vo de pie es un esclavo peligroso, aunque vaya cargado de cadenas pesadas y herrumbrosas en las muñecas, el cuello y los tobillos. Tomemos el ejemplo de Bolivia.
   ¿Cómo negociar, en beneficio exclusivo de los amos extranjeros, los escandalosos contratos mineros, las concesiones de tierras amazónicas, las ventas de armamento, la privatización a precios ridículos de empresas públicas rentables o los privilegios fiscales, si Bolivia goza de la menor autonomía financiera, de la menor soberanía económica, de la menor dignidad política?
   En Venezuela, en Cuba, en algunos países más —y quizá mañana en Argentina y en Brasil—, los señores del capital fi­nanciero mundializado tropiezan con resistencias, pero en el resto del mundo tienen campo libre. Hay que tratar de doblegar mediante el bloqueo económico al gobierno de Cuba, de desestabilizar mediante el sabotaje de la sociedad nacio­nal de petróleos PDVSA la presidencia de Hugo Chávez en Caracas, de difamar al presidente Kirchner en Argentina y de apretar el lazo que oprime a Brasil. Es decir, hay que mante­ner arriba a los que están abajo. Para los cosmócratas es una prioridad. La supervivencia del sistema y los beneficios as­tronómicos que obtienen dependen de ello.

   Para aflojar el cepo de la deuda, los pueblos del tercer mundo disponen de tres medios estratégicos.

   • 1. Los dirigentes de los movimientos sociales de los pue­blos sometidos pueden aliarse con los poderosos movimien­tos de solidaridad del hemisferio norte, sobre todo con la asociación Jubileo 2000, cuya acción enérgica, especialmen­te en Inglaterra y en Alemania, ha obligado a algunos grupos de acreedores —e incluso al FMI— a hacer algunas conce­siones mínimas. Así es como nacieron los Debt reduction strategy papers. ¿De qué se trata?
   Hace más de treinta años, las Naciones Unidas avanzaron el concepto de least developed countries (PMA, Países Menos Adelantados). Los habitantes de estos países son los que tie­nen rentas más bajas. Un conjunto de criterios complejos de­fine los PMA. En este momento, 49 países figuran en esta categoría, frente a 27 en 1972, signo de los tiempos. En con­junto, su población es de 650 millones de personas, es decir, algo más del 10 por ciento de la población del globo. Estos 49 países juntos generan menos del 1 por ciento de la renta mundial. De estos países, 34 están en Africa, 9 en Asia, 5 en el Pacífico y uno en el Caribe.
   Hay países que salen de la categoría de PMA y otros que entran. Por ejemplo, gracias a una política de inversiones y de reforma agrícola, Botsuana acaba de salir del grupo. Senegal acaba de entrar.
   La campaña de Jubileo 2000 se basa en la evidencia de que la deuda externa acumulada de los 49 Estados representa el 124 por ciento del total de sus PNB21. Por lo tanto, gastan mucho más en el servicio de la deuda que en el mantenimiento de los servicios sociales: la mayor parte de ellos asignan anualmente más del 20 por ciento de su gasto presupuestario al servicio de la deuda22. Además, desde 1990, el crecimiento del producto interior bruto de cada uno de los PMA es inferior al 1 por ciento como media para una tasa de crecimiento demográfico del 2,7 por ciento, lo que evidentemente obstaculiza todo tipo de acumulación interna de capital, toda polí­tica social. Como barcos sin timón, estos países se alejan en la noche y se hunden en el océano de la miseria.
   En el marco de esta campaña, los Debt reduction strategy pa­pen exigen de los PMA deudores que desean someter al FMI una petición de reducción de su deuda, que la acompañen con uno o más proyectos de reinversión, dentro del país, de las sumas ahorradas gracias a la reducción. El sistema fun­ciona de forma muy poco satisfactoria. Por una parte, des­pierta un sentimiento de humillación en los países partici­pantes, ya que el FMI controla directamente los planes de desarrollo nacionales. Por otra parte, el FMI nunca autoriza proyectos de reconversión que no se ajusten a su propia con­cepción de la necesaria «apertura de los mercados» y de la no menos indispensable «realidad de los precios». Por ejemplo, si el país solicitante desea utilizar una parte de las sumas «li­beradas» para subvencionar alimentos de primera necesidad —y por lo tanto hacerlos más accesibles para los más po­bres—, el FMI se negará con seguridad.
   En cambio, si el país deudor se compromete a construir una nueva autopista entre el aeropuerto y la capital, el FMI aceptará sin duda alguna concederle una debt reduction por un importe equivalente al coste de la construcción de la au­topista.
   Es decir, queda mucho por hacer para avanzar seriamente por este camino.

   • 2. Auditoría de la deuda.
   El gobierno de un país sobreendeudado siempre puede iniciar un examen —factura por factura, transacción por transacción, inversión por inversión— de la utilización que han hecho sus predecesores de los créditos extranjeros. Este método eficaz, pero complicado, ha sido diseñado y desarro­llado por economistas brasileños.
   En 1932, el Parlamento brasileño practicó una primera au­ditoría de la deuda externa. El gobierno se negó a devolver a los bancos extranjeros cualquier suma considerada como «ilegal». Se consideraba como tal la deuda constituida sobre la base de documentos falsificados o procedente de una sobrefacturación, de la corrupción o de una forma cualquiera de malversación. Una deuda basada en intereses usurarios también se consideraba nula.
   La operación fue eminentemente beneficiosa para Brasil. Volveremos sobre este tema.

   • 3. Creación de un «cártel de deudores».
   La deuda siempre implica una relación de fuerza. El rico impone su voluntad al pobre. El impago de los intereses y de las amortizaciones se ve inmediatamente sancionado por el orden jurídico internacional, que está plenamente al servicio de los acreedores. La creación de un frente homogéneo de países deudores modifica esta relación de fuerzas. Como en materia sindical, la negociación colectiva aumenta el margen de negociación del débil.
   El consejo ejecutivo de la Internacional Socialista, apo­yándose en el saber hacer de numerosos economistas y de especialistas bancarios, principalmente europeos, todos ellos de ideas socialistas, ha puesto a punto mecanismos de nego­ciación colectiva de reducción de la deuda. También volve­remos sobre este tema.

   Durante la temporada de invierno 2003-2004, Claus Peymann yjutta Ferbers estrenaron en el teatro Brecht de Ber­lín, en el Schiffsbauerdamm, una versión moderna y conmo­vedora de Santa Juana de los mataderos. Meike Droste era una santa Juana admirable. Asistí al estreno.
   Cuando Juana pronunciaba, ante los amos triunfantes de los mataderos de Chicago y ante los cadáveres de los huel­guistas ejecutados, su discurso final, un trueno de aplausos se alzó en la sala.
   Dice Juana:

Arriba y abajo hay dos lenguajes,
 dos medidas, dos pesos.
Los hombres tienen el mismo rostro
Pero no se reconocen.
Los que están abajo
 se quedan abajo
 para que los que están arriba
 se queden arriba.

   El subdesarrollo económico encierra a sus víctimas en una existencia sin esperanza, porque su encierro es permanente. Se sienten condenadas para siempre. La evasión parece im­posible: los barrotes de la miseria cierran todas las perspecti­vas de una vida mejor, para ellos, y lo que resulta más doloro­so todavía, para sus hijos.
   Los que el Banco Mundial llama púdicamente «extrema­damente pobres» viven con menos de un dólar al día, y la mayor parte de ellos viven con mucho menos. Actualmente son más de 1.800 millones. Su número ha aumentado en 100 millones en cerca de diez años23. Para liberarlos de su prisión, es indispensable la abolición inmediata y sin contrapartidas de la totalidad de la deuda externa de sus países respectivos.

   Un ejemplo de lo que se suele llamar «deuda odiosa».
   Ruanda es una pequeña república campesina que cultiva té, café y plátanos, con 26.000 kilómetros cuadrados, colinas verdes, valles profundos. Está situada en la región de los Grandes Lagos, en Africa Central, y es independiente desde 1960. Tiene unos 8 millones de habitantes, pertenecientes principalmente a dos etnias, los hutus y los tutsis24. Ruanda li­mita con el Congo al oeste, con Tanzania al sur y al este y con Uganda al norte.
   De abril a junio de 1994, en las colinas de Ruanda, los sol­dados del ejército regular y los milicianos interhamwe25 asesina­ron sistemáticamente a niños, mujeres y hombres de la etnia tutsi, así como a millares de hutus opuestos al régimen. Los ase­sinos, recorriendo incansablemente ciudades y aldeas de todo el país, compulsando listas minuciosamente preparadas, empujados al odio por la radio de las Mil Colinas, operaron noche y día, preferiblemente armados con machetes.
   La muerte solía ir precedida de torturas. Las víctimas fue­ron descuartizadas con furor frío, aplicado. En cuanto a las mujeres y las muchachas, fueron casi sistemáticamente viola­das antes de ser asesinadas.
   Las familias tutsis, refugiadas en los conventos, las escue­las religiosas y las iglesias, fueron frecuentemente denuncia­das y entregadas por los sacerdotes y las monjas hutus.
   Noche y día, durante tres meses, los ríos Ragera y Nyabarongo arrastraron cabezas cortadas y miembros descuartiza­dos de las víctimas. Los genocidas trataban de erradicar a todos los seres humanos pertenecientes a la etnia minorita­ria tutsi.
   En aquella época, las Naciones Unidas mantenían en Ruanda un contingente de cascos azules de más de 1.300 hombres, formado básicamente por fuerzas procedentes de Bangladesh, Ghana, Senegal y Bélgica. Estaba bajo el mando del general canadiense Roméo Dallaire y acantonado en campamentos militares protegidos por alambradas, reparti­dos por todo el país.
   En el momento de las matanzas, decenas de miles de tut­sis imploraron la ayuda de los cascos azules, solicitando refu­gio en los campamentos, más seguros. Los oficiales se nega­ron con constancia. Las órdenes procedían de Nueva York, del Consejo de Seguridad, a través del subsecretario general para el mantenimiento de la paz, KofI Annan.
   Aunque había empezado el genocidio, la resolución n° 912 del 21 de abril de 1994 del Consejo de Seguridad redujo a la mitad el contingente de cascos azules en Ruanda.
   Armados hasta los dientes, frente a las bandas de asesinos provistos de azagayas, bastones con clavos y machetes, los soldados de la ONU asistieron pasivamente a la matanza, contentándose con anotar escrupulosamente (y transmitir a Nueva York) los acontecimientos y la forma en que los hom­bres, las mujeres y los niños tutsis eran asesinados. Es decir, obedecieron unas órdenes criminales26.

   Entre 800.000 y un millón de mujeres, bebés, niños, adolescentes y hombres tutsis (y hutus en el sur) fueron masacrados en cien días. Ante la mirada impasible de los cascos azules de las Naciones Unidas.
   De 1990 a 1994, los principales proveedores de armas y créditos en Ruanda habían sido Francia, Egipto, Sudáfrica, Bélgica y la República Popular de China. Las entregas de ar­mas egipcias estaban avaladas por Crédit Lyonnais. La ayuda financiera directa venía sobre todo de Francia. De 1993 a 1994, la República Popular China suministró 500.000 ma­chetes al régimen de Kigali. Cajas llenas de machetes, paga­dos con créditos franceses, seguían llegando en camiones procedentes de Kampala y del puerto de Mombasa, cuando ya había comenzado el genocidio.
   Los genocidas fueron finalmente derrotados por los avan­ces del ejército del Frente Patriótico ruandés, formado por jóvenes tutsis procedentes de la diáspora ugandesa. Kigali fue tomada en julio de 1994. Francia siguió entregando armas, desde Goma y el norte del lago Kivu, a los últimos genocidas refugiados en la orilla oriental del lago.
   La Francia de François Mitterrand desempeñó un papel especialmente nefasto en Ruanda. Los oficiales franceses apoyaron, y cuando llegó la derrota, sacaron del país, a los geno­cidas y a sus comanditarios políticos. La actitud de Frangois Mitterrand es asombrosa. Los analistas que conocen el tema lo explican así: la dictadura hutu del presidente Habyarimana era un régimen francófono; el Frente Nacional ruandés, que la combatía, estaba formado mayoritariamente por hijos e hijas de refugiados tutsis, nacidos en Uganda, y por lo tanto anglófonos. François Mitterrand prestó un apoyo incondicio­nal a los asesinos genocidas en nombre de la defensa de la francofonía27. Además, el presidente francés estaba unido por vínculos de amistad a la familia del difunto dictador hutu ruandés, Juvenal Habyarimana, cuyo fallecimiento en un ac­cidente de aviación desencadenó los acontecimientos.
   El nuevo gobierno heredó una deuda externa de cerca de mil millones de dólares. Cuando llegó al poder en un país completamente devastado, y considerando que no tenían ninguna obligación moral de reembolsar los créditos que habían servido para financiar los machetes con los que ha­bían descuartizado a sus madres, hermanos e hijos, los nue­vos gobernantes solicitaron a los acreedores que suspendie­ran, o incluso anularan, los vencimientos. Sin embargo, el cártel de acreedores, conducido por el Fondo Monetario In­ternacional y el Banco Mundial, se negó a cualquier acuerdo, amenazando con bloquear los créditos de cooperación y ais­lar financieramente a Ruanda en el mundo28.
   Así es como los campesinos ruandeses, pobres como Job, y los escasos supervivientes del genocidio, se matan para de­volver, un mes tras otro, a las potencias extranjeras las sumas que sirvieron para las matanzas.
   La expresión «deuda odiosa» ha sido acuñada por Eric Toussaint. Luego la han utilizado la mayor parte de las organizaciones no gubernamentales y los movimientos sociales que luchan por la justicia social planetaria. Sin embargo —¡sorpresa!—, en la primavera de 2004, la utilizó por primera vez una gran potencia acreedora, y no de las menos importantes. Con ocasión de una conferencia de prensa en Bagdad, el re­presentante de las fuerzas coaligadas, Paul Bremer, habló de la deuda externa acumulada por el régimen de Sadam Husein como de una «deuda odiosa». Se dirigía en primer lugar a Francia y a la Federación Rusa, los dos acreedores princi­pales de la deuda iraquí. Bremer llegó a pedir aquel día la anulación de la deuda de Irak, porque, explicaba, había sido contraída por un régimen criminal. Tenía prisa por volver a colocar en el camino de los beneficios a la economía del nuevo protectorado estadounidense...
   En el seno del Club de París, las discusiones entre los 19 países acreedores son agitadas29. En 1980, el gobierno iraquí tenía unas reservas en divisas de 36.000 millones de dólares. La guerra de diez años contra Irán transformó a Irak en un país deudor. Su deuda asciende actualmente a 120.000 mi­llones de dólares, de los que 60.000 se deben a los países de la región y el resto a los países del Club de París. A la deuda propiamente dicha, hay que sumar los 350.000 millones de indemnización reclamados por Arabia Saudí y Kuwait en concepto de daños y perjuicios por la invasión de 1990.
   Oscura hipocresía de los cosmócratas y de sus lacayos po­líticos: se niegan a anular la deuda de las poblaciones «no rentables», pero declaran «deuda odiosa» (es decir, no reembolsable) los créditos que gravan a los países ricos, que controlan más o menos directamente.
   En mi opinión, deben considerarse «deudas odiosas» todas las deudas externas de los países del tercer mundo, que inducen el subdesarrollo económico, reducen las poblacio­nes a la esclavitud y destruyen a los seres humanos a través del hambre.


VII
 EL HAMBBRE


   La matanza por desnutrición y por hambre de millones de seres humanos es el principal escándalo que inaugura el ter­cer milenio. Es un absurdo, una infamia que ninguna razón podría justificar ni ninguna política legitimar. Se trata de un crimen contra la humanidad indefinidamente repetido.
   En este momento, como ya he dicho, cada cinco segundos un niño de menos de diez años muere de hambre o de enfer­medad relacionada con la malnutrición. Así es como el ham­bre habría matado en 2004 a más seres humanos que todas las guerras juntas.
   ¿Qué ocurre con la lucha contra el hambre? Es evidente que pierde terreno. En 2001, un niño de menos de 10 años moría de hambre cada siete segundos1. Ese mismo año, 826 millones de personas quedaron inválidas por consecuencias de una desnutrición grave y crónica. Actualmente son 841 millones2. Entre 1995 y 2004, el número de víctimas de la desnutrición crónica aumentó en 28 millones de personas.
   El hambre es producto directo de la deuda, en la medida en que priva a los pobres de su capacidad de invertir los fon­dos necesarios para el desarrollo de las infraestructuras agrí­colas, sociales, de transporte y de servicios.
   El hambre significa sufrimientos agudos del cuerpo, debilitamiento de las capacidades motrices y mentales, exclusión de la vida activa, marginalización social, angustia por el futuro, pérdida de autonomía económica. Su resultado es la muerte.
   La subalimentación se define por el déficit de aportes de energía contenida en los alimentos que consume el hombre. Se mide en calorías, pues la caloría es la unidad de medición de la cantidad de energía quemada por el cuerpo3.
   Los parámetros pueden variar en función de la edad. El bebé necesita 300 calorías al día. De uno a dos años, el niño necesita 1.000 calorías al día y a la edad de cinco años nece­sita 1.600 calorías. Para recobrar día a día su fuerza vital, el adulto necesita de 2.000 a 2.700 calorías, en función del clima en el que viva y de su tipo de actividad.
   En el mundo, unos 62 millones de personas, es decir, el 1 por mil de la humanidad, mueren cada año por distintas cau­sas. En 2003, 36 millones murieron de hambre o de enfer­medades debidas a las carencias en micronutrientes.
   El hambre es, pues, la causa principal de muerte en nues­tro planeta. Esta hambre está ocasionada por la mano del hombre. Cuando alguien muere de hambre, muere asesina­do. Este asesino se llama deuda.

   La FAO4 distingue entre hambre «coyuntural» y hambre «estructural». El hambre coyuntural se debe al brusco des­moronamiento de la economía de un país o de una parte de éste. En cuanto al hambre «estructural» está inducida por el subdesarrollo del país.
   Un ejemplo de hambre coyuntural: en julio de 2004, Bangladesh quedó sumergido en un monzón especialmente violento. Más del 70 por ciento de este país de 116.000 kilómetros cuadrados quedó bajo el agua. De sus 146 millones de habitantes, 3 millones podrían morir de hambre. Bangladesh es un delta formado por múltiples ríos que desembocan en el golfo de Bengala. Estos ríos proceden de los contrafuertes del Himalaya (Bután, Ladakh, Nepal). Cuando llega el mon­zón, su crecida es violenta, imprevisible. Las aguas arrancan árboles y casas, destruyen presas, cubren con un agua verde, llena de limo, turbulenta, centenares de miles de hectáreas de tierras agrícolas y arrasan los barrios periféricos de las ciu­dades.
   En periodos normales, si se puede decir así, unos 30.000 niños menores de diez años se quedan ciegos cada año en Bangladesh, por falta de vitamina A. La OMS considera que tras las inundaciones esta cifra se va a quintuplicar como mí­nimo en 2004.
   El hambre estructural, como el hambre coyuntural, son consecuencia directa de la deuda. En lo que se refiere al hambre estructural, es evidente. Las relaciones de causalidad entre hambre coyuntural y deuda exigen una explicación.
   Volvamos a la hambruna excepcional de Bangladesh en 2004. Las dos principales cuencas hidrográficas responsables de las inundaciones de julio son las del Bramaputra y el Gan­ges. A petición de las Naciones Unidas, tuve que realizar una misión en Bangladesh en 2002. Se trataba precisamente de examinar los medios más adecuados para evitar la repetición de este tipo de catástrofes. En el espacioso despacho del mi­nistro de Recursos Hidráulicos en Dacca, me pasé horas y horas estudiando gráficos, estadísticas, proyectos. El estudio concluyó que la tecnología contemporánea permitiría sin pro­blemas graves encauzar todos los ríos de Bangladesh. Desde el punto de vista tecnológico, sería posible controlar las inunda­ciones provocadas por el monzón5. Sin embargo, Bangladesh es uno de los países más endeudados del sur de Asia, por lo que no tienen dinero para construir las presas necesarias.

   Un ejemplo de lo que la FAO llama hambre estructural: cuando salía de la oficina del presidente de la República de Brasil, en Planalto, Brasilia, a altas horas de la noche del 4 de febrero de 2003, un gigante rubio y alegre me cierra el ca­mino en la explanada. Su alegría de vivir es contagiosa. So­mos amigos desde hace años y caemos en brazos uno de otro.
   Joáo Stedile, desbordante de inteligencia y vitalidad, es nieto de campesinos tiroleses emigrados a Santa Catarina. Es actualmente el más influyente de los nuevos dirigentes nacionales del Movimiento de Trabajadores Rurales sin Tierra6. Sus disputas con el presidente Lula y el ministro de Agricul­tura son legendarias.

   «¿Qué haces mañana?», me pregunta.
—Vuelvo en avión a Río, y después a Ginebra.
—¡De ninguna manera! —dice el tirolés—. Mañana irás al lixo7. Si no, no podrás entender nada de este gobierno, ni de lo que pasa aquí... Tienes que ir al alba, sin coche oficial y sin acompañantes de la ONU... en taxi... solo.
   No llegué al alba. Me desperté con el sol ya alto en el cielo, me bebí un café y me subí a un taxi. En Brasilia, el tráfico ma­tutino es más infernal que en París. El calor caía de un cielo encapotado y gris. El hotel Atlántica en el que me alojaba se encontraba en los barrios del oeste y tardé más de dos horas para llegar al vertedero municipal, situado en la frontera oriental de la capital.
   Más de dos millones de hombres, mujeres y niños viven en Brasilia. Una noria ininterrumpida de camiones lleva las veinticuatro horas del día sus detritos al vertedero. Sobre más de tres kilómetros cuadrados, pirámides de inmundicias cre­cen hacia el cielo. El acceso al vertedero está estrictamente regulado. Hay una barrera metálica vigilada por un puesto de guardia de la policía militar. Los hombres de uniforme azul oscuro están armados con ametralladoras y largos bas­tones de caucho negro.
   Una favela, en la que residen oficialmente unas 20.000 fa­milias, se extiende entre los últimos rascacielos y la barrera. Es un océano de casetas de cartón, de barracas de madera, de chabolas cubiertas con chapa ondulada... Aquí viven los refugiados del hambre, las víctimas de los latifundios y los consorcios agroalimentarios que monopolizan las tierras de Goiasy expulsan a los aparceros, los peones agrícolas y sus familias.
   Unos seiscientos adultos y jóvenes que viven en la favela reciben cada día una tarjeta de acceso al vertedero. ¿Con qué criterios? Nunca logré enterarme. Sin embargo, conociendo los usos y costumbres de la policía militar, sospecho que la corrupción desempeña un papel considerable en el reparto de tarjetas.
   Miríadas de chavales de grandes ojos negros, alegres y claramente subalimentados, corren por las calles del poblado, entre aguas residuales, perros famélicos y chabolas de cartón. Rodean el taxi. Se ríen y dan palmadas. Atravieso el círculo y me dirijo al puesto de guardia. El capitán me espera en el umbral. Es todo sonrisas. Stedile le ha llamado por teléfono la víspera.
   «Le esperábamos más temprano», dice.
   En los brazos de sus madres, los bebés tienen los ojos, la boca, la nariz cubiertos de moscas violetas que revolotean. Hay excrementos por todas partes. Los enjambres de moscas se pasean entre los montones de excrementos y los ojos de los bebés.
   En Brasil, la policía militar cumple las funciones de la gendarmería en Francia. Depende del gobernador de cada estado. El capitán, de unos treinta años, tiene rasgos finos, con ojos oscuros de mulato. Es enérgico y competente. Es­conde mal su desprecio por los «piojosos» que rondan por el puesto de guardia y se afanan en el terreno pantanoso más allá de la barrera.
   Su discurso es circunspecto, perfectamente adaptado a las preguntas del visitante. Sin embargo, mi visita le intriga.
   «¡En Europa sois ricos! ¡Lo quemáis todo!... Nosotros no lo hacemos así... somos un país pobre... El vertedero da tra­bajo a algunos de estos pobres desgraciados... No incinera­mos nada, todo puede servir... Le impresionaría saber lo que nuestros favelados pueden hacer con un trozo de madera, una chapa de aluminio... El cartón se vende a los mayoristas... las cajas de aluminio, las latas de cerveza se aplastan y se ven­den... el cristal se recoge y se vende también... Un lixeiro hábil puede ganar hasta cinco reales al día8... Con los restos de co­mida, las verduras, las frutas, los residuos de animales, dan de comer a sus cerdos... El lixo da de comer a todo este barrio que tiene ante usted». Su brazo abarca con un amplio movi­miento todo el espacio que separa el vertedero de las lejanas siluetas blancas de los rascacielos.
   La policía militar nunca entra en la inmensa zona que al­berga las pirámides de basura. «Sólo nos ocupamos de re­partir las tarjetas por la mañana, de controlar el acceso al vertedero y de impedir que entren los niños. Para ellos sería in­salubre».
   El capitán me presenta a un hombre desdentado, corpu­lento, de unos sesenta años, con chaqueta y pantalón ma­rrones, manchados de grasa. El hombre se apoya en una muleta. Sólo tiene una pierna. Un sombrero de paja de color indefinido le cubre la cabeza. Tiene la tez mortecina. Gotas de sudor le corren por la frente. Huele mal. Su mira­da es turbia. Parece un cortesano. Mi antipatía por él es ins­tantánea.
   «Es el feitor9... El señor es responsable de los lixeiros. Indi­ca a cada hombre el lugar donde puede trabajar... ¡Hace falta autoridad, sabe! Las peleas son frecuentes...»
   El hombre con el sombrero de paja llama a dos pistoleiros, dos nebros que aparentemente le sirven de escoltas. Nos di­rigimos juntos a la pista que lleva hasta las montañas. Nuestra marcha, muy ralentizada por el cojo triste que avanza peno­samente con su muleta, durará unos veinte minutos, bajo un sol incandescente.
   El olor pútrido me deja sin aliento.
   Estoy sudando a chorros.
   Por el incesante vaivén de los camiones, la pista —amplia y con cunetas que sirven de vertederos— parece un barran­co. Está llena de baches, marcados por las huellas profundas de las ruedas gigantescas. Los camiones se tambalean por ex­ceso de carga.
   Provistos de largos palos con ganchos en un extremo, an­cianos y adolescentes trepan por las pirámides. Los más ancianos están calzados con botas negras de caucho. Llevan gorras rojas, con visera, repartidas por el vendedor de Coca-Cola que se encuentra en la puerta del vertedero. Ratas del tamaño de un gato corren entre las piernas desnudas de los adolescentes. Muchos jóvenes son esqueléticos y no les queda ningún diente. Llevan sandalias de caucho y se hacen heridas con frecuencia. Con las manos desnudas clasifican la basura y la amontonan en lugares precisos. Un hermano, un padre, un primo, acercan un carro tirado por un burro.
   Son carretas planas montadas sobre dos ruedas de neumáti­cos desgastados.
   Cada carro carga con una mercancía diferente: unos lle­van montones de cartón y papel. Otros desbordan de piezas metálicas. Muchos transportan botellas y trozos de cristal. Los intermediarios de los compradores esperan a la salida, en el solar, detrás de la barrera.
   La mayor parte de los carros transportan comida. En rea­lidad, se trata de cubos de plástico gris que contienen una es­pecie de papilla maloliente, de color indefinido. En los cubos se mezcla harina, arroz, verduras pochas, trozos de carne, ca­bezas de pescado, huesos, y a veces un cadáver de conejo o de rata. De la mayor parte de los cubos sale un olor nauseabundo.
   Nubes de moscas violetas cubren cada uno de los carros. Su baile incesante produce un zumbido sordo. Muchas mos­cas se posan sobre los ojos infectados de los adolescentes o sobre las piernas desolladas de los ancianos.
   Le pregunto al feitor por el destino del contenido de los cubos.
   «Es para los cerdos», me dice sin convicción. Le doy un bi­llete de diez reales.
   «No soy un turista. Soy relator especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación... Quiero saber lo que pasa aquí», le digo con una voz ridículamente solemne.
El feitor se burla completamente de mi misión, pero es sensi­ble al billete de banco. «Entiéndalo, nuestros hijos tienen ham­bre», me dice como disculpándose. El hombre baboso con sus dos pistoleiros como guardaespaldas casi me parece simpático.

   La subalimentación severa y crónica destruye lentamente el cuerpo. Lo debilita, absorbe sus fuerzas vitales. La enfer­medad más leve es fatal. La sensación de carencia es perma­nente.
   Sin embargo, los sufrimientos más terribles causados por la subalimentación son la angustia y la humillación. El ham­briento libra un combate desesperado y permanente por su dignidad. Sí, el hambre provoca vergüenza. El padre no consigue alimentar a su familia. La madre se queda con las manos vacías ante el niño hambriento que llora.
   Noche tras noche, día tras día, el hambre merma las fuer­zas de resistencia del adulto. Ve acercarse el día en que ni si­quiera podrá deambular por las calles, hurgar en las basuras, mendigar o llevar a cabo los trabajillos ocasionales que le per­mitirán comprar una libra de mandioca, un kilo de arroz, algo con lo que sustentar —siempre exiguamente— a su fa­milia. La angustia le corroe. Viste harapos, sandalias gastadas, su mirada es febril. Puede ver el rechazo en la mirada del otro. A menudo los suyos y él mismo se ven reducidos a comer los detritos sacados de los cubos de la basura de los restaurantes o de las casas de ricos.
   María do Carmo Soares de Freitas, socióloga, y sus colaboradores de la Universidad Federal de Bahía (Brasil), realiza­ron una encuesta de larga duración en el barrio de Pela Porco de Salvador, con el fin de comprender cómo viven su situación los propios hambrientos. Con Alagados, Pela Porco es uno de los bairos10 más miserables de la metrópoli del norte, antigua capital del virreinato lusitano de Brasil. Allí causan estragos la corrupción y la arbitrariedad policial, la violencia de las bandas armadas, el paro endémico, la caren­cia total de infraestructuras escolares, sociales, sanitarias, y la vivienda precaria. Viven allí unas 9.000 familias. Os textos dos famintos es el título del volumen, que todavía no se ha publi­cado, en el que todo el equipo recoge la palabra de los hambrientos11.
   Para exorcizar la vergüenza, las víctimas de la desnutrición crónica recurren a frases como éstas: «A fome vem de fora do corpo» («El hambre viene del exterior del cuerpo»). El ham­bre es el agresor, el animal que ataca. No puedo hacer nada. No soy responsable de mi estado. No debo tener vergüenza de los harapos que llevo, del llanto de mis hijos, de mi propio cuerpo debilitado y de mi incapacidad de alimentar a mi fa­milia.
   Los que se ven reducidos a comer residuos sacados de las papeleras del centro de la ciudad, o de los lujosos hoteles que bordean la arena blanca de Itapoa, dicen: «Preciso tirar a vergonha de catar no lixo, porquepior é roubar» («Necesito vencer mi vergüenza de hurgar en la basura, porque peor sería robar»).
   Muchas mujeres y hombres interrogados llaman al ham­bre «a coisa» («la cosa»). «A coisa bater na porta» («La cosa llama a mi puerta»). Expulsar el hambre al exterior de su cuerpo, considerarse la víctima de una agresión, saberse he­rido por un adversario demasiado poderoso, son defensas contra la vergüenza.
   Algunos dicen también: «Sentemse perseguidos, ou pela poli­cía ou pela fome» («Me siento perseguido, por la policía o por el hambre»), o también: «A fome e sempre urn sofrimento quefere o corpo» («El hambre siempre es un dolor que hiere el cuer­po»). La bestia me ataca, ¿qué puedo hacer? Nada o casi nada, «Porque ela é mais de que eu» («Porque es más fuerte que yo»).
   Las palabras «perseguidos pela fome» («perseguidos por el hambre») aparecen en casi todas las respuestas.
   Algunas de las personas encuestadas, especialmente los adolescentes, se rebelan contra la bestia. Desean responder al ataque, resistir. «A persóa tem ser forte, tem quefazer qualquer negocio; nao ter vergonha, nao ter medo; pedir a urn e a outro, bulir no lixo, tem uns que até rouba, assalta, bole ñas croisas dos outros; nao pode Jicar esperando as coisas cair do ceu; tem que ter muita fé praJicar comforfa, se levantar e andar, andar...» («Debemos ser fuertes, responder, hacer algo; no debemos tener vergüenza ni miedo; debemos pedir ayuda; debemos revolver en la ba­sura. Algunas personas llegan a robar, atacar a los demás, apoderarse de las cosas ajenas. Nadie debe esperar que las cosas caigan del cielo. Hay que tener mucha fe para no dejar que se apague la fuerza, hay que levantarse, ir hacia delante, ir hacia delante...»)
   Una serie de preguntas especialmente pertinentes plan­teadas por Maria do Carmo y otros encuestadores se refiere a «la fome nocturna» («el hambre nocturna»). La práctica to­talidad de las personas interrogadas, de todas las edades y todos los sexos, tienen visiones nocturnas, sueños compen­satorios en los que aparecen mesas cubiertas con manteles in­maculados, sepultadas por montañas de frutas, carnes y pas­teles. Estas alucinaciones consuelan de las privaciones físicas, de la angustia lacerante y del dolor.
   Una joven contesta: «No tempo da noite, quando as crianzas chorara ou a violenáa assusta ainda mais, sao produzidas insoñia e visóes» («De noche, cuando los niños lloran y la violencia [policial y de las bandas armadas] asusta mucho más, apare­cen los insomnios y las visiones»).
   Frente a una sociedad que lo excluye y le priva de comida, el hambriento se aferra a estas quimeras. En su imaginación, le devuelven su dignidad de sujeto libre.

   Dos mil millones de personas sufren lo que las Naciones Unidas llaman hidden hunger, hambre invisible, es decir, malnutrición. La malnutrición se define por la carencia de micronutrientes (sales minerales, vitaminas). Estas carencias provocan enfermedades a menudo mortales.
   Las calampas de Lima, las favelas de Sao Paulo o las sórdidas chabolas de las smoky mountains de Manila son lugares pestilentes. En las smoky mountains, donde vive medio millón de per­sonas, un olor pútrido invade el aire. Las ratas muerden la cara de los recién nacidos. En estas chabolas de lata, las mujeres, los niños y los hombres se llenan el estómago con los residuos de comida recogidos en las montañas de inmundicias. Aveces la aportación de calorías puede ser suficiente, pero la composi­ción de la alimentación revela carencias peligrosas.
   Un niño en situación de malnutrición crónica puede comer todo lo que quiera, y agonizar de una enfermedad causada por la falta de micronutrientes.
   En los 122 países del tercer mundo en los que vive, quiero recordarlo, cerca del 80 por ciento de la población del plane­ta, la falta de micronutrientes provoca verdaderas catástrofes12.
   Entre las enfermedades más comunes y más extendidas provocadas por esta insuficiencia, está el kwashiorkor, frecuente en el Africa negra, la anemia, el raquitismo, la ceguera. Los adolescentes víctimas de la enfermedad de kwashiorkor, o síndrome pluricarencial, tienen el vientre hinchado, el cabello rojizo, la tez amarillenta. Pierden los dientes. Las per­sonas privadas de forma permanente de una aportación sufi­ciente de vitamina A se quedan ciegas. El raquitismo impide el desarrollo normal del esqueleto del niño.
   En cuanto a la anemia, ataca al sistema sanguíneo y priva a la víctima de energía y de capacidad de concentración.

   Otro ejemplo. Según el informe del Banco Mundial de marzo de 2003, el 15,1 por ciento de los niños palestinos de menos de diez años que viven en Cisjordania y Gaza su­fren de desnutrición crónica y grave.
   La destrucción de las tierras cultivables palestinas, el robo de la capa freática, el bloqueo de todas las ciudades y todos los pueblos de Palestina por el ejército de ocupación israelí han hecho caer en más de un 42 por ciento el producto inte­rior bruto palestino desde el comienzo de la segunda Intifada, en septiembre de 2000.
   En las escuelas de la UNRWA, en Jan Yunes, Rafah y Beit Hanun, los alumnos suelen desmayarse de inanición, perder el conocimiento a causa de la anemia13.
   Como consecuencia de la malnutrición infantil, millares de bebés palestinos sufren daños cerebrales irreversibles.

    Analicemos más detalladamente los estragos que causa la falta de micronutrientes14.
   La carencia de hierro es la causa más extendida del ham­bre invisible. El hierro es indispensable para la formación de la sangre. Su ausencia provoca anemia, que se caracteriza principalmente por una insuficiencia de hemoglobina. Mil trescientos millones de personas en todo el mundo padecen anemia, de las que 800 millones padecen un tipo de anemia que tiene su origen en la falta de hierro. La anemia desorga­niza el sistema inmunitario.
   Hay algunos tipos de anemia más benignos, que reducen en proporciones variables la capacidad de trabajo y de reproducción de los que la padecen. En los países del Sur, cerca del 50 por ciento de las mujeres y del 20 por ciento de los hombres tienen algún tipo de anemia debida a la falta de hierro.
   Para la alimentación de los bebés de seis a veinticuatro meses, el hierro es esencial. Su ausencia perturba la forma­ción de las neuronas cerebrales. En los 49 países más pobres, el 30 por ciento de los bebés están en esta situación. Sufrirán por ello deficiencias mentales durante toda su vida.
   Unas 600.000 mujeres al año mueren durante el embara­zo a causa de una carencia severa de hierro. Aproximada­mente, el 20 por ciento de las muertes de parto están rela­cionadas con una deficiencia férrica.
   Otro micronutriente esencial es la vitamina A. En el seno de las clases pobres que viven en el hemisferio sur, la caren­cia de vitamina A es la causa principal de ceguera. Cada cua­tro minutos, una persona pierde la vista por falta de vitami­na A. Cuarenta millones de niños menores de cinco años sufren carencia de vitamina A. De ellos, trece millones pier­den la vista cada año.
   La OMS ha identificado la categoría de populations at risk, poblaciones propensas a determinadas enfermedades (como las infecciones del tracto gastrointestinal o de las vías respi­ratorias) debidas indirectamente a la carencia de vitamina A. Esta población se componía, en 2004, de unos 800 millones de personas15.
   El yodo es otro elemento indispensable para el equilibrio del cuerpo humano. Hay más de mil millones de mujeres, hombres y niños aquejados de carencias de yodo. Viven sobre todo en las regiones rurales del planeta, ya que hace al me­nos diez años que las autoridades de los medios urbanos yodan la sal comestible. La carencia de yodo provoca estragos en el cuerpo de la madre, y también al del feto. En 2003, cer­ca de 18 millones de bebés nacieron con deficiencias menta­les irrecuperables.
   ¿Y qué podemos decir de la vitamina B? Las personas que no la absorban en cantidad suficiente, padecerán beriberi, una plaga que destruye lentamente el sistema nervioso.
    La falta prolongada de vitamina C provoca escorbuto.
   El ácido fólico es esencial para las mujeres embarazadas y para los recién nacidos. La ONU contabiliza 200.000 defi­ciencias graves y permanentes al año causadas en los recién nacidos por la falta de este micronutriente. La falta de ácido fólico también es responsable de una de cada diez muertes cardiovasculares en los países del tercer mundo.
   En la mayor parte de los casos, la malnutrición está causa­da por carencias combinadas. Un niño que nace en una ca­baña del sertáo de Pernambuco, en los límites de una gran propiedad feudal, de un padre boia frío y de una madre jor­nalera, tiene todas las posibilidades de sufrir carencias de yodo, hierro y diferentes tipos de vitaminas. Más de la mitad de las personas que sufren carencias en micronutrientes tie­nen carencias acumulativas.
   La muerte de parto de centenares de miles de mujeres subalimentadas, el nacimiento de millones de niños mentalmente deficientes y la pérdida de la capacidad de trabajo de decenas de millones de hombres tienen un enorme peso sobre las sociedades. Y además, estas mujeres y hombres, marcados por las carencias sufridas en la infancia, transmitirán a su propia descendencia una «sangre mala», portadora de anemia y de otras tantas maldiciones nacidas de la malnutrición.
    Sin embargo, la malnutrición podría erradicarse rápida­mente de la superficie de la tierra sin grandes problemas técnicos ni costes financieros exorbitantes. Bastaría con apli­car a los alimentos consumidos en el tercer mundo las mis­mas exigencias que en Occidente. En Ginebra, la sal que compro está enriquecida en yodo, en virtud de la legislación vigente. De esta forma, la anemia debida a la falta de hierro ha desaparecido prácticamente en Occidente. Todas las leyes relativas a la alimentación en los países industriales in­cluyen requisitos muy estrictos sobre la presencia de micronutrientes en los alimentos comercializados. Esta legislación sólo existe de forma muy excepcional en los países del hemisferio sur.
   Sí, liberar a miles de millones de seres humanos del mar­tirio del hambre invisible no plantearía ninguna dificultad importante. Salvo la financiera, claro, pues el poder adquisi­tivo de la mayor parte de las víctimas es nulo. Sus gobiernos no suelen tener los medios, ni en general la voluntad, de enriquecer en micronutrientes la comida producida en su país o importada del extranjero. Las organizaciones internacio­nales carecen de fondos para lanzar programas de erradica­ción de la malnutrición a escala planetaria16.

   La subalimentación y la malnutrición desempeñan un papel determinante en la eclosión de un número importante de enfermedades víricas que no corresponden directamente a la ca­tegoría de las hunger-related diseases, según la OMS.
   Un cuerpo martirizado por el hambre no resiste a las infecciones, pues las fuerzas inmunitarias son deficientes. El menor ataque del menor virus provoca la muerte.
   Los avances fulminantes de la tuberculosis en Asia y en Africa se deben en gran medida a la extensión de la subali­mentación y la malnutrición.
   Lo mismo se puede decir de los avances terroríficos del sida en el Africa negra. Treinta y seis millones de seres humanos lo padecen actualmente en todo el mundo, de los que veinticua­tro millones viven en el Africa negra. Los hombres, mujeres y niños africanos que sufren sida están privados en su mayor parte de terapia retroviral. No tienen dinero para ello17. Evi­dentemente, el sida se debe al virus VIH, y no a la falta de ca­lorías o de vitaminas; puede golpear tanto a los hambrientos como a los bien alimentados. No obstante, la desnutrición cró­nica favorece la extensión de la pandemia. En el Africa negra en particular, los cuerpos subalimentados e infectados carecen de todo tipo de resistencia inmunitaria.
   De vuelta de un viaje por Africa Austral, Peter Piot, director de ONUSIDA, organización de las Naciones Unidas encargada de la lucha mundial contra el sida18, escribió: «I was in Malawi and met with a group of women living with HTV. As I always do when 1 meet people with HIV/AIDS and the other community groups, I asked them what their highestprioriiy was. Their answer was clear and unanimous: food. Noi care, noí drugsfor íreatment, not relieffrom stigma, butfood» («Vengo de Malaui y me he reunido con un grupo de mujeres infectadas con el virus VIH. Como siempre que me en­frento con enfermos de sida o con otros grupos de personas, les pregunté cuál era su primera prioridad. Su respuesta fue clara y unánime: comida. Ni atención sanitaria, ni medicamentos contra su enfermedad, ni el fin de la exclusión: comida»19).

   Ésta es la vida de Virginia Maramba, una joven blanca que vive en Muzarabani, en la provincia de Mashonaland, en Zimbabue. Su marido, Andrew, murió en 2003, como consecuen­cia del sida, sin dejar evidentemente herencia alguna (era jor­nalero). Virginia tiene dos hijos pequeños. Trata de encontrar trabajo como jornalera en las grandes granjas pertenecientes a los blancos.
   Cuando no encuentra trabajo, recoge raíces, hierbas en el bosque, en las lindes de las grandes propiedades, para hacer sopa a sus niños. Sus vecinos son tan pobres como ella.
   La subalimentación permanente, que martiriza el cuerpo y el espíritu de Virginia y de sus hijos, no se debe a indolen­cia de ningún tipo. La mujer trabaja muy duro. A finales de 2003 consigue hacerse con un trozo de terreno. Allí planta maíz y judías, zanahoria, mandioca y batata. Sin embargo, la lluvia es irregular. En 2004 no tiene dinero para comprar abono, por lo que sólo cosechará 20 kilos de maíz, apenas su­ficientes para dar de comer durante un mes a su familia20. Virginia tiene hambre, su cuerpo desnutrido no resiste a la infección. Se dirige rápidamente hacia la muerte.
  
   En los debates internacionales sobre el hambre, la palabra «fatalidad» es omnipresente. En 1974, tres años después de acceder a la independencia, Bangladesh vivió una de las peo­res catástrofes de su historia: las inundaciones del Ganges y el Bramaputra provocaron una hambruna que dejó cuatro mi­llones de víctimas. Henry Kissinger avanzó el concepto de basket case, que quiere decir: algunos países están bloqueados de forma tan desesperada en el fondo de la «cesta», del abismo, que no pueden permitirse ningún tipo de esperanza. Las con­diciones climáticas, topográficas en las que les ha tocado vivir hacen que el hambre de gran parte de su población sea para siempre inevitable e impiden cualquier desarrollo económi­co. Sus habitantes están condenados a vivir una vida de men­dicidad internacional y de angustia21. Es una cadena perpetua.
   ¿Podemos aceptar la sombría predicción de Kissinger? ¿Existen países bloqueados para siempre «en el fondo de la cesta»? Examinemos esta noción de «fatalidad».
   Cada año, el PMA publica su World Hunger Map (mapa del hambre en el mundo, que debería estar colgado en todos los colegios de Europa). Diferentes colores que cubren diferen­tes países indican la tasa de subalimentados permanentes y graves. El marrón oscuro indica una tasa media de subali­mentación superior al 35 por ciento de la población. Este color cubre amplias zonas de Africa y Asia, así como algunos países del Caribe. Desde 2001, uno de los tres países que fi­guran constantemente en cabeza de este palmarés macabro es Mongolia.
  
   Mongolia es un país soberbio, formado por estepas, de­siertos, montañas y tundra, que se encuentra en el corazón de Asia. Su superficie es de 1,5 millones de kilómetros cua­drados y tiene 2,4 millones de habitantes, sobre todo mon­goles, pero también kazajos y buriatos. Más del 50 por ciento de la población es nómada.
   El verano sólo dura dos meses y medio, de mediados de junio a principios de septiembre. Luego llegan el otoño y el invierno. Desde finales de octubre, las temperaturas des­cienden a veinte grados bajo cero. En diciembre caen a cin­cuenta grados bajo cero. Durante doscientos cincuenta días al año, el cielo mongol tiene un azul pálido transparente. El sol brilla.
   Este país, que limita con Siberia, China y Kazajistán, tiene una belleza que deja sin aliento. Al norte, la taiga. Al oeste los montes de Altai. En el sur profundo, las dunas y mesetas rocosas, barridas por los vientos del desierto de Gobi. En el centro y el este, como una sucesión de olas infinitas, se extienden las colinas cubiertas de una hierba recia.
   La única carretera asfaltada tiene 600 kilómetros y comu­nica Ulan Bator, la capital, con Selengue, una ciudad que se encuentra en la frontera con Siberia. El ferrocarril cruza el país de sur a norte: es el famoso Transiberiano, que va de Pekín a San Petersburgo.
   En las encrucijadas de los caminos llenos de baches que recorren la estepa se alzan montones de piedras coronadas con una bandera azul cielo, el color de los chamanes, pero tam­bién del budismo tibetano. Según una antigua costumbre chamánica, el viajero debe dar tres vueltas alrededor del pequeño montículo y lanzar tres piedras recogidas en las cercanías.
   En verano, una brisa permanente, ligera, sopla sobre la es­tepa. A partir de octubre, vientos violentos agitan el cielo. De noviembre a marzo, huracanes de nieve barren las tierras, tragándose a hombres y animales.
   En verano, hay una explosión de vida. Se celebran las bo­das, se organizan concursos de lucha, tiro con arco, acroba­cia y carreras de caballo en todos los aimag22. Los cantos mon­goles, que se asemejan a un lamento discreto y melodioso, resuenan en el aire.
   Los mongoles cuentan con una memoria colectiva muy antigua y vital. Los símbolos de su pasado están presentes en todas partes. De finales del siglo XII a comienzos del XV, do­minaron el imperio más amplio que la humanidad haya conocido nunca. Iba de Hungría ajava e incluía prácticamente todo el continente asiático, exceptuando Japón23. El funda­dor del imperio fue Gengisjan, que murió en 1227. Su nom­bre significa «rey universal». Su nieto, Kublai Jan, dejó la capital de Karakorum para fundar Pekín.
   Los mongoles viven en un ger —tienda redonda protegida del frío y de los vientos por tapices de fieltro fabricados a par­tir de la lana de oveja— y cuentan con una cabaña de más de treinta millones de cabezas: cabras (que proporcionan la pre­ciosa lana de cachemira, exportada a China), ovejas (de todas las razas), vacas (famélicas), camellos (también llamados «navios del Gobi»), y sobre todo caballos nerviosos, rápidos, duros, de gran belleza y capaces de una velocidad al galope asombrosa.
   La leche de yegua, la carne de caballo y el vodka destilado a partir de cereales importados de Rusia son los manjares y las bebidas preferidos por los mongoles.
   Por muy fascinante que parezca desde el punto de vista de la riqueza de las tradiciones milenarias, de los valores de hos­pitalidad y ayuda mutua que supone, la sociedad nómada es de una fragilidad extremada. En 1999 y 2002, un invierno más riguroso de lo habitual, seguido por sequías catastróficas y plagas de langosta mató a cerca de diez millones de animales24.
   En el mapa del PMA, Mongolia figura con una tasa media de subalimentación crónica y grave del 43 por ciento. Ac­tualmente, el 70 por ciento de los alimentos se importan de China, Corea del Sur y Rusia.
   Aproximadamente el 40 por ciento de la población vive por debajo del umbral de pobreza extrema y se ve obligado a subsistir con menos de 22.000 tugriks al mes (1 dólar de los Estados Unidos equivale a 1.100 tugriks25). Según las indicaciones gubernamentales, el mínimo vital para sobrevivir as­ciende a 30.000 tugriks al mes en Ulan Bator.
   En la capital se concentra más de la mitad de la población y el 30 por ciento de sus habitantes viven allí desde hace menos de cinco años, refugiados de las catástrofes naturales y del hambre en las estepas.
   La mortalidad infantil es una de las más elevadas del mundo: 58 bebés muertos por cada 1.000 nacimientos en 2003.
   Para los pobres, la situación se deteriora cada vez más.
   La práctica de la agricultura es extremadamente difícil, porque los veranos son demasiado cortos para plantar y para cosechar. Los regadíos son imposibles en las tres cuartas par­tes del territorio, a causa de la falta de agua. Por todo ello, Mongolia importa prácticamente toda su comida, exceptuan­do la carne y la leche. El precio de los productos chinos y rusos importados aumenta sin cesar. Durante mi estancia, en agosto de 2004, el precio de los alimentos —trigo, patatas— im­portados de Rusia aumentó un 22 por ciento como media...
   De 1921 a 1991, Mongolia vivió bajo el yugo soviético. Formalmente independiente, aunque satélite de la URSS, fue un país martirizado: campos de concentración, KGB todopode­roso, ataques incesantes contra la sociedad tradicional. Tres­cientos mil lamas y monjes budistas fueron ejecutados por los esbirros de Stalin, durante la campaña llamada «contra el ateísmo», en 1936.
   Sin embargo, la sociedad mongol resistió. Los clanes per­manecieron prácticamente intactos. La solidaridad es su fun­damento: en la estepa, en invierno, cuando la temperatura desciende a cincuenta grados bajo cero, o durante los veranos de sequía, cuando falta agua, nadie está en condiciones de sobrevivir sin la solidaridad de los otros habitantes de los gers de la estepa o de los barrios desvencijados de la capital.
   Es una solidaridad omnipresente. Es la respiración de la sociedad mongol.

   La casa de dos pisos que tengo frente a mí tiene unas pa­redes desvencijadas de color amarillo. Está situada en el ex­tremo de un solar, en los lejanos suburbios del sur de Ulan Bator, al pie de las primeras colinas sin árboles por las que pasa la pista que va a Dundgobi. Una pequeña escalera lleva a una puerta de hierro.
   Me traducen la inscripción mongol que figura en un muro exterior: «Children address identificaiion Ceníer of the Citys Governors Office» («Centro municipal para la identificación de las direcciones de los niños»).
   Un hombre fornido, vestido de civil, de unos cincuenta años, sorprendido y vagamente inquieto, sale a nuestro en­cuentro. Es el coronel Bayarbyamba, director del centro. Le sigue una mujer de mediana edad, con bata blanca, la docto­ra Enkhmaa, y un joven inspector de policía con uniforme azul. El sol ya está alto en el cielo. El viento agita suavemente las ramas del único árbol plantado delante de la casa.
   Es por la mañana, pero ya hay más de 35 grados.
   ¿Un coronel de la policía, director de un centro de acogi­da para niños abandonados? Durante un instante, dudo al pie de la escalera. La puerta está abierta... Escucho el goijeo de los pequeños.
   En cualquier otro país del mundo, el espectáculo de un policía con uniforme azul me habría hecho dar media vuel­ta. Hubiera creído inmediatamente que se trataba de una farsa para visitantes extranjeros. Pero en Mongolia todo es diferente. La policía estatal saca a los niños de los tubos de la calefacción, los obliga a salir a la superficie, los recoge en los portales, los trae hasta aquí... También la policía está habita­da por la solidaridad que une a todos los mongoles. La poli­cía estatal ofrece un refugio, duchas, aseos, un mínimo de ropa, comida, atención sanitaria a estos niños de los túneles que, sin ella, estarían en su mayoría condenados a sucumbir. Luego trata de identificar a los padres o de localizar a algún miembro de la familia que pueda hacerse cargo del niño. Sin embargo, la búsqueda es generalmente vana.
   Los ciento treinta y dos niños y niñas de todas las edades que se refugian aquí están comiendo en recipientes de metal. Una comida copiosa: cordero hervido y patatas.
   El 80 por ciento de los niños que llegan están heridos o enfermos. La mayor parte son «niños de los túneles». Al lle­gar, casi todos están gravemente subalimentados; suelen su­frir enfermedades de la piel y del estómago.
   Ulan Bator se construyó hace cincuenta años, según los cá­nones de la arquitectura soviética de la época. Una inmensa planta alimentada por carbón, que se encuentra con facili­dad en la tundra, suministra electricidad y calefacción a toda la ciudad. Los conductos de la calefacción colectiva pasan por interminables túneles sepultados bajo las calles. De esta forma, los radiadores de los pisos reciben agua caliente.
   Dentro de estos túneles se refugian, desde finales de septiembre, los más pobres entre los pobres, especialmente los niños abandonados. En mayo emergen y vuelven a sepultar­se en septiembre. La policía de la ciudad los busca y cuando los encuentra los lleva a uno de estos centros. 
   Bajé a uno de los túneles gracias a una escalera metálica. Estaba lleno de excrementos. Ví colonias de ratas. El hedor era insoportable.
   La mayor parte de los niños son víctimas de violencia doméstica. En 2004, el paro urbano alcanzaba el 47 por ciento de la población activa. En estas condiciones, el vodka causa estragos. La desesperación también. Los niños sufren heri­das, abusos sexuales y palizas. Durante la noche corren a refugiarse en los túneles. De día, revuelven en la basura.
   ¿Cuántos son en Ulan Bator?
   «Unos 4.000», me contesta el coronel Bayarbyamba.
   «Al menos 10.000», piensa Prasanne da Silva, un joven in­dio muy americanizado que dirige las operaciones de World Vision en Mongolia. World Vision es una ONG estadouni­dense de origen presbiteriano, dotada de un presupuesto anual de más de mil millones de dólares, financiada en un 59 por ciento por donantes individuales. World Vision ayuda a algunos de los treinta y nueve centros de acogida para niños de las calles que existen en la capital.
   Me invitan a comer con los niños. Junto a mí, una niña de unos diez años da de comer a un bebé flacucho de dieciocho meses que se va tragando los trocitos de cordero masticados previamente por la niña. Parece muy contento.
   Dulgun es un adolescente de 14 años. Hace tanto calor que sólo lleva pantalones cortos. Tiene la espalda marcada por los golpes. Enormes equimosis rojas se extienden a am­bos lados de su columna vertebral.
   Otro niño más pequeño tiene la cara llena de costras.
   Algunos niños nos miran con simpatía. Otros con miedo. Todos, poco a poco, vienen a estrecharnos la mano.
   Una niña de 12 años llamada Zaya, con un pijama de flo­res, está tan severamente subalimentada que su cerebro ha quedado alterado. Da grititos incomprensibles. Su mirada muestra dolor y locura. Para desplazarse, necesita la ayuda de un compañero.
   Tras la comida, los niños se levantan tranquilamente y for­man un corro. Se dan la mano y cantan: «¡Gracias, cocinero!» La escena parece sacada de una obra de Brecht. Luego cantan otras canciones. Zaya, que no se puede mantener de pie, es depositada delicadamente en el centro del círculo.
   Pido que me dejen hablar más despacio con los niños. Bat Choimpong, jefe de los servicios sociales de la ciudad, hará de traductor.
   Las historias de los niños son muy triviales, relatos ordina­rios de destrucciones, miserias y humillaciones infantiles, como podemos encontrar en todo el mundo.
   Sondor es un niño de siete años, dulce, con ojos pardos grandes. Tiene cicatrices en los antebrazos y las mejillas. Ahora está a salvo de los golpes, lleva en el centro dos meses. Le gustaría ir a la escuela. Dice que sus padres están en la cárcel.
   Tuguldur dice que tiene quince años. Frecuenta la calle, y más exactamente los túneles, desde hace tres años. Sus pa­dres tuvieron que vender su ger a causa de una deuda insu­perable. Ellos también viven en los túneles y en la calle. Tu­guldur no sabe dónde están.
   Byamba es un niño debilucho, de piel blanca, casi diáfana, y doce años. Viene del aimagde Umgobi, al sur. Es huérfano. Cuando tenía seis años, sus padres murieron. Su abuela se hizo cargo de él en Ulan Bator. Luego ella murió también. Byamba se fue a los túneles. Vivió allí durante cinco años, hasta el mes de mayo. Cuando salgo, el niño se cuelga de mi chaqueta, buscando la ternura familiar que nunca tuvo.
   Bonita, triste, con un vestido azul desteñido y sandalias blancas, Schinorov es una niña de quince años. Minada por la desesperación y el vodka, su madre la abandonó. Su padre, en el paro, trató de abusar de ella. Se metió en los túneles en febrero de este año.
 
   El martes 17 de agosto de 2004 estoy sentado frente al ge­neral de brigada Purev Dash, director de la Agencia Guberna­mental de Lucha contra las Catástrofes, en una casa alta y gris, en el 6 de la calle de los Partisanos, en Ulan Bator26. El mayor enseña con orgullo sus condecoraciones soviéticas y mongoles, sobre un uniforme verde oscuro. Lleva gafas con montura de acero y el pelo negro cortado a cepillo. Es un hombre de estatura media, restallante de energía y habitado por una ironía sonriente, burlona, tan común entre los mongoles.
   También es doctor en ciencias. Su adjunto, Uijin Odkhuu, es también general de brigada y licenciado en ciencias. Es ba­jito, respetuoso de su jefe y curioso con los visitantes venidos de tan lejos.
   Dash me va enumerando los desastres que supuestamente debe combatir.
   Su primera pesadilla son los incendios en la estepa, que durante los meses veraniegos arrasan centenares de miles de hectáreas, pero también los incendios forestales. El 8,3 por ciento de Mongolia está cubierto por la taiga, bosque boreal que, cruzando Siberia, se extiende hasta el polo Norte. La taiga es la mayor zona forestal ininterrumpida del mundo. Los incendios en la estepa y el bosque se ven favorecidos por una sequía que se va agravando desde finales de la década de 1990. Aunque a finales de 1980 las lluvias vertían una media anual de 200 milímetros de agua, son mucho más escasas desde las grandes sequías de 1999 y 2003. Dash no tiene a su disposición helicópteros o hidroaviones para combatir los in­cendios, evacuar a las familias y salvar al ganado.
   Su segunda preocupación son las epidemias que atacan a las cabras, los caballos, las ovejas, los camellos, pero también a los hombres. El mayor enemigo del ganado es la fiebre aftosa. Ha causado centenares de miles de víctimas en 2002 y 2003. Los servicios veterinarios carecen de lo esencial: vacu­nas, tratamientos antiparásitos, vitaminas. La única solución es abatir y quemar el ganado contaminado, provocando así la ruina definitiva de las familias nómadas.
   En cuanto a las epidemias de los hombres, lo que más preo­cupa al general es el espectro de la peste. Las pulgas porta­doras de la enfermedad tienen preferencia por el pelaje de las marmotas. Junto con los antílopes y los burros silvestres, las marmotas son una de las piezas cinegéticas preferidas de los mongoles. Suministran grasa y su pelaje se cotiza mucho en el mercado.

   Luchar contra la peste es difícil. El general debe conten­tarse con emitir por la radio llamamientos urgentes a los ca­zadores: «Esperad antes de tocar los animales muertos. En el cuerpo frío las pulgas mueren solas».
   Otra preocupación: la epidemia de SARS procedente de China, que pende como una espada de Damocles sobre Mongolia. El doctor Robert Hagan, un danés sutil y enérgico, re­presentante de la OMS en Mongolia, es el único que puede ofrecer alguna salida. Gracias a él, Mongolia está incluida desde hace poco en el sistema de vigilancia de la epidemia, implantado en todo el continente asiático por la agencia de la ONU.
   Las tormentas de nieve comienzan en octubre, incluso a veces a finales de septiembre. Se tragan las familias y el gana­do. El general necesitaría urgentemente dinero para poder construir refugios invernales para los animales. Por otra parte, el heno debería servir de alimento durante los ocho meses de invierno, pero desde la invasión de langosta de finales del año 2003, centenares de hectáreas de prado han sido destruidas. Luego los insectos devoraron la hierba estival de la estepa y los ganaderos no pudieron cosechar el heno.
   Para salvar al ganado, habría que importar en camión mi­llares de toneladas de heno de Siberia.
   En 2003, la Dirección de Cooperación Técnica al Desa­rrollo de Suiza, conjuntamente con la Agencia de Coopera­ción rusa, organizó una caravana de camiones y transportó a lo largo de más de 3.000 kilómetros comida y heno para los centenares de miles de gers aislados por la nieve. Sin embar­go, en 2004, ya no queda dinero para repetirlo.
   Le pregunto: «¿Qué van a hacer?»
   El general alza los ojos al cielo. «Esperar... esperar que el in­vierno sea clemente».
   En Mongolia, un invierno clemente es un invierno en el que la temperatura no baja de los treinta grados bajo cero.
   La Agencia almacena grano importado para prevenir las hambrunas, pero no puede almacenar agua por falta de instalaciones y de créditos. La sequía está agotando la capa freática.

   Unos días después de mi visita al general Purev Dash, estoy lejos, en el sur, en la región de Gobi. La ciudad de Mandalgobi fue fundada en 1942. Un horrible bloque de hormigón, de estilo soviético, alberga las oficinas del gobernador, Janchovdopoijin Adiya. Este hombre corpulento y jovial gobier­na el aimag de Dundgobi, una región de 76.000 kilómetros cuadrados, en la que viven 51.000 nómadas.
   En su aimag, el 90 por ciento de los pozos tradicionales, dotados de una profundidad de menos de cincuenta metros, ya no se pueden utilizar. Habría que excavar pozos mucho más profundos, pero no hay maquinaria de perforación ni bombas eléctricas. En verano, la gente utiliza los estanques y los ríos. Los muertos por diarrea se multiplican, sobre todo entre los niños pequeños.

   ¿Mongolia es un basket case, según los criterios de Henry Kissinger? ¿Una misteriosa «fatalidad» explica las desgracias de los niños mongoles?
   Evidentemente, no. Estas desgracias tienen un nombre: la deuda.
   Ésta ascendía a 1.800 millones de dólares en 2004. Corresponde casi exactamente al producto interior bruto, es decir, a la suma de todas las riquezas producidas en Mongolia durante un año.
   Mongolia está estrangulada. Todos los peligros que la amenazan, todos los desastres que sufre podrían evitarse o com­batirse con una tecnología adecuada. Esta tecnología existe en los mercados de Occidente. Pero cuesta dinero.
   Y prácticamente todo el dinero del que dispone Mongolia está absorbido por el servicio de la deuda.
  

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