EL PRECIO DE LA
DESIGUALDAD
El
1 % de población tiene lo que el 99 % necesita
"A
los estadounidenses les gusta pensar en su país como una tierra de
oportunidades, opinión que otros en buena medida comparten. Pero aunque es
fácil pensar ejemplos de estadounidenses que subieron a la cima por sus propios
medios, lo que en verdad cuenta son las estadísticas: ¿hasta qué punto las
oportunidades que tendrá una persona a lo largo de su vida dependen de los
ingresos y la educación de sus padres? En la actualidad, estas cifras muestran
que el sueño americano es un mito." Joseph E. Stiglitz.
El
1 % de la población disfruta de las mejores viviendas, la mejor educación, los
mejores médicos y el mejor nivel de vida, pero hay una cosa que el dinero no
puede comprar: la comprensión de que su destino está ligado a cómo vive el otro
99 %. A lo largo de la historia esto es algo que esa minoría solo ha logrado
entender… cuando ya era demasiado tarde. Las consecuencias de la desigualdad
son conocidas: altos índices de criminalidad, problemas sanitarios, menores
niveles de educación, de cohesión social y de esperanza de vida. Pero ¿cuáles
son sus causas, por qué está creciendo con tanta rapidez y cuál es su efecto
sobre la economía? El precio de la desigualdad proporciona las esperadas
respuestas a estas apremiantes cuestiones en una de las más brillantes
contribuciones de un economista al debate público de los últimos años. El
premio Nobel Joseph Stiglitz muestra cómo los mercados por sí solos no son ni
eficientes ni estables y tienden a acumular la riqueza en manos de unos pocos
más que a promover la competencia. Revela además cómo las políticas de
gobiernos e instituciones son propensas a acentuar esta tendencia, influyendo
sobre los mercados en modos que dan ventaja a los más ricos frente al resto. La
democracia y el imperio de la ley se ven a su vez debilitados por la cada vez
mayor concentración del poder en manos de los más privilegiados. Este libro
constituye una contundente crítica a las ideas del libre mercado y a la dirección
que Estados Unidos y muchas otras sociedades han tomado durante los últimos
treinta años, demostrando por qué no es solo injusta sino además insensata.
Stiglitz ofrece esperanza en la forma de un concreto conjunto de reformas que
contribuirían a crear una sociedad más justa y equitativa, además de una
economía más sólida y estable.
Para Siobhan, Michael,
Edward y Julia,
con la esperanza de que
hereden
un mundo y un país
menos divididos
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
ESPAÑA
está en una depresión. Esa es la única palabra que cabe utilizar para describir
la economía, con casi uno de cada cuatro trabajadores en el paro y una tasa de
desempleo juvenil del 50 por ciento (en el momento del cierre de este libro).
El pronóstico para el futuro inmediato es más de lo mismo, acaso un poco peor.
Y ello a pesar de las promesas del gobierno y de los altos funcionarios
internacionales en el sentido de que, con los paquetes de austeridad que
recetaron para España, el crecimiento a estas alturas ya se habría recuperado.
Estos han subestimado reiteradamente la magnitud de la crisis que iban a
provocar sus políticas, y, por consiguiente, han subestimado una y otra vez los
beneficios fiscales que se derivarían de ellas: las crisis más profundas
inevitablemente provocan una disminución de los ingresos y un aumento de los
gastos por los programas de desempleo y las políticas sociales. Aunque después
intenten achacar la responsabilidad a España por incumplir los objetivos
fiscales, lo cierto es que a quien hay que echarle la culpa es a su error de
diagnóstico para el problema y a la consiguiente receta equivocada.
Este
libro explica cómo las políticas económicas erróneas pueden dar lugar
simultáneamente a una mayor desigualdad y a un menor crecimiento, y las políticas
que se están adoptando en España, y en Europa en general, suponen un ejemplo
perfecto. Durante los años previos a la crisis (sobre todo entre 1985 y 2000)
España representaba un caso bastante atípico, en el sentido de que disminuyó la
desigualdad en las rentas netas del trabajo y en la renta disponible de las
familias (*). Aunque se redujo la desigualdad antes de impuestos, el gobierno
«corrigió» la distribución de la renta a través de importantes políticas
sociales y de medidas destinadas a mejorar la sanidad pública, y siguió
haciéndolo a lo largo de los primeros años de la crisis (**). Pero actualmente
la prolongada recesión ha provocado un drástico aumento de la desigualdad (***).
Sin
embargo, como explicaremos en el capítulo 1, las crisis —sobre todo una
depresión como la que está padeciendo España en la actualidad— son malas para
la desigualdad. Los que están desempleados, especialmente los parados de larga
duración, tienen más probabilidad de caer en la pobreza. El elevado índice de
desempleo presiona los salarios a la baja, y los salarios de la parte más baja
son especialmente vulnerables. Y, como la austeridad se ha hecho más estricta,
se recortan los programas sociales que son esenciales para el bienestar de los
de en medio y los de abajo. Al igual que en Estados Unidos, la caída de los
precios de la vivienda, el activo más importante para los de abajo y los de en
medio, ha venido a agravar esos efectos.
Las
consecuencias del aumento de la desigualdad en España y de su profunda
depresión deberían ser un importante motivo de preocupación acerca de su
futuro. No es solo que se estén despilfarrando los recursos; el capital humano
del país se está deteriorando. Los que tienen una buena cualificación y no
consiguen encontrar un empleo en España están emigrando: existe un mercado
global para el talento que genera el país. Que esas personas regresen cuando la
recuperación se consolide, si es que lo hace, dependerá en parte del tiempo que
dure la Depresión.
Hoy
en día, los problemas de España son consecuencia en gran medida de la misma
mezcla de ideología y de intereses especiales que (como expongo en este libro)
en Estados Unidos condujo a la liberalización y desregulación de los mercados
financieros y a otras políticas «fundamentalistas del mercado»: unas políticas
que contribuyeron al elevado nivel de desigualdad e inestabilidad de Estados
Unidos y que han dado lugar a unas tasas de crecimiento mucho menores que en
las décadas anteriores. (Esas políticas «fundamentalistas del mercado» también
se denominan «neoliberalismo». Como explicaré más adelante, no se basan en una
profunda comprensión de la teoría económica moderna, sino en una interpretación
ingenua de la economía, basada en los supuestos de una competencia perfecta, de
unos mercados perfectos y de una información perfecta).
En
algunos casos, la ideología hizo poco más que disimular los intentos por parte
de algunos intereses particulares de cosechar más beneficios. Se estableció un
vínculo entre los bancos, los promotores inmobiliarios y algunos políticos: se
dejó a un lado y/o no se hizo cumplir eficazmente la normativa medioambiental y
de recalificación de terrenos; los bancos no solo no estaban adecuadamente
regulados, sino que la escasa normativa existente no se hacía cumplir
rigurosamente. Hubo una fiesta. El dinero fluía por doquier. Una parte de ese
dinero fluía hacia los políticos que habían permitido que aquello ocurriera, ya
fuera en forma de contribuciones a las campañas electorales o de lucrativos
empleos después de desempeñar altos cargos en la Administración. También
aumentaron los ingresos por impuestos, y los políticos podían alardear al mismo
tiempo del crecimiento que había provocado la burbuja inmobiliaria y de la
mejora de la situación fiscal del país. Pero todo aquello no era más que un
espejismo: la economía se apoyaba en unos cimientos endebles e insostenibles.
En
Europa, las ideas neoliberales y fundamentalistas del mercado están integradas
en la infraestructura económica básica que subyace a la Unión Europea, y sobre
todo a la eurozona. Se suponía que esos principios darían lugar a una
eficiencia y a una estabilidad mayores; y que todo el mundo, o eso se creía,
iba a beneficiarse del aumento del crecimiento, de modo que se prestó poca
atención a las consecuencias que las nuevas reglas iban a tener para la
desigualdad.
De
hecho, esos principios han traído consigo un menor crecimiento y una mayor
inestabilidad. Y en la mayoría de los países de la Unión Europea, incluso antes
de la crisis, pero todavía más después, a los de abajo y a los de en medio no
les han ido bien las cosas. Este libro expone muchas de las falacias que
contiene la ideología fundamentalista del mercado y explica por qué han
fracasado una y otra vez las políticas basadas en ella. Pero vale la pena
examinar con más detalle cómo se han desarrollado esas cuestiones en Europa.
Consideremos
el principio de la libertad de circulación de los trabajadores. Se suponía que
iba a dar lugar a una asignación eficiente de la mano de obra, y en algunos
casos eso puede ser cierto. Pero con unos niveles de endeudamiento tan elevados
en numerosos países, los jóvenes pueden eludir el pago de las deudas de sus
padres simplemente emigrando; los impuestos destinados al pago de esas deudas
provocan una emigración ineficiente. Pero ello también genera una dinámica
adversa: a medida que los jóvenes emigran, aumenta la carga fiscal sobre los
demás, y ello trae consigo mayores incentivos para la emigración ineficiente.
O
consideremos el principio de la libre circulación de las mercancías, combinado
con la incapacidad de conseguir una armonización fiscal. Las empresas (y las
personas) tienen incentivos para trasladarse a una jurisdicción con impuestos
más bajos, desde la que pueden enviar sus mercancías a cualquier punto de la
Unión Europea. La ubicación de las empresas no se basa en dónde resulta más
eficiente la producción, sino en dónde son más bajos los impuestos. Ello, a su
vez, desencadena una competición a la baja: crea una presión no solo para
reducir los impuestos al capital y a las grandes empresas, sino también para
bajar los salarios y empeorar las condiciones de trabajo. La carga de la
fiscalidad se traslada a los trabajadores. Y como una gran parte de la
desigualdad está asociada a la desigualdad en los beneficios del capital y en
los dividendos de las grandes empresas, la desigualdad de ingresos en su
conjunto (después de impuestos y transferencias) aumenta de forma inevitable.
El
denominado principio del mercado único, por el que un banco regulado por
cualquier gobierno europeo puede operar en cualquier lugar de la Unión Europea,
combinado con la libre circulación del capital, probablemente representa lo
peor de las políticas neoliberales. Durante los años previos a la crisis
asistimos a un aspecto de ese fenómeno: los productos financieros y los
depósitos procedentes de países insuficientemente regulados provocaron estragos
en otros países; los países anfitriones fueron incapaces de cumplir su
responsabilidad de proteger a sus ciudadanos y a sus economías. De la misma
forma, la doctrina que afirma que los mercados son eficientes —y que los
gobiernos no deberían interferir en sus portentosos mecanismos— dio lugar a la
decisión de no hacer nada respecto a las burbujas inmobiliarias que estaban
formándose en Irlanda, España y Estados Unidos. No obstante, los mercados han
sufrido reiteradamente episodios de un optimismo y un pesimismo irracionales:
fueron excesivamente optimistas durante los años posteriores a la creación del
euro, y el dinero fluyó al sector inmobiliario de España e Irlanda; y hoy en
día son excesivamente pesimistas, y el dinero sale huyendo de esos países. La
salida de capitales debilita aún más la economía. Y el principio del mercado
único exacerba el problema: cualquier residente de Grecia, de España o de
Portugal puede transferir sus euros a una cuenta corriente de un banco alemán
con relativa facilidad.
Sin
embargo, el sistema bancario, al igual que los demás aspectos de la euro-
economía, está distorsionado. El terreno de juego no está nivelado. La
confianza en un banco depende de la capacidad del gobierno de rescatar a los
depositantes del banco en caso de que hubiera algún problema, sobre todo
teniendo en cuenta que hemos permitido que los bancos se hagan cada vez más
grandes, y que negocien con productos financieros complejos, no transparentes y
difíciles de tasar. Los bancos alemanes tienen ventaja sobre los bancos
españoles simplemente porque hay una mayor confianza en la capacidad de
Alemania para rescatar a sus bancos. Ahí hay una subvención oculta. Pero eso,
una vez más, crea una espiral descendente: a medida que el dinero sale del
país, la economía se debilita, lo que socava la confianza en que su gobierno
sea capaz de rescatar los bancos del país, lo que a su vez provoca una mayor
salida de capitales.
Actualmente, hay otros aspectos del marco
económico de Europa que contribuyen a agravar sus problemas: el banco central
Europeo se centra de forma inquebrantable en la inflación (a diferencia de
Estados Unidos, donde el mandato del banco central incluye el crecimiento, el
empleo y la estabilidad financiera). En el capítulo 9 se explica por qué
centrarse en la inflación contribuye a una mayor desigualdad. Pero actualmente,
la diferencia entre esos mandatos es especialmente perjudicial para Europa.
Como Estados Unidos ha reducido sus tipos de interés prácticamente a cero y
Europa no, el euro está más fuerte que en otras circunstancias, y eso debilita
las exportaciones y fortalece las importaciones, lo que destruye más empleos
todavía.
El
problema fundamental del euro fue que eliminó dos de los mecanismos esenciales
para realizar ajustes frente a una crisis que afectó de una forma diferente a
unos países y a otros —los mecanismos del tipo de interés y del tipo de cambio—
sin sustituirlos por nada. La eurozona no era lo que los economistas denominan
un «área monetaria óptima», un grupo de países donde resulta viable compartir
la misma moneda. Cuando los países se enfrentan a una crisis, una forma que
tienen de adaptarse es mediante el tipo de cambio. Eso es válido incluso para
países similares, como Estados Unidos y Canadá; el tipo de cambio entre ambos
ha sufrido acusadas variaciones. Pero el euro impone una limitación a los
ajustes.
Algunos
sugieren que una alternativa a modificar el tipo de cambio es reducir todos los
salarios y los precios dentro de un país. Eso se denomina devaluación interna.
Si la devaluación interna resultara fácil, el patrón oro no habría supuesto un
límite para los ajustes durante la Gran Depresión. Resulta más fácil que los
países como Alemania realicen ajustes a través de una apreciación real de su
divisa (como está haciendo actualmente China) que un ajuste por parte de sus
socios comerciales mediante una depreciación real de su moneda. La apreciación
real puede lograrse mediante la inflación. Es más fácil conseguir una inflación
moderada que un nivel equivalente de deflación. Pero Alemania se ha mostrado
reacia hasta el momento.
La
consecuencia de que el tipo de cambio real de Alemania sea demasiado bajo es
exactamente la misma que en el caso de China: tiene un superávit (al igual que
China), y sus socios comerciales (como España) tienen un déficit comercial.
Cuando existen desequilibrios, la responsabilidad es tanto del país con
superávit como del país deficitario, y la carga del ajuste debería recaer en el
país donde resulta más fácil realizarlo. Esa es la doctrina que ha proclamado
el resto del mundo en sus negociaciones con China. Esta ha respondido con un
sustancial aumento de su tipo de cambio real a partir de 2005. Pero el ajuste
correspondiente no se ha producido dentro de Europa.
No
todos los países pueden tener superávit, y por tanto la idea de algunos
círculos económicos alemanes de que los demás deberían imitar sus políticas
resulta, en cierto sentido, sencillamente incoherente. Por cada superávit tiene
que haber un déficit. Y, particularmente hoy en día, los países con superávit
están imponiendo un coste a los demás: actualmente, el problema mundial es una
falta de demanda agregada global, un problema al que contribuyen los superávits
comerciales.
Resulta
aleccionador comparar Europa con Estados Unidos. Los cincuenta estados de la
Unión comparten una moneda común. Pueden servir de ejemplo algunas diferencias
entre Estados Unidos, donde existe una divisa común, que funciona, y Europa. En
Estados Unidos, dos tercios de todo el gasto público corre a cargo de la
Administración central. El gobierno federal asume la mayor parte de las
prestaciones sociales, del seguro de desempleo y de las inversiones en capital,
como las carreteras y la I + D. Las políticas anticíclicas son asunto del
gobierno federal. El gobierno federal respalda a los bancos —incluso a la mayor
parte de los bancos de ámbito regional— a través de la Federal Deposit
Insurance Corporation (FDIC). Hay libertad de movimientos, pero en Estados
Unidos a nadie le importa que un estado, como por ejemplo Dakota del Norte, se
quede sin población a consecuencia de la emigración. De hecho, eso abarata el
coste de comprar el voto del parlamentario de ese estado.
El
euro era un proyecto político, pero en ese proyecto la política no era lo
suficientemente fuerte como para «completarlo», como para hacer lo necesario
para que un área monetaria aunara a un grupo tan variopinto de países. Existía
la esperanza de que, con el tiempo, el proyecto se culminara a medida que el
euro fuera integrando a los países. En la práctica, su efecto ha sido
justamente el contrario. Se han reabierto viejas heridas y se han desarrollado
nuevos antagonismos.
Cuando
las cosas iban bien, nadie pensaba en esos problemas. Yo tenía la esperanza de
que la crisis de la deuda griega que estalló en enero de 2010 aportara el
impulso necesario para llevar a cabo reformas más fundamentales. Pero se hizo
muy poco. Ha habido una serie de medidas, y todas y cada una de ellas han
servido poco más que como un paliativo temporal. Al cierre de este libro, los
tipos de interés que tiene que pagar España están en unos niveles
insostenibles, y no hay visos de una recuperación a corto plazo.
El error más grave que ha cometido Europa,
instigada por Alemania, es que ha achacado los problemas de los países
periféricos, como España, a un gasto irresponsable. Aunque es cierto que Grecia
había incurrido en grandes déficits presupuestarios durante los años previos a
la crisis, tanto España como Irlanda tenían superávit y un reducido nivel de
endeudamiento (en relación con su PIB). Así pues, centrarse en la austeridad ni
siquiera habría evitado una repetición de la crisis, y mucho menos habría
resuelto la crisis que afecta a Europa.
Anteriormente
he descrito cómo el alto índice de desempleo está incrementando la desigualdad.
Y dado que los más ricos gastan una menor proporción de sus ingresos que los de
abajo —a los que no les queda más remedio que gastárselo todo— la desigualdad
da lugar a un debilitamiento de la economía. Se produce un círculo vicioso
descendente. Y la austeridad lo exacerba todo. Hoy en día, el problema en
Europa es una demanda agregada insuficiente. A medida que se prolonga la
Depresión, los bancos están menos dispuestos a prestar dinero, los precios de
la vivienda disminuyen, y las familias se empobrecen cada vez más y tienen un
futuro cada vez más incierto, lo que contribuye ulteriormente a inhibir el
consumo.
Ninguna
economía grande —y Europa es una gran economía— ha conseguido salir de una
crisis al tiempo que imponía austeridad. La austeridad, de forma inevitable y
predecible, siempre empeora las cosas. Los únicos ejemplos donde el rigor
fiscal ha ido acompañado de una recuperación se han dado en países pequeños,
habitualmente con unos tipos de cambio flexibles, y cuyos socios comerciales
crecían con solidez, de forma que las exportaciones llenaron el vacío creado
por los recortes en el gasto público. Pero esa no es en absoluto la situación a
la que se enfrenta España hoy en día: sus principales socios comerciales están
en recesión, y el país no tiene poder de decisión sobre su tipo de cambio.
Los
líderes europeos han reconocido que los problemas no se resolverán sin
crecimiento. Pero no han conseguido explicar la forma de conseguir crecimiento
con austeridad. De forma que también ellos proclaman que lo que hace falta es
restablecer la confianza. La austeridad no genera ni crecimiento ni confianza.
Las políticas fallidas de los dos últimos años por parte de Europa, a base de
intentar poner parches de forma reiterada, errando en el diagnóstico de los
problemas de Europa, han socavado la confianza. Como la austeridad ha acabado
con el crecimiento, también ha destruido la confianza, y seguirá haciéndolo,
independientemente de los muchos discursos que se pronuncien acerca de la
importancia de la confianza y del crecimiento.
Las
medidas de austeridad han sido particularmente ineficaces, porque el mercado se
daba cuenta que iban a traer consigo recesiones, inestabilidad política, y unas
decepcionantes mejoras en la situación fiscal, a medida que disminuyeran los
ingresos fiscales. Las agencias de calificación bajaban la nota de los países
que adoptaban medidas de austeridad, y con razón. La nota de España se redujo
cuando se aprobaron las primeras medidas de austeridad: la agencia de
calificación creía que España iba a cumplir lo que prometía, y sabía que eso
significaba un bajo crecimiento y un aumento de sus problemas económicos.
Al
mismo tiempo que la austeridad se diseñó para resolver la crisis de la «deuda
soberana», a fin de salvar el sistema bancario, Europa se ha dedicado a adoptar
una serie de medidas temporales igual de ineficaces. Durante el pasado año,
Europa se ha entregado a una costosa e infructuosa estrategia de castillo de
naipes para salir del atolladero: aportar más dinero a los bancos para comprar
deudas soberanas contribuyó a apoyar las deudas soberanas; y aportar más dinero
a las deudas soberanas contribuyó a apoyar a los bancos. Eso no era más que
economía vudú, un regalo oculto a los bancos por valor de decenas de miles de
millones de dólares, pero del que los mercados se dieron cuenta enseguida. Cada
medida no suponía más que un paliativo a corto plazo, cuyos efectos se
disipaban más deprisa de lo que habían advertido los expertos. Al quedar
plenamente en evidencia la estrategia de castillo de naipes, se ha puesto en
peligro el sistema financiero de los países en crisis. Finalmente, casi dos
años y medio después del comienzo de la crisis, Europa aparentemente se dio
cuenta de la insensatez de esa estrategia. Pero aun así, fue incapaz de diseñar
una alternativa eficaz.
Hay
un segundo flanco (además de poner en orden el ámbito fiscal) en la estrategia
de Europa: las reformas estructurales destinadas a hacer más competitivas las
economías con problemas. Las reformas estructurales son importantes, pero
llevan tiempo y son medidas del lado de la oferta; hoy en día lo que está
limitando la producción es la demanda. Las equivocadas medidas del lado de la
oferta (así las denominan) —aquellas que hoy dan lugar a una disminución de los
ingresos— pueden exacerbar la escasez de la demanda agregada. Así pues, las
medidas destinadas a mejorar el mercado de trabajo no conducirán a más
contrataciones a menos que exista una demanda para los bienes que producen las
empresas. Asimismo, debilitar a los sindicatos y la protección al empleo muy
bien podría traer consigo una disminución de los salarios, una demanda menor, y
más paro. Las doctrinas neoliberales sostenían que trasladar a los trabajadores
desde los sectores subvencionados hacia usos más productivos aumentaría el
crecimiento y la eficiencia. Pero en situaciones como la de España, donde el
desempleo ya es elevado de por sí, y sobre todo cuando el sector financiero es
débil, lo que ocurre es que los trabajadores se trasladan desde los sectores
subvencionados de baja productividad al desempleo; y la economía se ve
ulteriormente debilitada por la consiguiente reducción del consumo.
Europa
lleva ya varios años pasando apuros, y el único resultado es que, al cierre de
este libro, no solo los países en crisis, sino Europa en su conjunto, ha caído
en la recesión. Existe un conjunto alternativo de medidas que podrían dar
resultado, que por lo menos podrían acabar con la Depresión, poner fin al corrosivo
aumento de la pobreza y de la desigualdad, e incluso restablecer el
crecimiento.
Un
principio aceptado desde hace tiempo es que un aumento equilibrado de los
impuestos y el gasto estimula la economía, y si el programa está bien diseñado
(impuestos a los más ricos, gasto en educación) el aumento del PIB y el empleo
puede ser significativo.
Sin
embargo, lo que puede hacer España es limitado. Si se pretende que el euro
sobreviva, Europa tiene que actuar. En conjunto, Europa no está en una mala
situación fiscal —en comparación con Estados Unidos, su ratio entre deuda y PIB
es más favorable—. Si cada estado de la Unión fuera íntegramente responsable de
su presupuesto, incluyendo el pago de las prestaciones por desempleo, también
Estados Unidos sufriría una crisis fiscal. La lección es obvia: el todo es más
que la suma de las partes. Europa tiene a su disposición distintas formas de
actuar conjuntamente, más allá de las medidas que ya ha adoptado.
En
Europa ya existen instituciones, como el Banco Europeo de Inversiones, que
podrían contribuir a financiar las inversiones necesarias en las economías
escasas de liquidez. Europa debería incrementar su crédito. Asimismo, deberían
aumentar los fondos disponibles para apoyar a las pequeñas y medianas empresas;
mientras que las grandes empresas podrían recurrir a los bancos de inversión.
La contracción del crédito por parte de los bancos afecta de forma
especialmente grave a esas empresas, y en todas las economías esas empresas son
la fuente de creación de puestos de trabajo. Esas medidas ya están sobre la
mesa, pero no es probable que sean suficientes.
Lo
que hace falta es algo mucho más parecido a un Tesoro común: un fondo europeo
de solidaridad más grande para la estabilización, o los eurobonos. Si Europa (y
el BCE en particular) tuviera que pedir prestado, y a su vez prestar lo
obtenido, disminuiría el coste de los intereses de la deuda de Europa, y eso
dejaría margen para el tipo de gastos que podrían promover el crecimiento y el
empleo.
Sin
embargo, las políticas comunes que se están discutiendo actualmente son poco
más que un pacto de suicidio: un acuerdo para limitar el gasto de acuerdo con
los ingresos, incluso durante una recesión, sin un compromiso de los países que
gozan de una posición más fuerte para ayudar a los más débiles. Una de las
victorias de la Administración Clinton fue la derrota de un intento parecido
por parte del Partido Republicano a fin de imponer una enmienda constitucional
para garantizar un presupuesto equilibrado. Por supuesto, no podíamos prever el
derroche fiscal de la Administración Bush, ni las irresponsables políticas de
desregulación, ni la inadecuada supervisión que dieron lugar al aumento
astronómico de la deuda federal. Pero aunque lo hubiéramos previsto, estoy
convencido de que habríamos llegado a la misma conclusión. Es un error no
utilizar las herramientas de que dispone un país; una de las principales
obligaciones de la economía moderna es mantener el pleno empleo, y es imposible
que la política económica por si sola lo consiga.
En
Alemania hay quien alega que Europa no es una unión de transferencias. Existen
muchas relaciones económicas que no son uniones de transferencias —una zona de
libre comercio es un ejemplo—. Pero el sistema de una moneda única pretendía ir
más allá. Europa y Alemania tendrán que afrontar la realidad: si no están
dispuestas a modificar el marco económico más allá de un acuerdo de austeridad
fiscal, es imposible que el euro funcione. Es posible que sobreviva algún
tiempo, y que provoque un terrible daño en sus estertores de muerte. Pero no
logrará sobrevivir.
Análogamente,
tan solo existe una salida para la crisis bancaria: un marco bancario común, un
respaldo por parte de toda Europa al sistema financiero. No es de extrañar que
los bancos que gozan de las subvenciones implícitas de los gobiernos que están
en mejores condiciones financieras no quieran eso. Están disfrutando de una
ventaja competitiva. Y en todas partes los banqueros tienen una excesiva
influencia en sus gobiernos.
Las
consecuencias serán profundas y duraderas. Los jóvenes que no consiguen
encontrar un empleo digno durante mucho tiempo acaban frustrados. Cuando por
fin encuentran un trabajo, es por un salario mucho menor. Normalmente, la
juventud es el periodo en que se adquiere la cualificación. Hoy en día es un
periodo en que la cualificación se atrofia. El activo más valioso de la
sociedad, el talento de su gente, se está echando a perder, e incluso se está
destruyendo.
En
este mundo hay muchos desastres naturales: terremotos, inundaciones, ciclones,
huracanes, tsunamis. Es lamentable que haya que añadir a la lista un desastre
provocado por el hombre. Pero eso es lo que está haciendo Europa. De hecho,
ignorar deliberadamente las lecciones del pasado es un acto criminal. El dolor
que está padeciendo Europa, sobre todo la gente pobre y los jóvenes, es
innecesario.
Existe,
como he apuntado, una alternativa. Pero España no puede actuar sola. Las
políticas necesarias son políticas europeas. La tardanza en comprender esa
alternativa puede resultar muy costosa.
Desgraciadamente,
en este momento no se está discutiendo el tipo de reformas que lograrían que el
euro funcione, por lo menos en público. Como he señalado anteriormente, lo
único que tenemos son perogrulladas sobre la responsabilidad fiscal, y sobre el
restablecimiento del crecimiento y la confianza. Discretamente, los profesores
de economía y otros expertos están empezando a hablar de un «Plan B»: qué puede
ocurrir si persiste la falta de voluntad política que quedó de manifiesto en la
fundación del euro —la voluntad política de crear las estructuras
institucionales que conseguirían hacer funcionar la moneda única—. La conocida
metáfora dice que resulta muy costoso volver a meter la pasta de dientes en el
tubo. Pero también lo es mantener el deficiente ordenamiento institucional
actual. Existen en el pasado ejemplos de acuerdos monetarios que se han venido
abajo. Y hay un precio que pagar por ello. Pero hay vida más allá de la deuda y
la devaluación. Y esa vida puede ser mucho mejor que la depresión a la que
hacen frente hoy en día algunos países europeos. Utilizo ese término con
conocimiento de causa. El índice de desempleo y el crecimiento de España
merecen calificarse con esa temible palabra que empieza por «d». Otra cosa
sería que se viera luz al final de este túnel. Pero la austeridad no ofrece
ninguna garantía de un mundo mejor en un futuro inmediato. La historia y la
experiencia no nos aportan base alguna para la confianza.
Y
si la depresión efectivamente se prolonga, quienes más sufrirán serán los de
abajo.
PREFACIO
EN
la historia hay momentos en que da la impresión de que por todo el mundo la
gente se rebela, dice que algo va mal, y exige cambios. Eso fue lo que ocurrió
en los tumultuosos años de 1848 y 1968. La agitación que tuvo lugar en ambos
casos marcó el comienzo de una nueva era. Puede que el año 2011 resulte ser
otro de esos momentos.
Un
levantamiento juvenil que comenzó en Túnez, un pequeño país situado en la costa
septentrional de África, se extendió a Egipto, un país cercano, y después a
otros países de Oriente Próximo. En algunos casos, parecía que la chispa de la
protesta iba a apagarse, por lo menos temporalmente. Sin embargo, en otros
países aquellas tímidas protestas precipitaron un cambio social radical, y
provocaron el derrocamiento de dictadores consolidados desde hacía décadas,
como Hosni
Mubarak
en Egipto y Muamar el Gadafi en Libia. Poco después, la gente de España y
Grecia, del Reino Unido y de Estados Unidos, y de otros países de todo el
mundo, encontraron sus propios motivos para echarse a las calles.
A
lo largo de 2011, acepté gustosamente invitaciones para viajar a Egipto, a
España y a Túnez y me reuní con los manifestantes en el parque del Retiro de
Madrid, en el parque Zuccotti de Nueva York y en El Cairo, donde hablé con
hombres y mujeres jóvenes que habían estado en la plaza Tahrir.
Al
hablar con ellos me fui dando cuenta de que, aunque las quejas específicas
variaban de un país a otro —y en particular las quejas políticas de Oriente
Próximo eran muy distintas de las de Occidente—, había algunos temas comunes.
Había un consenso generalizado de que en muchos sentidos los sistemas económico
y político habían fracasado y de que ambos sistemas eran básicamente injustos.
Los
manifestantes tenían razón al decir que algo iba mal. El desfase entre lo que
se supone que tendrían que hacer nuestros sistemas económico y político —lo que
nos contaron que hacían— y lo que hacen en realidad se había vuelto demasiado
grande como para ignorarlo. Los gobiernos a lo largo y ancho del mundo no
estaban afrontando los problemas económicos más importantes, como el del
desempleo persistente; y a medida que se sacrificaban los valores universales
de equidad en aras de la codicia de unos pocos, a pesar de una retórica que
asegura lo contrario, el sentimiento de injusticia se convirtió en un
sentimiento de traición.
Que
los jóvenes se rebelaran contra las dictaduras de Túnez y Egipto era
comprensible. Los jóvenes estaban cansados de unos líderes avejentados y
anquilosados que protegían sus propios intereses a expensas del resto de la
sociedad. Esos jóvenes carecían de la posibilidad de reivindicar un cambio a
través de procesos democráticos. Pero la política electoral también había
fracasado en las democracias occidentales. El presidente de Estados Unidos,
Barack Obama, había prometido «un cambio en el que se puede creer», pero a
continuación puso en práctica unas políticas económicas que a muchos
estadounidenses les parecían más de lo mismo.
Y
sin embargo, en Estados Unidos y en otros países, había indicios de esperanza
en aquellos jóvenes manifestantes, a los que se sumaban sus padres, sus abuelos
y sus maestros. No eran ni revolucionarios ni anarquistas. No estaban
intentando echar abajo el sistema. Seguían creyendo que el proceso electoral podría
funcionar, siempre y cuando los gobiernos recordasen que tienen que rendir
cuentas ante el pueblo. Los manifestantes se echaron a las calles para forzar
un cambio en el sistema.
El
nombre elegido por los jóvenes manifestantes españoles, en el movimiento que
comenzó el 15 de mayo, fue «los indignados»(1). Estaban indignados de que tanta
gente lo estuviera pasando tan mal —como evidenciaba una tasa de desempleo
juvenil superior al 40 por ciento desde el inicio de la crisis, en 2008— a
consecuencia de las fechorías cometidas por los responsables del sector
financiero. En Estados Unidos, el movimiento Occupy Wall Street se hacía eco de
esa misma consigna. La injusticia de una situación en la que mucha gente perdía
su vivienda y su empleo mientras que los banqueros recibían cuantiosas bonificaciones
resultaba exasperante.
Sin
embargo, las protestas en Estados Unidos muy pronto fueron más allá de Wall
Street y se centraron en las desigualdades de la sociedad estadounidense en
sentido amplio. Su consigna pasó a ser «el 99 por ciento». Los manifestantes
que adoptaron esa consigna se hacían eco del título de un artículo que escribí
para la revista Vanity Fair: «Del 1%, por el 1%, para el 1%» [1], que describía
el enorme aumento de la desigualdad en Estados Unidos y un sistema político que
parecía atribuir una voz desproporcionada a los de arriba [2].
Tres
motivos resonaban por todo el mundo: que los mercados no estaban funcionando
como se suponía que tenían que hacerlo, ya que a todas luces no eran ni
eficientes ni estables [3]; que el sistema político no había corregido los
fallos del mercado; y que los sistemas económico y político son
fundamentalmente injustos. Aunque este libro se centra en el exceso de
desigualdad que caracteriza hoy en día a Estados Unidos y a algunos otros
países industrializados avanzados, también explica en qué medida esos tres
motivos están íntimamente relacionados: la desigualdad es la causa y la
consecuencia del fracaso del sistema político, y contribuye a la inestabilidad
de nuestro sistema económico, lo que a su vez contribuye a aumentar la
desigualdad; una espiral viciosa en sentido descendente en la que hemos caído y
de la que solo podemos salir a través de las políticas coordinadas que describo
más adelante
Antes
de centrar nuestra atención en la desigualdad, quisiera establecer el escenario
mediante una descripción de los fallos más generales de nuestro sistema
económico.
El fracaso de los
mercados
Se
supone que la gran virtud del mercado es su eficiencia. Pero, evidentemente, el
mercado no es eficiente. La ley más elemental de la teoría económica —una ley
necesaria si una economía aspira a ser eficiente— es que la demanda iguale a la
oferta. Pero tenemos un mundo en el que existen gigantescas necesidades no
satisfechas (inversiones para sacar a los pobres de la miseria, para promover
el desarrollo en los países menos desarrollados de África y de otros
continentes de todo el mundo, o para adaptar la economía mundial con el fin de
afrontar los desafíos del calentamiento global). Al mismo tiempo, tenemos
ingentes cantidades de recursos infrautilizados (trabajadores y maquinaria que
están parados o que no están produciendo todo su potencial). El desempleo —la
incapacidad del mercado para crear puestos de trabajo para tantos ciudadanos— es
el peor fallo del mercado, la principal fuente de ineficiencia y una importante
causa de la desigualdad.
A
fecha de marzo de 2012, aproximadamente 24 millones de estadounidenses que
querían tener un empleo a tiempo completo no eran capaces de encontrarlo [4].
En
Estados Unidos, estamos echando de sus hogares a millones de personas. Tenemos
viviendas vacías y personas sin hogar.
Pero
incluso antes de la crisis, la economía estadounidense no estaba cumpliendo con
lo que prometía: aunque había un crecimiento del PIB, la mayoría de los
ciudadanos veía cómo empeoraba su nivel de vida. Como muestro en el capítulo 1,
en el caso de la mayoría de las familias estadounidenses, incluso antes de la
llegada de la recesión, sus ingresos, descontando la inflación, eran más bajos
que diez años atrás. Estados Unidos había creado una maravillosa maquinaria
económica, pero evidentemente era una maquinaria que solo funcionaba para los
de arriba.
Hay muchísimo en juego
Este
libro trata de por qué nuestro sistema económico no está funcionando para la
mayoría de estadounidenses, por qué la desigualdad está aumentando en la medida
que lo está haciendo y cuáles son las consecuencias. La tesis subyacente es que
estamos pagando un precio muy alto por nuestra desigualdad —el sistema económico
es menos estable y menos eficiente, hay menos crecimiento y se está poniendo en
peligro nuestra democracia—. Pero hay mucho más en juego: a medida que queda
claro que nuestro sistema económico no funciona para la mayoría de ciudadanos,
y que nuestro sistema político ha caído en manos de los intereses económicos,
la confianza en nuestra democracia y en nuestra economía de mercado, así como
nuestra influencia en el mundo, se van deteriorando. A medida que se impone la
realidad de que ya no somos un país de oportunidades, y de que incluso el
imperio de la ley y el sistema de justicia de los que tanto hemos alardeado se
han puesto en riesgo, puede que hasta nuestro sentido de identidad nacional
esté en peligro.
En
algunos países, el movimiento Occupy Wall Street se ha aliado estrechamente con
el movimiento antiglobalización. Es cierto que tienen algunas cosas en común:
la convicción de que no solo algo va mal, sino también de que es posible un
cambio. Sin embargo, el problema no es que la globalización sea mala o injusta,
sino que los gobiernos la están gestionando de una forma muy deficiente —
mayoritariamente en beneficio de intereses especiales—. La interconexión de los
pueblos, de los países y de las economías a lo largo y ancho del mundo es una
nueva circunstancia que puede utilizarse igual de eficazmente tanto para
promover la prosperidad como para difundir la codicia y la miseria. Lo mismo
puede decirse de la economía de mercado: el poder de los mercados es enorme,
pero no poseen un carácter moral intrínseco. Tenemos que decidir cómo hay que
gestionarlos. En el mejor de los casos, los mercados han desempeñado un papel
crucial en los asombrosos incrementos de la productividad y del nivel de vida
de los últimos doscientos años —unos incrementos que exceden sobradamente los
de los dos milenios anteriores—. Pero el gobierno también ha desempeñado un
importante papel en esos avances, un hecho que habitualmente los defensores del
libre mercado se niegan a reconocer. Por otra parte, los mercados también pueden
concentrar la riqueza, trasladar a la sociedad los costes medioambientales y
abusar de los trabajadores y de los consumidores. Por todas estas razones,
resulta evidente que es necesario domesticar y moderar los mercados, para
garantizar que funcionen en beneficio de la mayoría de los ciudadanos. Y es
preciso hacerlo reiteradamente, para asegurarnos de que siguen haciéndolo. Eso
fue lo que ocurrió en Estados Unidos durante la era progresista, cuando se
aprobaron por primera vez las leyes sobre la competencia. Ocurrió durante el
New Deal, cuando se promulgó la legislación sobre Seguridad Social, empleo y
salario mínimo. El mensaje de Occupy Wall Street —y el de muchos otros
movimientos de protesta de todo el mundo— es que una vez más es preciso
domesticar y moderar los mercados. Las consecuencias de no hacerlo son graves:
en el seno de una democracia coherente, donde se escucha la voz de los
ciudadanos corrientes, no podemos mantener un sistema de mercado abierto y
globalizado, por lo menos no en la forma en que lo conocemos, si ese sistema da
lugar a que esos ciudadanos sean más pobres cada año. Una de las dos cosas
tendrá que ceder: o bien nuestra política, o bien nuestra economía.
Desigualdad e
injusticia
En
Estados Unidos y en Europa, las cosas parecían más justas, pero solo en la
superficie. Quienes se licenciaban en las mejores universidades con las mejores
notas tenían más posibilidades de conseguir los mejores empleos. Pero el
sistema estaba amañado, porque los padres adinerados enviaban a sus hijos a las
mejores guarderías, a los mejores centros de enseñanza primaria y a los mejores
institutos, y esos estudiantes tenían muchas más posibilidades de acceder a la
élite de las universidades.
Los
estadounidenses comprendieron que los manifestantes de Occupy Wall Street
estaban apelando a sus valores, y por esa razón, aunque puede que el número de
los que participaban en las protestas fuera relativamente pequeño, dos tercios
de los estadounidenses decían que apoyaban a los manifestantes. Por si había
alguna duda acerca del apoyo con el que contaban, el hecho de que los
manifestantes fueran capaces de reunir, casi de un día para otro, 300.000
firmas a fin de mantener viva su protesta, cuando Michael Bloomberg, el alcalde
de Nueva York, sugirió por primera vez que iba a clausurar el campamento del
parque Zuccotti, junto a Wall Street, dejó las cosas claras [5]. Y el apoyo
provenía no solo de entre los pobres y los desafectos. Aunque puede que la
policía actuara con demasiada dureza contra los manifestantes de Oakland —y al
parecer eso mismo pensaban las treinta mil personas que se sumaron a las
protestas al día siguiente de que se desalojara violentamente el campamento del
centro de la ciudad—, cabe destacar que incluso algunos de los policías
expresaron su apoyo a los manifestantes.
La
crisis financiera desencadenó una nueva conciencia de que nuestro sistema
económico no solo era ineficiente e inestable, sino también básicamente
injusto. En efecto, tras las repercusiones de la crisis (y de la respuesta de
las Administraciones de Bush y de Obama), eso era lo que opinaba casi la mitad
de la población, según una encuesta reciente [6]. Se percibía, con toda razón,
que era escandalosamente injusto que muchos responsables del sector financiero
(a los que, para abreviar, me referiré a menudo como «los banqueros») se
marcharan a sus casas con bonificaciones descomunales, mientras que quienes
padecían la crisis provocada por esos banqueros se quedaban sin trabajo; o que
el gobierno rescatara a los bancos, pero que fuera reacio siquiera a prorrogar
el seguro de desempleo a aquellos que, sin tener culpa de nada, no podían
encontrar trabajo después de buscarlo durante meses y meses [7]; o que el
gobierno no consiguiera aportar más que una ayuda simbólica a los millones de
personas que estaban perdiendo sus hogares. Lo que ocurrió durante la crisis
dejó claro que lo que determinaba la retribución relativa no era la
contribución de cada cual a la sociedad, sino otra cosa: los banqueros
recibieron enormes recompensas, aunque su aportación a la sociedad —e incluso a
sus empresas— hubiera sido negativa. La riqueza que recibían las élites y los
banqueros parecía surgir de su capacidad y su voluntad de aprovecharse de los
demás.
Un
aspecto de la equidad que está profundamente arraigado en los valores de
Estados Unidos es la igualdad de oportunidades. Estados Unidos siempre se ha
considerado a sí mismo un país donde hay igualdad de oportunidades. Las
historias de Horatio Alger (2), sobre individuos que desde abajo conseguían
llegar a lo más alto, forman parte del folclore estadounidense. Pero, como
explicaré en el capítulo 1, poco a poco el sueño americano que consideraba este
país como una tierra de oportunidades empezó a ser simplemente eso: un sueño,
un mito reafirmado por anécdotas e historias, pero no respaldado por los datos.
La probabilidad de que un ciudadano estadounidense consiga llegar a lo más alto
partiendo desde abajo es menor que la que tienen los ciudadanos de otros países
industrializados avanzados.
Asimismo
existe un mito equivalente —de los harapos a la riqueza en tres generaciones—
que sugiere que quienes están en lo más alto tienen que trabajar mucho para
mantenerse allí; de lo contrario, bajarán rápidamente en la escala social
(ellos mismos o sus descendientes). Pero, como se detalla en el capítulo 1, eso
también es en gran medida un mito, ya que los hijos de los que están arriba
seguirán, muy probablemente, en lo más alto.
En
cierto sentido, en Estados Unidos y en todo el mundo, los jóvenes manifestantes
aceptaron por su valor nominal lo que oían decir a sus padres y a los políticos,
exactamente igual que hicieron los jóvenes estadounidenses hace cincuenta años
durante el movimiento en defensa de los derechos civiles. En aquellos tiempos,
examinaron con detalle los valores de igualdad, equidad y justicia en el
contexto del trato que el país dispensaba a los afroamericanos, y encontraron
graves carencias en las políticas de su país. Ahora examinan con detalle esos
mismos valores en términos de cómo funciona nuestro sistema económico y nuestro
sistema judicial, y han encontrado que el sistema tiene graves carencias para
los ciudadanos estadounidenses pobres y de clase media, no solo en el caso de
las minorías, sino para la mayoría de estadounidenses de cualquier procedencia.
Si
el presidente Obama y nuestros tribunales de justicia hubieran declarado
«culpables» de algún tipo de fechoría a quienes han llevado a la economía al
borde de la ruina, tal vez habría sido posible afirmar que el sistema estaba
funcionando. Que por lo menos existía alguna sensación de que hay que rendir
cuentas. No obstante, en realidad, quienes tendrían que haber sido condenados
por esos hechos a menudo ni siquiera han sido inculpados, y cuando lo han sido,
normalmente se les ha declarado no culpables, o por lo menos no han sido
condenados. Posteriormente se ha condenado a unos pocos responsables del sector
de los hedge funds por utilizar información privilegiada, pero se trata de
casos de poca monta, casi una distracción. El sector de los hedge funds no
provocó la crisis. Fueron los bancos. Y son los banqueros los que han quedado,
casi hasta el último de ellos, en total libertad.
Si
nadie es responsable, si no se puede culpar a ningún individuo por lo que ha
ocurrido, quiere decir que el problema está en el sistema económico y político.
De la cohesión social a
la lucha de clases
Puede
que la consigna «Somos el 99 por ciento» haya marcado un importante punto de
inflexión en el debate sobre la desigualdad en Estados Unidos. Los
estadounidenses siempre han rehuido el análisis de clases; nos gustaba creer
que el nuestro es un país de clases medias, y esa creencia contribuye a
cohesionarnos. No deberían existir divisiones entre las clases altas y las
bajas, entre la burguesía y los trabajadores [8]. Pero si por una sociedad
basada en las clases entendemos una sociedad donde las perspectivas que tienen
de ascender los que están en la parte más baja son escasas, es posible que
Estados Unidos se haya convertido en una sociedad basada aún más en las clases
que la vieja Europa, y que nuestras divisiones actualmente hayan llegado a ser
aún mayores que las de allá [9]. Los que pertenecen al 99 por ciento siguen en
la tradición de que «todos somos clase media», con una pequeña modificación:
reconocen que en realidad no todos estamos ascendiendo al mismo tiempo. La
inmensa mayoría está sufriendo al mismo tiempo, y los que están en lo más alto
—el 1 por ciento— viven una vida diferente. El «99 por ciento» representa un
intento de forjar una nueva coalición, un nuevo sentido de la identidad
nacional, basada no ya en la ficción de una clase media universal, sino en la
realidad de las divisiones económicas en el seno de nuestra economía y nuestra
sociedad.
Durante
años ha existido un acuerdo entre la parte alta y el resto de nuestra sociedad,
que venía a decir lo siguiente: nosotros os proporcionamos empleos y
prosperidad, y vosotros nos permitís que nos llevemos nuestras bonificaciones.
Todos vosotros os lleváis una tajada, aunque nosotros nos llevemos una tajada
más grande. Pero ahora ese acuerdo tácito entre los ricos y los demás, que
siempre había sido frágil, se ha desmoronado. Los integrantes del 1 por ciento
se llevan a casa la riqueza, pero al hacerlo no le han aportado nada más que
angustia e inseguridad al 99 por ciento. Sencillamente, la mayoría de los
estadounidenses no se ha beneficiado del crecimiento del país.
¿Nuestro sistema de mercado está erosionando
los valores básicos?
Aunque
este libro se centra en la igualdad y la equidad, hay otro valor fundamental
que nuestro sistema parece estar socavando: la sensación de juego limpio. Un
sistema básico de valores tendría que haber generado, por ejemplo, sentimientos
de culpa por parte de quienes se dedicaron a los préstamos abusivos, de quienes
proporcionaron hipotecas a personas pobres que eran como bombas de relojería o
de quienes diseñaban los «programas» que daban lugar a comisiones excesivas por
los descubiertos, unas comisiones por valor de miles de millones de dólares. Lo
que resulta asombroso es que pocas personas parecían —y siguen pareciendo—
sentirse culpables, y que muy pocas dieron la voz de alarma. Algo ha pasado con
nuestro sentido de los valores cuando el fin de ganar más dinero justifica los
medios, lo que en el caso de la crisis de las hipotecas de alto riesgo de
Estados Unidos equivalía a explotar a los ciudadanos más pobres y menos
formados de nuestro país [10].
Gran
parte de todo lo que ha estado ocurriendo solo puede describirse en términos de
«penuria moral». Algo malo le ha sucedido a la brújula moral de muchísima gente
que trabaja en el sector financiero y en otros ámbitos. Que las normas de una
sociedad cambien de forma que tanta gente llegue a perder el norte moral dice
algo significativo acerca de esa sociedad.
Parece
que el capitalismo ha transformado a las personas que cayeron en su trampa. Los
más brillantes de entre los brillantes que se fueron a trabajar a Wall Street
eran iguales que la mayoría del resto de estadounidenses, salvo por el hecho de
que ellos consiguieron mejores notas en sus universidades. Aparcaron
temporalmente sus sueños de lograr un descubrimiento que salvara muchas vidas,
de construir una nueva industria, de ayudar a los más pobres a salir de la
miseria, al mismo tiempo que exigían unos sueldos que parecían difíciles de
creer, a menudo a cambio de un trabajo que (por el número de horas) parecía
difícil de creer. Pero entonces, demasiado a menudo, ocurrió una cosa: no es
que aparcaran temporalmente sus sueños; es que se olvidaron de ellos [11].
Así
pues, no es de extrañar que la lista de agravios contra las grandes empresas (y
no solo contra las instituciones financieras) sea larga y venga de lejos. Por
ejemplo, las empresas tabaqueras, sigilosamente, fueron haciendo más adictivos
sus perniciosos productos, y al mismo tiempo que intentaban convencer a los
estadounidenses de que no existían «pruebas científicas» de la peligrosidad de
sus productos, sus archivos estaban repletos de evidencias que demostraban lo
contrario. Análogamente, Exxon utilizó su dinero para intentar convencer a los
estadounidenses de que las pruebas de un calentamiento global eran endebles,
aunque la Academia Nacional de Ciencias se había sumado a todos los demás
organismos científicos nacionales para decir que las pruebas eran sólidas. Y
mientras la economía todavía estaba tambaleándose por las fechorías del sector
financiero, el derrame de petróleo de BP puso en evidencia otro aspecto de la
temeridad de las grandes empresas: la falta de cuidado en las perforaciones
había puesto en peligro el medio ambiente y ponía en riesgo los empleos de
miles de personas que viven de la pesca y el turismo en el golfo de México.
Si
por lo menos los mercados hubieran cumplido de verdad las promesas de mejorar
el nivel de vida de la mayoría de ciudadanos, todos los pecados de las grandes
corporaciones, las aparentes injusticias sociales, las injurias a nuestro medio
ambiente, la explotación de los pobres podrían perdonarse. Pero para los
jóvenes indignados y los manifestantes de otros lugares del mundo, el
capitalismo no solo no está cumpliendo lo que prometía, sino que está dando lugar
a lo que no prometía: desigualdad, contaminación, desempleo y, lo que es más
importante, la degradación de los valores hasta el extremo en que todo es
aceptable y nadie se hace responsable.
El fracaso del sistema político
Una
interpretación del largo retraso en la aparición de las protestas masivas era
que, en los inicios de la crisis, la gente confiaba en la democracia, tenía fe
en que el sistema político iba a funcionar, que iba a exigir responsabilidades
a quienes habían provocado la crisis y a reparar rápidamente el sistema
económico. Pero varios años después del estallido de la burbuja, quedó claro
que nuestro sistema político había fracasado, igual que había fracasado a la
hora de evitar la crisis, de frenar el aumento de la desigualdad, de proteger a
los más desfavorecidos, de evitar los abusos de las grandes empresas. Solo
entonces los manifestantes se echaron a las calles.
Los
estadounidenses, los europeos y los ciudadanos de otras democracias de todo el
mundo se enorgullecen de sus instituciones democráticas. Pero los manifestantes
han empezado a cuestionar si existe una democracia real. La democracia real es
algo más que el derecho a votar cada dos o cuatro años. Las opciones tienen que
ser significativas. Los políticos tienen que escuchar la voz de los ciudadanos.
Pero cada vez más, y sobre todo en Estados Unidos, da la impresión de que el
sistema político tiene más que ver con «un dólar, un voto» que con «una
persona, un voto». En vez de corregir los fallos del mercado, el sistema
político los estaba potenciando.
Los
políticos pronuncian discursos sobre lo que está ocurriendo con nuestros
valores y nuestra sociedad, y a continuación nombran para un alto cargo a los
máximos directivos y a otros responsables de las grandes empresas que estaban
al frente del sector financiero mientras el sistema fallaba estrepitosamente.
No nos esperábamos que los arquitectos de un sistema que no ha funcionado
reconstruyeran el sistema y lograran que funcionase, y sobre todo que funcionase
para la mayoría de los ciudadanos —y, efectivamente, no lo han conseguido—.
Los
fallos de la política y la economía están interrelacionados, y se potencian
mutuamente. Un sistema político que amplifica la voz de los ricos ofrece muchas
posibilidades para que las leyes y la normativa —y su administración— se
diseñen de forma que no solo no protejan a los ciudadanos corrientes frente a
los ricos, sino que enriquezcan aún más a los ricos a expensas del resto de la
sociedad.
Esto
me lleva a una de las tesis centrales de este libro: aunque puede que
intervengan fuerzas económicas subyacentes, la política ha condicionado el
mercado, y lo ha condicionado de forma que favorezca a los de arriba a expensas
de los demás. Cualquier sistema económico debe tener reglas y normativas; tiene
que funcionar dentro de un marco jurídico. Hay muchos marcos distintos, y cada
uno de ellos tiene consecuencias para la distribución de la riqueza, así como
para el crecimiento, para la eficiencia y para la estabilidad. La élite económica
ha presionado para lograr un marco que le beneficia, a expensas de los demás,
pero se trata de un sistema económico que no es ni eficiente ni justo. Me
propongo explicar cómo nuestra desigualdad se refleja en cualquier decisión
importante que tomamos como nación —desde nuestro presupuesto hasta nuestra
política monetaria, incluso hasta nuestro sistema judicial— y demostrar que
esas mismas decisiones contribuyen a perpetuar y a exacerbar dicha desigualdad [13].
Con un sistema político que es tan sensible a los intereses económicos, la
creciente desigualdad económica da lugar a un creciente desequilibrio en el
poder político, a una relación viciada entre política y economía. Y las dos
juntas conforman, y son conformadas por, unas fuerzas sociales —las convenciones
y las instituciones sociales— que contribuyen a potenciar esa creciente
desigualdad.
Qué reivindican los
manifestantes y qué están consiguiendo
Los
manifestantes, tal vez en mayor medida que la mayoría de los políticos,
entendieron muy bien lo que está ocurriendo. Desde cierto punto de vista, piden
muy poco: que se les dé una oportunidad de utilizar sus conocimientos, el
derecho a un empleo digno por un salario digno, una economía y una sociedad más
justas, que los traten con dignidad. En Europa y en Estados Unidos, sus
reivindicaciones no son revolucionarias, sino evolutivas. No obstante, desde un
punto de vista distinto, lo que piden es mucho: una democracia donde lo que
cuente sea la gente, no los dólares; y una economía de mercado que cumpla lo
que se supone que tiene que hacer. Las dos reivindicaciones están
interrelacionadas: los mercados sin trabas de ningún tipo no funcionan bien,
como hemos visto. Para que los mercados funcionen como se supone que tienen que
hacerlo, tiene que haber una adecuada normativa gubernamental. Pero para que
eso ocurra, hemos de tener una democracia que refleje el interés general, no
intereses especiales ni simplemente a los de arriba.
Se
ha criticado a los manifestantes por carecer de un programa, pero esas críticas
no captan la esencia de los movimientos de protesta. Son una expresión de
frustración con el sistema político e incluso, en los países donde hay
elecciones, con el proceso electoral. Suponen una voz de alarma.
En
algunos aspectos, los manifestantes ya han conseguido mucho: los comités de
expertos, los organismos gubernamentales y los medios de comunicación han
confirmado sus reivindicaciones, los fallos, no solo del sistema de mercado,
sino del elevado e injustificable nivel de desigualdad. La expresión «Somos el
99 por ciento» ha calado en la conciencia popular. Nadie puede saber a ciencia
cierta adónde nos llevarán estos movimientos. Pero de una cosa podemos estar
seguros: esos jóvenes manifestantes ya han modificado el discurso público y la
conciencia tanto de los ciudadanos corrientes como de los políticos.
COMENTARIOS FINALES
En
las semanas posteriores a los movimientos de protesta en Túnez y Egipto, yo
escribí (en un primer borrador de mi artículo para Vanity Fair):
Mientras
contemplamos el fervor popular en las calles, hemos de plantearnos una
pregunta: ¿cuándo llegará a Estados Unidos? En algunos aspectos importantes,
nuestro propio país se ha convertido en algo parecido a uno de aquellos remotos
y turbulentos lugares. En concreto, existe un domino absoluto sobre casi todo,
ejercido por ese diminuto estrato de personas que están en lo más alto —el 1
por ciento más rico de la población—.
Al
cabo de tan solo unos pocos meses aquellas protestas llegaron a las costas de
este país.
Este
libro intenta sondear las profundidades de un aspecto de lo que ha ocurrido en
Estados Unidos: cómo hemos llegado a convertirnos en una sociedad tan desigual,
con unas oportunidades tan menguadas, y cuáles serán las probables
consecuencias de todo ello.
El
cuadro que pinto hoy en día es desolador: tan solo estamos empezando a entender
lo mucho que nuestro país se ha desviado de nuestras aspiraciones. Pero también
hay un mensaje de esperanza. Hay marcos alternativos que funcionan mejor para
la economía en su conjunto y, lo que es más importante, para la inmensa mayoría
de los ciudadanos. Una parte de ese marco alternativo implica un mejor
equilibrio entre los mercados y el Estado —un punto de vista respaldado, como
explicaré más adelante, tanto por la teoría económica moderna como por las
evidencias históricas— [14]. En esos marcos alternativos, uno de los papeles
que asume el gobierno es redistribuir los ingresos, sobre todo cuando los
resultados de los procesos de mercado son demasiado divergentes.
Los
críticos de la redistribución a veces sugieren que el coste de la
redistribución es demasiado alto. Alegan que los desincentivos son demasiado
grandes, y lo que salen ganando los pobres y los de en medio se ve más que
contrarrestado por las pérdidas en el nivel más alto. A menudo, desde la
derecha, se argumenta que podríamos tener más igualdad, pero solo a costa de
pagar el elevado precio de un crecimiento más lento y un PIB menor. La realidad
(como me propongo demostrar) es exactamente al contrario: tenemos un sistema
que ha estado trabajando horas extra a fin de trasladar el dinero desde los
niveles inferiores y medios hasta el nivel más alto, pero el sistema es tan
ineficiente que lo que salen ganando los de arriba es mucho menos de lo que
pierden los de en medio y los de abajo. En realidad, estamos pagando un elevado
precio por nuestra creciente y desmesurada desigualdad: no solo un crecimiento
más lento y un PIB menor, sino incluso más inestabilidad. Y eso por no hablar
de los otros precios que estamos pagando: una democracia más débil, una menor
sensación de equidad y justicia, e incluso, como ya he apuntado, un
cuestionamiento de nuestro sentido de la identidad.
Unas palabras de
advertencia
Unos
pocos comentarios preliminares adicionales: a menudo utilizo el término «el 1
por ciento» en general, para referirme al poder político y económico de los de
arriba. En algunos casos, a lo que realmente me refiero es a un grupo mucho más
reducido —la décima parte más alta de ese 1 por ciento—; en otros casos, al
hablar, por ejemplo, del acceso a la educación de máximo nivel, me refiero a un
grupo sensiblemente más amplio, tal vez al 5 o al 10 por ciento más alto.
Puede
que los lectores piensen que hablo demasiado sobre los banqueros y sobre los
máximos directivos de las grandes empresas, demasiado sobre la crisis
financiera de 2008 y sus secuelas, sobre todo (como explicaré en su momento)
teniendo en cuenta que los problemas de la desigualdad en Estados Unidos vienen
de mucho más atrás. No es solo que esas personas se hayan convertido en el
chivo expiatorio de la opinión popular. Es que simbolizan todo lo que se ha
torcido. Gran parte de la desigualdad en la parte más alta se asocia a los
directivos del sector financiero y de las grandes empresas. Pero es más que
eso: esos líderes han contribuido a condicionar nuestras opiniones sobre lo que
es una buena política económica, y hasta que no comprendamos dónde se equivocan
esos puntos de vista —y cómo, en gran medida, esas opiniones están al servicio
de sus intereses a expensas del resto de ciudadanos—, no seremos capaces de
reformular las políticas con el fin de garantizar una economía más equitativa,
más eficiente y más dinámica.
Un
libro de divulgación como este entraña un mayor riesgo de caer en burdas
generalizaciones de lo que sería adecuado en un texto más académico, que
estaría repleto de matizaciones y notas a pie de página. A ese respecto, pido
disculpas por anticipado, y remito al lector a algunos escritos académicos que
se citan en el reducido número de notas que mi editor me ha permitido incluir.
Así pues, además, quisiera subrayar que al censurar a los «banqueros» estoy
simplificando demasiado: muchos, muchísimos financieros que conozco estarían de
acuerdo con gran parte de lo que acabo de decir. Algunos de ellos se opusieron
a las prácticas abusivas y a los préstamos usurarios. Algunos quisieron poner
coto a la excesiva asunción de riesgos por parte de los bancos. Algunos creían
que los bancos tenían que centrarse en su área de negocio principal. Hubo
incluso unos cuantos bancos que hicieron precisamente eso. Pero es evidente que
la mayoría de las personas importantes que tomaban decisiones no lo hicieron:
tanto antes de la crisis como después, las instituciones financieras más
grandes e influyentes se comportaron de una forma que resulta legítimamente
criticable, y alguien tiene que asumir la responsabilidad. Cuando censuro a los
«banqueros», estoy censurando a aquellos que decidieron, por ejemplo, dedicarse
a prácticas fraudulentas y poco éticas, y a quienes crearon una cultura en el
ámbito de las instituciones que lo hizo posible.
Deudas intelectuales
Un
libro como este se basa en la erudición, teórica y empírica de cientos de
investigadores. No resulta fácil reunir los datos que describen lo que está
ocurriendo con la desigualdad o dar una interpretación de por qué ha sucedido
todo lo que ha venido ocurriendo. ¿Por qué razón los ricos están haciéndose
mucho más ricos, por qué la clase media se está despoblando y por qué está
aumentando la cifra de personas pobres?
Aunque
las notas de los siguientes capítulos aportan algunos reconocimientos, sería
una negligencia por mi parte si no mencionara el exhaustivo trabajo de Emmanuel
Saez y de Thomas Piketty, o el trabajo a lo largo de más de cuatro décadas de
uno de mis primeros coautores, sir Anthony B. Atkinson. Dado que una parte
esencial de mi tesis es la estrecha interacción entre política y economía,
tengo que ir más allá de la teoría económica en sentido estricto. Mi colega del
Instituto Roosevelt, Thomas Ferguson, en su libro de 1995 titulado Golden Rule:
The Investment Theory of Party Competition and the Logic of Money- Driven
Political Systems [La regla de oro: la teoría de la inversión de la competencia
entre partidos y la lógica de los sistemas políticos impulsados por el dinero],
fue uno de los primeros en analizar con cierto rigor el enigma fundamental de
por qué, en las democracias basadas en «una persona, un voto», el dinero parece
ser tan importante.
No
es de extrañar que la relación entre la política y la desigualdad se haya
convertido en el centro de atención de muchos libros de reciente publicación.
Este libro, en cierto sentido, retoma el análisis donde lo dejó el excelente
libro de Jacob S. Hacker y Paul Pierson titulado Winner-Take-All Politics: How
Washington Made the Rich Richer—And Turned Its Back on the Middle Class [La
política de «el ganador se lo lleva todo»: cómo Washington hizo más ricos a los
ricos y dio la espalda a la clase media] [15]. Ellos son científicos sociales.
Yo soy un economista. Todos nosotros intentamos lidiar con la cuestión de cómo
explicar la elevada y creciente desigualdad en Estados Unidos. Yo me pregunto:
¿cómo podemos conciliar lo que ha ocurrido con la teoría económica estándar? Y
aunque enfocamos la cuestión a través del objetivo de dos disciplinas
diferentes, hemos llegado a la misma respuesta: parafraseando al presidente
Clinton, «¡Es la política, estúpido!». El dinero habla en la política, igual
que lo hace en los mercados. Que eso es así resulta evidente desde hace mucho
tiempo y ha dado lugar a un rosario de libros, como Republic, Lost: How Money
Corrupts Congress—And a Plan to Stop It [La república, perdida: cómo el dinero
corrompe al Congreso, y un plan para impedirlo], de Lawrence Lessig [16].
También ha ido quedando cada vez más claro que la creciente desigualdad tiene
un importante efecto en nuestra democracia, según han puesto de manifiesto
libros como Unequal Democracy: The Political Economy of the New Gilded Age [La
democracia desigual: la economía política de la nueva edad de oro], de Larry
Barte l[17], y Polarized America: The Dance of Ideology and Unequal Riches
[Estados Unidos polarizado: el baile de la ideología y de la riqueza desigual],
de Nolan McCarty, Keith T. Poole y Howard Rosenthal [18].
Pero
cómo y por qué el dinero resulta ser tan poderoso en una democracia donde cada
persona tiene un voto —y la mayoría de los votantes, por definición, no forma
parte del 1 por ciento— ha seguido siendo un misterio, sobre el que espero que
este libro arroje un poco de luz [19]. Y lo que es más importante, intento
esclarecer el nexo entre economía y política. Aunque a estas alturas es
evidente que esa desigualdad creciente ha sido perjudicial para nuestra
política (como evidencia el rosario de libros que acabo de mencionar), yo me propongo
explicar en qué medida también resulta muy perjudicial para nuestra economía.
Algunas notas
personales
En
este libro vuelvo a abordar un asunto que me indujo a estudiar Teoría Económica
hace cincuenta años. Inicialmente, yo pensaba especializarme en Física en
Amherst College. Me encantaba la elegancia de las teorías matemáticas que
describían nuestro mundo. Pero mi corazón estaba en otra parte, en la agitación
social y económica de aquella época, en el movimiento por los derechos civiles
en Estados Unidos y en la lucha a favor del desarrollo y contra el colonialismo
en lo que entonces se denominaba el Tercer Mundo. Una parte de esas inquietudes
tenía sus raíces en mi experiencia de haberme criado en el corazón de la
América industrial, en Gary, Indiana. Allí fui testigo directo de la
desigualdad, de la discriminación, del desempleo y de las recesiones. Cuando
tenía diez años, yo me preguntaba por qué la bondadosa señora que cuidaba de mí
gran parte del día solo tenía estudios de primaria, en este país que parecía
tan próspero, y me preguntaba por qué estaba cuidando de mí, y no de sus
propios hijos. En una época en que la mayoría de los estadounidenses
consideraba que la teoría económica era la ciencia del dinero, yo era, en
cierto sentido, un improbable candidato a economista. Mi familia estaba
comprometida políticamente, y a mí me decían que el dinero no era lo
importante; que el dinero nunca compraría la felicidad; que lo que era
importante era el servicio a los demás y la vida de la mente. No obstante, en
la tumultuosa década de los sesenta, a medida que fui entrando en contacto con
nuevas ideas en Amherst, me di cuenta de que las ciencias económicas eran mucho
más que el estudio del dinero; en realidad eran una forma de investigación
capaz de afrontar las razones fundamentales de la injusticia, y a las que podía
dedicar eficazmente mi propensión a las teorías matemáticas.
El
tema principal de mi disertación doctoral en el Massachusetts Institute of
Technology (MIT) fue la desigualdad, su evolución a lo largo del tiempo, y sus
consecuencias para el comportamiento macroeconómico, y sobre todo para el
crecimiento. Yo adoptaba algunos de los supuestos estándar (de lo que se
denomina el modelo neoclásico) y demostraba que bajo esos supuestos tendría que
producirse una convergencia hacia la igualdad entre los individuos [20]. Estaba
claro que algo no funcionaba en el modelo estándar, igual que para mí estaba
claro, al haberme criado en Gary, que algo no funcionaba en un modelo estándar
que afirmaba que la economía era eficiente y que no existía el desempleo ni la
discriminación. Fue la constatación de que el modelo estándar no describía bien
el mundo en que vivíamos lo que me llevó a emprender la búsqueda de modelos
alternativos, donde las imperfecciones del mercado, y en especial las
imperfecciones de información y las «irracionalidades», desempeñaran un papel
tan importante [21]. Irónicamente, mientras que esas ideas se fueron
desarrollando y lograron aceptación entre algunos sectores de la profesión de
la teoría económica, el concepto contrario —que los mercados funcionaban bien,
o que lo harían siempre y cuando los gobiernos se quitaran de en medio— arraigó
en buena parte del discurso público. Este libro, al igual que muchos de los que
le han precedido, es un intento de dejar las cosas claras.
AGRADECIMIENTOS
LLEVO
trabajando, como ya he apuntado, en los orígenes y las consecuencias de la
desigualdad desde mis tiempos de estudiante universitario, y durante los casi
cincuenta años transcurridos desde que inicié mis estudios he acumulado enormes
deudas intelectuales. Robert Solow, uno de mis asesores de tesis, y con el que
escribí uno de mis primeros artículos sobre la distribución y el comportamiento
macroeconómico, había escrito su propia tesis sobre el tema de la desigualdad.
La influencia del Paul Samuelson, otro de mis asesores de tesis, salta a la
vista en el análisis de la globalización que hago en el capítulo 3. Mis
primeros artículos publicados sobre el asunto los escribí en colaboración con
mi compañero de estudios George Akerlof, con quien compartí el Premio Nobel de
2001.
En
la época en que asistí a la Universidad de Cambridge, con una beca Fulbright en
1965 - 1966, el reparto de la renta era un importante tema de debate, y estoy
en deuda con los ya desaparecidos Nicholas Kaldor, David Champernowne y Michael
Farrell, y sobre todo con sir James Meade y Frank Hahn. Fue allí donde empecé a
trabajar con Tony Atkinson, quien posteriormente se ha convertido en una de las
mayores autoridades mundiales en materia de igualdad. En aquella época todavía
se pensaba que había una clara relación inversa entre desigualdad y
crecimiento, y por entonces Jim Mirrlees estaba empezando su trabajo acerca de
cómo se podían diseñar unos impuestos redistributivos óptimos (un trabajo por
el que posteriormente recibiría el Premio Nobel).
Otro
de mis profesores en el MIT (y a la sazón profesor invitado en Cambridge en
1969 - 1970) fue Kenneth Arrow, cuyo trabajo acerca de la información influyó
notablemente en mi forma de pensar. Posteriormente, su trabajo, al igual que el
mío, se centraría en el impacto de la discriminación; en cómo la información,
digamos acerca de las capacidades relativas, afecta a la desigualdad; y en el
papel de la educación en todo ese proceso.
Una
cuestión crucial que abordo en este libro es el cálculo de la desigualdad. Ese
cálculo plantea cuestiones teóricas que son muy afines al cálculo del riesgo, y
mis primeros trabajos, hace cuatro décadas, los realicé en colaboración con
Michael Rothschild. Posteriormente empecé a trabajar con un antiguo alumno,
Ravi Kanbur, en el cálculo de la movilidad socioeconómica.
La
influencia de la economía conductual en mi pensamiento debería saltar a la
vista en este libro. El desaparecido Amos Tversky, un pionero en ese campo, me
presentó por primera vez esas ideas hace aproximadamente cuarenta años, y
posteriormente Richard Thaler y Danny Kahneman han influido enormemente en mi
forma de pensar. (Cuando fundé la Journal of Economic Perspectives a mediados
de la década de 1980, le pedí a Richard que escribiera regularmente una columna
sobre la cuestión).
Me
han resultado enormemente provechosas las discusiones con Edward Stiglitz
acerca de algunos de los aspectos jurídicos que se abordan en el capítulo 7, y
con Robert Perkinson sobre las cuestiones relacionadas con la elevada tasa de
encarcelamiento de Estados Unidos.
Siempre
me he beneficiado mucho de discutir las ideas cuando las formulo con mis
alumnos, y quisiera destacar a Miguel Morin, un estudiante actual, y a Anton
Korinek, uno reciente.
Tuve
la suerte de poder prestar servicio en la Administración Clinton. La
preocupación por la desigualdad y la pobreza era un tema central de nuestras
discusiones. Debatíamos sobre cómo afrontar mejor la pobreza, por ejemplo,
mediante una reforma de la asistencia social (unas discusiones en las que David
Ellwood, de la Universidad de Harvard, desempeñaba un papel crucial), y sobre
lo que podíamos hacer respecto a los extremos de desigualdad en la parte más
alta, mediante una reforma tributaria. (Como señalo más adelante, no todo lo
que hicimos fue en la dirección correcta). La influencia de las perspicaces
ideas de Alan Krueger (actualmente presidente del Consejo de Asesores
Económicos) sobre los mercados de trabajo, como el papel del salario mínimo,
debería resultar evidente. En la última parte del libro aludo a mi trabaao con
Jason Furman y con Peter Orszag. Alicia Munnell, que prestó servicio conmigo en
el Consejo de Asesores Económicos, me ayudó a comprender mejor el papel de los
programas de seguro social y de la CRA (3) a la hora de reducir la pobreza.
(Para las muchas otras personas que influyeron en mi pensamiento durante ese
periodo, por favor véanse los agradecimientos de Los felices noventa [Madrid,
Taurus, 2003]).
También
tuve la suerte de poder prestar servicio como economista jefe del Banco
Mundial, una institución que tiene como una de sus principales misiones la
reducción de la pobreza. Con la pobreza y la desigualdad en el centro de
nuestra atención, cada día era una experiencia de aprendizaje, cada encuentro
era una oportunidad de adquirir nuevas ideas y de configurar y reconfigurar los
puntos de vista sobre las causas y las consecuencias de la desigualdad, de
comprender mejor por qué variaba de un país a otro. Aunque me asalta la duda a
la hora de nombrar a personas concretas, he de mencionar a mis dos sucesores
como economista jefe, Nick Stern (al que conocí en Kenia en 1969) y Francois
Bourguignon.
En
el capítulo 1 y en otros apartados hago hincapié en que el PIB per cápita —o
incluso otros indicadores de renta— no ofrece una medida adecuada del
bienestar. Mi forma de pensar en esta cuestión se ha visto muy influida por el
trabajo de la Comisión para la Medida del Rendimiento Económico y el Progreso
Social, que yo presidí, y que también estuvo dirigida por Amartya Sen y
Jean-Paul Fitoussi. También he de reconocer la influencia de los otros veintiún
miembros de la comisión.
En
el capítulo 4 explico la relación entre la inestabilidad y el crecimiento, una
relación cuya comprensión por mi parte se ha visto muy influenciada por otra
comisión que presidí, la Comisión de Expertos del Presidente de la Asamblea
General de las Naciones Unidas sobre las reformas del sistema monetario y
financiero internacional.
Quisiera
dar especialmente las gracias a mis colegas del Roosevelt Institute, entre
ellos Bo Cutter, Mike Konczal, Arjun Jayadev y Jeff Madrick. (Otros
colaboradores que han trabajado en los actos del Roosevelt Institute, como
Robert Kuttner y Jamie Galbraith también se merecen mi agradecimiento). Paul
Krugman ha sido una voz inspiradora para todos los que querríamos ver una
sociedad más equitativa y una economía que funcionara mejor.
En
los últimos años, la profesión de los economistas no ha prestado, por
desgracia, la suficiente atención a la desigualdad —como tampoco prestó
suficiente atención a los demás problemas que podían dar lugar al tipo de
inestabilidad que ha padecido el país—. El Institute for New Economic Thinking
(INET) ha sido creado para intentar rectificar esa deficiencia y otras muchas,
y quisiera mencionar mi deuda de gratitud con él, y sobre todo con su director,
Rob Johnson (que también es compañero mío en el Roosevelt Institute y miembro
de la Comisión de Naciones Unidas), por las extensas discusiones sobre los temas
de este libro.
Como
siempre, quisiera expresar mi agradecimiento a la Universidad de Columbia, por
ofrecerme un entorno intelectual donde las ideas pueden prosperar, rebatirse y
refinarse. Quisiera extender mi gratitud en especial a José Antonio Ocampo y a
Bruce Greenwald, mi colega y colaborador desde hace mucho tiempo.
Aunque
esas son mis deudas intelectuales en sentido amplio, tengo una serie de deudas
especiales con quienes me han ayudado de una forma u otra con este libro.
Este
libro germinó a partir de un artículo publicado en la revista Vanity Fair,
titulado «Del 1%, por el 1%, para el 1%» (4). Cullen Murphy me encargó el
artículo y realizó un maravilloso trabajo de edición. Graydon Carter sugirió el
título. Posteriormente, Drake McFeely, presidente de la editorial W. W. Norton,
y mi editor y amigo desde hace mucho tiempo, me pidió que ampliara esas ideas
en forma de libro. Brendan Curry, una vez más, hizo una labor excelente a la
hora de editar el libro.
Stuart
Proffitt, mi editor en Penguin/Allen Lane, también volvió a realizar un trabajo
impresionante al combinar las ideas «a lo grande» sobre cómo reforzar los
argumentos y hacer que resultaran más claras con los comentarios detallados en
materia de redacción.
Karla
Hoff leyó el libro de cabo a rabo, mejorando tanto el lenguaje como los
argumentos. Pero incluso antes de que yo empezara a escribir el libro, mis
discusiones con ella sobre las ideas centrales del libro contribuyeron a dar
forma a mi propio modo de pensar.
Un
equipo de ayudantes de investigación, dirigido por Laurence Wilse- Samson, y
que incluía a An Li y Ritam Chaurey, fue mucho más allá de la tarea de
comprobación de los datos. Ellos sugirieron en qué puntos podía ampliarse el
análisis, argumentaron dónde era preciso matizarlo mejor y parecían estar tan
entusiasmados por el proyecto como yo. Julia Cunico y Hannah Assadi también
aportaron inestimables comentarios y apoyo a lo largo del proceso de redacción.
Eamon
Kircher-Allen no solo dirigió todo el proceso de producción del manuscrito,
sino que también actuó como editor y como crítico. Tengo una enorme deuda con
él.
Como
siempre, mi mayor deuda la tengo con Anya, que me animó a escribir el libro,
discutió reiteradamente conmigo las ideas en las que se basa y me ayudó a
modelarlo y remodelarlo.
Con
todos ellos —y con el entusiasmo por el libro que constantemente compartieron
conmigo— estoy profundamente en deuda. Ninguno de ellos debe ser considerado
responsable de cualesquiera errores y omisiones que hayan subsistido en el
libro.
CAPÍTULO
1
EL PROBLEMA DE ESTADOS UNIDOS CON EL
1 POR CIENTO
La
crisis financiera de 2007 - 2008 y la Gran Recesión que le siguió dejaron a la
deriva a un gran número de estadounidenses, en medio de los restos del
naufragio de una forma de capitalismo cada vez más disfuncional. Cinco años
después, uno de cada seis estadounidenses querría un trabajo a tiempo completo,
pero sigue sin encontrarlo; aproximadamente ocho millones de familias han
recibido la orden de abandonar sus hogares, y varios millones más prevén que
van a recibir una notificación de desahucio en un futuro no demasiado lejano [22];
una cantidad aún mayor de ciudadanos vio cómo parecían evaporarse los ahorros
de toda su vida. Incluso si una parte de los brotes verdes que los optimistas
no cesaban de ver hubieran sido, de verdad, el heraldo de una recuperación
real, tendrían que pasar varios años —como muy pronto hasta 2018— para que la
economía volviera al pleno empleo. Sin embargo, para 2012, muchos ya habían
renunciado a toda esperanza: quienes perdieron sus empleos en 2008 o 2009 ya se
habían gastado todos sus ahorros. Los cheques del subsidio de desempleo se
habían agotado. Las personas de mediana edad, que antes confiaban en
reincorporarse rápidamente a la población activa, llegaron a la conclusión de
que en realidad habían sido jubilados a la fuerza. Los jóvenes, recién salidos
de la universidad con deudas de decenas de miles de dólares, no podían
encontrar trabajo de ningún tipo. La gente que se había ido a vivir con amigos
y familiares al principio de la crisis se había quedado sin techo. Las casas
que se compraron durante el boom inmobiliario seguían a la venta, o se vendían
con pérdidas; y muchas más seguían vacías. Los nefastos fundamentos del boom
financiero de la década anterior quedaban finalmente en evidencia.
Uno
de los aspectos más siniestros de la economía de mercado que salió a la luz era
la enorme y creciente desigualdad que ha dejado hecho jirones el tejido social
estadounidense y la sostenibilidad económica del país: los ricos se hacían cada
vez más ricos, mientras los demás tenían que afrontar unas dificultades que
parecían incompatibles con el sueño americano. Era bien sabido que en Estados
Unidos había ricos y pobres; y aunque esta desigualdad no la han creado
exclusivamente la crisis de las hipotecas de alto riesgo y la recesión
económica que vino a continuación —había ido aumentando a lo largo de las tres
décadas anteriores—, la crisis empeoró las cosas, hasta el punto de que ya era
imposible ignorarla. La clase media estaba siendo exprimida de mala manera, por
unos medios que veremos a continuación en este capítulo; el sufrimiento de los
de abajo se iba haciendo palpable, a medida que quedaban en evidencia las
deficiencias de la red de seguridad de Estados Unidos, y a medida que los
programas públicos de ayuda, inadecuados en el mejor de los casos, se iban
recortando más y más; pero a lo largo de todo este proceso, el 1 por ciento más
alto consiguió aferrarse a una enorme tajada de la renta nacional —el 20 por
ciento—, pese a que una parte de sus inversiones se vieron muy afectadas [23].
Había
una mayor desigualdad de distribución de ingresos en todos los niveles de
renta; incluso dentro del 1 por ciento más alto, el 0,1 por ciento más alto de
los perceptores de rentas estaba llevándose una mayor tajada del dinero. Para
2007, el año anterior a la crisis, el 0,1 por ciento más alto de las familias
de Estados Unidos tenía unos ingresos 220 veces mayores que la media del 90 por
ciento inferior [24]. La riqueza estaba repartida de forma aún más desigual que
los ingresos, ya que el 1 por ciento más rico poseía más de un tercio de la
riqueza del país [25]. Los datos de desigualdad de ingresos tan solo nos
ofrecen una instantánea de una economía en un único momento a lo largo del tiempo.
Pero esa es precisamente la razón de que los datos sobre desigualdad de la
riqueza sean tan preocupantes —la desigualdad de riqueza va más allá de las
variaciones que se observan en los ingresos año a año—. Además, la riqueza
ofrece un cuadro más claro de las diferencias en el acceso a los recursos.
Estados
Unidos ha ido partiéndose en dos, a un ritmo cada vez mayor. En los primeros
años del nuevo milenio posteriores a la recesión (entre 2002 y 2007), el 1 por
ciento más alto se llevó más del 65 por ciento del incremento de la renta
nacional tota l[26]. Mientras que al 1 por ciento más alto las cosas le iban
fabulosamente, la mayoría de los estadounidenses en realidad estaba
empobreciéndose [27].
Pero
no es eso lo que ha venido ocurriendo.
Los
miembros de la clase Una cosa sería que los ricos se estuvieran haciendo más
ricos y a los de en medio y a los de abajo también les fuera mejor, sobre todo
si los esfuerzos de los de arriba fueran cruciales para los éxitos de los
demás. En ese caso podríamos celebrar los éxitos de los de arriba, y estarles
agradecidos por su contribuciónmedia estadounidense sentían que llevaban mucho
tiempo pasándolo mal, y tenían razón. A lo largo de las tres décadas anteriores
a la crisis, sus ingresos apenas habían variado. De hecho, la renta de un
hombre trabajador típico [28] ha estado estancada durante un tercio de siglo [29].
La
crisis ha agravado estas desigualdades en innumerables aspectos, más allá del
aumento del desempleo, de las viviendas embargadas, de los salarios congelados.
Los ricos tenían más que perder en los valores que cotizan en Bolsa, pero
dichos valores se han recuperado razonablemente bien y relativamente deprisa [30].
De hecho, las ganancias de la «recuperación» desde la recesión han ido a parar
de forma abrumadora a los estadounidenses más ricos: el 1 por ciento más alto
de estadounidenses consiguió el 93 por ciento de los ingresos adicionales que
se crearon en el país en 2010 respecto a 2009 [31]. Los pobres y la clase media
tenían la mayor parte de su patrimonio invertido en la vivienda. Como los
precios medios de la vivienda cayeron en más de un tercio entre el segundo
trimestre de 2006 y finales de 2011 [32], una gran proporción de
estadounidenses —los que tenían grandes hipotecas— vieron cómo su riqueza prácticamente
se esfumaba. En lo más alto, los máximos directivos tuvieron un éxito notable a
la hora de mantener sus elevados sueldos; tras una ligera caída en 2008, el
ratio entre la remuneración anual de un máximo directivo y la de un empleado
típico volvió a ser en 2010 el mismo que antes de la crisis, de 243 a 1 [33].
Distintos
países de todo el mundo aportan terribles ejemplos de lo que les ocurre a las
sociedades cuando alcanzan el nivel de desigualdad al que nos estamos
aproximando. No es un cuadro halagüeño: son países donde los ricos viven en
urbanizaciones privadas y son atendidos por legiones de trabajadores de bajos
ingresos; son sistemas políticos inestables, donde políticos populistas
prometen a las masas una vida mejor, solo para defraudarlos después. Y lo que
tal vez es más importante: la esperanza brilla por su ausencia. En esos países,
los pobres saben que sus perspectivas de salir de la pobreza, por no hablar de
llegar a lo más alto, son minúsculas. Es un cuadro al que no deberíamos aspirar.
En
este capítulo me propongo exponer el alcance de la desigualdad en Estados
Unidos, y cómo afecta de distintas formas a las vidas de millones de personas.
Describo no solo cómo nos estamos convirtiendo en una sociedad más dividida,
sino también cómo hemos dejado de ser el país de oportunidades que fuimos en
otros tiempos. Examino las escasas probabilidades de que una persona que nace
abajo consiga ascender hasta lo más alto, o siquiera hasta un nivel intermedio.
El grado de desigualdad y la ausencia de oportunidades a los que asistimos hoy
en Estados Unidos no son inevitables, ni tampoco su reciente incremento es
sencillamente el producto de unas inexorables fuerzas del mercado. Los
capítulos siguientes describen las causas de esta desigualdad, así como los
costes que supone para nuestra sociedad, nuestra democracia y nuestra economía
esta elevada y creciente desigualdad, y lo que puede hacerse para reducirla.
LA SUBIDA
DE LA MAREA QUE NO LEVANTÓ TODAS LAS BARCAS
Aunque
Estados Unidos siempre ha sido un país capitalista, nuestra desigualdad —o por
lo menos su elevado nivel actual— es algo nuevo. Hace aproximadamente treinta
años, el 1 por ciento más alto de los perceptores de rentas recibía solo el 12
por ciento de la renta nacional [34]. Ese nivel de desigualdad debería haber
sido inaceptable ya de por sí; pero desde entonces, las diferencias han crecido
espectacularmente [35], de forma que para 2007, los ingresos medios, después de
impuestos, del 1 por ciento más alto habían llegado a los 1,3 millones de dólares,
pero los del 20 por ciento inferior ascendían a tan solo 17.800 dólares [36].
El 1 por ciento más alto recibe en una semana un 40 por ciento más de lo que el
20 por ciento inferior recibe en un año; el 0,1 por ciento más alto recibió en
un día y medio aproximadamente lo que el 90 por ciento inferior recibió en un
año; y el 20 por ciento más rico de los perceptores de rentas ganan en total,
después de impuestos, más que la suma del 80 por ciento inferior [37].
Durante
los treinta años posteriores a la II Guerra Mundial, Estados Unidos creció
colectivamente —con un crecimiento de los ingresos en todos los segmentos, pero
con un crecimiento más rápido en la parte inferior que en la parte más alta—.
La lucha por la supervivencia del país trajo un nuevo sentimiento de unidad, y
eso dio lugar a unas políticas, como la G. I. Bill (5), que contribuyeron a
cohesionar aún más nuestro país.
Pero
durante los últimos treinta años, nos hemos ido convirtiendo cada vez más en
una nación dividida; no solo la parte alta ha sido la que ha crecido más
deprisa, sino que de hecho, la parte inferior ha empeorado. (No ha sido una
pauta constante, en la década de los noventa, durante un tiempo, a los de abajo
y a los de en medio les fue mejor. Pero después, como hemos visto, a partir de
2000 aproximadamente, la desigualdad creció a un ritmo todavía más rápido).
La
última vez que la desigualdad se aproximó al alarmante nivel que vemos hoy en
día fue durante los años previos a la Gran Depresión. La inestabilidad
económica a la que asistimos entonces y la inestabilidad que hemos visto más
recientemente tienen mucho que ver con este aumento de la desigualdad, como
explicaré en el capítulo 4.
Cómo
se pueden explicar esas pautas, los vaivenes de la desigualdad, es el asunto de
los capítulos 2 y 3. Por ahora, simplemente señalaremos que la acusada
reducción de la desigualdad durante el periodo que va desde 1950 hasta 1970 se
debió en parte a los desarrollos de los mercados, pero mucho más a las
políticas del gobierno, como la mejora del acceso a la educación superior que
trajo consigo la G. I. Bill y el sistema tributario sumamente progresivo
promulgado durante la II Guerra Mundial. Durante los años posteriores a la
«revolución Reagan», por el contrario, aumentó la divisoria entre los ingresos
personales e, irónicamente, al mismo tiempo se desmantelaron las iniciativas
gubernamentales diseñadas para suavizar las injusticias del mercado, se
redujeron los impuestos a las rentas altas y se recortaron los programas
sociales.
Las
fuerzas del mercado —las leyes de la oferta y la demanda— por supuesto
desempeñan cierto papel a la hora de determinar el alcance de la desigualdad
económica. Pero esas fuerzas también entran en juego en otros países
industrializados avanzados. Incluso antes de la explosión de desigualdad que ha
caracterizado la primera década de este siglo, Estados Unidos ya tenía más
desigualdad y menos movilidad de ingresos que prácticamente todos los países de
Europa, así como Australia y Canadá.
Es
posible invertir las tendencias de la desigualdad. Otros países lo han
conseguido. Brasil tenía uno de los niveles más altos de desigualdad del mundo,
pero durante la década de los noventa se dio cuenta de los peligros, en
términos tanto de su potencial de división social y política como de crecimiento
económico a largo plazo. El resultado fue un consenso político a lo largo de
toda la sociedad de que había que hacer algo. Bajo el mandato del presidente
Henrique Cardoso hubo un aumento masivo del gasto en educación, incluida la
destinada a los más pobres. Con el presidente Luiz Inácio Lula da Silva hubo
gastos sociales para reducir el hambre y la pobreza[38]. Se redujo la
desigualdad, aumentó el crecimiento[39] y la sociedad se hizo más estable.
Brasil sigue teniendo más desigualdad que Estados Unidos, pero mientras que
Brasil ha luchado, con bastante éxito, para mejorar las condiciones de vida de
los pobres y reducir las diferencias de renta entre ricos y pobres, Estados
Unidos ha permitido que crezca la desigualdad y aumente la pobreza.
Y
lo que es aún peor, demostraremos que las políticas del gobierno han sido
esenciales para la creación de la desigualdad en Estados Unidos. Si queremos
invertir estas tendencias de la desigualdad, tendremos que invertir algunas de
las políticas que han contribuido a hacer que Estados Unidos sea el país
desarrollado más dividido económicamente y, además de eso, adoptar ulteriores
medidas a fin de reducir las desigualdades que surgen por sí solas a partir de las
fuerzas del mercado.
Algunos
defensores del actual nivel de desigualdad alegan que aunque no es inevitable,
hacer algo al respecto sencillamente saldría demasiado caro. Creen que para que
el capitalismo obre sus milagros, una elevada desigualdad es un rasgo
inevitable, incluso necesario, de la economía. Al fin y al cabo, quienes
trabajan duro deberían ser recompensados, y es preciso que lo sean, si queremos
que realicen los esfuerzos y las inversiones de las que nos beneficiamos todos.
Efectivamente, un cierto grado de desigualdad es inevitable. Algunos individuos
trabajan más y más tiempo que otros, y cualquier sistema económico que funcione
bien tiene que recompensarlos por esos esfuerzos. Pero este libro demuestra que
tanto la actual magnitud de la desigualdad de Estados Unidos como la forma en
que se genera, en realidad, socavan el crecimiento y reducen la eficiencia. En
cierto modo, la causa de ello es que gran parte de la desigualdad de Estados
Unidos es consecuencia de las distorsiones del mercado, con unos incentivos
dirigidos no a crear nueva riqueza, sino a arrebatársela a los demás. Así pues,
no es de extrañar que nuestro crecimiento haya sido mayor en los periodos en
que la desigualdad ha sido menor y en los que hemos crecido todos juntos [40].
Eso fue lo que ocurrió no solo durante las décadas posteriores a la II Guerra
Mundial, sino incluso en épocas más recientes, en la década de los noventa [41].
La teoría económica del goteo
Podemos
hacernos una idea de lo que ha venido ocurriendo en términos de porciones de
una tarta. Si la tarta se dividiera de forma equitativa, todo el mundo
recibiría una porción del mismo tamaño, de forma que el 1 por ciento superior
recibiría el 1 por ciento de la tarta. En realidad, ese 1 por ciento se lleva
una porción muy grande, aproximadamente una quinta parte de toda la tarta. Pero
eso significa que todos los demás reciben una porción más pequeña.
Ahora
bien, quienes creen en la economía del goteo llaman a eso la política de la
envidia. No tendríamos que fijarnos en el tamaño relativo de las porciones,
sino en el tamaño absoluto. Dar más a los ricos genera una tarta más grade, de
modo que, aunque los pobres y los de en medio reciben una porción más pequeña
de la tarta, la porción de la tarta que consiguen es mayor. Ya me gustaría que
eso fuera cierto, pero no lo es. De hecho, es lo contrario: como hemos
señalado, en el periodo de aumento de la desigualdad, el crecimiento ha sido
menor —y el tamaño de la porción que ha recibido la mayoría de estadounidenses
ha ido disminuyendo— [43].
Los
hombres jóvenes (de entre veinticinco y treinta y cuatro años) que tienen un
nivel educativo menor lo están pasando todavía peor; los que acaban de terminar
el bachillerato han visto cómo su renta real se ha reducido en más de un 25 por
ciento durante los últimos veinticinco años [44]. Pero incluso a las familias
de individuos con una licenciatura universitaria o un nivel superior de
estudios no les ha ido demasiado bien —su mediana de ingresos (descontando la
inflación) disminuyó en un 10 por ciento entre 2000 y 2010— [45]. (La mediana
de ingresos es un nivel de ingresos tal que la mitad de la muestra tiene unos
ingresos más altos y la otra mitad, unos ingresos más bajos).
Más
adelante demostraremos que, aunque la economía de goteo hacia abajo no
funciona, la economía de goteo hacia arriba sí puede funcionar: todo el mundo
—incluso los de arriba— podría beneficiarse dando más a los de abajo y a los de
en medio.
Una instantánea de la
desigualdad en Estados Unidos
Las
diferencias de ingresos de las familias dependen de la disparidad de salarios,
de riqueza y de ingresos derivados del capital; y la desigualdad en ambos
aspectos está aumentando [47]. De la misma forma que la desigualdad general ha
ido en aumento, también lo han hecho las desigualdades en los sueldos y los
salarios por hora. Por ejemplo, a lo largo de las últimas tres décadas, quienes
perciben salarios bajos (los que están en el 90 por ciento inferior) han visto
aumentar sus salarios tan solo en un 15 por ciento aproximadamente, mientras
que los que están en el 1 por ciento más alto han experimentado un aumento de
casi el 150 por ciento, y el 0,1 por ciento superior, de más del 300 por ciento
[48].
Mientras
tanto, los cambios en el cuadro de la riqueza son aún más espectaculares.
Durante el cuarto de siglo anterior a la crisis, aunque todo el mundo se estaba
haciendo más rico, los ricos se hacían más ricos a un ritmo más rápido. No
obstante, como ya hemos señalado, gran parte de la riqueza de la parte inferior
y la parte media, que dependía del valor de sus hogares, era un patrimonio
fantasma — se basaba en la burbuja de los precios de la vivienda— y, aunque
todo el mundo perdió en medio de la crisis, los de arriba se recuperaron
rápidamente, pero los de abajo y los de en medio, no. Incluso después de que
los ricos perdieran una parte de su riqueza con la caída de los precios de las
acciones durante la Gran Recesión, el 1 por ciento de familias más ricas poseía
225 veces más patrimonio que el estadounidense típico, una relación que casi
duplica la que había en 1962 o en 1983 [49].
Teniendo
en cuenta la desigualdad de patrimonio, no es de extrañar que los de arriba se
lleven la parte del león de los ingresos de capital —antes de la crisis, en
2007, aproximadamente un 57 por ciento de dichos ingresos iba a parar al 1 por
ciento más alto— [50]. Y tampoco es de extrañar que los integrantes del 1 por
ciento más alto hayan recibido una porción aún mayor del aumento de los
ingresos de capital desde 1979 —aproximadamente siete octavas partes—, mientras
que los que están en el 95 por ciento inferior se han llevado menos del 3 por
ciento del incremento [51].
Estas
cifras de amplio espectro, aunque son alarmantes pueden no reflejar con la
suficiente elocuencia la magnitud de las actuales desigualdades. Para ilustrar
mejor el estado de la desigualdad en Estados Unidos consideremos el ejemplo de
la familia Walton: los seis herederos del imperio Wal-Mart son titulares de un
patrimonio de 69.700 millones de dólares, lo que equivale al patrimonio de todo
el 30 por ciento inferior de la sociedad estadounidense. Puede que estas cifras
no sean tan sorprendentes como parecen, por la sencilla razón de que los de
abajo poseen muy poco patrimonio [52].
La polarización
Estados
Unidos siempre se ha visto a sí mismo como un país de clase media. Nadie quiere
considerarse un privilegiado y nadie quiere pensar que su familia está entre
los pobres. Pero en los últimos años, la clase media estadounidense se ha visto
eviscerada, ya que los «buenos» empleos de clase media —que requieren un
moderado nivel de cualificación, como por ejemplo los trabajos de la industria
del automóvil— parecen estar desapareciendo en relación con los empleos requieren
más. A este fenómeno los economistas lo denominan la «polarización de la parte
baja, que requieren poca cualificación, y los de la parte alta, que » de la
población activa [53]. En el capítulo 3 examinaremos algunas de las teorías que
explican por qué está ocurriendo y lo que puede hacerse al respecto.
El desplome
de los buenos empleos se ha producido en el transcurso del último cuarto de
siglo, y no es de extrañar ni que los salarios de ese tipo de trabajos hayan
disminuido ni que la desigualdad entre los salarios de los de arriba y de los
de en medio haya aumentado [5 4]. La polarización de la población activa ha
tenido como consecuencia que, aunque una mayor parte del dinero va a parar a
los de arriba, hay más gente que va hacia abajo [55].
LA GRAN RECESIÓN HACE AÚN MÁS DIFÍCILES LAS
VIDAS DIFÍCILES
La
división económica de Estados Unidos se ha hecho tan grande que a los que están
en el 1 por ciento superior les resulta difícil imaginar cómo es la vida de los
de abajo —y, cada vez más, la de los de en medio—. Consideremos durante un
momento una familia con un solo perceptor de ingresos y dos hijos. Supongamos
que el asalariado goza de buena salud y consigue trabajar un total de 40 horas
semanales (la semana laboral media de los trabajadores estadounidenses es de
solo 34 horas) [56] con un salario ligeramente por encima del mínimo: digamos
de aproximadamente 8,50 dólares por hora, de forma que después de pagar su
cuota de la Seguridad Social, el asalariado recibe 8 dólares por hora y, por
consiguiente, recibe 16.640 dólares por sus 2.080 horas. Supongamos que no
tiene que pagar impuesto sobre la renta, pero su empleador le cobra 200 dólares
al mes por un seguro médico para toda su familia, y se hace cargo de los
restantes 550 dólares mensuales del coste del seguro. Eso deja sus ingresos
disponibles en 14.240 dólares anuales. Si tiene suerte, puede que consiga
encontrar un apartamento de dos dormitorios (con suministros incluidos) por 700
dólares al mes. Eso le deja 5.840 dólares para hacer frente a todos los demás
gastos familiares del año. Igual que la mayoría de estadounidenses, es posible
que considere que un coche es una necesidad básica; el seguro, la gasolina, el
mantenimiento y la amortización del vehículo pueden suponer fácilmente 3.000
dólares al año. Los fondos que le quedan a la familia ascienden a 2.840 dólares
—menos de 3 dólares diarios por persona— para cubrir los gastos básicos, como
la comida y la ropa, por no mencionar las cosas que hacen que la vida valga la
pena, como las diversiones. Si surge algún problema, sencillamente no hay ningún
colchón.
Cuando
Estados Unidos entró en la Gran Recesión, hubo un grave problema de verdad,
para la familia de nuestra hipótesis y para millones de estadounidenses de
carne y hueso a lo largo y ancho del país. Se perdieron empleos, el valor de
sus viviendas —su principal activo— se desplomó y, a medida que caían los
ingresos del gobierno, se recortaron las redes de seguridad justo cuando más se
necesitaban.
Incluso
antes de la crisis, los pobres de Estados Unidos vivían al borde del abismo;
pero con la Gran Recesión, empezó a ocurrir lo mismo, cada vez en mayor medida,
también con la clase media. Las historias personales de la crisis están
cuajadas de tragedias: el impago de un plazo de la hipoteca se agiganta hasta
provocar la pérdida de la vivienda; la pérdida de la vivienda produce la
pérdida de empleos y acaba en la destrucción de las familias [57]. Para esas
familias, una sacudida puede ser asumible; la segunda no lo es. Teniendo en
cuenta que aproximadamente cincuenta millones de estadounidenses carecen de
seguro médico, una enfermedad puede colocar a toda una familia al borde del
abismo [58]; una segunda enfermedad, la pérdida de un trabajo, o un accidente
de automóvil pueden empujarla al vacío. De hecho, los últimos estudios han
revelado que, con gran diferencia, la mayor parte de las bancarrotas personales
están asociadas con la enfermedad de un miembro de la familia [59]
Para
ilustrar cómo incluso pequeños cambios en los programas de protección social
pueden tener importantes efectos en las familias pobres, volvamos a nuestra
familia, que tenía 2.840 dólares para gastos al año. A medida que la recesión
se prolongaba, muchos estados recortaron las ayudas para guarderías. En el
estado de Washington, por ejemplo, el coste mensual medio de una guardería para
dos niños es de 1.433 dólares [60]. Incluso si el otro progenitor de nuestra
familia consiguiera un trabajo con un sueldo similar, sin ayudas públicas
seguirían sin poder permitirse una guardería.
Un mercado de trabajo
sin red de seguridad
Pero
las dificultades a las que tuvieron que hacer frente quienes perdieron su
empleo y no consiguieron otro fueron aún mayores. Los trabajos a tiempo
completo disminuyeron en 8,7 millones entre noviembre de 2007 y noviembre de
2011[61], un periodo durante el que normalmente se habrían incorporado a la
población activa otros 7 millones más de personas —un aumento del déficit real
de puestos de trabajo de más de 15 millones—. Millones de personas que no
consiguieron encontrar trabajo tras buscar y buscar renunciaron a hacerlo y
abandonaron la población activa; los jóvenes decidieron seguir en la
universidad, ya que las perspectivas de empleo, incluso para los licenciados
universitarios, parecían desoladoras. Los trabajadores «que faltan» han dado
lugar a que las estadísticas oficiales de desempleo (que a principios de 2012
apuntaban a que la tasa de paro era «solo» del 8,3 por ciento) presentaran un
cuadro excesivamente optimista del estado del mercado de trabajo.
Nuestro
sistema de seguro de desempleo, uno de los menos generosos del mundo
industrializado avanzado, simplemente no estaba a la altura de proporcionar una
ayuda adecuada a quienes perdían sus trabajos [62]. Normalmente, la prestación
dura solo seis meses. Antes de la crisis, un mercado de trabajo dinámico con pleno
empleo implicaba que la mayoría de la gente que quería un empleo conseguía
encontrar uno en un breve plazo de tiempo, aunque este no estuviera a la altura
de sus expectativas o de su cualificación. Pero eso ya no es válido en la Gran
Recesión. Casi la mitad de los desempleados eran parados de larga duración.
El
plazo de idoneidad para percibir el seguro de desempleo se prorrogó (cómo no,
tras un durísimo debate en el Congreso) [63], pero, aun así, millones de
personas siguen desempleadas cuando se acaba la prestación [64]. A medida que
la recesión y la debilidad del mercado de trabajo se prolongaban hasta 2010,
iba surgiendo un nuevo segmento en nuestra sociedad, los «99eros» —quienes
llevaban en el paro más de 99 semanas— y hasta en los mejores estados, incluso
con ayuda federal, se quedaban en la calle. Buscaban un empleo, pero
sencillamente no había suficientes puestos de trabajo. Había cuatro personas en
busca de trabajo por cada empleo [65]. Y teniendo en cuenta la cantidad de
capital político que hubo que dilapidar para prorrogar el seguro de desempleo
hasta 52, 72 o 99 semanas, pocos políticos se atrevían siquiera a proponer algo
con la situación de los 99eros [66].
Una
encuesta del New York Times de finales de 2011 ponía de manifiesto el alcance
de las carencias de nuestro sistema de seguro de desempleo [67]. En aquel
momento, tan solo el 38 por ciento de los desempleados estaba recibiendo una
prestación por desempleo, y aproximadamente el 44 por ciento nunca había
recibido ningún tipo de prestación. De los que estaban recibiendo ayuda, el 70
por ciento pensaba que era muy probable o bastante probable que esta se agotara
antes de que ellos encontraran trabajo. Para tres cuartas partes de los que
recibían ayuda, las prestaciones eran mucho menores que sus anteriores
ingresos. No es de extrañar que más de la mitad de los parados hubiera
experimentado problemas emocionales o de salud como consecuencia de no tener un
empleo, pero no tenían acceso a un tratamiento, ya que más de la mitad de los
desempleados no tenía cobertura de un seguro médico.
Muchos
de los desempleados de mediana edad no veían ninguna perspectiva de volver a
encontrar jamás otro trabajo. Para los mayores de cuarenta y cinco años, la
duración media del desempleo ya está aproximándose a un año [68]. La única nota
positiva del estudio era la respuesta optimista en el sentido de que, en
conjunto, el 70 por ciento pensaba que era muy probable o bastante probable
encontrar trabajo en los doce meses posteriores. Al parecer, el optimismo
estadounidense seguía sobreviviendo.
Antes
de la recesión, parecía que en algunos aspectos Estados Unidos estaba
funcionando mejor que otros países. Aunque puede que los salarios de, digamos,
la zona intermedia, no estuvieran aumentando, por lo menos todo el que quería
trabajar podía conseguirlo. Aquella era la tan cacareada ventaja de los
«mercados de trabajo flexibles». Pero la crisis demostró que incluso esa
ventaja parecía estar desapareciendo, ya que los mercados de trabajo de Estados
Unidos cada vez se parecían más a los de Europa, con un desempleo no solo
elevado, sino de larga duración. Los jóvenes están frustrados, pero sospecho
que, cuando se enteren de lo que presagia la tendencia actual, lo estarán
todavía más: quienes permanecen desempleados durante un largo periodo tienen
unas perspectivas de trabajo durante toda su vida menores que los que, con una
cualificación similar, han tenido más suerte en el mercado laboral. Incluso
cuando consigan un empleo, será con un salario más bajo que el de otros trabajadores
con una cualificación parecida. De hecho, la mala suerte de haberse incorporado
a la población activa durante un año de mucho paro se manifiesta en los
ingresos de esos individuos durante toda su vida [69].
La
inseguridad económica
Es
fácil comprender la inseguridad creciente que sienten muchos estadounidenses.
Incluso los empleados saben que sus puestos de trabajo están en peligro y que,
con el elevado nivel de desempleo y el escaso nivel de protección social, sus
vidas podrían dar un repentino giro a peor. La pérdida de un empleo
significaría perder el seguro médico y, tal vez, incluso perder su casa.
Quienes
tienen un trabajo aparentemente seguro se enfrentan a una jubilación incierta,
ya que en los últimos años, Estados Unidos ha cambiado la forma de gestionar
las pensiones. Antes, la mayoría de las prestaciones por jubilación se
encuadraban dentro de planes de jubilación con prestación definida, donde los
individuos podían estar seguros de lo que recibirían cuando se jubilaran, y
donde las grandes empresas asumían el riesgo de las fluctuaciones de la Bolsa.
Pero ahora la mayoría de trabajadores tiene planes de contribución definida,
donde se deja en manos del individuo la responsabilidad de gestionar sus
cuentas de jubilación —y de asumir el riesgo de las fluctuaciones de la Bolsa y
la inflación—. Hay un peligro evidente: si el individuo hizo caso a los
analistas financieros y puso su dinero en la Bolsa, se llevaría un batacazo en
2008.
Así
pues, la Gran Recesión ha supuesto un triple varapalo para muchos
estadounidenses: tanto sus empleos, como los ingresos de su jubilación y sus
hogares se han puesto en peligro. La burbuja inmobiliaria había aportado un
indulto temporal de las consecuencias que se habrían derivado de la disminución
de los ingresos. Los estadounidenses podían, y así lo hicieron, gastar más allá
de sus ingresos mientras se esforzaban por mantener su nivel de vida. De hecho,
a mediados de la década de 2000, antes de la llegada de la Gran Recesión, los
integrantes del 80 por ciento inferior estaban gastando aproximadamente el 110
por ciento de sus ingresos [70]. Ahora que la burbuja ha estallado, esos
estadounidenses no solo tendrán que vivir dentro de los límites de sus
ingresos; muchos de ellos tendrán que vivir por debajo de sus ingresos para
poder devolver un montón de deudas. Más de un 20 por ciento de las personas que
tienen una hipoteca están «bajo el agua» (underwater), es decir, deben más
dinero de lo que vale su casa [71]. La casa, en vez de ser la hucha para pagar
la jubilación o la educación universitaria de un hijo, se ha convertido en una
carga. Y muchas personas corren el riesgo de perder sus hogares —y muchas ya
los han perdido—. Los millones de personas que señalábamos que han perdido su
casa desde el estallido de la burbuja inmobiliaria no solo perdieron el techo
que los cobijaba, sino también gran parte de los ahorros de toda su vida [72].
Entre
las pérdidas en los planes de jubilación y los 6,5 billones de dólares de
pérdidas en el valor de las viviendas [73], a los estadounidenses corrientes la
crisis les ha golpeado con fuerza, y a los más pobres, que empezaban a atisbar
el sueño americano —o eso pensaban ellos cuando se compraron una casa y vieron
cómo aumentaba el valor de su vivienda con la burbuja—, les ha ido especialmente
mal. Entre 2005 y 2009, una familia típica afroamericana ha perdido el 53 por
ciento de su patrimonio —lo que deja sus activos en tan solo un 5 por ciento de
los de una familia blanca media— y la familia hispana media ha perdido el 66
por ciento de su patrimonio. E incluso el valor neto de la familia blanca
estadounidense típica se redujo sustancialmente, hasta los 113.149 dólares en
2009, una pérdida de patrimonio del 16 por ciento respecto a 2005 [74].
Un nivel de vida en
declive
Las
medidas de los ingresos en las que nos hemos centrado hasta ahora, aun siendo
funestas, no reflejan plenamente el declive del nivel de vida de la mayoría de
los estadounidenses. La mayor parte de la gente se enfrenta no solo a la
inseguridad económica, sino también a la inseguridad sanitaria y, en algunos
casos, incluso a la inseguridad física. El programa de asistencia sanitaria del
presidente Obama estaba diseñado para ampliar la cobertura, pero la Gran
Recesión y el rigor presupuestario que vino a continuación han dado lugar a una
oscilación en dirección contraria. Los programas de Medicaid, de los que
dependen los pobres, han sufrido recortes.
La
falta de seguro médico es uno de los factores que contribuyen a una salud peor,
sobre todo entre los pobres. La esperanza de vida en Estados Unidos es de 78
años, menor que los 83 años de Japón, o los 82 años de Australia o Israel.
Según el Banco Mundial, en 2009 Estados Unidos ocupaba el cuadragésimo lugar en
absoluto, justo por debajo de Cuba [75]. La mortalidad infantil y materna en
Estados Unidos es poco mejor que en algunos países en vías de desarrollo; en el
caso de la mortalidad infantil, es peor que la de Cuba, Bielorrusia y Malasia,
por mencionar unos pocos [76]. Y esos deficientes indicadores sanitarios son,
en gran medida, un reflejo de las sombrías estadísticas relativas a los pobres
de Estados Unidos. Por ejemplo, en Estados Unidos, los pobres tienen una
esperanza de vida casi un 10 por ciento menor que la de los de arriba [77].
Anteriormente
señalábamos que los ingresos de un hombre trabajador típico a tiempo completo
se habían estancado durante un tercio de siglo, y que los ingresos de quienes
no han ido a la universidad han disminuido. Para evitar que los ingresos
disminuyan todavía más de lo que lo han hecho, las horas de trabajo de las
familias han aumentado, sobre todo porque hay más mujeres que se han
incorporado a la población activa junto con sus maridos. Nuestras estadísticas
de ingresos no tienen en cuenta ni la pérdida de tiempo de ocio ni su
repercusión en la calidad de la vida familiar.
El
declive en el nivel de vida también se manifiesta en los cambios en las pautas
sociales, así como en los fríos datos económicos. Un número cada vez mayor de
adultos jóvenes vive con sus padres: aproximadamente un 19 por ciento de
hombres de entre 25 y 34 años de edad, lo que supone un aumento frente al 14
por ciento de una fecha tan reciente como 2005. Para las mujeres en ese mismo
grupo de edad, el aumento fue desde el 8 por ciento hasta el 10 por ciento [78].
Estos jóvenes, a los que a veces se denomina la «generación bumerán», se ven
obligados a quedarse en casa, o a volver a su hogar después de terminar sus
estudios, porque no pueden permitirse vivir de forma independiente. Incluso una
costumbre como el matrimonio se está viendo afectada, por lo menos por el
momento, por la falta de ingresos y de seguridad. En tan solo un año (2010), el
número de parejas que vivían juntas sin estar casadas aumentó en un 13 por
ciento [79].
Las
consecuencias de una pobreza generalizada y persistente y de una inversión
insuficiente a largo plazo en educación pública y en otros gastos sociales
también son evidentes en otros indicadores que apuntan a que nuestra sociedad
no está funcionando como debería: un elevado nivel de delincuencia y una mayor
proporción de población reclusa[80]. Aunque las estadísticas de delitos
violentos son mejores que en su punto álgido (en 1991)[81], siguen siendo
elevadas, mucho peores que en otros países industrializados avanzados, y ello
supone unos enormes costes económicos y sociales para nuestra sociedad. Los
residentes de muchos barrios pobres (y no tan pobres) siguen teniendo miedo a
sufrir una agresión física. Sale muy caro mantener a 2,3 millones de personas
en la cárcel. La tasa de encarcelamiento de 730 por cada 100.000 personas
(equivalente a 1 de cada 100 adultos) es la más alta del mundo, y
aproximadamente entre nueve y diez veces mayor que la de muchos países europeos
[82]. Algunos estados se gastan en sus instituciones penitenciarias tanto como
en sus universidades [83].
Ese
tipo de gastos no son el sello distintivo del buen funcionamiento de una
economía y de una sociedad. El dinero que se gasta en «seguridad» —en proteger
las vidas y los bienes— no contribuye al bienestar; simplemente impide que las cosas
empeoren. Sin embargo, consideramos esos desembolsos como una parte del
producto interior bruto (PIB) del país, tanto como cualquier otro gasto. Si la
creciente desigualdad de Estados Unidos da lugar a un mayor gasto para prevenir
la delincuencia, eso se reflejará como un aumento en el PIB, pero nadie debería
confundirlo con un aumento en el bienestar [84].
La
reclusión distorsiona incluso nuestras estadísticas de desempleo. Las personas
que están en la cárcel son en su inmensa mayoría gente con pocos estudios y
proceden de grupos que, por lo demás, padecen una alta tasa de desempleo. Es
sumamente probable que, si no estuvieran encarceladas, esas personas formaran
parte de las ya de por sí abultadas filas de los desempleados. Desde ese punto
de vista, la verdadera tasa de desempleo de Estados Unidos sería peor, y no
parecería tan favorable al compararla con la de Europa; si se contabilizara
toda la población reclusa, casi 2,3 millones, la tasa de paro estaría muy por
encima del 9 por ciento [85].
La pobreza
La
Gran Recesión hizo la vida más difícil para la menguante clase media
estadounidense. Pero fue especialmente dura para los de abajo, como reflejan
los datos que he presentado anteriormente de una familia que intentara
sobrevivir con un salario ligeramente superior al salario mínimo.
Un
número cada vez mayor de estadounidenses apenas es capaz de cubrir sus
necesidades básicas. Se dice que ese tipo de individuos está en situación de
pobreza. La proporción de personas que estaban en esta situación [86] era del
15,1 por ciento en 2010, frente al 12,5 por ciento de 2007. Y nuestro análisis
de apartados anteriores debería haber dejado claro lo bajo que es el nivel de
vida de quienes están en ese umbral. En lo más bajo del todo, para 2011, el
número de familias estadounidenses en situación de pobreza extrema —los que
viven con dos dólares al día por persona o menos, que es la medida de la
pobreza que utiliza el Banco Mundial para los países en vías de desarrollo— se
había duplicado respecto a 1996, hasta alcanzar 1,5 millones de familias [87].
La «brecha de la pobreza», que es la medida porcentual en que los ingresos
medios de los pobres de un país están por debajo del umbral oficial de la
pobreza, es otra estadística reveladora. Con un 37 por ciento, Estados Unidos
es uno de los países peor situados en la clasificación de la Organización para
la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el «club» de los países más
desarrollados, y figura en la misma liga que España (40 por ciento), México
(38,5 por ciento) y Corea del Sur (36,6 por ciento) [88].
La
magnitud de la pobreza queda de manifiesto por la proporción de estadounidenses
que dependen del gobierno para cubrir sus necesidades básicas de alimentos (uno
de cada siete); y aun así, muchísimos estadounidenses se acuestan con hambre
por lo menos una vez al mes, no porque estén a dieta, sino porque no pueden
permitirse comprar comida [89].
La
medición de la pobreza —al igual que la medición de los ingresos— resulta
difícil y no está exenta de controversias. Hasta 2011, los indicadores estándar
de la pobreza se centraban en los ingresos, sin tener en cuenta los efectos de
los programas del gobierno, y esas son las cifras que hemos dado anteriormente.
Así sería la vida en ausencia de las redes de seguridad del gobierno. No es de
extrañar que los programas del gobierno sí cuenten. Y cuentan sobre todo
durante las crisis económicas. Muchos de los programas, como el seguro de
desempleo, proporcionan únicamente ayuda a corto plazo. Están dirigidos a
quienes afrontan dificultades transitorias. Con la reforma del sistema de
asistencia social de 1996 (Ley de Conciliación de la Responsabilidad Personal y
las Oportunidades de Empleo), también los pagos asistenciales pasaron a tener
un límite en el tiempo (en general, los fondos federales están limitados, a lo
sumo, a cinco años).
Al
analizar esos programas, y al examinar simultáneamente con más atención las
diferentes necesidades de los distintos grupos de la sociedad —quienes
pertenecen al sector rural tienen que hacer frente a unos menores costes de la
vivienda; las personas mayores tienen que afrontar mayores costes sanitarios—,
se obtiene un cuadro con más matices de la pobreza, donde hay menos pobres
rurales, más pobres urbanos, menos niños pobres y más ancianos pobres que con
las medidas más antiguas, que no tenían en cuenta las diferentes circunstancias
de los distintos grupos de pobres. A la luz de esta nueva medida (y también de
las antiguas), la cifra de personas en situación de pobreza ha ido aumentando
muy deprisa, aproximadamente en un 6 por ciento tan solo entre 2009 y 2010, y
el número de personas en situación de pobreza según la nueva medida es aún
mayor que en virtud de la antigua, de modo que casi uno de cada seis
estadounidenses está actualmente en situación de pobreza [90].
Puede
que sea cierto que «siempre tendréis pobres con vosotros» (6), pero eso no
significa que tenga que haber tantos pobres, o que tengan que sufrir tanto.
Disponemos de la riqueza y de los recursos necesarios para eliminar la pobreza:
la Seguridad Social y Medicare casi han eliminado la pobreza entre la tercera
edad [91]. Y hay otros países, que no son tan ricos como Estados Unidos, que
han tenido más éxito a la hora de reducir la pobreza y la desigualdad.
Resulta
particularmente alarmante que hoy en día casi una cuarta parte de todos los
niños viva en la pobreza[92]. No hacer nada para paliar su situación es una
decisión política que tendrá consecuencias a largo plazo para nuestro país.
IGUALDAD DE OPORTUNIDAD
Creer
en la equidad básica de Estados Unidos, estar convencidos de que vivimos en un
país de igualdad de oportunidades contribuye a cohesionarnos. Por lo menos ese
es el mito estadounidense, elocuente y duradero. Pero, cada vez en mayor
medida, no es más que eso: un mito. Por supuesto, hay excepciones, pero para
los economistas y los sociólogos lo que cuenta no son unas cuantas historias de
éxito, sino lo que le ocurre a la mayoría de los que están abajo y en medio.
¿Cuáles son sus posibilidades de llegar, digamos, a lo más alto? ¿Cuál es la
probabilidad de que sus hijos no vivan mejor que ellos? Si Estados Unidos fuera
realmente un país de igualdad de oportunidades, las probabilidades vitales de
tener éxito —de, pongamos, acabar en el 10 por ciento superior— de una persona
que haya nacido en una familia pobre o con escaso nivel de estudios, serían las
mismas que las de alguien que haya nacido en una familia rica, con elevado
nivel de estudios y con buenos contactos. Pero, sencillamente, las cosas no son
así, y hay bastantes indicios de que lo son cada vez menos [93]. De hecho,
según el Proyecto de Movilidad Económica, «hay una relación más fuerte entre el
nivel de estudios y los resultados económicos, educativos y socio-emocionales
de los hijos» en Estados Unidos que en cualquier otro de los países estudiados,
incluidos los de la «vieja Europa» (Reino Unido, Francia, Alemania e Italia),
otros países de lengua inglesa (Canadá y Australia) y los países nórdicos como
Suecia, Finlandia y Dinamarca, donde cabía esperar más ese tipo de resultados [94].
Varios estudios adicionales han corroborado esas conclusiones [95].
Ese
declive de la igualdad de oportunidades ha ido de la mano de nuestra creciente
desigualdad. De hecho, se ha observado esa misma pauta en otros países —los
países con más desigualdad sistemáticamente tienen una menor igualdad de
oportunidades—. La desigualdad se mantiene [96]. Pero lo que resulta
especialmente alarmante de esa relación es lo que augura para el futuro del
país: el aumento de la desigualdad durante los últimos años sugiere que, en el
futuro, el nivel de igualdad de oportunidades se reducirá y que aumentará el
nivel de desigualdad, a menos que hagamos algo. Significa que en 2053 Estados
Unidos será una sociedad mucho más dividida incluso que en 2013. Todos los problemas
sociales, políticos y económicos que surgen de la desigualdad, y que vamos a
examinar en los capítulos siguientes, serán mucho peores.
Los
resultados que ofrece Estados Unidos son especialmente malos en la parte más
alta y en la parte más baja: quienes están muy abajo tienen bastantes
probabilidades de permanecer allí, igual que los de muy arriba, y en una medida
mucho mayor que en otros países. Con una plena igualdad de oportunidades, un 20
por ciento de los que están en la quinta parte inferior verán cómo sus hijos
permanecen en la quinta parte inferior. Dinamarca casi lo consigue —hay un 25
por ciento atascado en ese nivel—. El Reino Unido, con una supuesta mala fama
por sus divisiones de clase, tiene un comportamiento tan solo un poco peor (un 30
por ciento). Eso significa que la gente de abajo tiene una probabilidad del 70
por ciento de ascender. Sin embargo, la probabilidad de ascender en Estados
Unidos es sensiblemente menor (solo un 58 por ciento de los niños que nacen en
el grupo inferior consiguen ascender) [97], y cuando lo consiguen, suelen
ascender muy poco. Casi dos tercios de los que están en el 20 por ciento
inferior tienen hijos que están en el 40 por ciento inferior —un 50 por ciento
más de lo que ocurriría con una total igualdad de oportunidades— [98]. Así
pues, de la misma forma, con una plena igualdad de oportunidades, un 20 por
ciento de los de abajo conseguiría ascender hasta la quinta parte más alta.
Ningún país se aproxima siquiera a conseguir esa meta, pero una vez más, Dinamarca
(con un 14 por ciento) y el Reino Unido (con un 12 por ciento) se comportan
mucho mejor que Estados Unidos, con tan solo un 8 por ciento. Del mismo modo,
una vez que alguien llega a lo más alto en Estados Unidos, es más probable que
se quede [99].
Hay
muchas otras formas de resumir la desfavorable situación de los pobres. El
periodista Jonathan Chait ha llamado la atención sobre dos de las estadísticas
más reveladoras del Proyecto de Movilidad Económica y de las investigaciones
realizadas por el Instituto de Política Económica [100]:
•
Los niños pobres que tienen éxito en sus estudios tienen menos probabilidades
de licenciarse en una universidad que los niños más ricos que tienen peor
rendimiento escolar [101].
•
Aunque consigan una licenciatura universitaria, los hijos de los pobres siguen
siendo más pobres que los hijos de los ricos con menos estudios [102].
Nada
de esto es de extrañar: la educación es una de las claves del éxito; en lo más
alto, el país les da a sus élites una educación comparable con las mejores del
mundo. Pero el estadounidense medio solo recibe una educación media —y en
matemáticas, que es la clave del éxito en muchas áreas de la vida moderna, su
nivel es mediocre—. Esto contrasta con China (Shanghái y Hong Kong), Corea del
Sur, Finlandia, Singapur, Canadá, Nueva Zelanda, Japón, Australia, Países Bajos
y Bélgica, que tienen un rendimiento sensiblemente por encima de la media en
todos los tests (lectura y matemáticas) [103].
Un
crudo reflejo de la desigualdad de oportunidades en la educación de nuestra
sociedad es la composición de los estudiantes en las universidades más selectas
de Estados Unidos. Tan solo un 9 por ciento aproximadamente procede de la mitad
inferior de la población, mientras que el 74 por ciento procede de la cuarta parte
más alta [104].
Hasta
ahora hemos compuesto un cuadro de una economía y una sociedad cada vez más
divididas. Se advierte no solo en los datos de ingresos, sino también en
sanidad, educación, criminalidad —de hecho, en cualquier medida de sus prestaciones—.
Aunque las desigualdades en los ingresos y el nivel de estudios de los padres
se traducen directamente en desigualdades en las oportunidades para la
educación de los hijos, la desigualdad de oportunidades empieza incluso antes
de la escolarización —en las condiciones que tienen que afrontar los pobres
inmediatamente antes y después del nacimiento, en las diferencias en la
alimentación y en la exposición a agentes contaminantes medioambientales que
pueden tener efectos para toda la vida— [105]. A los que nacen en la pobreza
les resulta tan difícil huir de ella que los economistas se refieren a esa
situación con el término «trampa de la pobreza» [106].
Aunque
los datos demuestren lo contrario, los estadounidenses siguen creyendo en el
mito de la igualdad de oportunidades. Una encuesta de opinión pública realizada
por la Pew Foundation revelaba que «casi 7 de cada 10 estadounidenses ya había
alcanzado, o esperaba alcanzar, el sueño americano en algún momento de su vida»
[107]. Incluso como mito, la creencia de que todo el mundo tenía una
oportunidad justa tenía su utilidad: motivaba a la gente a trabajar duro.
Parecía que todos estábamos en el mismo barco; aunque algunos estuvieran, por
el momento, viajando en primera clase, mientras que otros permanecían en la
bodega. Cabía la posibilidad de que en la siguiente singladura las posiciones
se invirtieran. Esa creencia hizo posible que Estados Unidos evitara muchas de
las divisiones y las tensiones de clase que caracterizaban a algunos países
europeos. Del mismo modo, a medida que la gente se da cuenta de la realidad, a
medida que la mayoría de estadounidenses por fin entiende que el juego
económico está amañado en su contra, todo eso corre peligro. La alienación ha
empezado a sustituir a la motivación. En vez de cohesión social ahora tenemos
una nueva tendencia a la división.
UN EXAMEN MÁS
DETALLADO DE LA PARTE ALTA:
SE LLEVA UNA MAYOR PORCIÓN DE LA TARTA
Como
hemos señalado, la creciente desigualdad en nuestra sociedad es visible en la
parte alta, en el medio y en la parte baja. Ya hemos observado lo que está
ocurriendo en la parte de abajo y en la de en medio. Aquí vamos a ver con más
detalle la parte alta.
Si
las familias pobres que lo están pasando mal suscitan nuestra empatía, las de
arriba suscitan cada vez más nuestra indignación. Antes, cuando existía un
amplio consenso social en que los de arriba se habían ganado lo que tenían,
eran objeto de nuestra admiración. No obstante, en esta última crisis, los
directivos de los bancos recibieron unas primas descomunales por unas pérdidas
descomunales; las empresas despedían a los trabajadores alegando que no podían
permitírselos y, posteriormente, utilizaban ese ahorro para incrementar aún más
las bonificaciones a los directivos. La consecuencia fue que la admiración por
la inteligencia de los de arriba se convirtió en enfado por su insensibilidad.
Las
cifras de la retribución de los directivos de las grandes empresas — incluidos
los que provocaron la crisis— son elocuentes. Anteriormente hemos descrito la
enorme brecha que existe entre el salario del máximo directivo y el del
trabajador típico—es más de 200 veces mayor—, una cifra sensiblemente más alta
que en otros países (en Japón, por ejemplo, el ratio correspondiente es de 16 a
1) [108], e incluso notablemente más alta que en Estados Unidos hace un cuarto
de siglo [109]. El antiguo ratio de 30 a 1 para Estados Unidos ahora resulta
pintoresco, en comparación con el actual. Resulta poco menos que increíble que
durante ese periodo los máximos directivos, como grupo, hayan incrementado
tanto su productividad respecto al trabajador medio que pueda estar justificado
un factor superior a 200. En efecto, los datos disponibles acerca del éxito de
las empresas estadounidenses no avalan ese punto de vista [110]. Y lo que es
peor, hemos dado un mal ejemplo, ya que los directivos de otros países de todo
el mundo imitan a sus colegas estadounidenses. La High Pay Commission del Reino
Unido informaba que la retribución de los directivos de las grandes compañías
se está aproximando a los niveles de desigualdad respecto al resto de la
sociedad que existían en la época victoriana (aunque actualmente la diferencia
solo es tan abismal como en la década de 1920) [111]. En palabras de dicho
informe: «Una retribución justa dentro de las empresas es importante; afecta a
la productividad, al compromiso y a la confianza de los empleados en nuestras
compañías. Además, las retribuciones en las empresas que cotizan en Bolsa
sientan un precedente, y cuando dichas retribuciones manifiestamente no están
vinculadas al rendimiento, o recompensan los fracasos, envían un mensaje
equivocado y son un claro síntoma de un fallo en el mercado» [112].
COMPARACIONES
INTERNACIONALES
Si
echamos un vistazo al mundo, Estados Unidos no solo tiene el nivel más alto de
desigualdad entre los países industrializados avanzados, sino que el nivel de
su desigualdad está aumentando en términos absolutos respecto a otros países.
Estados Unidos era el país más desigual de todos los países industrializados
avanzados a mediados de los años ochenta y ha mantenido esa posición [113]. De
hecho, la distancia entre Estados Unidos y muchos otros países ha aumentado:
desde mediados de los años ochenta, en Francia, en Hungría y en Bélgica no se
ha producido un aumento significativo de la desigualdad, mientras que,
realmente, en Turquía y en Grecia se ha producido una reducción de la
desigualdad. En este momento nos aproximamos al nivel de desigualdad que
caracteriza a las sociedades disfuncionales —se trata de un club al que
claramente no querríamos pertenecer, y que incluye a Irán, Jamaica, Uganda y
Filipinas— [114].
Dado
que tenemos tanta desigualdad, y dado que esta va en aumento, lo que está
ocurriendo con la renta (o el PIB) per cápita no nos dice mucho acerca de lo
que está viviendo el estadounidense típico. Si los ingresos de Bill Gates y de
Warren Buffett aumentan, la renta media de Estados Unidos también aumenta.
Resulta más significativo lo que está ocurriendo con la mediana de la renta,
los ingresos de la familia que está en el medio, que, como hemos visto, se han
estancado, o han disminuido, en los últimos años.
El
PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) ha desarrollado una
medida estándar de «desarrollo humano», que agrega distintos indicadores de
renta, sanidad y educación. A continuación ajusta esas cifras para que reflejen
la desigualdad. Antes del ajuste por desigualdad, los datos de 2011 para
Estados Unidos parecían razonablemente buenos —estaba en cuarto lugar, detrás
de Noruega, Australia y los Países Bajos—. Pero una vez que se tiene en cuenta
la desigualdad, Estados Unidos ocupa el vigésimo tercer lugar, detrás de todos
los países europeos. La diferencia entre la clasificación con y sin desigualdad
era la máxima de entre todos los países industrializados avanzados [115]. Todos
los países escandinavos ocupan un lugar más alto que Estados Unidos en esa
clasificación, y todos ellos proporcionan a sus ciudadanos no solo educación,
sino atención sanitaria universal. El mantra oficial en Estados Unidos alega
que los impuestos que se requieren para financiar esas prestaciones ahogan el
crecimiento. Todo lo contrario. Por ejemplo, en el periodo que va de 2000 a
2010, Suecia, que tiene unos elevados impuestos, creció mucho más deprisa que
Estados Unidos —las tasas medias de crecimiento de ese país superan las de
Estados Unidos—, un 2,31 por ciento anual frente a un 1,85 por ciento [116].
Como
me dijo un antiguo ministro de Economía de uno de aquellos países, «Hemos
crecido tan deprisa y nos ha ido tan bien porque teníamos unos impuestos
altos». Por supuesto, lo que quería decir no era que los impuestos provocaran
por sí solos un mayor crecimiento, sino que los impuestos financiaban gastos
públicos — inversiones en educación, tecnología e infraestructuras— y el gasto público
era lo que había sustentado el elevado crecimiento —lo que compensaba con
creces cualesquiera efectos adversos de unos impuestos más altos—.
El coeficiente de Gini
Un
indicador estándar de la desigualdad es el coeficiente de Gini. Si los ingresos
se repartieran en proporción a la población —si el 10 por ciento inferior de la
población recibiera aproximadamente el 10 por ciento de los ingresos, si el 20
por ciento inferior de la población recibiera el 20 por ciento, etcétera—, el
coeficiente de Gini sería igual a 0. No habría desigualdad. Por otra parte, si
todos los ingresos fueran a parar a la persona situada en lo más alto, el
coeficiente de Gini sería igual a 1, es decir que habría una desigualdad
«perfecta», en cierto sentido. Las sociedades con mayor igualdad tienen unos
coeficientes de Gini de 0,3 o menos. Entre ellas están Suecia, Noruega y
Alemania [117]. Las sociedades más desiguales tienen unos coeficientes de Gini
de 0,5 o más. Entre ellas están algunos países de África (donde destaca Suráfrica,
con su historia de absurda desigualdad racial) y de Latinoamérica —que durante
mucho tiempo se ha caracterizado por sus sociedades y sus instituciones
políticas divididas (y a menudo disfuncionales)— [118]. Estados Unidos no ha
ingresado todavía en ese «selecto» grupo, pero va muy bien encaminado. En 1980,
nuestro coeficiente de Gini rozaba el 0,4; hoy en día es del 0,47 [119]. Según
los datos de Naciones Unidas, tenemos una desigualdad ligeramente mayor que
Irán y que Turquía [120], y mucha menos igualdad que cualquier país de la Unión
Europea [121].
Concluimos
esta comparativa internacional volviendo sobre un motivo que ya hemos
mencionado anteriormente: los indicadores de desigualdad de ingresos no captan
plenamente los aspectos esenciales de la desigualdad. Es posible que la
desigualdad de Estados Unidos sea, en realidad, mucho peor de lo que sugieren
esas cifras. En otros países industrializados avanzados, las familias no tienen
que preocuparse por cómo van a pagar la factura del médico, o por si van a
tener suficiente dinero para pagar la asistencia sanitaria de sus padres. El
acceso a una atención sanitaria digna se considera un derecho humano básico. En
otros países, perder el trabajo es algo grave, pero por lo menos existe una red
de seguridad mejor. En ningún otro país hay tantas personas preocupadas por la
posibilidad de perder su vivienda. Para los estadounidenses de abajo y de en
medio, la inseguridad económica se ha convertido en una realidad cotidiana. Es
real, es importante, pero no está reflejada en esos indicadores. Si lo
estuviera, las comparaciones internacionales dejarían en un lugar todavía peor
lo que ha venido ocurriendo en Estados Unidos.
COMENTARIOS FINALES
Durante
los años anteriores a la crisis, muchos europeos veían a Estados Unidos como un
modelo y se preguntaban cómo podrían reformar su economía para conseguir que
tuviera un rendimiento tan bueno como la estadounidense. Europa también tiene
sus problemas, provocados principalmente por el hecho de que los países se
unieron a fin de crear una unión monetaria sin tomar las oportunas medidas
políticas e institucionales para que esa unión funcionara, y van a tener que
pagar un elevado precio por ese fracaso. Pero aparte de eso, los países
europeos (y la gente de otros países de todo el mundo) ahora saben que el PIB
per cápita no proporciona una buena imagen de lo que le está ocurriendo a la
mayoría de los ciudadanos de una sociedad —y por consiguiente, en un aspecto
fundamental, de lo bien que está funcionando la economía—. El PIB per cápita
les indujo a pensar distorsionando el cuadro general.
El
éxito de una economía únicamente puede evaluarse examinando lo que ocurre con
el nivel de vida —en sentido amplio— de la mayoría de ciudadanos durante un
largo erróneamente que Estados Unidos funcionaba bien. Ahora ya no es así. Por
supuesto, los economistas que miraban bajo la superficie ya sabían en 2008 que
el crecimiento de Estados Unidos, basado en el endeudamiento, no era
sostenible; y aunque parecía que todo iba bien, los ingresos de la mayoría de
los estadounidenses estaban disminuyendo, aunque las descomunales ganancias de
los de arriba estuvieran periodo. En esos términos, la economía de Estados
Unidos no ha tenido un buen rendimiento, y lleva sin tenerlo por lo menos un
tercio de siglo. Aunque ha conseguido aumentar el PIB per cápita en un 75 por
ciento entre 1980 y 2010[122], la mayoría de los varones trabajadores a tiempo
completo han visto disminuir sus ingresos, como ya hemos apuntado. Para esos
trabajadores, la economía estadounidense no está logrando traer consigo el
aumento del nivel de vida que esperaban. No es que la maquinaria económica
estadounidense haya perdido su capacidad de producir. Es que la forma en que se
ha gestionado la maquinaria económica estadounidense le ha otorgado los
beneficios de ese crecimiento a una minoría cada vez más reducida en la parte
más alta de la sociedad, e incluso se ha llevado una parte de lo que
anteriormente iba a parar a la parte inferior.
Este
capítulo ha ilustrado una serie de hechos crudos e incómodos sobre la economía
estadounidense:
(a)
El crecimiento de los ingresos en Estados Unidos en los últimos años se produce
principalmente en el 1 por ciento más alto de la distribución de los ingresos.
(b)
Como consecuencia de lo anterior, existe una desigualdad creciente.
(c)
Y los que están en la parte inferior y en la parte media en realidad están peor
económicamente que a principios de siglo.
(d)
Las desigualdades en el patrimonio son aún mayores que las desigualdades en los
ingresos.
(e)
Las desigualdades son evidentes no solo en los ingresos, sino en diversas
variables que reflejan la calidad de vida, como la inseguridad y la sanidad.
(f)
La vida es especialmente difícil en la parte más baja, y la recesión ha provocado
que sea mucho más dura.
(g)
Se ha producido un vaciamiento de la clase media.
(h)
Existe muy poca movilidad de ingresos —el concepto de que Estados Unidos es una
tierra de oportunidades es un mito—.
(i)
Y Estados Unidos tiene más desigualdad que cualquier otro país industrializado
avanzado, hace menos por corregir esas diferencias y la desigualdad está
aumentando más que en muchos otros países.
A
la derecha estadounidense le resultan inconvenientes los hechos que se
describen en este capítulo. Nuestro análisis desmiente algunos de sus mitos más
queridos, que a la derecha le gustaría propagar: que Estados Unidos es un país
de oportunidades, que la mayoría de la gente se ha beneficiado de la economía
de mercado, sobre todo en el periodo que empezó cuando el presidente Ronald Reagan
desreguló la economía y redujo el tamaño del gobierno. A muchos miembros de la
derecha les gustaría negar los hechos, pero la avalancha de datos lo convierte
en una tarea difícil. Lo que por encima de todo no pueden negar es que a los
que están abajo y a los de en medio les va bastante mal, y que los que están
arriba se están llevando una porción cada vez mayor de los ingresos del país
—mayor hasta el punto de que lo que queda para los demás ha disminuido; y de
forma tal que las posibilidades de que los que están abajo o en medio consigan
llegar a lo más alto son mucho menores que la probabilidad de que los que están
arriba sigan allí—. Y la derecha realmente tampoco puede negar que el gobierno
puede contribuir a paliar la pobreza —es algo que ha conseguido hacer con una
eficacia especial entre los mayores—. Y eso significa que los recortes en los
programas del gobierno, incluyendo la Seguridad Social, a menos que se diseñen
muy cuidadosamente, muy probablemente incrementarán la pobreza.
Como
respuesta, la derecha ofrece cuatro argumentos. El primero es que en un año
cualquiera, unos acaban en la miseria y otros disfrutan de una gran bonanza. En
realidad, lo que cuenta es la desigualdad a lo largo de toda la vida. Los que
tienen las rentas más bajas, acabarán teniendo, en general, mayores ingresos en
años posteriores, de modo que la desigualdad a lo largo de la vida es menor de
lo que sugieren estos datos. Los economistas han examinado concienzudamente las
diferencias en los ingresos a lo largo de toda la vida y, por desgracia, el
deseo de la derecha no se ajusta a la realidad de hoy en día: la desigualdad a
lo largo de la vida es muy grande, casi tan grande como la desigualdad de
ingresos en cada momento del tiempo, y ha aumentado enormemente en los últimos años
[123].
La
derecha a veces también alega que la pobreza en Estados Unidos no es una
pobreza real. Al fin y al cabo, quienes se hallan en situación de pobreza
disponen de unos servicios de los que no gozan los pobres de otros países.
Tendrían que estar agradecidos de vivir en Estados Unidos. Tienen televisores,
agua corriente, calefacción (casi todo el tiempo) y acceso a colegios
gratuitos. Pero como descubrió un comité de la Academia Nacional de Ciencias
[124], no se puede ignorar la pobreza relativa. Los estándares básicos de
salubridad en las ciudades estadounidenses dieron lugar de forma natural a las
instalaciones de agua corriente. Los televisores chinos baratos implican que
incluso los pobres pueden permitírselos —y, de hecho, incluso en las aldeas
pobres de India y de China, en general hay acceso a la televisión—. En el mundo
actual, eso no es un rasgo distintivo de prosperidad. Pero el hecho de que la
gente pueda disponer de un pequeño televisor realmente no significa que no
tenga que hacer frente a la cruda pobreza, como tampoco significa que estén
participando del sueño americano [125].
El
tercer argumento es poner pegas a las estadísticas. Es posible que algunos
aleguen que se ha sobreestimado la inflación, de modo que tal vez se subestime
el crecimiento de los ingresos. Pero yo me temo que, si acaso, las cifras
subestiman las dificultades que tiene que afrontar una típica familia
estadounidense. Dado que los miembros de la familia trabajan más horas para
mantener su nivel de vida —«por la familia»—, a menudo la vida familiar se
resiente. En un apartado anterior describíamos el creciente nivel de
inseguridad que tienen que soportar los pobres y la clase media de Estados
Unidos —y eso tampoco aparece reflejado en las estadísticas de ingresos—. Lo más
plausible es que la desigualdad real sea mucho mayor de lo que apuntarían los
indicadores de desigualdad de ingresos. De hecho, como hemos señalado
anteriormente, cuando hace poco la Oficina del Censo examinó más cuidadosamente
las estadísticas de pobreza, descubrió que la tasa de pobreza en 2010 aumentó
del 15,2 por ciento al 16 por ciento [126].
El
último argumento de la derecha hace referencia a una justificación económica y
moral de la desigualdad, acompañada de la pretensión de que intentar hacer algo
para paliarla equivaldría sencillamente a «matar a la gallina de los huevos de
oro», y por consiguiente a debilitar de tal manera la economía de Estados
Unidos que incluso los pobres saldrían perdiendo [127]. En palabras de Mitt
Romney, la desigualdad es de esos asuntos de los que habría que hablar discreta
y privadamente [128]. Los pobres, en esta tierra de oportunidades, únicamente
deberían culparse a sí mismos. En los capítulos siguientes afrontaremos todos
estos argumentos. Demostraremos que, en gran medida, no solo no deberíamos
culpar a los pobres por su condición, sino que la pretensión de los de arriba,
en el sentido de que ellos han ganado el dinero que tienen «por sí solos», no
tiene mucha credibilidad. Veremos que los integrantes del 1 por ciento, en su
mayoría, no son los que lograron sus ingresos haciendo grandes aportaciones
sociales, que no son los grandes pensadores que han trasformado nuestra forma
de entender el mundo, ni los grandes innovadores que han transformado nuestra
economía. También explicaremos por qué crear una sociedad más equitativa puede
crear una economía más dinámica.
El
trauma de la Gran Recesión —en la que muchísima gente ha perdido su empleo y su
hogar— ha provocado una reacción en cadena, que afecta no solo a la vida de las
personas implicadas, sino también a la sociedad en su conjunto. Ahora nos damos
cuenta de que, para la mayoría de estadounidenses, la economía en realidad no
estaba funcionando tan bien como debería, ni siquiera antes de la recesión. Ya
no podemos seguir ignorando la creciente desigualdad de Estados Unidos y sus
graves consecuencias económicas, políticas y sociales. Pero si queremos
comprender lo que podemos hacer para solucionarla, tenemos que entender las
fuerzas económicas, políticas y sociales que la provocan.
Capítulo
2
LA BÚSQUEDA DE RENTAS
Y LA CREACIÓN DE UNA SOCIEDAD DESIGUAL
La
desigualdad de Estados Unidos no apareció porque sí. Fue creada. Las fuerzas
del mercado desempeñaron un papel, pero no fueron las únicas responsables. En
cierto modo eso debería ser obvio: las leyes económicas son universales, pero
nuestra creciente desigualdad —sobre todo la cantidad de dinero de la que se
apropia el 1 por ciento más alto— es una «hazaña» típicamente estadounidense.
El hecho de que una desigualdad gigantesca no sea inevitable da motivos para la
esperanza, pero en realidad lo más probable es que vaya a peor. Las fuerzas que
han intervenido para crear esos resultados se reafirman mutuamente.
Si
somos capaces de entender los orígenes de la desigualdad podremos comprender
mejor los costes y los beneficios de reducirla. La sencilla tesis de este
capítulo es que aunque las fuerzas del mercado contribuyen a determinar el
grado de desigualdad, las políticas gubernamentales determinan esas fuerzas del
mercado. Gran parte de la desigualdad que existe hoy en día es una consecuencia
de las políticas del gobierno, tanto por lo que hace el gobierno como por lo
que no hace. El gobierno tiene la potestad de trasladar el dinero de la parte
superior a la inferior y a la intermedia o viceversa.
En
el capítulo anterior destacábamos que el actual nivel de desigualdad en Estados
Unidos es insólito. En comparación con otros países, y en comparación con
tiempos pasados, incluso en Estados Unidos, la desigualdad es inusualmente
grande y ha venido creciendo asombrosamente deprisa. Antiguamente se decía que
ver los cambios en la desigualdad era como ver crecer la hierba: resulta
difícil percibir cambios durante un periodo corto de tiempo. Pero ahora eso ya
no es así.
Resulta
insólito incluso lo que ha estado ocurriendo durante esta recesión.
Normalmente, cuando la economía desfallece, los salarios y el empleo se adaptan
lentamente, de modo que a medida que caen las ventas, los beneficios disminuyen
de forma más que proporcional. Pero durante esta recesión, la participación de
los salarios en realidad ha disminuido y muchas empresas están obteniendo
buenos beneficios [129].
Afrontar
la desigualdad es una tarea necesariamente polifacética, tenemos que moderar
los excesos de la parte de arriba, fortalecer la parte de en medio y ayudar a
los de abajo. Cada objetivo requiere su propio programa. Pero para construir
ese tipo de programas, tenemos que comprender mejor lo que ha dado lugar a cada
faceta de esta insólita desigualdad.
Aunque
la desigualdad a la que tenemos que hacer frente hoy en día sea acusada, la
desigualdad en sí no es algo nuevo. La concentración del poder económico y
político era, en muchos aspectos, más extrema en las sociedades precapitalistas
de Occidente. En aquellos tiempos la religión explicaba, y al mismo tiempo
justificaba, la desigualdad: los que estaban en lo más alto de la sociedad
estaban allí por derecho divino. Cuestionarlo era cuestionar el orden social, o
incluso cuestionar la voluntad de Dios.
No
obstante, para los economistas y los científicos sociales modernos, igual que
para los antiguos griegos, esa desigualdad no era una cuestión de un orden
social predestinado. El poder —a menudo un poder militar— estaba en la raíz de
esas desigualdades. El militarismo tenía que ver con la economía: los
conquistadores tenían derecho a arrebatarles todo lo que pudieran a los
conquistados. En la Antigüedad, la filosofía natural generalmente no veía nada
malo en tratar a otros seres humanos como un medio para los fines de otros.
Como acertadamente dijo Tucídides, el historiador de la Antigüedad griega, «el
derecho, tal y como funciona el mundo, solo está en cuestión entre iguales en
poder, mientras los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que
deben» [130].
Quienes
tenían poder utilizaban ese poder para reforzar sus posiciones económicas y
políticas o, como mínimo, para mantenerlas [131]. También intentaban
condicionar la forma de pensar, hacer aceptables las diferencias de ingresos,
que de otra forma resultarían odiosas.
Cuando
la noción de derecho divino empezó a ser rechazada en los primeros Estados
nación, quienes tenían poder buscaron otros fundamentos para defender sus
posiciones. Con la llegada del Renacimiento y la Ilustración, que hacían
hincapié en la dignidad del individuo, y con la Revolución Industrial, que
provocó la aparición de una inmensa clase baja urbana, se hizo imprescindible
encontrar nuevas justificaciones para la desigualdad, sobre todo cuando los
críticos del sistema, como Marx, hablaban de explotación [132].
La
teoría que llegó a imponerse, a partir de la segunda mitad del siglo XIX —y que
sigue siendo dominante— se llamaba «teoría de la productividad marginal»;
quienes tenían una mayor productividad recibían unos ingresos más altos, lo que
venía a reflejar su mayor contribución a la sociedad. Los mercados
competitivos, que funcionan según las leyes de la oferta y la demanda,
determinan el valor de la contribución de cada individuo. Si alguien posee una
cualificación poco común y valiosa, el mercado le recompensará generosamente,
debido a su mayor contribución a la producción. Si carece de cualificación, sus
ingresos serán menores. La tecnología, por supuesto, determina la productividad
de las diferentes cualificaciones: en una economía agraria primitiva, la fuerza
y la resistencia físicas eran lo más importante; en una economía moderna de
alta tecnología, la inteligencia es más relevante.
La
tecnología y la escasez, que funcionan según las leyes corrientes de la oferta
y la demanda, desempeñan un papel a la hora de determinar la desigualdad
actual, pero hay otro factor que interviene, y ese factor es el gobierno. Uno
de los motivos principales de este libro es que la desigualdad es una
consecuencia tanto de fuerzas políticas como de fuerzas económicas. En una
economía moderna, el gobierno establece y hace cumplir las reglas del juego: lo
que es una competencia justa o qué actos son los que se consideran
anticompetitivos e ilegales, quién percibe qué en caso de quiebra, cuándo un
deudor no es capaz de pagar todo lo que debe, qué prácticas son fraudulentas y
están prohibidas. Además, el gobierno reparte recursos (ya sea públicamente o
de un modo menos transparente) y, a través de los impuestos y del gasto social,
modifica el reparto de los ingresos que surgen del mercado, tal y como lo
configuran la tecnología y la política.
Por
último, el gobierno altera la dinámica de la riqueza, por ejemplo gravando las
herencias y proporcionando educación pública gratuita. La desigualdad depende
no solo de cuánto le paga el mercado a un trabajador cualificado en comparación
con un trabajador no cualificado, sino también del nivel de cualificación que
ha adquirido un individuo. En ausencia de ayudas del gobierno, muchos hijos de
familias pobres no podrían permitirse una atención sanitaria y una alimentación
básicas, por no hablar de la educación necesaria para adquirir la cualificación
que da acceso a una elevada productividad y buenos salarios. El gobierno puede
influir en la medida en que la educación de un individuo y el patrimonio que
hereda dependen de los de sus padres. En términos más académicos, los
economistas dicen que la desigualdad depende de la distribución de los
«atributos», del capital económico y humano.
La
forma en que el gobierno de Estados Unidos lleva a cabo esas funciones
determina el alcance de la desigualdad en nuestra sociedad. En cada uno de esos
ámbitos hay sutiles decisiones que benefician a algún grupo a expensas de los
demás. Puede que el efecto de cada decisión sea pequeño, pero el efecto
acumulado de una gran cantidad de decisiones, tomadas para beneficiar a los de
arriba, puede ser muy significativo.
Las
fuerzas de la competencia deberían limitar los beneficios desmedidos, pero si
los gobiernos no garantizan que los mercados sean competitivos, pueden existir
grandes beneficios monopolísticos. Las fuerzas de la competencia también
deberían limitar las remuneraciones desproporcionadas de los directivos, pero
en las grandes empresas modernas, el máximo directivo tiene un poder enorme
—que incluye la facultad de establecer su propia remuneración, sujeta, por
supuesto, a la aprobación de su consejo de administración—, pero en muchas
grandes empresas el máximo responsable incluso llega a tener un considerable
poder a la hora de nombrar el consejo, y un consejo amañado pone pocas trabas.
Los accionistas tienen muy poca voz. Algunos países tienen mejores «leyes de
gobernanza de las grandes empresas», las leyes que limitan el poder del máximo
directivo, por ejemplo insistiendo en que en el consejo de administración haya
miembros independientes, o que los accionistas tengan voz a la hora de decidir
los honorarios. Si el país no tiene unas buenas leyes de gobernanza de las
grandes empresas, que se apliquen con eficacia, los máximos directivos pueden
abonarse a sí mismos unas primas gigantescas.
Los
impuestos progresivos y las políticas de gasto (que gravan más a los ricos que
a los pobres y aportan buenos sistemas de protección social) pueden limitar la
magnitud de la desigualdad. Por el contrario, los programas que regalan los
recursos de un país a los ricos y a las personas con buenos contactos pueden
incrementar la desigualdad.
Nuestro
sistema político ha venido funcionando cada vez más de una forma que incrementa
la desigualdad de los resultados y reduce la igualdad de oportunidades. Eso no
debería sorprendernos: tenemos un sistema político que concede un desmedido
poder a los de arriba, y estos han utilizado ese poder no solo para limitar el
alcance de la redistribución, sino también para conformar las reglas del juego
en beneficio propio y para arrebatarle al público lo que solo podría
calificarse como grandes «regalos». Los economistas tienen un término para esas
actividades: las denominan «búsqueda de rentas», es decir conseguir ingresos no
como una recompensa a la creación de riqueza, sino a base de quedarse con una
mayor porción de la riqueza que se habría producido de todas formas sin su
esfuerzo. (Más adelante daremos una definición completa del concepto de
búsqueda de rentas). Los de arriba han aprendido cómo succionarle el dinero a
los demás con unos métodos de los que los demás apenas son conscientes; esa es
su auténtica innovación.
Cuentan
que fue Jean-Baptiste Colbert, el asesor del rey Luis XIV de Francia, quien
afirmó: «El arte de recaudar impuestos consiste en desplumar el ganso de forma
tal que se obtenga el mayor número de plumas con la menor cantidad de ruido».
Eso mismo es válido para el arte de la búsqueda de rentas.
Para
decirlo lisa y llanamente, hay dos formas de llegar a ser rico: crear riqueza o
quitársela a los demás. La primera añade algo a la sociedad. La segunda
habitualmente se lo resta, ya que en el proceso de apropiarse de la riqueza,
una parte de ella se destruye. Un monopolista que cobra un precio excesivo por
su producto le quita el dinero a las personas a las que está cobrando de más, y
al mismo tiempo destruye valor. Para conseguir su precio de monopolio, no tiene
más remedio que restringir la producción.
Por
desgracia, incluso entre los genuinos creadores de riqueza a menudo hay quien
no está satisfecho con la riqueza que ha cosechado su capacidad de innovar o su
espíritu emprendedor. Algunos de ellos acaban recurriendo a prácticas abusivas,
como las de recurrir a un sistema de precios monopolistas u otras formas de
extracción de rentas, a fin de cosechar más riquezas todavía. Por poner tan
solo un ejemplo, los magnates del ferrocarril del siglo XIX proporcionaron un
importante servicio al construir los ferrocarriles, pero gran parte de su
riqueza era producto de su influencia política, ya que conseguían grandes
concesiones de tierra a ambos lados de la vía férrea. Hoy en día, más de un
siglo después de que los magnates ferroviarios dominaran la economía, gran
parte de la riqueza de la parte más alta de Estados Unidos —y una parte del
sufrimiento de los de abajo— tiene su origen en las transferencias de riqueza
en vez de en la creación de riqueza.
Por
supuesto, no toda la desigualdad de nuestra sociedad es consecuencia de la
búsqueda de rentas, o de que el gobierno incline las reglas del juego a favor
de los de arriba. Los mercados desempeñan un importante papel, igual que las
fuerzas sociales (como la discriminación). Este capítulo se centra en la
infinidad de formas que asume la búsqueda de rentas en nuestra sociedad, y el
capítulo siguiente aborda los demás factores que influyen en la desigualdad.
PRINCIPIOS GENERALES
La mano invisible de
Adam Smith y la desigualdad
Adam
Smith, el padre de la teoría económica moderna, argumentaba que la búsqueda
privada del interés propio daría lugar, como a través de una mano invisible, al
bienestar de todos [133]. Hoy en día, como consecuencia de la crisis
financiera, nadie sería capaz de argumentar que la búsqueda de su propio
interés por parte de los banqueros haya conducido al bienestar de todos. A lo
sumo, dio lugar al bienestar de los banqueros, mientras que el resto de la
sociedad tuvo que cargar con los costes. No fue ni siquiera lo que los
economistas denominan un juego de suma cero, donde lo que gana una persona es
exactamente igual a lo que pierden las demás. Fue un juego de suma negativa,
donde lo que consiguen los ganadores es menos que lo que pierden los
perdedores. Lo que perdió el resto de la sociedad fue mucho, muchísimo más de
lo que ganaron los banqueros.
Hay
un motivo muy sencillo de por qué la búsqueda de su propio interés por parte de
los banqueros resultó desastrosa para el resto de la sociedad: los incentivos
de los banqueros no estaban bien alineados con la rentabilidad social. Cuando
los mercados funcionan bien —de la forma postulada por Adam Smith— es porque la
rentabilidad privada y los beneficios sociales están bien alineados, es decir,
porque las recompensas privadas y las contribuciones sociales se igualan, tal y
como suponía la teoría de la productividad marginal. En esa teoría, la
contribución social de cada trabajador es exactamente igual a su remuneración
privada. Las personas con una productividad más alta —con una contribución
social mayor— reciben un salario más alto.
El
propio Adam Smith era consciente de una de las circunstancias en que divergen
la rentabilidad privada y la rentabilidad social. Tal y como él explicaba, «Las
personas de un mismo oficio raramente se reúnen, aunque sea para celebrar o
divertirse, sin que la conversación acabe en una conspiración contra el
público, o en alguna artimaña para subir los precios» [134]. Por sí mismos, los
mercados a menudo no producen resultados eficientes ni deseables, y ahí el
gobierno tiene el papel de corregir esos fallos del mercado, es decir, de
diseñar políticas (impuestos y normativas) que vuelvan a alinear los incentivos
privados y las rentabilidades sociales. (Naturalmente, a menudo surgen
discrepancias sobre la mejor forma de hacerlo. Pero hoy en día muy poca gente
cree en unos mercados financieros libres de trabas —su fracaso implica un coste
demasiado grande para el resto de la sociedad— o en que habría que permitir que
las empresas saquearan el medio ambiente sin ningún tipo de restricción).
Cuando el gobierno hace bien su trabajo, la rentabilidad que recibe,
supongamos, un trabajador o un inversor, es en realidad igual a los beneficios
para la sociedad que aportan sus actividades. Cuando ambas cosas no están
alineadas, decimos que existe un fallo en el mercado, es decir, que los mercados
no consiguen producir resultados eficientes. Las recompensas privadas y la
rentabilidad social no están bien alineadas cuando la competencia es
imperfecta; cuando existen «externalidades» (cuando los actos de una parte
pueden tener grandes efectos negativos o positivos para las demás partes, sin
que esa parte tenga que pagar o recoger los beneficios); cuando existen
imperfecciones o asimetrías de información (cuando alguien sabe algo relevante
para una transacción que otra persona desconoce); o cuando no existen los
mercados de riesgo u otro tipo de mercados (uno no es capaz, por ejemplo, de
suscribir un seguro contra muchos de los riesgos más importantes a los que se
enfrenta). Dado que prácticamente en todos los mercados existe una o más de
estas condiciones, en el mundo real no es de esperar que los mercados sean
eficientes en general. Eso significa que el gobierno tiene un enorme papel
potencial para corregir esos fallos del mercado.
El
gobierno nunca corrige perfectamente los fallos del mercado, pero en algunos
países lo hace mejor que en otros. La economía prospera únicamente si el
gobierno consigue corregir razonablemente bien los fallos del mercado más
importantes. Una buena normativa financiera ayudó a que Estados Unidos —y el
mundo— evitara una crisis grave durante las cuatro décadas posteriores a la
Gran Depresión. La desregulación de la década de 1980 dio lugar a docenas de
crisis financieras a lo largo de las tres décadas posteriores, de la que la
crisis estadounidense de 2008 - 2009 tan solo fue la peor [135]. Pero esos
fallos del gobierno no fueron por casualidad: el sector financiero utilizó su
enorme influencia política para asegurarse de que no se corrigieran los fallos
del mercado y de que las recompensas privadas del sector siguieran siendo muchísimo
mayores que su contribución social —uno de los factores que contribuyó a inflar
el sector financiero y a generar los altos niveles de desigualdad en lo más
alto—.
Condicionando los
mercados
Más
adelante describiremos algunos de los métodos que utilizan las empresas
financieras privadas para asegurarse de que los mercados no funcionen bien. Por
ejemplo, como señalaba Smith, las empresas tienen incentivos para actuar con el
fin de reducir la competencia del mercado. Por añadidura, las empresas también
se esfuerzan para asegurarse de que no haya leyes estrictas que les prohíban
dedicarse a conductas anticompetitivas o, en caso de que existan dichas leyes,
para asegurarse de que no se apliquen eficazmente. El interés de los que se
dedican a los negocios no es, por supuesto, aumentar el bienestar de la
sociedad en sentido amplio, ni siquiera hacer que los mercados sean más
competitivos: su objetivo es sencillamente conseguir que los mercados funcionen
para ellos, lograr que sean más lucrativos. Pero el resultado a menudo es una
economía menos eficiente, que se caracteriza por una mayor desigualdad. Por
ahora, bastará con un ejemplo. Cuando los mercados son competitivos, los
beneficios por encima de la rentabilidad normal del capital no pueden mantenerse.
Y eso se debe a que si una empresa consigue unos beneficios mayores que esos
por una venta, las empresas rivales intentarán robarle el cliente bajando sus
precios. Cuando las empresas compiten con ahínco, los precios bajan hasta un
nivel en que los beneficios (por encima de la rentabilidad normal del capital)
quedan reducidos a cero, lo que es un desastre para quienes buscan grandes
beneficios. En las facultades de Empresariales enseñamos a los estudiantes cómo
reconocer, y crear, barreras a la competencia —como las barreras a la entrada—
que contribuyen a garantizar que los beneficios no mermarán. De hecho, como
veremos en breve, algunas de las innovaciones más importantes en el mundo de
los negocios durante las tres últimas décadas se han centrado no en hacer que
la economía sea más eficiente, sino en cómo asegurarse mejor un poder
monopolista o en cómo sortear la normativa del gobierno destinada a alinear la
rentabilidad social y las recompensas privadas.
Uno
de los instrumentos más utilizados es conseguir que los mercados sean menos
transparentes. Cuanto más transparentes son los mercados, más competitivos
tenderán a ser. Los banqueros lo saben. Por ese motivo los bancos han luchado
por mantener su negocio de emisión de derivados financieros, esos arriesgados
productos que fueron la causa principal del hundimiento de la aseguradora AIG [136],
en la penumbra del mercado «extrabursátil» (7). En ese mercado, a los clientes
les resulta difícil saber si están consiguiendo un buen trato. Todo se negocia,
a diferencia de cómo funcionan las cosas en los mercados modernos, más abiertos
y transparentes. Y dado que los vendedores están operando constantemente, y que
los compradores solo entran de forma esporádica, los vendedores tienen más
información que los compradores y utilizan esa información en beneficio propio.
Eso significa que, como media, los vendedores (los emisores de los derivados,
los bancos) consiguen sacarle más dinero a sus clientes. Por el contrario, las
subastas públicas bien diseñadas garantizan que los bienes van a parar a
quienes los valoran más, un rasgo distintivo de la eficiencia. Existen unos
precios a disposición del público para orientar las decisiones.
Aunque
la falta de transparencia da lugar a más beneficios para los banqueros, conduce
a un menor rendimiento económico. Sin información de calidad, los mercados de
capitales no pueden ejercer ningún tipo de disciplina. El dinero no irá a parar
allí donde la rentabilidad sea más alta o al banco que consiga gestionar mejor
el dinero. Hoy en día, nadie puede saber la verdadera posición financiera de un
banco o de una institución financiera —y las turbias transacciones con
derivados son una parte del motivo—. Cabría esperar que la última crisis
hubiera forzado un cambio, pero los banqueros se resistieron. Por ejemplo, se
opusieron a las exigencias de una mayor transparencia en los derivados y de una
normativa que pusiera coto a las prácticas anticompetitivas. Esas actividades
de búsqueda de rentas suponían decenas de miles de millones de dólares en
beneficios. Aunque los banqueros no ganaron todas las batallas, ganaron las
suficientes como para que los problemas sigan ahí. Por ejemplo, a finales de
octubre de 2011, quebró una importante empresa financiera estadounidense [137]
(la octava quiebra más grande de la historia), en parte por culpa de los
complejos derivados financieros. Evidentemente, el mercado no había renunciado
a ese tipo de transacciones, por lo menos no como cabría esperar.
Trasladando el dinero
desde la base de la pirámide hasta la cúspide
Una
de las formas en que los de arriba ganan dinero es aprovechándose de su fuerza
en los mercados y de su poder político en su propio beneficio, a fin de
aumentar sus propios ingresos, a expensas de los demás.
El
propio sector financiero ha adquirido una gran pericia en una amplia gama de
formas de búsqueda de rentas. Ya hemos mencionado algunas de ellas, pero hay
muchas otras: aprovecharse de las asimetrías de información (vender títulos que
ellos mismos han diseñado para que se hundan, pero sabiendo que los compradores
lo ignoran)[138]; asumir excesivos riesgos al mismo tiempo que el gobierno les
echaba una mano, los rescataba y asumía las pérdidas, y, dicho sea de paso, la
certeza de ese hecho les permite pedir dinero prestado a un tipo de interés más
bajo del que podrían conseguir en otras circunstancias; y conseguir dinero de
la Reserva Federal a muy bajos tipos de interés, actualmente casi cero.
Pero
la forma de búsqueda de rentas más atroz —y que se ha perfeccionado muchísimo
en los últimos años— ha sido la capacidad de los responsables del sector
financiero de aprovecharse de los pobres y de la gente desinformada, ya que han
ganado ingentes sumas de dinero depredando a esos grupos con créditos usurarios
y prácticas abusivas con las tarjetas de crédito[139]. Puede que cada persona
pobre tenga muy poco, pero hay tantos pobres que quitarle un poco a cada uno de
ellos supone mucho dinero. Un mínimo sentido de la justicia social —o una
mínima preocupación por la eficacia general— debería haber inducido al gobierno
a prohibir ese tipo de actividades. Al fin y al cabo, se estaba utilizando una
considerable cantidad de recursos para trasladar el dinero desde los bolsillos
de los pobres a los de los ricos, razón por la cual estamos ante un juego de suma
negativa. Pero el gobierno no puso fin a ese tipo de actividades, ni siquiera
cuando, hacia 2007, resultaba cada vez más evidente lo que estaba ocurriendo.
El motivo era obvio. El sector financiero había invertido mucho dinero en hacer
lobby y en contribuciones a las campañas electorales, y esas inversiones habían
dado sus frutos.
Menciono
al sector financiero en parte porque ha contribuido enormemente al actual nivel
de desigualdad de nuestra sociedad[140]. El papel que ha desempeñado el sector
financiero en la creación de la crisis de 2008 - 2009 es evidente para todo el
mundo. Ni siquiera lo niegan quienes trabajan en él, aunque cada uno de ellos
está convencido de que, en realidad, la culpa es de alguna otra parte del
sector. No obstante, gran parte de lo que he dicho acerca del sector
financiero, podría decirse de otros protagonistas de la economía, que han
tenido su parte a la hora de crear las actuales desigualdades.
El
capitalismo moderno se ha convertido en un juego complejo, y quienes ganan en
ese juego necesitan algo más que una buena cabeza. Pero quienes lo hacen a
menudo también poseen unas características menos admirables: la capacidad de
sortear las leyes, o de modificarlas en su propio beneficio, y estar dispuestos
a aprovecharse de los demás, incluso de los pobres, y a jugar sucio cuando sea
necesario [141]. En palabras de uno de los jugadores que han tenido éxito en
este juego, el viejo adagio de «Se gane o se pierda, lo importante es cómo se
juega la partida», es una tontería. Lo único que importa es si se gana o se
pierde. El mercado aporta un sencillo método de demostrarlo: la cantidad de
dinero que uno posee.
Ganar
en el juego de la búsqueda de rentas ha enriquecido enormemente a muchos de los
de arriba, pero no es el único medio por el que consiguen y conservan su
riqueza. El sistema tributario también desempeña un papel crucial, como veremos
más adelante. Los de arriba han conseguido diseñar un sistema fiscal donde
pagan menos de lo que justamente les corresponde —pagan un porcentaje de lo que
ganan mucho menor que los que son mucho más pobres—. A ese tipo de sistemas
fiscales los denominamos regresivos.
Y
aunque los impuestos regresivos y la búsqueda de rentas (que le quita el dinero
al resto de la sociedad y lo redistribuye a la parte más alta) están en el
núcleo de la creciente desigualdad, sobre todo en lo más alto, unas fuerzas más
generales ejercen una influencia peculiar en otros dos aspectos de la
desigualdad en Estados Unidos: el vaciamiento de la clase media y el aumento de
la pobreza. Las leyes que rigen a las grandes empresas interactúan con las
normas de conducta que guían a los líderes de esas empresas y determinan cómo
se reparten los beneficios entre los máximos directivos y otros interesados
(trabajadores, accionistas y obligacionistas). Las políticas macroeconómicas
determinan la precariedad del mercado laboral, el nivel de desempleo y, por
consiguiente, la forma en que operan las fuerzas del mercado para cambiar la
participación de los trabajadores. Si las autoridades monetarias actúan para
mantener alto el índice de desempleo (aunque sea por temor a la inflación), los
salarios se contendrán. Unos sindicatos fuertes han contribuido a reducir la
desigualdad, mientras que unos sindicatos más débiles han facilitado que los máximos
directivos, que en ocasiones trabajan con unas fuerzas de mercado que ellos
mismos han contribuido a diseñar, incrementen esa desigualdad. En cada uno de
estos ámbitos —la fuerza de
Por
supuesto, las fuerzas del mercado, el equilibrio de, pongamos, la demanda y la
oferta de trabajadores cualificados, que se ve afectado por los cambios en la
tecnología y la educación, también desempeñan un importante papel, aunque esas
fuerzas, en parte, están condicionadas por la política. Pero en vez de que las
fuerzas del mercado y la política se equilibren mutuamente, en un proceso
político capaz de amortiguar el aumento de la desigualdad en los periodos en
que las fuerzas del mercado podrían haber dado lugar a un aumento en las
diferencias, en vez de que el gobierno actúe para moderar los excesos del
mercado, hoy en día, en Estados Unidos, ambos factores han venido trabajando
juntos para incrementar las diferencias de renta y de riqueza.
LA BÚSQUEDA DE RENTAS
Anteriormente
hemos etiquetado como búsqueda de rentas muchas de las formas mediante las
cuales nuestro actual proceso político ayuda a los ricos a expensas de los
demás. La búsqueda de rentas asume muchas formas: transferencias y subvenciones
ocultas y públicas por parte del gobierno, leyes que hacen menos competitivos
los mercados, una aplicación laxa de las vigentes leyes sobre la competencia y
unos estatutos que permiten a las grandes empresas aprovecharse de los demás, o
trasladar sus costes al resto de la sociedad. El término «renta» originalmente
servía para denominar el rendimiento de la tierra, ya que el propietario de la
tierra recibe esos pagos en virtud de su propiedad y no por hacer algo. Ello
contrasta con la situación de los trabajadores, por ejemplo, cuyos salarios son
una remuneración por el esfuerzo que aportan. El término «renta» se amplió a
los beneficios monopolísticos, o las rentas de los monopolios, es decir, los
ingresos que uno recibe por el simple hecho de controlar un monopolio. Más
tarde, el concepto se amplió aún más, hasta incluir los ingresos por títulos de
propiedad similares. Si el gobierno concedía a una compañía el derecho
exclusivo de importar una cantidad limitada (una cuota) de un bien, como por
ejemplo azúcar, la rentabilidad adicional que generaba la propiedad de ese
derecho se denominaba «renta por cuota».
Los
países ricos en recursos naturales son tristemente célebres por sus actividades
de búsqueda de rentas. En dichos países, resulta mucho más fácil hacerse rico a
base de conseguir acceder a los recursos en unos términos favorables que
produciendo riqueza. A menudo eso supone un juego de suma negativa, y a menudo
es uno de los motivos por los que, como media, ese tipo de países han crecido
más despacio que otros países de características similares que carecen del don
de tales recursos [142].
Y,
lo que es más inquietante, cabría esperar que la abundancia de recursos pudiera
ser usada para ayudar a los pobres, para garantizar a todo el mundo el acceso a
la educación y la sanidad. Gravar el trabajo y los ahorros puede debilitar los
incentivos; por el contrario, gravar las «rentas» de la tierra, del petróleo o
de otros recursos naturales no provoca su desaparición. Los recursos seguirán
estando ahí para su extracción, si no es hoy, mañana. No existen efectos
adversos sobre los incentivos. Eso significa que, en principio, debería haber
cuantiosos ingresos para financiar tanto el gasto social como las inversiones
públicas en, por ejemplo, sanidad y educación. Sin embargo, entre los países
con el máximo nivel de desigualdad figuran aquellos que cuentan con más
recursos naturales. Evidentemente, en esos países, unos pocos son más hábiles a
la hora de buscar rentas que otros (habitualmente son los que tienen poder
político) y se aseguran de que la mayor parte de los beneficios de los recursos
vayan a parar a sus propios bolsillos. En Venezuela, el mayor productor de
petróleo de Latinoamérica, la mitad del país vivía en la pobreza antes del
ascenso de Hugo Chávez —y es precisamente ese tipo de pobreza en medio de la
abundancia lo que provoca la aparición de líderes como él— [143].
Las
actividades de búsqueda de rentas no son endémicas únicamente en los países ricos
en recursos de Oriente Próximo, de África y de Latinoamérica. También se ha
vuelto un fenómeno endémico en las economías modernas, incluida la
estadounidense. En aquellas economías, la búsqueda de rentas asume muchas
formas, algunas de las cuales son muy similares a las de los países ricos en
petróleo: conseguir activos estatales (como petróleo o minerales) por debajo
del precio justo de mercado. No es difícil hacerse rico cuando el gobierno le
vende a uno por 500 millones de dólares una mina que vale 1.000 millones
Otra
forma de buscar rentas consiste justamente en lo contrario: venderle al
gobierno productos por encima de los precios de mercado (abastecimiento no
competitivo). Las compañías farmacéuticas y los contratistas militares destacan
en esa modalidad de búsqueda de rentas. Las subvenciones públicas del gobierno
(como las destinadas a la agricultura), o las subvenciones ocultas
(restricciones al comercio que reducen la competencia, o las subvenciones
ocultas en el sistema tributario) son distintas formas de obtener rentas del
público.
No
todas las actividades de búsqueda de rentas utilizan al gobierno para quitarle
el dinero a los ciudadanos corrientes. El sector privado puede hacerlo muy bien
él solo, consiguiendo rentas del público, por ejemplo, a través de prácticas
monopolistas y a base de aprovecharse de los que tienen un menor nivel de
información y educación, cuyo máximo exponente son los créditos abusivos de los
bancos. Los máximos directivos pueden utilizar el control que ejercen sobre las
grandes compañías para meterse en el bolsillo una porción más grande de los
ingresos de la empresa. Sin embargo, en esos ámbitos, el gobierno también
desempeña un papel, al no hacer lo que debería: al no poner fin a ese tipo de
actividades, al no ilegalizarlas o al no hacer cumplir las leyes existentes.
Una aplicación efectiva de las leyes sobre competencia puede recortar los
beneficios de los monopolios; una legislación eficaz contra el crédito usurario
y los abusos con las tarjetas de crédito puede limitar la medida en que los
bancos se aprovechan de sus clientes; unas leyes de gobernanza empresarial bien
diseñadas pueden limitar la medida en que los directivos de las empresas se
apropian de los ingresos de sus compañías.
Si
echamos un vistazo a los que ocupan el lugar más alto de la distribución de
riqueza, podemos hacernos una idea de la naturaleza de ese aspecto de la
desigualdad en Estados Unidos. Muy pocos son inventores que hayan revolucionado
la tecnología o científicos que han cambiado nuestra forma de entender las
leyes de la naturaleza. Pensemos en Alan Turing, cuyo genio aportó la teoría
matemática que hay detrás de los ordenadores actuales. O en Einstein. O en los
inventores del láser (donde Charles Townes desempeñó un papel crucial) [144], o
en John Bardeen, Walter Brattain y William Shockley, los inventores del
transistor [145]. O en Watson y Crick, que desentrañaron los misterios del ADN,
en el que se basa una parte tan importante de la medicina moderna. Ninguna de
estas personas, que realizaron una contribución tan grande a nuestro bienestar,
están entre las mejor remuneradas de nuestro sistema económico.
Por
el contrario, muchos de los individuos que están en lo más alto del reparto de
la riqueza son, de una forma u otra, genios de los negocios. Alguien podría
alegar, por ejemplo, que Steve Jobs o los innovadores de los motores de
búsqueda o de las redes sociales han sido, a su manera, unos genios. Antes de
su fallecimiento, Jobs ocupaba el puesto 110 en la lista de los multimillonarios
más ricos del mundo elaborada por la revista Forbes, y Mark Zuckerberg ocupaba
el puesto 52. Pero muchos de estos «genios» construyeron sus imperios
empresariales sobre los hombros de verdaderos gigantes, como Tim Berners-Lee,
el inventor de la World Wide Web, que nunca ha figurado en la lista de Forbes.
Berners-Lee podría haberse convertido en multimillonario, pero eligió no
hacerlo, decidió poner su idea a disposición de todo el mundo, lo que aceleró
muchísimo el desarrollo de Internet [146].
Un
análisis más detallado de los éxitos de los miembros de la parte más alta de la
distribución de la riqueza revela que algo más que una pequeña parte de su
genio consiste en idear mejores métodos de aprovecharse del poder de los
mercados y de otras imperfecciones de los mercados —y, en muchos casos, en
encontrar mejores formas de que la política trabaje para ellos en vez de para
la sociedad en general—.
Ya
hemos hablado de los financieros, que constituyen un porcentaje significativo
del 1 por ciento, o del 0,1 por ciento más alto. Aunque algunos de ellos
consiguieron su riqueza a base de producir valor, otros lo hicieron, en una
medida no desdeñable, mediante alguna de las múltiples formas de búsqueda de
rentas que describíamos anteriormente. En lo más alto, además de los
financieros, de los que ya hemos hablado [147], están los monopolistas y sus
descendientes, quienes, mediante un mecanismo u otro, lograron obtener y
mantener el dominio del mercado. Después de los magnates de los ferrocarriles
del siglo XIX vinieron John D. Rockefeller y Standard Oil. A finales del siglo
XX hemos asistido al ascenso de Bill Gates y al dominio por parte de la empresa
Microsoft de la industria de software para ordenadores personales.
En
otras partes del mundo encontramos el caso de Carlos Slim, un empresario
mexicano que figuraba como la persona más rica del mundo en 2011 en la lista
Forbes [148]. Gracias a su dominio de la industria telefónica en México, Slim
consigue cobrar a sus clientes unos precios muy superiores a los que se dan en
mercados más competitivos. Slim se apuntó el tanto decisivo al adquirir una
importante participación en el sistema de telecomunicaciones de México cuando
el país lo privatizó [149], una estrategia que está detrás de muchas de las
grandes fortunas del mundo. Como hemos visto, es muy fácil enriquecerse
consiguiendo un activo del Estado con un fuerte descuento. Muchos de los
actuales oligarcas de Rusia, por ejemplo, consiguieron su patrimonio inicial
comprando activos estatales a precios por debajo del mercado y, a continuación,
asegurándose unos incesantes beneficios a través del poder monopolista. (En
Estados Unidos, la mayor parte de los regalos que hace el gobierno tienden a
ser más sutiles. Diseñamos normas para, por ejemplo, vender activos del
gobierno que en realidad son dádivas parciales, pero de una forma menos
transparente que en Rusia) [150].
En
el capítulo anterior hemos identificado otro importante grupo de personas muy
ricas, los máximos directivos de las grandes empresas, como Stephen Hemsley, de
UnitedHealth Group, que percibió 102 millones de dólares en 2010, y como Edward
Mueller, de Qwest Communications (actualmente CenturyLink, después de una
fusión en 2011), que ganó 65,8 millones de dólares [151]. Los máximos
directivos han conseguido llevarse un porcentaje cada vez mayor de los ingresos
de las grandes empresas [152]. Como explicaremos más adelante, lo que permitió
que esos altos directivos amasaran tales fortunas durante las dos últimas
décadas no fue un repentino aumento de su productividad, sino más bien su mayor
capacidad de arrebatarle más dinero a la empresa a la que supuestamente prestan
servicio, sus escasos escrúpulos a la hora de hacerlo, así como una mayor
tolerancia al respecto por parte del público.
Por
último, un importante grupo de buscadores de rentas está formado por los
abogados de máximo nivel, incluyendo aquellos que se han hecho ricos a base de
ayudar a los demás a dedicarse a la búsqueda de rentas con unos métodos que
rayan en la ilegalidad pero que (habitualmente) no los llevan a la cárcel. Esos
abogados ayudan a redactar las complejas leyes tributarias donde se incluyen
las lagunas jurídicas, de forma que sus clientes pueden eludir los impuestos, y
posteriormente diseñan los complejos acuerdos que se aprovechan de esos vacíos
legales. Ellos ayudaron a diseñar el complejo y opaco mercado de los derivados
financieros. Ellos ayudan a diseñar las disposiciones contractuales que generan
el poder monopolista, aparentemente dentro de la ley. Y son ampliamente
recompensados por toda esa ayuda a fin de lograr que nuestros mercados
funcionen no como deberían, sino como instrumentos en beneficio de los de
arriba [153].
Rentas de monopolio:
la creación de monopolios sostenibles
Hay
otras formas de obtener monopolios con el beneplácito del gobierno.
Normalmente, las patentes le dan al inventor un monopolio sobre esa innovación
durante un tiempo, pero los pormenores de la legislación sobre patentes pueden
ampliar el plazo de la patente, reducir la entrada de nuevas empresas e
incrementar el poder monopolista. La legislación estadounidense sobre patentes
ha venido haciendo exactamente eso. Las leyes se diseñan no para maximizar el
ritmo de innovación, sino más bien para maximizar las rentas [155].
Incluso
sin una concesión del gobierno o sin un monopolio, las empresas pueden crear
barreras a la entrada de competidores. Existe una amplia gama de prácticas que
desincentivan la entrada, como mantener un exceso de capacidad, de forma que la
empresa que entra sabe que el competidor que ya está en ese mercado puede
aumentar la producción, bajando los precios hasta un nivel que haría que la
entrada dejara de ser rentable [156]. En la Edad Media, los gremios conseguían
limitar la competencia. Muchas profesiones han perpetuado esa tradición. Aunque
ellos argumentan que lo que pretenden es únicamente mantener los estándares,
las restricciones a la entrada (que limitan el número de plazas en las
facultades de Medicina, o que restringen la inmigración de personal cualificado
procedente del extranjero) contribuyen a mantener altos sus ingresos [157].
A
principios del siglo pasado, la preocupación por los monopolios que constituían
la base de muchas de las fortunas de aquella época, como la de Rockefeller,
llegó a ser tan grande que en tiempos del presidente Theodore Roosevelt,
enemigo de los grupos monopolistas, Estados Unidos promulgó un montón de leyes
para fragmentar dichos monopolios y evitar algunas de esas prácticas. A lo
largo de los años siguientes, se deshicieron muchos monopolios —en la industria
del petróleo, en la industria tabacalera y en muchas otras— [158]. Y sin
embargo, hoy en día, si echamos un vistazo a la economía estadounidense,
podemos ver muchos sectores, incluyendo algunos que son esenciales para su
funcionamiento, dominados por una o unas pocas empresas —como Microsoft en el
ámbito de los sistemas operativos para ordenadores, o AT&T, Verizon,
T-Mobile y Sprint en el de las telecomunicaciones—.
Tres
factores han contribuido a este aumento en la monopolización de los mercados.
En primer lugar, hubo una disputa a propósito de las ideas acerca del papel que
debía asumir el gobierno a la hora de garantizar la competencia. Los
economistas de la escuela de Chicago (como Milton Friedman y George Stigler),
que creen en los mercados libres y sin trabas[159], argumentaban que los
mercados son intrínsecamente competitivos [160] y que las prácticas
aparentemente anticompetitivas en realidad incrementan la eficiencia. Un masivo
programa para «educar» [161] a la gente, y en especial a los jueces, acerca de
esas nuevas doctrinas del derecho y de la teoría económica, en parte
patrocinado por algunas fundaciones de derechas, como la Olin Foundation, tuvo
mucho éxito. El momento resultó ser irónico: los tribunales estadounidenses se
estaban tragando la idea de que los mercados eran «intrínsecamente»
competitivos y trasladando la pesada carga de la prueba a quienquiera que
afirmara lo contrario, justo en el momento en que la disciplina de las ciencias
económicas estaba explorando las teorías que explican por qué a menudo los
mercados no eran competitivos, incluso cuando aparentemente había muchas
empresas. Por ejemplo, una nueva y convincente rama de la teoría económica
denominada teoría de juegos explicaba cómo podía mantenerse tácitamente una
actitud de connivencia durante muchísimo tiempo. Mientras tanto, las nuevas
teorías sobre la información imperfecta y asimétrica demostraban que las
imperfecciones de información obstaculizaban la competencia, y nuevas pruebas
venían a sustanciar la relevancia y la importancia de dichas teorías.
No
hay que subestimar la influencia de la escuela de Chicago. Incluso cuando se
han dado infracciones palmarias —como una política de tarifas abusiva, con la
que una empresa baja sus precios para echar a un competidor y después se
aprovecha de su poder monopolista para subirlos— ha resultado muy difícil
perseguirlas judicialmente [162]. La teoría económica de la escuela de Chicago
argumenta que los mercados son a priori competitivos y eficaces. Si la entrada
en el mercado fuera fácil, la firma dominante no ganaría nada echando a un
rival, porque a la empresa que es expulsada la sustituiría rápidamente otra.
Pero en realidad la entrada no es tan fácil, y las prácticas abusivas realmente
se producen.
Un
segundo factor que provoca el aumento de los monopolios tiene que ver con los
cambios en nuestra economía. La creación del poder monopolista ha sido más
fácil en algunas de las nuevas industrias en expansión. Muchos de esos sectores
se han caracterizado por lo que se denominan efectos externos de red. Un
ejemplo evidente es el sistema operativo de un ordenador: del mismo modo que
resulta muy práctico que todo el mundo hable el mismo idioma, también lo es que
todo el mundo utilice el mismo sistema operativo. Aumentar la interconectividad
a lo largo y ancho del mundo naturalmente conduce a la estandarización. Y los
que poseen el monopolio sobre el estándar que resulta elegido salen
beneficiados.
Como
hemos señalado, la competencia funciona intrínsecamente en contra de la
acumulación de poder en el mercado. Cuando hay grandes beneficios
monopolísticos, los competidores trabajan para llevarse una parte. Ahí es donde
entra en juego el tercer factor que ha incrementado el poder monopolista en
Estados Unidos: las empresas han encontrado nuevas formas de dificultar la
entrada de competidores, de reducir las presiones de la competencia. Microsoft
representa el ejemplo por antonomasia. Dado que esa empresa prácticamente
disfrutó del monopolio de los sistemas operativos para ordenadores personales,
corría el riesgo de perder mucho dinero si aparecían tecnologías alternativas
que socavaran su monopolio. El desarrollo de Internet y del navegador de red
para acceder a ella suponía una amenaza de ese tipo. Netscape sacó el navegador
al mercado, partiendo de la investigación que había financiado el gobierno [163].
Microsoft decidió aplastar a aquel competidor potencial. La empresa ofreció su
propio producto, Internet Explorer, pero el producto no era capaz de competir
en el mercado libre. Microsoft decidió utilizar su poder monopolista en los
sistemas operativos para PC para asegurarse de que el terreno de juego no
estuviera nivelado. Desplegó una estrategia denominada FUD (fear, uncertainty,
doubt; miedo, incertidumbre y duda, por sus siglas en inglés), que consistía en
crear entre los usuarios una cierta ansiedad respecto a la compatibilidad a
base de programar mensajes de error que aparecían aleatoriamente si se
instalaba el navegador Netscape en un ordenador con sistema Windows. Además, la
empresa no aportó las revelaciones necesarias para una plena compatibilidad a
medida que se iban desarrollando nuevas versiones de Windows. Y, en un alarde
de astucia, ofrecía el navegador Internet Explorer a un precio cero —gratis,
integrado como componente de su sistema operativo—. Es muy difícil competir con
un precio igual a cero. Significaba una sentencia de muerte para Netscape
[164].
Era
evidente que vender algo a precio cero no era una estrategia maximizadora de
los beneficios a corto plazo. Pero Microsoft tenía una visión a largo plazo: la
conservación de su monopolio. Con ese fin, estaba dispuesta a hacer sacrificios
a corto plazo. Lo consiguió, pero sus métodos fueron tan descarados que los
juzgados y los tribunales de todo el mundo acusaron a la empresa de dedicarse a
prácticas anticompetitivas. Y sin embargo, al final, Microsoft ganó porque se
dio cuenta de que en una economía en red, una vez que se logra una posición de
monopolio, resulta difícil desmontarla. Teniendo en cuenta su dominio del
mercado de sistemas operativos, Microsoft tenía los incentivos y la capacidad
de dominar en una gran cantidad de aplicaciones de otros tipos [165].
Así
pues, no es de extrañar que los beneficios de Microsoft hayan sido tan enormes
—una media de 7.000 millones de dólares al año a lo largo del último cuarto de
siglo, 14.000 millones durante los últimos diez años, que en 2011 aumentaron
hasta los 23.000 millones de dólares [166]— y que quienes compraron sus
acciones lo suficientemente temprano hayan recogido los frutos. La opinión
generalizada es que a pesar de su posición dominante y de sus enormes recursos,
Microsoft no ha sido una empresa verdaderamente innovadora. No desarrolló el
primer procesador de texto que se utilizó de forma generalizada, ni la primera
hoja de cálculo, ni el primer navegador, ni el primer reproductor de material
audiovisual, ni el primer motor de búsqueda dominante. La innovación venía de
otro lado. Eso es coherente con las evidencias teóricas e históricas: los
monopolistas no son buenos innovadores [167].
Si
echamos un vistazo a la economía estadounidense, en muchos sectores observamos
una gran cantidad de empresas, y por consiguiente inferimos que debe de haber
competencia. Pero eso no siempre es cierto. Consideremos el ejemplo de los
bancos. Aunque hay cientos de bancos, los cuatro grandes se reparten entre
ellos casi la mitad de los activos bancarios del país [168], un sustancial
aumento respecto al grado de concentración que había hace quince años. En la
mayoría de las poblaciones pequeñas hay a lo sumo uno o dos bancos. Cuando la
competencia es tan limitada, es probable que los precios superen en gran medida
los niveles competitivos [169]. Por esa razón el sector goza de unos beneficios
estimados que superan los 115.000 millones de dólares anuales, una gran parte
de los cuales pasa a manos de sus máximos directivos y de otros banqueros,
contribuyendo a crear una de las principales fuentes de desigualdad en la parte
más alta [170]. En algunos productos, como los seguros por impago (credit
default swaps, CDS), que son productos financieros extrabursátiles, el mercado
está totalmente dominado por cuatro o cinco bancos muy grandes, y ese tipo de
concentración del mercado siempre suscita la preocupación de que estén
compinchados, aunque sea de forma tácita. (Pero a veces la connivencia ni
siquiera es tácita: es explícita. Los bancos establecen un tipo de interés
fundamental, denominado el LIBOR, acrónimo de London Interbank Offered Rate,
que es un tipo de interés interbancario. Las hipotecas y muchos productos
financieros están vinculados al LIBOR. Al parecer, los bancos actuaron para
amañar el tipo de interés, lo que les permitió ganar todavía más dinero de
otros bancos que no estaban al tanto de esos chanchullos).
Por
supuesto, aunque las leyes que prohíben las prácticas monopolistas constan en
el código, es preciso aplicarlas. Hay una tendencia, sobre todo teniendo en
cuenta la narración creada por la escuela de economía de Chicago, a no
interferir con el «libre» funcionamiento del mercado, incluso cuando el
resultado es anticompetitivo. Y existen buenas razones políticas para no asumir
una postura demasiado fuerte: al fin y al cabo iría en contra de las empresas
—y tampoco sería bueno para las contribuciones a las campañas electorales—
tratar con mano dura a, supongamos, Microsoft [171].
La política: conseguir fijar unas
reglas y elegir el árbitro
Una
cosa es ganar en un juego «justo». Y otra muy distinta es poder escribir las
reglas del juego —y escribirlas de una forma que mejoren nuestras posibilidades
de ganar—. Y es peor aún si uno puede elegir a sus propios árbitros. Hoy en
día, en muchos ámbitos, las agencias reguladoras son responsables de la
supervisión de un sector (redactar y hacer cumplir las reglas y la normativa):
la Federal Communications Commission (FCC) en telecomunicaciones; la Securities
and Exchange Commission (SEC) en el mercado de valores; y la Reserva Federal en
muchas áreas de la banca. El problema es que los líderes de esos sectores
utilizan su influencia política para lograr que se nombren como miembros de las
agencias reguladoras a personas que simpatizan con sus puntos de vista.
Los
economistas denominan este fenómeno «captación del regulador» [172]. A veces la
captación está ligada a incentivos pecuniarios: los miembros de la comisión
reguladora proceden del sector que supuestamente deben regular y,
posteriormente, regresan a él. Sus incentivos y los de la industria están bien
alineados, aunque no lo estén con los del resto de la sociedad. Si los miembros
de la comisión reguladora prestan un buen servicio al sector, serán bien
recompensados en su actividad profesional fuera de la Administración.
No
obstante, a veces la captación no solo está motivada por el dinero. Por el contrario,
la mentalidad de los reguladores es apresada por aquellos a los que tienen que
regular. Eso recibe el nombre de «captación cognitiva», y es más bien un
fenómeno sociológico. Aunque en realidad ni Alan Greenspan ni Tim Geithner
trabajaron para un gran banco antes de llegar a la Reserva Federal, existía una
afinidad natural y es posible que ambos llegaran a compartir la misma
mentalidad. En la forma de pensar de los banqueros —a pesar del desastre que
estos habían provocado— no había necesidad de imponer a los bancos unas condiciones
estrictas para su rescate.
Los
banqueros han dado rienda suelta a una enorme cantidad de lobbistas [miembros
de un grupo de presión] para que convenzan a todo aquel que desempeñe un papel
en la normativa de que no habría que regular a los bancos —se calcula que hay
2,5 lobbistas por cada diputado de la Cámara de Representantes de Estados
Unidos— [173]. Pero la persuasión resulta más fácil si el objetivo de nuestros
esfuerzos parte de un punto de vista comprensivo. Por ese motivo, los bancos y
sus lobbistas trabajan tan denodadamente para asegurarse de que el gobierno
nombra a unos reguladores que ya hayan sido «captados» de una forma o de otra.
Los banqueros intentan vetar a todo aquel que no comparta sus creencias. Yo mismo
pude observarlo directamente durante la Administración Clinton cuando se
proponía a los posibles miembros de la Reserva Federal, algunos de los cuales
incluso procedían de la comunidad bancaria. Si cualquiera de los posibles
candidatos se apartaba de la línea del partido, en el sentido de que los bancos
se autorregulan y de que son capaces de gestionar sus propios riesgos, surgía
un clamor tan grande que el nombre ni siquiera se proponía, o, si llegaba a
proponerse, nunca salía elegido [174].
Magnanimidad del
gobierno
A
veces los regalos van ocultos en incomprensibles disposiciones de la
legislación. Una disposición de una de las leyes cruciales que desregulaban el
mercado de derivados financieros —que se aseguraba de que ningún regulador lo
pudiese tocar, independientemente de la magnitud del peligro al que pudiera
exponer a la economía— también concedía «prioridad» a los derivados a la hora
de las indemnizaciones en caso de quiebra. Si un banco se hundía, el reembolso
de los derivados se liquidaría antes de que los trabajadores, los proveedores o
cualquier otro acreedor vieran un solo centavo, aunque los derivados hubieran
sido en un comienzo la causa de la quiebra de la empresa [177]. (El mercado de
derivados desempeñó un papel crucial en la crisis del 2008 - 2009 y fue
responsable del rescate de AIG, por un importe de 150.000 millones de dólares).
Hay
otros aspectos en los que el sector bancario se ha beneficiado de la
magnanimidad del gobierno y que han quedado más claramente en evidencia como
consecuencia de la Gran Recesión. Cuando la Reserva Federal (que puede
considerarse un departamento del gobierno) presta cantidades ilimitadas de
dinero a los bancos con un tipo de interés próximo a cero, y permite que a su
vez los bancos le presten ese dinero al gobierno (o a los gobiernos
extranjeros) a un tipo de interés mucho más alto, simplemente les está haciendo
un regalo oculto que asciende a miles y miles de millones de dólares.
Esas
no son las únicas formas en que los gobiernos pueden fomentar la creación de
una enorme riqueza personal. Muchos países, entre ellos Estados Unidos,
controlan enormes reservas de recursos naturales, como petróleo, gas y
concesiones mineras. Si el gobierno nos concede el derecho de extraer esos
recursos gratis, no hace falta ser un genio para ganar una fortuna. Eso es, por
supuesto, lo que hacía el gobierno estadounidense en el siglo XIX, cuando
cualquiera podía reclamar el derecho a explotar los recursos naturales. Hoy en
día, normalmente el gobierno no regala sus recursos; lo más frecuente es que
exija un pago, pero un pago mucho menor que el que debería ser. Se trata
simplemente de otra forma menos transparente de regalar dinero. Si el valor del
petróleo que hay debajo de una finca en particular vale 100 millones de dólares
después de abonar los costes de extracción, y el gobierno exige un pago de tan
solo 50 millones, en realidad el gobierno ha regalado 50 millones de dólares.
No
tiene por qué ser así, pero unos poderosos intereses se aseguran de que lo sea.
Durante la Administración Clinton, intentamos conseguir que las compañías
mineras pagaran por los recursos que extraen de tierras de propiedad pública
una suma mayor que las cantidades simbólicas que pagan. No es de extrañar que
las compañías mineras —y los diputados que reciben generosas contribuciones de
ellas— se opusieran a esas medidas, y con éxito. Argumentaban que esa política
obstaculizaría el crecimiento. Pero lo cierto es que, con una subasta, las
compañías pujarían para conseguir los derechos de extracción siempre que el
valor de los recursos fuera mayor que el coste de extraerlos, y si su oferta
saliera ganadora, los extraerían. Las subastas no frenan el crecimiento;
simplemente garantizan que el público recibe un precio adecuado por lo que es
suyo. La moderna teoría de las subastas ha demostrado que cambiar el diseño de
la subasta puede generar unos ingresos mucho mayores para el gobierno. Esas
teorías se pusieron a prueba a partir de los años noventa, en la subasta del
espectro radioeléctrico que se utiliza para las telecomunicaciones, y
funcionaron notablemente bien, ya que generaron unos ingresos de miles de
millones de dólares para el gobierno.
A
veces, la magnanimidad del gobierno, en vez de entregar recursos por un precio
irrisorio, asume la forma de reescribir las normas para incrementar los
beneficios. Una sencilla forma de hacerlo es protegiendo de la competencia
extranjera a las empresas. Los aranceles, los impuestos que pagan las empresas
extranjeras pero no las nacionales, son a todos los efectos un regalo a los
productores del país. Las empresas que piden protección frente a la competencia
extranjera siempre aportan una justificación y sugieren que la beneficiaria de
esas medidas es la sociedad en su conjunto, y que cualesquiera beneficios que
acumulen las propias compañías son un hecho anecdótico. Es un argumento
interesado, por supuesto, y aunque hay casos en que ese tipo de alegaciones
contienen algo de verdad, el abuso generalizado del argumento hace que resulte
difícil tomárselo en serio. Dado que los aranceles ponen en desventaja a los
productores extranjeros, hacen posible que los productores nacionales suban sus
precios y aumenten sus beneficios. En algunos casos pueden producirse algunos
beneficios secundarios, como un mayor empleo nacional o la oportunidad de que
las empresas inviertan en I + D, lo que incrementa la productividad y la
competitividad. Pero también es muy habitual que los aranceles protejan a unas
industrias viejas y agotadas, que han perdido su competitividad y que
probablemente nunca la recuperarán, u ocasionalmente a las industrias que se
han equivocado en su apuesta por las nuevas tecnologías y quieren posponer el
momento de afrontar la competencia.
Las
subvenciones al etanol suponen un buen ejemplo de este fenómeno. El plan para reducir
nuestra dependencia del petróleo a base de sustituirlo con la energía del sol
encerrada en uno de los mejores productos de Estados Unidos, su maíz, parecía
irresistible. Pero transformar la energía de las plantas en una forma capaz de
suministrar energía a los coches en vez de a las personas resulta carísimo.
Además, resulta más fácil hacerlo con unas plantas que con otras. Brasil ha
tenido tanto éxito con sus investigaciones sobre el etanol a base de azúcar
que, para conseguir que Estados Unidos pudiera competir, durante años tuvo que
gravar con 54 centavos por galón el etanol brasileño a base de azúcar [178].
Cuarenta años después de su introducción, la subvención seguía en vigor para
apoyar una industria en estado embrionario que aparentemente no iba a crecer.
Cuando los precios del petróleo bajaron tras la recesión de 2008, muchas
fábricas de etanol quebraron, pese a las enormes subvenciones que recibían [179].
Hasta finales de 2011 no se permitió que venciera el plazo de las subvenciones
y los aranceles.
La
persistencia de unas subvenciones tan distorsionadoras tiene su origen en una
única fuente: la política. El principal —y durante mucho tiempo, a todos los
efectos el único— beneficiario directo de aquellas subvenciones fue el sector
de los productores de etanol a base de maíz, dominado por la megaempresa Archer
Daniels Midland (ADM). Al igual que muchos otros directivos, los de ADM
parecían más hábiles a la hora de gestionar la política que la innovación.
Hacían generosas donaciones a ambos partidos, de forma que, por mucho que los
parlamentarios despotriquen en contra de semejante magnanimidad con las
empresas, los legisladores no tuvieron demasiada prisa en tocar las
subvenciones al etanol [180]. Como hemos señalado, las empresas casi siempre argumentan
que el verdadero beneficiario de los generosos regalos que reciben está en otra
parte. En este caso, los defensores del etanol argumentaban que los verdaderos
beneficiarios eran los cultivadores de maíz de Estados Unidos. Pero, en gran
parte, eso no era cierto, sobre todo en los primeros tiempos de la subvención
[181].
Naturalmente,
resulta difícil entender por qué los cultivadores estadounidenses de maíz, que
ya eran beneficiarios de ingentes dádivas por parte del gobierno, y que
recibían de Washington casi la mitad de sus ingresos, en vez de obtenerlos de
la «tierra», tuvieran que recibir aún más ayudas, y resulta difícil conciliar
esa política con los principios de una economía de libre mercado. (En realidad,
la inmensa mayoría de los fondos del gobierno destinados a subvencionar la
agricultura no va a parar, como mucha gente cree, a los agricultores pobres, ni
siquiera a las explotaciones familiares. El diseño del programa revela su
verdadero objetivo: redistribuir el dinero de todos nosotros hacia las
prósperas explotaciones agrícolas de las grandes empresas) [182].
Lamentablemente,
la magnanimidad del gobierno hacia las grandes empresas no se acaba en el
puñado de ejemplos que hemos planteado, pero para describir todos y cada uno de
los casos de búsqueda de rentas con el beneplácito del gobierno haría falta
otro libro [183].
Capítulo
3
LOS MERCADOS Y LA DESIGUALDAD...
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